Floti recibió un golpe terrible por el final de Pelloni y en cierto sentido se quedó patidifuso. ¿Qué era el fallecimiento de un solo hombre en medio de aquella matanza? ¿Acaso no había certificado él mismo la muerte de miles de muchachos? No era difícil dar con la respuesta. A la gente le importa aquellos que conoce, no los que no conoce. Si tuviera uno que disgustarse cada vez que se entera de la muerte de alguien, la vida sería un llanto continuo. Era exactamente así, pensaba, cada uno lloraba por las personas que le importaban a él. Un poco más adelante otros lloraban por ellos. Un poco como cuando se va al cementerio por Todos los Santos y el día de Difuntos. Primero van todos juntos detrás del cura en procesión; luego, una vez verja adentro, la gente se separa y cada tumba tiene a alguien que cuida de ella. Las viudas rezan el rosario sobre sus maridos, los hijos en torno a las sepulturas de los padres, las hermanas más jóvenes junto a las de los hermanos mayores que han pasado ya a mejor vida.
Normalmente, en cualquier caso, pensaba Floti, son los más jóvenes los que entierran a los más viejos, mientras que en la guerra es justamente lo contrario. Los muchachos que habían partido sanos y llenos de vida vuelven a casa en un ataúd y les toca a las madres y a los padres que los trajeron al mundo enterrarlos.
Las cosas transcurrieron más o menos del mismo modo durante algunos meses en los que Floti siguió buscando a sus hermanos. Encontró a Dante con la ayuda de un furriel establecido en Colloredo, en el Friuli. Formaba parte de un regimiento de bersaglieri, de esos con el fez rojo y la borla. El descubrimiento le puso de buen humor y durante algún tiempo hizo que se le pasara el disgusto por la muerte de Pelloni: él, Gaetano, Checco y Dante, cuatro de seis, una buena media. Quedaban por localizar Fredo y Armando, que no se sabía dónde estaban. Por fortuna Savino todavía estaba en casa, porque era demasiado pequeño.
Hacia finales del verano recibió una carta del párroco con noticias de su padre: habían tenido que tomar un mozo porque él y Savino no conseguían salir adelante. Un buen muchacho que se llamaba Secondo y que provenía de una familia montañesa muy pobre. Los montañeses no tenían mucha fantasía para los nombres. Cuando tenían un hijo, los de la iglesia, si sabían leer, consultaban el calendario y le ponían el nombre del santo del día. Alguno, en cambio, usaba los números: Primero, Segundo, Tercero y así sucesivamente, aunque solían parar en un determinado punto. Para llamar a un hijo Duodécimo o Decimocuarto había que tener valor. Él había conocido a un muchacho que se llamaba Último. Se ve que su padre y su madre debían de haber tenido bastantes hijos y con aquel nombre esperaban cortar por lo sano.
La noticia más importante de la carta se encontraba al final: Rosina se había casado con un aduanero del sur de Italia y se había ido a vivir a Florencia. Por una parte, le pareció una buena cosa porque tenía un marido con un sueldo fijo, y cobrar unos buenos dineros cada final de mes, tanto si llueve como si nieva, es un gran privilegio; pero, por otra, le disgustaba, porque Florencia estaba lejos y quién sabe cuándo volvería a ver a su hermana. Y luego, bien pensado, un sueldo fijo no era nada del otro mundo y no había dinero suficiente para comprar una belleza como la de Rosina.
Respondió:
Queridos padres:
Yo estoy bien como espero que lo estéis también vosotros. Aquí la cosa es cada día más dura, pero vamos tirando y hay quien está peor que yo. He dado con el paradero de Dante. Está vivo y bien, y también los otros por lo que he llegado a saber, y en cualquier caso, como se dice: ninguna noticia, buena noticia. No es poca suerte en una guerra como esta. Me decís que habéis tomado un mozo y habéis hecho bien, pero ¿por qué al final de la temporada? ¿No hay suficientes holgazanes de balde en el establo en invierno? Habría sido mejor hacerle venir al comienzo de la nueva estación. Mi capitán es una buena persona y me trata bien. Me regala algún que otro paquete de cigarrillos, así como café, del auténtico. Creo que también podría mandarme a casa de permiso y sería algo estupendo, pero no quiero hacerme ilusiones ni que vosotros os las hagáis. La semana pasada estuvo a punto, pero luego cambió de idea. De vez en cuando pienso en cuando íbamos a segar o a vendimiar y cantábamos y luego cenábamos todos juntos y bebíamos el vino joven y me entran ganas de llorar.
Siento que se haya casado Rosina. Esperemos que su marido la trate bien. En caso contrario, apenas vuelva iré yo a verle, a Florencia, o a cualquier otro lugar.
Espero que gocéis todos de buena salud,
Vuestro hijo RAFFAELE
Firmaba Raffaele en vez de Floti, como todos lo llamaban en casa, porque quería hacer ver que en la vida militar había aprendido a hacer las cosas en debida regla.
Todo cambió de improviso en otoño, una noche de octubre. Los austríacos y también sus aliados, los alemanes, atacaron por sorpresa con una potencia de fuego horrorosa. Los nuestros no se lo esperaban y fueron arrollados. Los territorios arañados metro a metro al enemigo en dos años de durísimos combates a costa de un número espantoso de bajas se perdieron en pocas horas. Más de medio millón de hombres dejaron las posiciones que habían conservado durante meses y meses y obstruyeron todas las carreteras, los caminos rurales y los senderos tratando de escapar del enemigo que les pisaba los talones. Ejércitos enteros fueron rodeados y decenas y decenas de miles de soldados hechos prisioneros. El pánico, la confusión, el terror reinaban por doquier e incluso los oficiales no sabían qué hacer. Las líneas de comunicación estaban cortadas, la artillería enemiga machacaba las carreteras, los puentes y los vados. Era como el día del Juicio Final. Muchos habían arrojado las armas y pensaban que si todos hubiesen hecho lo mismo la guerra se habría terminado.
Floti se retiró con su compañía, pero todos juntos, sin perderse de vista. El capitán Cavallotti sabía lo que se hacía: había dado orden de recoger toda la munición disponible y hecho cargar en los medios de transporte las ametralladoras, las latas de gasolina, los víveres.
—Si estamos todos juntos —decía— podemos conseguirlo; si nos separamos estamos perdidos: pueden apresarnos los austríacos y mandarnos hasta que nos pudramos a un campo de prisioneros, para que nos muramos de hambre, de fatiga y de humillaciones. Nos odian porque éramos sus siervos y hemos tenido el valor de atacarles, y nos lo harán pagar de todas las formas. O bien puede ocurrir también lo peor: puede que os detengan los carabinieri y os fusilen por deserción. Mientras estéis conmigo, con vuestro uniforme, las estrellas, vuestras armas y vuestros mandos, sois una compañía del ejército italiano que se está replegando y cualquiera está obligado a proporcionaros ayuda y asistencia. Si nos topamos con el enemigo, tomaremos posición y le haremos ver lo que es bueno. Hacedme caso, muchachos: la unión hace la fuerza. Y ahora movámonos, que los tendremos encima de un momento a otro.
No había sitio para todos en los medios de transporte, por lo que un centenar de hombres tuvieron que ir a pie, pero cada seis horas el capitán mandaba parar a la columna: quien había ido a pie subía al camión y los otros desmontaban para avanzar a pie. De este modo se evitaba hacer altos para descansar o se podía también dormir de una manera u otra.
Hacia las cuatro de la noche vieron a su izquierda una posición fortificada con una compañía de bersaglieri que oponía resistencia, y Cavallotti dijo:
—Esos muchachos darán su vida para que nosotros podamos pasar y que nos pongamos a salvo. No lo olvidéis cuando estéis en lugar seguro y también cuando sea la hora de preparar el contraataque.
Floti pensó que lo recordaría, aunque todo le parecía en cualquier caso sin sentido: una sima infernal, un horno que lo devoraba todo y a todos, una tempestad de acero y de fuego que no dejaría escapar a nadie.
A su lado en el camión iba sentado un muchacho de poco más de veinte años. Llevaba un brazo en cabestrillo y tenía la mirada perdida.
—¿De dónde eres? —le preguntó.
—De Feltre, de la provincia de Belluno —respondió.
—¿Qué te ha pasado en el brazo?
—Una esquirla de mortero, hace dos días.
—¿El hueso está sano o lo tienes roto?
—No lo sé. Me duele mucho.
—Si se ha roto tal vez te den de baja.
—Esperemos —respondió el muchacho con una voz que era un resoplido y se encerró en su silencio.
Más allá había un siciliano y enfrente dos sardos a los que no se les entendía en absoluto, peor que a los bergamascos. Avanzaron casi siempre a paso de hombre, deteniéndose a menudo porque la carretera estaba atestada de medios de transporte y de soldados, a veces se bloqueaban durante horas, y la voz del cañón no callaba jamás. En vez de alejarse parecía cada vez más próxima. Cuando llegó la hora del cambio, Floti se presentó ante el capitán que estaba sentado delante, cerca del conductor.
—Mi capitán, está ese muchacho herido de Feltre. ¿No podría quedarse en el camión? Yo creo que no va a conseguir caminar durante seis horas, apurado como está. Está más pálido que la nieve y a duras penas si puede hablar.
—Está bien —respondió el capitán—, que se quede en el camión.
Uno de los que había caminado hasta aquel momento se quedó en tierra y empezó a quejarse y a protestar.
—¡Basta ya! —le dijo Floti—, ¿qué rezongas? Al próximo cambio el turno doble ya lo haré yo.
Y echó a andar, tratando de estar siempre al alcance de voz porque ya había anochecido. Al cabo de tres horas el camión tuvo que parar porque no se podía pasar. A un medio de transporte de cabeza se le había roto un semieje y no marchaba ni hacia delante ni hacia atrás. Floti se acercó al muchacho y le puso una mano sobre la frente: ardía. Entonces fue a ver al capitán.
—Mi capitán, ese muchacho está que arde, es una mala señal por lo que yo sé.
—Sí, quiere decir que hay infección.
—¿No hay un hospital por aquí?
—¿Un hospital? Bromeas. El primero lo encontraremos en Udine y, admitiendo que consigamos llegar allí, ¿te imaginas cómo será tratado con todos los heridos que llegan del frente?
—Entonces, ¿no se puede hacer nada por ese muchacho?
—Lo enterraremos llegado el momento, y haremos que le escriban a su familia: otra cosa no podemos hacer, Bruni. También tú lo ves.
También él veía.
Pero no le cabía en la cabeza. Estaba allí a escasa distancia, sentado en la banqueta del camión, con la cara enrojecida por la fiebre, los ojos relucientes a la reverberación de los faros. Se movía, pensaba, respiraba y en poco tiempo todo se habría acabado.
Finalmente la columna volvió a ponerse en marcha y los camiones, con su acompañamiento de soldados de infantería, retomaron el camino. El cansancio se dejaba sentir casi a cada paso para todo aquel que iba a pie porque la comida era distribuida con gran parquedad, lo indispensable para sobrevivir y seguir adelante: cada vez era más escasa y dentro de poco se terminaría del todo. A media noche, cuando estaban ya a la vista de la llanura y se veían a lo lejos las luces de los convoyes que avanzaban en la oscuridad, hubo un momento casi de silencio. El camión se había detenido de nuevo y el motor giraba al mínimo, no resonaba ninguna voz en la fría noche. En el aire pesado se oyó el repique de una campana, como golpes de martillo desde el cielo: uno, dos, tres toques y luego dos, más altos y agudos. Las tres y media.
—Hay un pueblo aquí —dijo Floti—, ¿cuál será?
—Vete tú a saber —respondió su compañero de filas, un joven de pelo negro y rizado y acento napolitano.
—¿Hay alguien de por aquí? —preguntó una vez más volviéndose alrededor.
Se adelantó un sargento que rondaría los cuarenta con la barba y el pelo pelirrojos.
—Hemos oído campanas: ¿qué pueblo es este?
—Debería ser Sant’Ilario, pero podría estar equivocado.
—¿Y sabe si hay un hospital?
—Pero ¿qué dices? —replicó el sargento encogiéndose de hombros.
—Espere, ¿y qué son esas luces de allí en la llanura? Parece un centro importante.
El sargento asintió y añadió:
—Es Cividale.
—¿Y hay allí un hospital?
El capitán Cavallotti salió de la oscuridad, se detuvo delante de él y dijo:
—Te comprendo, Bruni, sé lo que sientes y también yo lo he sentido muchas veces, pero no hay nada que hacer. Tienes que curtirte si no quieres volverte loco. Estamos tratando de escapar a un cerco del ejército austro-húngaro y no podemos detenernos ni un momento. Resígnate. No hay remedio, no hay hospitales, no hay médicos ni medicinas, ¡no hay tu tía! Y ahora retomemos el camino.
Prosiguieron sin interrupción bajando a lo largo de la pendiente montañosa, luego la larga sierpe de hombres y medios de transporte se alargó por la llanura en dirección a Cividale. A sus espaldas las descargas de cañón hacían retemblar los montes y llenaban el cielo de resplandores como de temporal. El muchacho con el brazo en cabestrillo se había abandonado contra el riel lateral del camión como si estuviese cediendo al sueño. A cada curva y a cada sobresalto se bamboleaba como un muñeco.
Siguieron adelante así hasta casi el amanecer, cuando se produjo otra parada forzosa. Cavallotti dio de nuevo señales de vida.
—Ánimo, muchachos, quizá hemos escapado al peligro. Nos hemos distanciado de ellos y ya no nos cogerán, eso creo al menos.
Floti se acercó al chico herido y apoyó su frente contra el dorso de su mano: ardía, y cuando le cogió la muñeca sintió una especie de estremecimiento continuo más que un latido regular. Comprendió que deliraba. De los labios le salían sonidos confusos: tal vez imprecaciones, tal vez oraciones. Nada que tuviese un sentido.
Bajó del camión y caminó durante un rato para darse cuenta de la situación hasta que, de golpe, detrás de un relieve rocoso, vio una tienda con una luz. En la tela, impresa, una cruz roja. Sin siquiera echar un vistazo, volvió atrás a la carrera.
—¡Capitán! Hay un hospital de campaña a cien metros de aquí.
Y sin esperar respuesta se hizo ayudar por los otros para bajar al compañero calenturiento del camión. Lo tendieron sobre una camilla y lo llevaron delante de la tienda. Allí en la entrada había reagrupados otros heridos, algunos de los cuales más muertos que vivos. De dentro llegaban gritos desgarradores, llantos y blasfemias.
Los soldados se miraron a la cara el uno al otro a la primera pálida reverberación del alba descubriendo rostros color de barro, ojeras oscuras y hundidas, labios secos y agrietados, expresiones de extravío.
—Ya voy yo —dijo Floti—. Vosotros mojaos los labios con un poco de agua —añadió dejando su cantimplora.
Entró. Había una gran mesa cubierta de sangre en el centro de la tienda y, detrás, un hombre con un delantal tan empapado que goteaba. Dos enfermeros tendían en el suelo a un pobrecillo medio vestido al que le habían amputado una pierna. La articulación se entreveía dentro de un barreño de hacer la colada.
Dos militares y una dama de la Cruz Roja depositaban sobre la mesa a otro soldado con el vientre reventado que, ya sin voz, continuaba gritando enronquecido. Aparte de la vista, también el olor era insoportable, y Floti consiguió a duras penas controlar un conato de vómito.
—¿Qué coño quieres? —gritó el médico—. Fuera de aquí, cojones, ¿no ves que estoy muy ocupado?
Floti comprendió y se volvió hacia la salida mascullando entre dientes una imprecación en su dialecto.
—S’et dett? [¿Qué has dicho?] —gritó el doctor en la misma habla.
Floti se detuvo inmóvil sin volverse y respondió en italiano:
—Creo que me ha comprendido perfectamente si me ha hecho esa pregunta, doctor…, mi teniente.
—Ven aquí —dijo el médico—. ¿De dónde eres?
—De la provincia de Bolonia.
—También yo. Eres el primero que veo: ¿qué quieres?
Antes de que Floti respondiese, el paciente tendido sobre la mesa emitió un último estertor y se distendió inerme.
—Para este se acabó —dijo el médico—, lleváoslo. Y luego parad un momento, que tengo que recuperar el aliento.
Le alargó un taburete, sacó del bolsillo del chaleco un paquete de cigarrillos y le ofreció uno. Luego encendió el suyo y aspiró una larga bocanada de humo.
—Mi teniente —prosiguió Floti, que había visto la graduación en las hombreras del médico—, aquí fuera hay un muchacho de poco más de veinte años que corre el riesgo de morir porque tiene una herida infectada. ¿No podría hacer algo por él?
—Sabes que si le hago pasar delante alguno morirá en su lugar, ¿verdad?
—Cada uno se preocupa de los que le importan a él y son sus seres próximos, mi teniente. Y ya es mucho.
—Ya. Mors tua vita mea [Tu muerte es mi vida] —dijo el teniente médico citando en latín.
—En tres minutos ha hablado en tres lenguas, mi teniente —comentó Floti—, pero a mí me basta con una sola, puede responderme en dialecto: ¿le echa un vistazo a ese muchacho, sí o no?
El médico apagó la colilla debajo del tacón de la bota, miró a Floti a los ojos y respondió:
—Que lo entren.
Floti hizo una seña a los compañeros, que levantaron la camilla y depositaron al muchacho sobre la mesa. Unos instantes antes un enfermero le había echado un cubo de agua para lavarla. El teniente médico cortó las gasas con la tijera y descubrió la herida. El brazo estaba hinchado e inflamado, la infección en estado avanzado, la fetidez que emanaba no dejaba margen a la duda.
—Hay que amputar —dijo el teniente médico—, o morirá de gangrena.
El muchacho lo había oído y su mirada reflejó todo su terror, las lágrimas corrieron a mares de sus ojos.
Había una botella de grapa en una mesa de al lado.
—Es todo cuanto tengo —dijo el teniente—, haz que beba todo lo que pueda.
Se secó la frente con el dorso de la manga, luego dijo a sus asistentes que lo inmovilizaran y le diesen un pedazo de cuero que morder.
—Y vendadle los ojos —añadió—, es mejor que no vea el instrumental.
Floti tuvo el valor de mirar cuando el médico sajó la carne hasta el hueso, acto seguido apoyó la sierra y de una sola acometida cortó el hueso del brazo ligeramente por encima del codo. El aullido del muchacho, deformado por los dientes apretados contra el cuero, resonó como el mugido de una bestia descuartizada. El médico pinzó los vasos que expulsaban sangre a un metro de distancia, desinfectó con alcohol y tintura de yodo y comenzó a coser inmediatamente. Cuando hubo terminado lo confió a los enfermeros y salió, extenuado, a respirar el aire de la mañana.
Floti le miró mientras se encendía un cigarrillo, como si no pudiese creer que un ser humano fuera capaz de tanto.
—¿Cuántas posibilidades tiene de sobrevivir? —le preguntó.
—Un cincuenta, o quizá un sesenta por ciento…, eso depende de cuándo pueda ser ingresado en un hospital. Si no hubiésemos amputado, ninguna.
Floti asintió como para aprobar la opción que había tomado, luego se despidió:
—Ojalá nos volvamos a ver por nuestros pagos. Yo me llamo Bruni, Raffaele Bruni. ¿Con quién he tenido el honor de hablar, mi teniente?
—Mi apellido es Munari —respondió el oficial—, Alberto Munari.
Floti echó una mirada al interior de la tienda de campaña y consiguió distinguir la mancha blanca de las vendas que sellaban la mutilación de su compañero. Recordó que no sabía siquiera su nombre, pero ¿cambiaba eso mucho la cosa? Miró de nuevo al teniente Munari y vio que tenía sangre hasta en los bigotes, un par de bigotitos bien cuidados.
—Buena suerte, mi teniente —dijo, y fue a reunirse con su grupo.
—Lo mismo digo —repuso el médico—, bien que la vas a necesitar.
El capitán Cavallotti lo recibió imprecando:
—¿Dónde te habías metido, Bruni? Ya anda por delante medio cuerpo de ejército. ¡Deprisa, por Dios!
Floti tomó sitio en el camión porque ya no conseguía dar un paso y se tumbó en la batea entre los pies de los otros soldados, puso la mochila debajo de su cabeza, se cubrió lo mejor posible con el capote y trató de dormir. Estaba tan cansado que, a pesar de los barquinazos, el ruido del motor y la confusa bulla de la columna en marcha, cayó en una profunda modorra, pero la pesadilla a la que había asistido retornaba a su mente sin descanso llenando su ánimo de angustia. Ni siquiera podía figurarse lo que habría experimentado de haberse encontrado de un día para otro sin un brazo, pero se consolaba pensando que había soldados que habían pisado una mina y perdido las dos piernas. Aquel muchacho lo conseguiría, porque de lo contrario, ¿por qué el destino había de poner en su camino a alguien como él, Raffaele Bruni llamado Floti, que lo había ayudado, había encontrado un hospital de campaña con un médico que hablaba boloñés y que había intervenido justo a tiempo antes de que la infección lo matase? ¿Por qué?
Llegaron a Cividale del Friuli hacia la una de la mañana del día siguiente. Un mar de hombres, de vehículos, de mulos, de piezas de artillería, un corretear frenético de soldados de todos los cuerpos y compañías de un extremo al otro de una enorme explanada fangosa, entre grupos de tiendas, recintos improvisados y patrullas de carabinieri que lo recorrían de un extremo al otro para impedir que la confusión degenerase en caos y pánico y disparaban al menor gesto de insubordinación. Había aquí y allá algún claro iluminado donde había sido posible hacer pasar un cable eléctrico y esos eran los puntos de encuentro para los oficiales superiores que trataban de restaurar la cadena de mando.
El capitán Cavallotti consiguió localizar, en medio de aquel marasmo, el banderín de su batallón y fue a dar parte de ello al coronel. Volvió poco antes del amanecer, trastornado.
El ejército austríaco había caído sobre las filas italianas como un cuchillo en la mantequilla. Se hablaba de divisiones enteras hechas prisioneras, cercadas por todas partes sin posibilidad alguna de escapar. Cincuenta mil, cien mil, quizá doscientos mil prisioneros: circulaban estimaciones desastrosas sobre la catástrofe.
—Tenemos que ponernos inmediatamente en marcha —dijo finalmente Cavallotti—, todo el frente, desde Bainsizza hasta el Carso, está colapsado. Tenemos a los austríacos y a los alemanes pisándonos los talones. El general Cadorna está tratando de preparar una línea de resistencia en el Tagliamento. Es allí adonde vamos, es allí donde dejaremos de huir y nos daremos la vuelta para disparar. Buena suerte, muchachos.