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Checco había desaparecido desde hacía un tiempo y ni siquiera los suyos tenían ya noticias de él. Su regimiento había sido trasladado a Francia para prestar ayuda a los franceses, que no lo estaban pasando nada bien. La compañía estaba acuartelada en Bligny y Checco, artillero raso agregado al transporte y suministro de municiones, conducía un 18 BL cargado de proyectiles de mortero y del 320, cintas de ametralladora y también de cartuchos de gelatina explosiva para abrir brecha en las alambradas de los alemanes.

Sabía muy bien que podía saltar por los aires en cualquier momento: bastaba con un disparo de fusil, una bala perdida, un hoyo demasiado profundo afrontado con rapidez y adiós Checco. Pero prefería con mucho esta amenaza a la tarea de hacer de servidor de una pieza de artillería, introducir las bombas en el cañón, respirar humos de cordita día y noche bajo una continua lluvia de hierro y fuego, en medio del fragor que rasgaba el aire y el cielo. Es más, pensaba que le había ido incluso demasiado bien. De haberle tocado morir habría sido de un solo disparo, no se habría dado ni cuenta y, por lo demás, al menos tenía tiempo de charlar en santa paz con su compañero, un albañil emigrado a Francia, sentado a su lado, escuchando el ronquido del motor y mirando la campiña. Bastaba con salir unos veinte kilómetros de la zona del frente para que el paisaje se volviera encantador. Sobre un suelo ligeramente ondulado se extendían unos viñedos alineados en perfecto orden, de vides pequeñas y bajas como no las había visto nunca. ¿Cuánta uva podían producir unas vides de aquel tamaño? Ciertamente debían de ser cómodas de vendimiar, no como las de su casa, de unos dos metros de alto con sarmientos tan largos que había que apoyar la escalera continuamente para recoger hasta el último racimo.

Lo que más le llenaba de curiosidad era que no se veían casas, por más que la mirada alcanzara lejos, y tampoco se veían setos que señalasen las lindes. ¿Dónde estaban los campesinos? ¿Y qué tamaño tenían aquellas propiedades? ¿Y cuántos vendimiadores harían falta para recoger toda aquella uva?

Su compañero de viaje le contaba que el vino que se hacía con aquellos racimos se llamaba «champán» y era tan preciado que la fila puesta en la linde y señalada con un rosal era vendimiada una vez por uno y luego por el otro propietario de las fincas colindantes.

—¡Cuántas cosas se aprenden corriendo mundo! —decía Checco, y pensaba que antes o después llegaría algún otro a relevarle y a él le tocaría ir al frente, a primera línea, donde todos los días la guerra causaba miles de muertos, heridos y mutilados que pasarían el resto de su vida con una pata de palo o el muñón de un brazo oculto en la manga de la camisa, sin poder ya trabajar y ganarse el pan para sí y para la propia familia.

La cosa se hizo realidad después de no más de dos meses, cuando le llegó una orden de servicio firmada por el capitán Morselli, un toscano agrio como el vinagre pero más bueno que el pan, que lo trasladaba a una batería de campaña a veinte kilómetros de su base de aprovisionamiento.

—Eh —le dijo cuando se presentó al mando con la orden de servicio en mano—, uno tiene que aportar algo, Bruni, de lo contrario todos querrían conducir un camión y nadie querría estar al pie del cañón. Pero ánimo, porque en el Piave los austríacos y los alemanes no han conseguido romper el frente y los nuestros resisten y no les dejan dar un paso. De seguir así, podremos tener también buenas noticias…, ¿quién sabe?, tal vez antes de Navidad.

Checco no comprendió muy bien lo que trataba de decir el capitán con aquella última frase, pero pensó en sus hermanos, que estaban allí defendiendo la orilla del Piave, suponiendo que siguiesen con vida. Quién sabe cuántos habían quedado. Y quién sabe si sus padres tenían noticias o no sabían aún nada.

Al día siguiente, a las cinco de la mañana, estaba ya con su batería en el frente. Los proyectiles del cañón eran tan gruesos que tenían que ser cuatro los que los levantaran para meterlos en la boca de fuego. Luego el sirviente tiraba de la palanca del obturador, todos se tapaban los oídos y salía el disparo. Una deflagración tan potente que hacía retemblar la tierra bajo los pies y saltar hacia atrás la cureña del cañón. Luego Checco contaba hasta cuatro y se producía otro golpe, el impacto del proyectil contra el suelo y una explosión todavía más fuerte, una llamarada y una gran nube de humo y de polvo que se alzaba decenas de metros. Y alrededor caían a modo de lluvia los otros proyectiles y la tierra se sobresaltaba dolorosamente como sacudida desde lo más profundo.

Tal vez, antes de la guerra, aquel desierto lleno de bocas, aquel pedregal renegrido que tenía enfrente habría podido ser un bonito viñedo, como el que atravesaba cada mañana cuando conducía el camión por las pequeñas y blancas carreteras rurales, o un campo de trigo y de amapolas.

La cosa siguió así durante unos diez días, con intercambios continuos de descargas entre ambas formaciones, una tempestad de disparos que, incluso cuando regresaba al campamento a dormir, continuaban resonándole en la cabeza durante toda la noche.

Luego, un día, vio avanzar los tanques, monstruos de hierro como una casa que escupían fuego y llamas y zumbaban y chirriaban como para romper los tímpanos y se helaba la sangre en las venas. Una escena que, si lograba salir con vida de aquello, no olvidaría jamás. Entre las dos líneas de combate machacadas por una y otra parte por los disparos incesantes de las artillerías había un espacio amplio de tal vez unos trescientos metros sobre el que había detenida una nube de humo, y desde el interior de aquella nube le pareció a Checco —que aquella mañana estaba de centinela en una posición avanzada— que llegaba un sonido intermitente que se acercaba a cada momento y se volvía cada vez más claro. Era para no creérselo, pero eran las notas de una canción, cantada a voz en grito:

Bella spagnola che canti

Tu sei più bella di un fiooor!

[Guapa española que cantas,

eres más bella que una flooor!]

Acto seguido apareció la fuente de aquellas notas y Checco pensó verdaderamente que estaba viendo visiones. Un carro de madera de dos ruedas tirado por dos mulos avanzaba traqueteante, hundiéndose a derecha e izquierda en los socavones abiertos por las bombas, a punto de volcar a cada instante. Lo conducía Pipetta, un carretero de su pueblo que transportaba grava para rellenar las carreteras y que ahora venía hacia su posición acercándose cada vez más a los carros de combate y a la franja batida por la artillería.

Apenas se hubo recuperado del pasmo, aprovechando una densa tufarada de humo que lo cubría todo, Checco salió del hoyo en el que estaba agazapado, corrió hacia la silueta retorcida de un tronco medio quemado y, mientras el Pipetta seguía cantando en voz cada vez más alta su canción, se puso a llamarlo:

—¡Pipetta, Pipettaaa! ¡Detente, por Dios, soy Checco!

El Pipetta tiró de las riendas de sus mulos y, como si se hubiese encontrado en la plaza de su pueblo el domingo por la mañana, exclamó en dialecto:

At salùd, milórd! [¿Qué tal, figura?]

Mo che milórd [Pero ¡qué figura!] —respondió Checco—, t’an vad c’a sein al frount? [¿es que no ves que estamos en el frente?]

Pipetta rompió a reír y se dirigió hacia los carros de combate, en medio del estallar de las bombas, sin dejar de cantar su canción.

Checco aullaba:

—¡Detente, Pipetta, detente, desgraciado, detente!

Pero el Pipetta no le escuchaba ya, continuaba cantando a la bella española con todo el aliento de su pecho y dirigiéndose, con total inconsciencia, hacia la boca del dragón. Checco dejó su refugio y echó a correr detrás de él, pero una granada estalló casi enseguida entre el carro y él y Checco fue sepultado bajo una masa de detritos. Apenas le dio tiempo de pensar que por lo menos haría el viaje con uno de su pueblo.

Gaetano tomó parte en el contraataque de Pederobba con su regimiento, y como era grande y grueso como un toro lo pusieron junto con otros como él a montar las piezas de la pasarela en el puente de barcas tendido para hacer posible el paso a los granaderos del Sexto Ejército al otro lado del Piave. Se iba a contraataque y corría la voz de que los austríacos se habían retirado malparados. También corrió la noticia de que el duque de Aosta, el primo del rey, estaba lanzando una ofensiva desde el otro lado del río con el Tercer Ejército, el que el año antes había tomado Gorizia y se creyó que se retiraría a Trieste.

El tiempo empeoraba a medida que se acercaba el otoño, pero ¿quién se preocupaba del tiempo? Gaetano había librado cuatro batallas en el Isonzo y la del Ortigara y luego en el Montello. Dos de sus compañeros habían perdido completamente el oído con ocho mil bocas de cañón disparando. Otro había perdido la vista, y los ojos ahora para lo único que le servían era para llorar.

Al comienzo tenía un miedo tremendo y muchas veces se había meado encima en el instante en que el teniente gritaba «¡Adelante, Saboya!» y ordenaba el ataque. Pero luego había aprendido a ensartar a los adversarios con la bayoneta para no ser ensartado él. Él, que siempre se había negado a matar al cerdo porque le sabía mal por el pobre animal que chillaba y se debatía, ahora mataba cristianos como si nada y después de haber matado muchos ya no le daba ninguna importancia.

Quería acabar con aquello. No le importaba ya un pimiento. Deseaba terminar y punto, y la única manera era ganar aquella maldita guerra y matar al mayor número posible de alemanes, austríacos, croatas y húngaros, aunque a él no le hubieran hecho nada. Pues ellos hacían otro tanto y nadie sabía verdaderamente el porqué.

Cuando finalmente llegó el momento, la artillería comenzó río arriba un temible fuego nutrido, mientras el grueso del ejército pasaba aguas abajo por el puente de barcas de Pederobba. Gaetano había preparado una gran cantidad de aquellas tablas de fresno recién hechas, que todavía olían a serrería, y sobre las que pasaban ahora los soldados de infantería. Bajo una lluvia que batía, avanzaban en silencio y sin ningún orden, sin marcar el paso para no ser oídos. Tan solo se oía un pisoteo continuo, una especie de ruido de fondo que se confundía con el del Piave que se remansaba entre las barcas del puente para luego empezar de nuevo a correr libre y raudo hacia el mar.

Gaetano pasó entre los últimos para comprobar que el puente estuviera en orden. Pero no porque se tuviera que atravesar de nuevo, pues no se volvía ya atrás, sino para asegurar el paso de los suministros y de las municiones al ejército que marchaba delante.

En cierto momento le pareció oír una canción, apenas susurrada. Era un batallón de bersaglieri, se veía por el penacho de plumas que asomaban del casco. Cantaban tan bajito que tuvo que aguzar el oído. No era una canción de guerra, o tal vez sí, quién sabe… Le sonaba como ciertas canciones del tiempo de la vendimia en un dialecto que no comprendía del todo. Una muchacha se sentía angustiada porque su novio había partido para la guerra y no sabía nada de él. Gaetano pensó que sería bonito tener una novia que le esperase a uno en casa consumida por la espera, pero él no tenía ninguna y a su regreso tendría que buscarse una y crear una familia.

El avance duró seis días en total, sin detenerse nunca. A veces compañías enteras del ejército austro-húngaro, rodeadas por todas partes, se rendían junto con los oficiales que las mandaban. Ya tenían bastante también ellos de guerra y no creían en su causa. Cada uno para sí y Dios para todos. Por doquier había ruinas, casas derruidas, pueblos en los que a duras penas había quedado en pie el campanario, alquerías abandonadas con unas pocas gallinas descarnadas y alguna vaquilla flaca que los miraba pasar con sus grandes ojos húmedos, inmóvil bajo la lluvia.

A medida que se avanzaba se dejaba sentir entre las tropas y los oficiales una especie de excitación, de frenesí: el presentimiento de la victoria y, una vez más, del final de la guerra. Y también Gaetano se había contagiado. Después de tantos meses de enfrentamientos sangrientos, de matanzas y de destrucción, había llegado al convencimiento de que las guerras no deben hacerse porque solo causan estragos y ruina y no sirven para nada, pero que si hay que hacerlas es mejor ganarlas que perderlas. Aunque no se gana gran cosa, al menos se tiene la impresión de haber luchado por algo. Un poco como cuando en casa, en invierno, en el establo, jugaba a la brisca por nada. Prefería ganar, en cualquier caso.

El 3 de noviembre —lo recordaría para el resto de su vida— los austríacos se rindieron. El 4 terminó la guerra.