8

El pequeño ejército del capitán Cavallotti continuó su retirada mientras hubo una gota de gasolina en los depósitos. Luego, abandonados los camiones, prosiguió a pie deteniéndose de vez en cuando —sobre todo de noche— para recuperar el aliento o para echar alguna cabezadita al sereno. Las reservas de comida se habían terminado; no quedaba más que alguna botella de grapa, pero Floti no estaba acostumbrado a beber en ayunas y habría vendido su alma al diablo por una buena crescente recién hecha en una sartén y rellena con algún trozo de jamón. Recordaba cómo se disolvía el fino borde de grasa alrededor de la tajada rojo coral al contacto con la superficie humeante de la crescente, transmitiéndole el alma sublimada del cerdo. Sueños y recuerdos de los rústicos banquetes celebrados en familia. Manjares de reyes en la modesta mesa campesina, en el mantel de cáñamo que perfumaba el espliego.

De nuevo se había quedado sin noticias de sus hermanos. Informaciones que se filtraban de vez en cuando, conversaciones entre oficiales escuchadas a escondidas, hablaban de bajas ingentes, de decenas de miles de prisioneros, de otros tantos en paradero desconocido, que luego quería decir siempre muertos o prisioneros, y se hacía a la idea de que, en vista de que por el momento él se había salvado, las probabilidades de muerte, heridas y prisión aumentaban para el resto de sus hermanos.

¿A quién le habría tocado? ¿A Checco? ¿A Armando, que siempre había estado en los huesos? ¿A Dante o a Fredo, o a Gaetano? Se le ponía la piel de gallina solo de pensarlo, de imaginar lo que sería de Clerice y de su padre Callisto. No soportarían el golpe, estaba seguro.

A unos treinta kilómetros de distancia hacia el oeste se toparon con otro centro de clasificación atestado de soldados y de prófugos, con un ir y venir de mensajeros montados en sus motocicletas, y damas de la Cruz Roja que parecían blancas mariposas en un mar de ropas grisverdosas. Y sin embargo, de un modo u otro, el centro funcionaba. Circulaban automóviles, pasaban camiones de aprovisionamiento cargados de pan y otras vituallas, y también un coche de Correos.

Floti encontró un pedazo de papel en el fondo de la mochila y un lapicero que afiló con la hoja de la bayoneta y, aprovechando el alto, escribió una carta a sus padres. Les informaba de que se había producido una gran derrota, que tenían a los alemanes y los austríacos pisándoles los talones, que volvería a partir dentro de poco con su compañía para no ser apresado por sus perseguidores. Escribió también que no tenía ya noticias de sus hermanos, que los teléfonos habían volado como cualquier otra forma de comunicación y que no sabía cuándo podría dar de nuevo señales de vida, pero que no se preocupasen, que ya trataría de apañárselas. Como no tenía sobre, escribió la dirección en el reverso de la hoja que dobló en tres y selló con la cera de un cabo de vela. Luego la metió en un buzón de Correos, rojo, con el escudo de los Saboya, confiando que llegara a destino.

Cuando dejaron el centro de clasificación, el enemigo estaba a pocas horas de distancia y avanzaba a marchas forzadas. Ellos se dirigían a Udine, pero no tardó en resultar evidente que también aquella ciudad estaba perdida. Floti comprendió enseguida que no se detendrían cuando vio llegar los camiones con víveres, tiendas y municiones. Nadie sabía adónde se dirigirían, dónde terminaría su afanosa fuga. Había en el batallón un soldado de sus montañas llamado Sisto. No lo conocía mucho porque no era el tipo de persona con el que le gustaba cambiar dos palabras, pero él en cambio trataba a menudo de pegar la hebra. Aquel día se había puesto a decir que la guerra estaba perdida y que ya daba igual tirar el fusil y volverse para casa, y Floti tuvo una agarrada con él.

—Pedazo de idiota —le dijo tirándolo hacia un lado—, ¿es que quieres morir fusilado? Si te oyen, eres hombres muerto.

Sisto palideció por no haberse dado cuenta del riesgo que había corrido y, a partir de entonces, no se atrevió a decir una palabra sobre el particular. Por otra parte, no pasó mucho en tener ocasión de ver personalmente a qué se refería Floti con aquella frase.

Sucedió por la parte de Codroipo, poco antes de llegar al Tagliamento. Mientras iban por la carretera provincial, con los camiones en el centro y dos filas de soldados de infantería a los lados, el napolitano gritó:

—¡Mirad ahí, un aeroplano!

—Es de los nuestros —dijo otro.

—¡No, es austríaco, cuidado! —gritó el capitán—. ¡Todos a cubierto!

Los hombres se resguardaron tras la escarpadura de la carretera provincial, otros se refugiaron detrás del camión.

—Se trata de una misión de reconocimiento —dijo el capitán—, quieren conocer nuestras condiciones para poder dar parte a la superioridad.

—Entonces derribémoslo —dijo el sargento cogiendo el mosquete y apuntando.

—¡No! —lo detuvo Cavallotti—. Está prohibido: si desciende tú le sigues con el cañón del fusil y corres el riesgo de matar a alguno de los nuestros. No será la primera vez que pasa. Déjalo correr, ya verás como alguien se ocupa de él. Ahí tienes, mira: ese es uno de los nuestros.

Se detuvieron todos con la nariz en alto para ver el duelo que los dos caballeros del aire se disponían a entablar. El aeroplano italiano apuntaba frontalmente al intruso como si quisiera chocar con él, pero en el último momento viró a la derecha y trató de situarse tras la cola de su adversario. Los soldados de tierra gritaban incitando al piloto, pero el capitán los amonestó:

—¡Basta! Volved a las filas, no tenemos tiempo que perder y esos que se las apañen solos. ¡Sargento, en marcha!

Apenas hubo terminado de decir estas palabras cuando se oyeron nuevos gritos. Provenían de una casucha un tanto apartada, que parecía abandonada. Cuando estuvieron más cerca vieron a dos carabinieri, con su bicornio de paño gris y los mosquetes terciados, que conducían fuera del edificio a un joven con las manos atadas a la espalda. Era un soldado, y no debía de tener más de veinte años. Gritaba y lloraba a lágrima viva. Cavallotti se detuvo y toda la compañía detrás de él. El soldado fue conducido delante del establo, donde ya estaba esperando un pelotón de infantería con las armas en posición de descanso.

En aquel momento se oyó tabletear una ametralladora y poco después uno de los dos aviones entró en barrena dejando tras de sí una estela de humo.

—Pero ¿qué hacen, sargento? —preguntó Floti.

—¿Es que no lo ves? Van a fusilarlo. Es un cobarde que se quitó el uniforme y escapaba.

—Pero ¿así, sin un juicio?

—A esto se llama consejo de guerra, Bruni —dijo el capitán Cavallotti—. Bastan diez minutos para condenar a un desertor.

Floti, que ya lo sabía, dio con el codo a Sisto para hacerle comprender que la lección era para él.

Los carabinieri hicieron sentar al muchacho en una silla y lo ataron frente al paredón.

—Fusilamiento por la espalda —dijo el sargento—, la pena reservada a los cobardes y a los traidores: puede que sea lo uno y lo otro.

El muchacho lloraba todavía más fuerte mientras le vendaban los ojos. Gritaba:

Mama, mama aiutem! Mammaaa! [¡Madre, madre, ayúdame! ¡Madreee!]

Invocaba a la madre como un niño aterrado por la oscuridad.

El oficial ordenó:

—Pelotón, ¡media… vuelta!

Los soldados, que hasta ese momento daban la espalda a la casucha, se volvieron hacia el condenado.

—El pelotón no ve nunca al condenado —comentó el sargento— y el condenado no ve nunca al pelotón.

Floti lo ignoró y se volvió hacia el capitán.

—Pero si no es más que un muchacho que se habrá extraviado y asustado, no se le puede matar así. ¿No puede hacer algo, capitán?

Cavallotti no respondió, pero se comprendía que aquel alto era deliberado. Ya no había prisa, no tenían al enemigo pisándoles los talones. Se trataba de dar una lección a todos. Mostrar lo que pasaba cuando se intentaba escapar.

El oficial ejecutor desenvainó el sable.

—¡Pelotón, firmes!

Floti bajó la mirada al suelo para no verlo. La misma voz resonó seca.

—¡Carguen!

A aquel muchacho le quedaban aún unos pocos segundos de vida. Había oído el chasquido metálico de las correderas que empujaban la bala dentro del cañón. ¿Qué se le pasaría por la mente?

—¡Apunten!

Los cañones de los fusiles convergieron en el blanco.

Había dejado de llorar.

—¡Fuego!

Se aflojó sobre la silla y Floti sintió que, al estampido de los fusiles, el corazón se le había parado por un instante. Pensó en Clerice, que lo esperaba en casa desgranando rosarios, por la noche, en la oscuridad, tumbada en la cama. Se convenció de que desde alguna parte, en los montes o en el campo, la madre de aquel muchacho había oído su última y silenciosa invocación, esa que no encuentra la vía de salida entre los dientes apretados en el espasmo de terror. Y se había desplomado también ella contra el suelo en el huerto, o en casa con la espalda contra la pared, con unos ojos atónitos abiertos a la nada.

Floti se volvió y vio que Sisto tenía lágrimas en los ojos. Cavallotti no dijo palabra y ordenó con una mirada al sargento que hiciera otro tanto mientras retomaban el camino. Hacia Codroipo. Hacia el Tagliamento, que corría crecido y grisáceo entre las orillas. Divisiones enteras convergían hacia los puentes con las acémilas cargadas de bagajes y piezas de artillería. El ruido de las botas en su arrastrarse cansino era el sordo telón de fondo que acompañaba aquella marcha interminable. Y sin embargo aquella enorme masa de hombres, de aspecto más parecido a un rebaño que a un ejército, llevaba las armas y los uniformes y obedecía a las órdenes. La disciplina despiadada, y tal vez también el convencimiento de que no había alternativa al estrechar filas, mantenía unidos a cientos de miles de soldados en retirada.

Pasó primero el Tercer Ejército al mando del primo del rey, el duque de Aosta. Podían distinguirse de lejos porque estaban encuadrados por rangos, marchaban al paso, compañía por compañía, con sus oficiales a la cabeza y a los flancos. No habían perdido nada de su dotación y apenas hubieron atravesado el Tagliamento se dispusieron en orden de batalla para poder cubrir a los otros que tenían que pasar aún. Pero no debía de ser aquella la línea de resistencia. El rey en persona había decidido que el frente se establecería a orillas del Piave y se declaró dispuesto a abdicar si cedía aquella línea de defensa.

Floti y sus compañeros pasaron también por Udine la noche del 30 de octubre y fue allí donde el capitán Cavallotti fue informado por un mensaje del Alto Comando de que la nueva línea de resistencia era el Piave, mientras que el monte Grappa sería la fortaleza desde la cual la artillería mantendría alejados a los austríacos si intentaban romper el frente por allí.

Al atardecer, cuando ya habían plantado el campamento, Floti vio llegar en el sidecar de una Frera a un coronel que llamó enseguida a informar al capitán. A no mucha distancia oyó su conversación.

—¿De cuántos hombres dispones, Cavallotti?

—De seiscientos quince, mi coronel.

—¿Armamento?

—Armas ligeras y siete ametralladoras municionadas.

—Bien. Aquí está la posición que deberás tomar con tus hombres entre Ponte della Priula y Montello: estaréis en un punto crucial, porque el Montello será uno de los objetivos principales para el ejército austríaco. Hay que permanecer al pie del cañón a toda costa. Han llegado también el comandante inglés y el francés para brindar sus refuerzos.

—Ya era hora —repuso Cavallotti.

—Sí, pero no te hagas ilusiones: tienen sus propias papeletas, no te creas. Cadorna ha ordenado el repliegue del Cuarto Ejército del Cadore, más allá del Piave, para unirse al resto de nuestro frente defensivo. Di Robilant no estará muy contento, pero tendrá que obedecer. Hay una necesidad desesperada de su artillería para conservar el Grappa.

Cavallotti asintió.

—¿Cuándo? —preguntó.

—Mañana a las cinco deberéis estar ya en marcha. No os detengáis hasta que no estéis en vuestra posición. Apenas lleguéis, os atrincheráis. Los austríacos atacarán enseguida y no os darán un momento de tregua.

—A la orden, mi coronel.

—También quería avisarte de que llamaremos a las armas a otros dos reemplazos: el noventa y ocho y el noventa y nueve.

—¿El noventa y nueve? ¡Pero si son unos críos!

—¿Acaso tienes un hijo del noventa y nueve? También yo lo tengo, pero no hay elección, Cavallotti. Buena suerte.

A Floti le dio un vuelco el corazón. ¡El noventa y nueve! Savino recibiría la notificación de llamada a filas de un día para otro. Se quedarían solos Maria y el mozo con sus padres. Los siete hermanos, si seguían con vida, estarían alineados a orillas del Piave. Pero ¿dónde?

Pensaba en aquellos hombres de nombres altisonantes —así sonaban al menos a sus oídos— que decidían sobre el destino de cientos de miles de sus semejantes con dos simples líneas escritas en una hoja de papel con membrete o con una conversación, en el poder enorme que tenían aquellos dedos bien cuidados que hacían correr la pluma sobre el mapa desplazando divisiones enteras, y volvía a pensar en lo que le decía Pelloni.

A la mañana siguiente se pusieron de nuevo en camino y siguieron adelante hasta que divisaron el Piave. Era mucho más caudaloso que el Samoggia; estaba en crecida y daba miedo. Probablemente había llovido bastante en la montaña.

—¡Mirad, muchachos! —exclamó el capitán—. El río nos ayuda. Haremos saltar los puentes una vez que los hayamos cruzado y los austríacos no conseguirán pasar con esta crecida.

Sin embargo, Floti no podía dejar de pensar que los austríacos y los húngaros a él no le habían hecho nada malo. Disparaban porque se lo ordenaban, precisamente como hacía él, y si uno no quería disparar lo fusilaban como a ese pobre que había visto antes de llegar a Codroipo. Pero pensaba también en lo que decía el capitán y le parecía justo que cada pueblo fuese independiente y no tuviese que estar sometido a una gente extranjera que hablaba otra lengua. En definitiva, lo único que verdaderamente contaba era salvar el propio pellejo y esperaba que también sus hermanos se librasen. No solo por ellos, sino también por sus padres, que no soportarían una pérdida tan grave.

Al término de los primeros diez días del mes de noviembre corrió el rumor de que el general Cadorna había sido destituido y que en su lugar el rey había puesto a un general napolitano llamado Armando Díaz. Floti esperó que se presentase la oportunidad y le preguntó al capitán Cavallotti qué tipo de hombre era ese general nuevo que se llamaba Armando, precisamente como su hermano.

—Es una persona de valía —respondió Cavallotti—, tiene mucha experiencia sobre el terreno y es alguien que piensa que los soldados no son unos bestias y no se les puede tratar solo a base de palos, sino que también hay que darles ánimos y unas buenas razones para luchar.

Floti hubiera querido responder que él no veía muchas buenas razones, pero prefirió callarse porque no estaba el horno para bollos. Cavallotti, en cambio, parecía que le hubiese leído el pensamiento.

—Sé en lo que estás pensando, Bruni, y en parte tienes razón, pero tú no sabes cómo están las cosas y no puedes comprender lo que los italianos han sufrido durante siglos debido a la pérdida de su libertad e independencia. Una nación es un poco como una familia. Hay que estar todos unidos, y cuando uno de fuera quiere entrar en nuestra casa debe pedir permiso y comportarse como un huésped, no como un amo, y el fruto de nuestro trabajo debe quedarse aquí entre nosotros. Y quien está mejor debe ayudar a quien está peor.

Floti asintió sin decir palabra y Cavallotti concluyó su discurso:

—Ya sé que hemos visto demasiados muertos, demasiados…, tampoco yo duermo por la noche, no te creas. No mando a mis muchachos al infierno y hago todo lo posible para no exponerles inútilmente al peligro.

—Y hace bien, capitán —dijo Floti armándose de valor—, porque sus madres no los compraron en un mercado, sino que los hicieron, parieron y velaron de noche cuando estaban enfermos y los alimentaron con lo mejor que tenían para que crecieran y vivieran el mayor tiempo posible. Esperemos que este nuevo general piense como usted.

Cavallotti inclinó la cabeza en silencio durante unos instantes, luego fue a vigilar las posiciones. Antes del atardecer lo nombró cabo.

No hubo, al menos durante los primeros dos meses, contacto alguno con otros contingentes y Floti no pudo, por tanto, tener noticia alguna de sus hermanos. Cada día llegaban nuevas unidades para disponerse a lo largo de la orilla del Piave, porque el rey había dicho que de ahí no debía pasar nadie. Con el año nuevo llegaron también los nuevos reclutas, chicos de dieciocho, diecinueve años. Floti escrutaba entre las compañías para ver si conseguía dar con Savino, pero habría sido más fácil acertar a la lotería. No desistía, de todos modos, y cuando se presentaba la ocasión, detenía a uno de aquellos muchachos y le preguntaba:

—¿Has conocido a alguien llamado Savino Bruni? —Y no se desalentaba si lo miraban como si fuese un loco o le respondían con un encogimiento de hombros o con un «¿Qué coño dices?».

Pero una vez Floti vio que lo imposible podía suceder: un alpino de unos cuarenta y cinco años con el grado de sargento, a la cabeza de su compañía, volvía de la trinchera cubierto de barro de pies a cabeza, salvo la pluma negra que destacaba en su gorra. Bajo la lluvia que comenzaba a caer del cielo gris, marcaba el paso de la marcha con sus recias botas y lo mismo hacían sus hombres encuadrados en las filas. Muertos de cansancio como estaban, empapados, algunos heridos, mantenían el paso que parecía uno solo. De pronto, mientras se cruzaban con otra compañía que les reemplazaba, todos bocia [chavales], como decían ellos, uno de los soldados de infantería se puso a gritar: «¡Bepi! ¡Bepi!». Se volvieron una media docena como si alguien les hubiese ordenado «¡Vista a la izquierda!». Pero a él le interesaba uno solo, el que tenía los ojos claros y la cara pecosa. También él salió de las filas sin preocuparse de las imprecaciones de su sargento y se abrazaron en medio del campamento. Las dos compañías se detuvieron y los suboficiales que las mandaban no tuvieron moral para separar al padre del hijo.

Con el paso del tiempo la presión se hacía cada día más fuerte, con continuos cañoneos e intentos de cruzar el río por parte de los austríacos, que finalmente consiguieron establecer dos cabezas de puente en la orilla derecha del Piave.

El capitán Cavallotti, que a duras penas había levantado una tienda de campaña con una apariencia de intendencia, dio orden un día de empaquetarlo todo y entregar todos los documentos al mando del Cuerpo de Ingenieros.

—Tenemos que coger todos el fusil, Bruni —dijo a Floti—, hasta el último hombre, porque si no los hacemos retroceder esta vez se acabó. Cae Venecia, cae todo. ¿Sabes cuántos sacrificios han sido necesarios para hacer Italia? Son casi cien años de lucha, hemos de terminar la obra de una vez por todas y luego no pensaremos más en ello. Ya sé lo que piensas, «Francia o España, con tal de que sea magna», pero este es un modo de pensar de pelafustanes. Solo los animales y los esclavos tienen amos. ¿Eres tú un animal, Bruni? No. ¿Eres un esclavo? Tampoco. —Se daba las respuestas él mismo—. Pues entonces podemos permitirnos finalmente ser hombres libres, cueste lo que cueste.

—A decir verdad, mi capitán, yo en casa sí tengo un amo, el notario Barzini. Nosotros trabajamos sus tierras, él no hace nada y se queda con la mitad de todo.

—Ya arreglaremos también eso, pero por el momento repelamos a ese ejército que invade nuestro país. He armado hasta a los de la banda, Bruni: fusiles en lugar de trombones y clarinetes.

Y era cierto. Floti vio a los de la banda en la trinchera. Y no disparaban nada mal.

Desde las dos cabezas de puente de los austríacos batían sin descanso el Montello y el monte Grappa, y desde sus posiciones Floti podía ver el infierno que se desencadenaba por el control de aquellas cimas. Se oían los retumbos a lo lejos y se veían las columnas de humo con el fuego dentro. Los volcanes de la Italia del sur debían de ser algo así. Se esperaba que de un momento a otro los italianos cedieran de golpe como en Caporetto, y que todo se fuera al traste.

Y en cambio no.

Asalto tras asalto, los austríacos eran repelidos. ¿Explicaba todo esto el miedo a ser fusilados?, se preguntaba Floti. ¿Por qué todos esos proletarios no se rebelaban y se ponían a disparar contra los carabinieri en vez de contra los proletarios austro-húngaros, como habría dicho Pelloni? Aparentemente la cosa no era fácil de explicar, pero Floti se había hecho una idea combatiendo en el frente: había notado que el general napolitano, que ahora mandaba y que se llamaba como su hermano, no mandaba a sus soldados al matadero; les pedía que resistieran, pero no que se dejaran masacrar corriendo a pecho descubierto contra las ametralladoras. La comida era mejor, las botas más recias, la grapa y los cigarrillos de mejor calidad. Bastaba con poco, a fin de cuentas, para no hacerles sentir que eran solo carne de cañón: un poco de respeto y cierta consideración. Y luego estaba ese río, tan grande y hermoso, que había que defender a toda costa, y uno terminaba por creérselo y hacer su papel.

Una tarde, Floti, arrastrándose, alcanzó un montón de ruinas no lejos de la orilla del río porque, si lo conseguía, quería ver si había señales de la ofensiva aquella de la que se hablaba. Pero ya había oscurecido demasiado y no se distinguía casi nada. Luego oyó un ligero chapoteo a lo largo de la orilla. Y vio unas siluetas negras que hacían deslizarse en el agua unos ligerísimos botes en los que iba un hombre solo tendido, que empleaba los brazos a modo de remos. Contó varios, dos, tres, cinco, vestidos de negro. Una media docena en total. Atravesaban el río en dirección a la orilla opuesta. Allí comenzaba el Imperio de Cecco Beppe,[2] mejor dicho, de su hijo, porque el viejo había muerto. En parte seguían el movimiento de la corriente cortándola en diagonal hasta que tocaban tierra.

De pronto, cuando se disponía a volver hacia atrás, sintió una bota sobre la espalda que lo aplastaba contra el suelo y una cosa dura como el cañón de un fusil que le presionaba en la nuca.

—¿Qué haces tú aquí, guapo? ¿No deberías estar en la cama?

—Oye —respondió Floti—, soy de la treinta y seis. Solo quería echar un vistazo al otro lado porque he oído decir que habrá una ofensiva.

El otro, un mocetón cuadrado de hombros como un armario, negro como la pez, le dio la vuelta con el pie y le encañonó en el centro del pecho.

—¿No serás un espía que se disponía a pasar al otro lado? Si no fuese porque no podemos hacer ruido, te disparaba, tenlo por seguro.

—Pero ¿estás loco? Si ni siquiera sé nadar y en alemán solo sé decir kartoffen.

—Se dice kartoffeln, cabeza de alcornoque.

—Está bien, pero ahora déjame irme. He de regresar a mi compañía. Mi comandante es el capitán Cavallotti, yo soy el cabo Raffaele Bruni y no soy ningún cabeza de alcornoque.

—Pues largo de aquí. Por esta vez te has librado. Si te pesco de nuevo a horas extrañas, te vas a enterar, ¿está claro?

—Clarísimo —repuso Floti.

Se levantó, se arregló y se alejó en dirección al campamento.

Le contó lo sucedido al capitán al día siguiente, mientras le llevaba un café.

—Son arditi incursores —le explicó el oficial—, cruzan el río prácticamente a nado, pasan al otro lado, eliminan a los centinelas con el puñal, recogen información, ponen minas y cartuchos de gelatina explosiva, siembran el terror y regresan a nuestro lado. Tú has visto a los Caimanes del Piave, Bruni, no les es dado a todos —concluyó Cavallotti enfático.

Transcurría el tiempo, los días y los meses. Las trincheras en las que antes se estaba con barro hasta las rodillas se volvieron polvorientas con la proximidad del verano, pero Floti seguía sin tener noticias de sus hermanos. Recibió en una ocasión una carta de sus padres con tres meses de retraso, escrita como siempre por el párroco, que decía que tampoco ellos recibían noticias y que su padre Callisto no se resignaba y no hacía más que pensar en dónde andarían sus chicos, si estaban vivos o muertos. Floti escribió a su vez, pero no tuvo respuesta. ¿Cuál podía ser el destino de un pedazo de papel en aquel infierno de hierro y fuego?

Un día, hacia finales de junio, el capitán Cavallotti le hizo saber que había algo en el aire, que probablemente habría una ofensiva y también que no tardaría mucho. Los austríacos tenían ya cinco cabezas de puente en la orilla derecha del Piave y trataban de enlazar una con otra. Se decía que querían llegar al Po, nada menos.

En las horas siguientes llegaron tres mensajeros e inmediatamente después todo el campamento estaba en ebullición. El cielo empezó a verse surcado por un gran número de aeroplanos —nunca se habían visto tantos juntos—, luego pasaron también botes armados por el río. Se preparaban para luchar por tierra, agua y cielo. Lo nunca visto. El ataque dio comienzo realmente el 15 de junio: los austríacos, desde sus cabezas de puente, y luego la artillería. Esta preparaba el camino a los soldados de infantería que debían tomar al asalto el Grappa y el Montello, que cerraban el camino y machacaban treinta kilómetros de territorio alrededor.

En poco tiempo el fragor de veinte mil bocas de cañón hizo temblar el aire a lo largo de todo el curso del Piave, y dos horas después del inicio de la ofensiva la compañía de Floti fue lanzada al ataque, primero con descargas de fusilería, luego con arma blanca, una, dos, tres veces en la misma jornada. Y así en los días siguientes. Se volvía al atardecer solo con la energía suficiente para engullir un poco de rancho frío. Tres días después a Floti le costaba creer que estuviera vivo. Se sostenía de pie de puro milagro y no dormía casi nunca. Dormitaba, apoyado contra un árbol y detrás de un muro, cuando se producía un alto en los combates. Los austríacos habían atravesado en varios puntos con pasarelas apoyadas en la orilla de grava del río, y lanzaban ataques continuos y potentes como manotazos en el hombro tratando de romper el frente, pero este seguía plantando cara.

Aquella tarde hubo una asamblea del regimiento y el coronel dijo que sus compañeros del Grappa y del Montello se habían batido como leones, repeliendo al enemigo y poniéndolo en fuga. Y mientras el Grappa y el Montello aguantaran, toda la línea del frente estaba protegida a sus espaldas. El enemigo había sufrido importantes bajas y también la aviación había desempeñado su papel ametrallando desde el aire durante la retirada. Los aliados franceses e ingleses de la meseta de los Sette Comuni habían hecho una contribución importante y habían podido ver lo mucho que valían los soldados italianos.

—¡Podemos conseguirlo, muchachos! —había gritado por último—. ¡Podemos conseguirlo! Todo el país habla de vosotros. ¡A vuestras casas llegará la noticia de vuestro valor y vuestros familiares estarán orgullosos de vosotros!

La tropa respondió esta vez con un grito de entusiasmo, y también Floti se sorprendió de gritar con los demás. «No se manda al corazón», pensó para sí cuando ordenaron romper filas.

La ofensiva austríaca continuó incesante hasta el 20 del mes, luego empezó a apagarse hora tras hora. El día 24 el ejército enemigo comenzó a replegarse, la aviación y la artillería no le dieron tregua y luego también la infantería pisó los talones a las tropas austríacas mientras se hacinaban en desorden sobre las pasarelas para atravesar el Piave, y aquello fue una matanza.

También el cabo Raffaele Bruni desempeñó su papel conduciendo a la compañía al asalto, y siguió adelante mientras le quedó aliento; luego, de pronto, sintió un dolor abrasador en el costado izquierdo del pecho y cayó de rodillas. Se le nubló la vista en una nube rosada y el fragor de la batalla se desvaneció de golpe en el silencio.