La tierra estaba revuelta por los cráteres de las bombas, el aire intoxicado por el olor a cordita que hacía lagrimear. El suelo agrietado ya no tenía ni hierba ni plantas. Las que habían existido antes eran ahora tocones carbonizados y también las raíces, abrasadas, parecían manos esqueléticas alzadas para maldecir el cielo y atestiguar la existencia del infierno.
El gris era uniforme, quizá porque el humo se había extendido por todas partes y había matado todos los demás colores. El ruido de la motocicleta era el único en medio de aquella desolación y Floti temía que llamase la atención, que algún francotirador apostado estuviera apuntando y pronto también él y Pelloni fuesen abatidos y acabaran en la lista de los caídos. Pelloni se puso al paso porque el camino prácticamente había desaparecido y solo se podía avanzar con suma cautela para que los neumáticos no se pincharan con las esquirlas y los cascotes. Luego se detuvo.
—Baja —dijo—, tenemos que ir a pie. Yo llevaré el manillar y tú empuja por detrás.
Floti obedeció. Los dos pesaban demasiado sobre las ruedas y sin duda las habrían pinchado.
—¿Cuánto crees que falta? —preguntó Pelloni tras un centenar de metros.
Floti miró el mapa e hizo un cálculo aproximado, por más que ninguno de los dos tenía reloj y no había sombras sobre el terreno. La luz estaba disminuyendo y pronto descendería la oscuridad.
—Yo creo que estamos cerca. A menos de una hora de marcha. Si conseguimos volver a montar en el sillín, media hora, tal vez menos. Mira…
—¿El qué?
—Allí, sobre esa roca. Es un mirlo. Un polluelo. Debe de haber perdido a sus padres.
Pelloni se encogió de hombros.
—Pero ¿a quién le importa ese mirlo? Vamos, que cae la tarde.
—No. Espera —dijo de nuevo Floti.
—Te he dicho que me importa un pimiento ese mirlo.
—Abajo, bajemos. Abajo te digo, también la moto.
Pelloni comprendió y abatió al suelo la Frera sin hacer ruido, tumbándose al lado. Por una loma habían aparecido unas siluetas que se movían con circunspección.
—Son austríacos —dijo Floti echando mano al mosquetón que llevaba terciado.
—Deja. Son proletarios como nosotros —manifestó Pelloni.
—Tú te dejarías dar por culo por un proletario —musitó Floti—. Si vienen por aquí les disparo. Tú haz lo que te parezca.
Pelloni se aplastó aún más contra el suelo entre las irregularidades del terreno.
—¿Y cómo sabes que son austríacos?
—Porque llevan un casco que parece un orinal —respondió Floti.
Los contó: eran cuatro.
—No hagas el idiota —continuó Floti—, vienen por ese lado: si dan diez pasos más nos verán. Yo disparo el primero. Luego disparas tú mientras yo recargo. Disparo yo, tú recargas y disparas de nuevo. Será cuestión de un minuto y los quitamos de en medio a los cuatro, ¿entendido?
—Entendido —respondió sombrío Pelloni, y comprobó que tuviera la bala en la recámara.
La patrulla se detuvo, como si los soldados hubiesen oído la conversación de los dos italianos. El suboficial que los guiaba rezongó algo, estaba tan cerca que su voz se oía claramente. Luego volvieron, circunspectos, hacia el río. Se oyó un chapoteo. Estaban pasando el vado del Isonzo para volver al otro lado. Floti suspiró de alivio y dijo:
—Menos mal.
—Porque ¿tú habrías disparado? —preguntó Pelloni—. ¿Habrías matado a unos seres humanos?
—Seguro —respondió Floti.
—Yo no.
—Oye, mejor así. Nadie puede decir lo que es capaz si se le pone a prueba. Tal vez tú, que no querías, habrías disparado y yo, que estaba decidido a hacerlo, no habría encontrado fuerzas. Ahora movámonos.
Pelloni levantó la moto, dio una patada al pedal de arranque y el motor rugió. Avanzaron a paso de hombre durante un par de kilómetros más con Floti que seguía a pie, luego el trayecto se volvió más practicable y fue posible aumentar la velocidad y subir los dos en la moto. No tardó en oscurecer y hubo que encender el faro para no acabar dentro de un hoyo o en alguna escombrera. El faro había sido amortiguado para iluminar solo un par de metros por delante de la rueda, pero esto en cualquier caso hacía de ellos un blanco.
—De lejos se ve una mancha amarilla que se mueve aquí y allá —dijo Pelloni.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo he visto —respondió.
—¿Y disparaste?
—No, gracias a Dios.
—Pero, ¿tú crees en Dios?
—No —respondió Pelloni.
Una llamita y una detonación. Luego una voz:
—Alto ahí o disparo. ¡Identificaos!
—Mensajeros.
—Avanzad.
Pelloni detuvo la Frera y Floti mostró la plica con el mensaje. El centinela, un sardo no más alto que el rey, hizo ademán de cogerla, pero Floti lo detuvo.
—Tengo órdenes de entregarlo personalmente al coronel Da Pollenzo.
Pelloni se quedó al lado de la motocicleta, Floti fue llevado a presencia del mando. Pasó junto al hospital de campaña y vio a un médico de pie delante de la tienda, con un delantal manchado de sangre como el de un carnicero, que se estaba fumando un pitillo. Tenía una cara gris e inmóvil, pétrea.
Floti prosiguió hasta la tienda del mando. Da Pollenzo era un hombre que infundía sumisión. De más de un metro ochenta de alto, con las botas lustradas, la barba en punta cuidada, la guerrera impecable, estaba de pie detrás de una mesita de campaña cubierta por un mapa a modo de mantel e iluminado por una lámpara de petróleo. La visera del quepis ocultaba parcialmente sus ojos oscuros rematados de unas pobladas cejas. A Floti le pareció imposible que un hombre en plena línea de combate pudiera mantener un aspecto tan esmerado y, de haber podido, se lo habría preguntado. Se compuso lo mejor que pudo antes de entrar, luego se cuadró y le alargó la plica sellada.
—Siéntate, estarás cansado —le dijo el coronel mientras abría la plica con la punta de una bayoneta.
Floti se quedó sorprendido por aquella expresión amable, pero permaneció de pie.
—Gracias, mi coronel, no estoy cansado.
—¿Sabes lo que dice este escrito? Pues que dentro de una hora habrá un ataque con fuerzas de la octava división húngara acampada justo enfrente de nosotros al otro lado del Isonzo. —Sacó el reloj del bolsillo interior de la guerrera y le echó una ojeada—. Y dentro de media hora comenzará a disparar la artillería pesada.
—Al venir, a unos diez kilómetros de aquí, señor coronel, hemos visto un grupo de austríacos y de húngaros por esa parte del río.
Da Pollenzo se le acercó mirándole a los ojos y dijo:
—¿Qué estaban haciendo?
—No sabría decir, los vimos en el último momento y nos escondimos, dispuestos a disparar si se nos hubieran acercado. Tal vez estaban explorando el terreno o el vado. Llegaron a pocos pasos de nosotros, pero luego volvieron a cruzar el río. Nosotros partimos de nuevo con la moto y hemos llegado aquí lo antes posible.
—Habéis hecho bien. Unos pocos minutos más de retraso y miles de compañeros vuestros habrían muerto bajo el bombardeo. Vuestra misión ha terminado y podéis emprender el camino de vuelta, pero creo que es demasiado peligroso. La artillería podría comenzar el bombardeo en cualquier momento.
—Con su permiso, mi coronel —respondió Floti—, queremos volver cuanto antes. Quisiéramos reunirnos con nuestra compañía y nuestros camaradas y dar parte de que hemos cumplido lo que se nos ordenó. Nuestro comandante estará preocupado.
—Pues marchaos. Pero tened cuidado. El riesgo es muy alto.
—Sí, mi coronel, gracias.
Da Pollenzo salió y convocó inmediatamente a sus oficiales para hacer retroceder las unidades a una línea lo más fuera posible del tiro de la artillería austro-húngara.
—Haced sonar la alarma y luego toque de asamblea. Cada minuto ganado vale la vida de miles de hombres, nosotros incluidos. Vamos, moveos.
Floti se reunió con Pelloni, que estaba llenando el depósito de la moto con una lata de gasolina:
—Dentro de poco esto será el infierno. Tenemos que largarnos cuanto antes.
—De acuerdo, sube.
La Frera arrancó a la tercera pedalada y Pelloni la condujo con pericia entre los socavones y los cascotes y los fragmentos de vehículos destripados. El faro amortiguado revelaba el terreno metro tras metro y cada objeto iluminado de improviso era un obstáculo.
—¿Tú crees que nos están observando? —preguntó Floti en voz alta para dominar el ruido del motor.
—Es posible —respondió Pelloni volviéndose hacia atrás.
—Acaso alguno de los cuatro que hemos visto antes nos está apuntando.
—Pierde cuidado. Ven un reflejo luminoso que aparece y desaparece. A nosotros no nos ven y, en cualquier caso, no pueden apuntarnos con fijeza.
El razonamiento parecía acertado y Floti se tranquilizó por un rato, pero luego empezó a pensar que el cañón de un fusil solo debería desplazarse unos centímetros para seguir su moto a un kilómetro de distancia y volvió a sentir preocupación, pero no dijo nada para no parecer molesto.
Pasó el tiempo y el gruñido del motor que giraba al mínimo de revoluciones se había vuelto casi una voz tranquilizadora. Luego un trueno rasgó el silencio de la noche. Pelloni se detuvo y se volvió hacia atrás. Floti desmontó.
—Ya ha comenzado —dijo Pelloni—. Quién sabe si han tenido tiempo de retroceder para ponerse fuera de tiro. ¿Cuánto tiempo ha pasado, según tú?
—Media hora.
—Mira allí —dijo Pelloni—. Parece el fin del mundo.
Y señaló la reverberación de cientos de explosiones. El fragor podía oírse claramente, aunque un poco atenuado por la distancia.
—Espero que lo hayamos conseguido —dijo Floti, y Pelloni veía reflejos en su rostro y los relámpagos del cañoneo en sus ojos.
—En media hora se hace camino —repuso— y si hemos conseguido salvar aunque solo sea a algunos cientos de personas, nuestra misión no ha sido inútil. Para los grandes generales la vida de un soldado no es nada. Disponen de miles, decenas de miles, cientos de miles que gastar, que llevar al matadero, pero para mí, para ti, para nosotros, aunque sea una sola vida es algo precioso. Vamos, Floti, aquí no tenemos ya nada que hacer.
Avanzaron un centenar de metros, luego se oyó un disparo, poco después otro y Pelloni cayó desarzonado.
—¡Pelloni! —gritó apenas se hubo recuperado del impacto—. ¿Dónde estás?
No obtuvo respuesta y se puso a buscar a tientas hasta que lo encontró siguiendo en la oscuridad su estertor agónico. El compañero no conseguía moverse, y cuando Floti intentó levantarlo sintió que las manos se le mojaban de sangre. La vida de su amigo le corría entre los dedos e iba a empapar la tierra abrasada.
—¡Maldita sea, Pelloni, no te mueras, que estamos casi fuera de peligro! —gritaba entre sollozos—. ¡Dios!, ¿qué hago?, ¿qué puedo hacer ahora?… ¡Justo ahora que lo habíamos conseguido!
Pero su compañero no podía ya oírlo. Su cuerpo era un peso inerte y lo acomodó con sumo cuidado sobre la tierra. Aspiró y se secó las lágrimas con el dorso de la manga, luego cogió la chapa de identificación y la cartera con los documentos y trató de poner en pie de nuevo la Frera, que estaba aún en movimiento, con la rueda trasera girando sin cesar…
Siguió corriendo, después de haberla enderezado, sosteniéndola por el manillar y luego saltó sobre el sillín como si fuese un caballo. No sabía usar el embrague ni el cambio de marchas y siguió adelante toda la noche con la misma marcha que había puesto Pelloni. De aquel modo le pareció que era su amigo el que le llevaba a casa.
No sabía y no veía, no reconocía los lugares en la espesa oscuridad, le dolía la espalda, tenía todos sus músculos contraídos hasta el espasmo, la humedad de la noche volvía pegajosa su cara y sus manos y esperaba el amanecer con ansiedad creciente, con un frenesí incontrolable. Temía caer de un momento a otro, que alguien le disparase o que, extenuado de cansancio, se hiciera pedazos contra un obstáculo.
Los primeros albores del día lo encontraron por una carretera rural. No mucho después vio un 18 BL cargado de suministros que se dirigía hacia el sur. Pensó que iría al cuartel general a llevar municiones y piezas de recambio y se puso a seguirlo. No podía detenerse a consultar el mapa porque luego no habría conseguido arrancar de nuevo y pensó que aquella era la mejor solución.
El camión avanzaba más bien lentamente, porque la carretera estaba deshecha y llena de baches, y él conseguía de un modo u otro mantener el contacto.
Salió el sol, finalmente, y la prístina luz le hirió los ojos cansados y enrojecidos por el esfuerzo y las lágrimas. Dejó atrás un par de pueblos, luego vio un paso a nivel y oyó el ruido de la campanilla que anunciaba la bajada de la barrera. Había aprendido a utilizar el acelerador y se puso al abrigo del camión, que salía a toda velocidad para pasar antes de que bajase la barrera.
Por un pelo pasó también él.
Y siguió adelante, cada vez más adelante, con los calambres que le atenazaban los músculos. Tenía hambre, sed y sueño. Y, sobre todo, sentía cada vez más apremiante la necesidad de orinar. La vejiga le dolía tanto que le parecía estar sentado sobre una piedra. Pero no quería ceder, sino llevar a la Frera al cuartel general y la noticia de que había sido cumplida la misión. Al final, venciendo su natural comedimiento y sentido de la dignidad que le habían inculcado desde niño, se orinó en los pantalones. El líquido cálido y de fuerte olor que le corría pierna abajo hasta empaparle las vendas y las botas le produjo asco, pero se sintió mejor y sobre todo en condiciones de proseguir su viaje. En el fondo sería cuestión de poco tiempo y podría lavarse.
Tenía razón y, al cabo de media hora, se encontró en el campamento del que había partido, reconoció el puesto de guardia y se preparó para saltar a tierra. Redujo el gas llevando el mando hasta el tope, el motor tintineó malamente y luego, como ya no tenía potencia para arrastrar el peso del vehículo, se paró con una repercusión en seco como un pistoletazo.
—Pero ¿cómo tratas tú a esta moto, cabrón? —juró un cabo que pasaba en aquel momento—. ¿Es que no sabes que cuesta más que tú?
—No sé conducir —respondió Floti—, hago lo que puedo. Tengo que hablar enseguida con el capitán Cavallotti.
—Ahí tienes su tienda —dijo el otro de malos modos. Y añadió—: Hueles a meados, cabrón.
A Floti le hubiera gustado liarse a tortas con él, pero lo dejó correr. Apoyó la moto contra el soporte lateral y se dirigió hacia la tienda del capitán.
Cavallotti lo reconoció:
—Ah, Bruni, eres tú, ¿cómo ha ido?
—He entregado el mensaje justo a tiempo. Al cabo de media hora ha comenzado el cañoneo. El coronel Da Pollenzo iba a hacer retroceder a los suyos para situarlos fuera del tiro de la artillería austríaca. No sé si lo ha conseguido. Nosotros hemos partido de vuelta enseguida para dar el parte.
—Habéis hecho lo que habéis podido. Sois unos valientes. Ve a llamar a tu compañero y que os sirvan un plato de sopa en la cocina, un poco de cocido y una botella de vino. Os lo habéis ganado.
—El soldado Pelloni ha muerto, capitán, en el cumplimiento del deber —respondió Floti—. Estos son sus efectos personales.
Y depositó sobre la mesa de campaña la chapa de identificación y la cartera de su amigo. Saludó y añadió:
—Con su permiso, capitán. —Y se alejó.
El oficial se quedó perplejo, mirando a aquel muchacho que hablaba como un libro impreso y apestaba a meados.