Gaetano bajó del carro de Iófa en la estación de Castelfranco. Allí presentó el bono del gobierno que le permitía viajar gratis hasta Módena y de ahí hasta Verona, donde debía presentarse ante el mando del regimiento.
—¿Cómo hago para cambiar de tren en Módena? —preguntó.
—Hay letreros en los que se indica a qué andén debes ir.
—Pero yo no comprendo nada —respondió aterrorizado Gaetano.
—Pues entonces le enseñas este billete a un ferroviario y le dices: «Soy soldado y tengo que ir a Verona, ¿dónde está el andén?». Ya verás como te responde. Los ferroviarios llevan un uniforme gris con una gorra igual que un oficial del ejército. El de la gorra roja es el jefe de estación. No hay pérdida.
—¿Y cuando llegue a Verona? ¿Qué he de hacer para encontrar el regimiento?
—No te preocupes, ya te encontrarán ellos.
—Pero, Iófa, tú sí que conoces mundo. ¿Dónde has aprendido todas estas cosas?
—Pues llevando de aquí para allá muchas mercancías para cargar en los vagones de los trenes, y la estación es como un puerto de mar. Hay gente y cosas de todo tipo.
Se oyó un pitido y poco después se detuvo la locomotora jadeando y resoplando envuelta en una nube de humo y de vapor. Causaba impresión. Era como una máquina de fuego, pero diez veces más grande, y en vez de la trilladora tenía los vagones. Iófa descargó el equipaje de su pasajero: una bolsa con ropa interior, alguna camisa, un trozo de parmesano, un salchichón y unas hogazas.
—Ese es tu tren, Tanein —le dijo Iófa entregándole la bolsa—, y ahora hay que despedirse.
—¿A ti te ha llegado la notificación? —le preguntó Gaetano.
—No. ¿No ves que tengo una pierna más corta que la otra? Yo no valgo para el servicio del rey.
—Dichoso de ti. Ya te lo cambiaría.
—No digas esas cosas. Porque a mí no me quiere nadie. Nunca he conocido a una mujer. Y cuando he querido estar con una he tenido que pagarme alguna puta de esas que andan por las alamedas, en Bolonia, que me ha costado un ojo de la cara y que encima me ha pegado la gonorrea. No tendré una familia, ni hijos y tampoco nietos. ¿De veras crees que soy afortunado? Vamos, sube a ese tren antes de que parta sin ti. ¡Cuídate mucho, Tanein! Y procura no dejarte matar.
—Haré lo posible. Cuídate también tú, Iófa.
Y así Gaetano Bruni subió a un tren por primera vez en su vida, para ir a la guerra.
Llegó a Módena y luego a Verona y de ahí al regimiento, donde un sargento le entregó un uniforme y le confiscó el salchichón. En un mes le enseñaron a usar el fusil y luego le metieron en otro tren que partía para el frente.
A sus otros hermanos les tocó una suerte parecida, pero no tuvieron la fortuna de encontrarse en la misma compañía. Así perdieron todo contacto. Floti fue destinado a un regimiento del Quinto Ejército. Un sargento les hizo formar, los puso firmes, luego les ordenó descanso y el comandante de la compañía, el teniente Caselli, les arengó:
—Estáis aquí para liberar el último pedazo de Italia aún bajo la bota del extranjero y para expulsar a los austríacos que ocupan nuestras tierras. Si no los repelemos llegarán hasta vuestros pueblos, forzarán a vuestras mujeres y se apoderarán de vuestras casas y de vuestras cosechas. Muchos de vosotros caeréis, pero vuestros hijos, vuestras novias y vuestras mujeres sobrevivirán y os recordarán para siempre. ¡Viva Italia, viva el rey!
Floti pensó que no tenía hijos ni novia ni mujer, que las cosechas y la casa eran del notario Barzini; notó un nudo en la garganta y que las lágrimas le subían a los ojos contra su voluntad. Caselli, un joven con cara de niño, lo vio y se le acercó.
—¿Cómo te llamas?
—Raffaele Bruni, mi teniente —respondió.
—¿A qué te dedicas en la vida civil?
—Trabajo en el campo, mi teniente.
—¿Tienes miedo?
—Sí, mi teniente.
El sargento le fulminó con la mirada. El oficial se quedó un instante desconcertado ante aquella respuesta sincera, luego prosiguió diciendo:
—También yo tengo miedo, Bruni, pero si nos convirtiéramos en un país libre y unido desde los Alpes hasta el mar, se demostraría al mundo que nadie puede pisotearnos, seríamos respetados, habría paz y prosperidad para todos. Vale la pena. Y sabed —prosiguió alzando la voz para que también los que estaban más distantes pudieran oírle— que cada vez que vayamos al asalto estaré yo al frente de vosotros.
Floti inclinó la cabeza sin rechistar, pero el oficial se había quedado impresionado por su italiano correcto en la forma y en la pronunciación, cosa insólita para un campesino, y por la mirada inteligente de aquel muchacho de ojos negros y de espesa e hirsuta barba. Después, varias veces lo tomó consigo, para tareas de furrielería, para dictar cartas para el mando, para transmitir órdenes del día. El oficial pasaba la mayor parte de las veladas solo, leyendo y escribiendo. Tal vez tenía una novia, tal vez escribía a sus padres que eran de Perugia y tenían una tienda de telas. Era hijo único. Y Floti desde entonces pensó que no había que tener solo un hijo, porque si se te muere estás perdido.
Una tarde encontró la habitación del teniente vacía, pero con la luz encendida. Había un libro abierto sobre la mesa, titulado El nacimiento de la tragedia. El nombre de su autor era tan difícil que era imposible leerlo porque eran casi todas consonantes, un extranjero sin duda. Pensó que era un libro sobre la guerra.
—¿Buscas algo? —resonó al poco la voz del oficial a sus espaldas.
Floti se volvió poniéndose firme de repente.
—Perdone, mi teniente, yo no…
—No te preocupes, no tiene nada de malo, la curiosidad por la cultura es algo bueno: significa que tienes ganas de aprender. Te explicaría de qué habla ese libro, pero me temo que no lo comprenderías. Ahora, vamos, Bruni, vamos a ver al sargento. Dentro de tres días partimos para el frente: esta vez va en serio.
Y mientras lo decía su mirada reflejaba melancolía.
Floti saludó llevándose la mano a la gorra y salió dirigiéndose hacia el cuartel general para entregar la orden del día:
—De parte del teniente Caselli.
El sargento poco menos que se la arrancó de la mano, rompió el sobre, lo sacudió rápidamente y lo despidió:
—¿Qué haces ahí tieso como un palo? —dijo—. ¡Quítate de en medio!
Floti se largó.
Hacía una noche serena y con muchas estrellas. El viento que llegaba de las montañas traía el olor del primer heno y ese aroma le hizo sentir por unos instantes la sensación de estar en casa, en el pueblo.
Partieron al alba del tercer día en doble fila: soldados de infantería de todos los cuerpos del ejército. Estaban los bersaglieri con el fez rojo y su larga borla que se bamboleaba de aquí para allá a cada paso, los alpinos con la pluma negra en el sombrero, los lanceros de Montebello y los granaderos de Cerdeña, y a continuación venían mulos, carros, piezas de artillería, camiones. Nunca había visto tanta gente junta, tantos cañones y tantos medios de transporte. Trataba de imaginar lo que costaba todo aquello e inmediatamente después cuántos de estos muchachos seguirían con vida al cabo de un mes.
Tomó parte en la primera batalla del Isonzo y solo su fuerza de ánimo natural evitó que enloqueciera. Al primer asalto la cabeza del teniente Caselli rodó entre sus pies limpiamente, seccionada por un trozo de metralla. Vio sus ojos tristes mirarle fijamente durante unos instantes antes de apagarse.
El infierno no podía ser peor que lo que estaba viviendo. El fragor extenuante de la artillería, las llamaradas, los gritos de los heridos, los miembros triturados de los compañeros, las articulaciones y las cabezas arrancadas de los cuerpos. No sabía dónde mirar ni cómo moverse. Al comienzo estaba casi paralizado. Luego prevaleció el instinto de supervivencia y en dos semanas de fuego consiguió convertirse en otro, en una persona que no sabía qué era. De niño no soportaba los chillidos del cerdo que se debatía bajo el cuchillo del matarife y se tapaba los oídos debajo de la sábana; no podía aguantar el olor a sangre. Ahora la sangre estaba por todas partes y era de jóvenes de veinte años. Había aprendido a disparar, a usar la bayoneta, a arrastrarse vientre a tierra, a valorar el silbido de una bomba de mortero. Pero aún no había comprendido nada de lo que pasaba a su alrededor. Era como estar en otro mundo y en la pesadilla de un loco. Al menos el paragüero, enterrado con la cabeza abatida tal como lo había encontrado, no veía nada de aquella carnicería, dichoso él.
En una ocasión vio al enemigo. Un soldado austríaco o croata, rubio como una panocha, blanco como un trapo lavado, tieso en el fondo de un socavón provocado por un cañonazo. Cierto que era muy distinto de él, más bajo, con el pelo negro y la barba recia, pero por lo demás no tenía nada de terrible. Parecía un niño que hubiese crecido demasiado deprisa.
Al final de cada ofensiva, cuando el campo de batalla estaba sembrado de muertos, seguía un período en el que estaban durante semanas enteras esperando un movimiento del enemigo y aguardando órdenes para una acción. Y era casi peor que ir al ataque. El calor insoportable, la peste a sudor y excrementos, las moscas que se posaban sobre aquella porquería y luego te venían a los ojos, a la boca, a las orejas, las pulgas y los piojos que no te daban tregua ni de día ni de noche, la imposibilidad de lavarse, la inutilidad de rascarse, la comida repulsiva, el agua insuficiente… Floti se dio cuenta de que era mucho peor que sacudir el cáñamo a la hora del mediodía o coger gavillas con la horca debajo del cobertizo en plena canícula, que los esfuerzos más duros eran soportables cuando se conocía su duración y cuando les seguía un chapuzón en el Samoggia y una cena con pan recién hecho y vino fresco espumoso.
La inteligencia, la capacidad de leer y escribir correctamente habían hecho que fuera destinado a comienzos del invierno a tareas de mayor responsabilidad y menor peligro. Pero en aquella ocupación veía pasar por su mesa la contabilidad de los estragos: miles, decenas de miles de muertos, de chicos como él cuya vida había sido segada por las ametralladoras, acribillados por las bayonetas.
Una de sus ocupaciones era escribir las cartas que anunciaban qué «nombre» y «apellido» había caído en el cumplimiento del deber el «día, mes, año» y depositarlas en el servicio postal del ejército, que procedería a su entrega. Al final estampaba el sello: «Firmado Cardona».
Como si fuese él el comandante supremo del ejército.
Escribía de vez en cuando, para hacer llegar noticias a su padre, a su madre y a sus hermanas: «Queridos padres. Estoy bien, como espero estéis vosotros…», pero no hablaba de los combates y de la espantosa carnicería que se llevaba a cabo en el frente, porque la censura no habría dejado pasar la carta. Era para no debilitar la moral de la población civil.
También pensaba en sus hermanos y se preguntaba dónde estarían. Él que llevaba la contabilidad de los muertos, conseguía asimismo hacer un cálculo estadístico: tres o cuatro de cada siete estarían muertos y uno o dos heridos. ¿A quién le habría tocado? ¿Quién de los siete habría quedado ileso? ¿Qué escribiente compilaría los datos personales de los que habían muerto?
Veía muchas solicitudes de información por parte de familias desesperadas por sus hijos en paradero desconocido y clasificaba las respuestas en el lenguaje burocrático de las autoridades militares: «En la lista de los caídos en la lucha no figura el nombre del cabo Martino Munaretto». ¿Quién era este Martin, como decían ellos? ¿Un muchacho véneto rubio como una panocha? ¿Un artesano? ¿Un zapatero o un jornalero o un marangòn [carpintero], como decían ellos? Detrás de cada nombre había una historia ya sin futuro. Por otra parte, le hubiera podido pasar también a él cuando estaba en el frente. Había que disparar para seguir con vida.
El afecto que lo unía a sus hermanos era muy austero y esencial, carente de manifestaciones sentimentales. En el sentido de que, si se podía, había que echar una mano, pero cada uno debía pensar en sí mismo. Su predilección era más bien por sus hermanas, por las que experimentaba un sentimiento mezcla de ternura y protección. En particular por la más pequeña, Maria. Se preocupaba de que no les tocasen trabajos pesados en ausencia de casi todos los hombres de casa, que no se hicieran daño llevando pesos y usando la azada y la pala. Es verdad que estaba Savino, pero no se podía confiar mucho en él, pues no había acabado de crecer.
Trató activamente de ponerse en contacto con las oficinas de intendencia de otros cuerpos de ejército para dar con el paradero de sus hermanos, pero las cartas a menudo se perdían; las respuestas, cuando llegaban, lo hacían al cabo de meses y al mismo tiempo se producían traslados, desplazamientos, fusiones de compañías diezmadas en otras nuevas. Del único del que sabía algo era de Checco, que era con quien mejor se entendía. Y ello a través del párroco que leía sus cartas a los padres y escribía las respuestas.
Floti sabía que a orillas del Isonzo, desde el mar hasta los Dolomitas, había emplazadas setenta divisiones con casi un millón de hombres. Era como buscar una aguja en un pajar. Sin embargo, había dado instrucciones a casa de que cualquier mensaje que recibieran de los otros hermanos se lo comunicasen a él a través del párroco, porque su oficina estaba establemente ubicada en la retaguardia y era un punto de referencia seguro.
La cosa empezó a funcionar. Hacia finales de 1916 recibió de su casa noticias de Gaetano y de Armando, que habían escrito con la ayuda de alguien. Estaban vivos. Continuó su búsqueda durante todo el tiempo libre que le quedaba. Aprendió también a usar el teléfono y a comunicarse con otras oficinas. A medida que pasaba el tiempo la matanza se hacía cada vez más espantosa, el número de muertos, incalculable. Los contingentes eran mandados al asalto de las trincheras enemigas y la lógica era que los soldados debían ser más numerosos que las balas que podía disparar la ametralladora del enemigo. Los supervivientes anularían así finalmente la posición.
En cierta ocasión que había sido encargado de transferir ciertas cartas a un mando de división tuvo la oportunidad de encontrar una compañía de soldados especiales llamados arditi. Había oído hablar muchas veces de ellos, sabía que estaban destinados a las tareas más peligrosas, a las acciones más audaces. Eran adiestrados para el combate cuerpo a cuerpo con el puñal, en el uso de granadas, y tenían como dotación una pistola automática que ni siquiera poseían los oficiales.
Vio que llevaban un uniforme distinto del suyo, con jersey de cuello alto en vez de camisa e iban tocados con un fez como el de los bersaglieri, pero de color negro. Y le impresionó su bandera de combate: negra también, con una calavera que sujetaba un puñal entre los dientes. Hablaban en voz baja y fumaban cigarrillos ovalados muy perfumados en lugar de los Milit de picadura fuerte que fumaba la tropa. No cantaban nunca.
Antes de Navidad llegó de refuerzo a su oficina un romañolo, uno de Imola. Aunque hablaban dos dialectos distintos, se entendían de todos modos bastante bien, sin que sus oficiales, que eran abruzos y sicilianos, les comprendieran.
El romañolo se llamaba Gino Pelloni y era simpático. Su abuelo había estado en la pineda de Rávena con Garibaldi al tratar este de llegar a Venecia, asediada por los austríacos, en 1849. Decía cosas que no había oído nunca antes:
—La guerra es una porquería inventada por los patronos para aplastar a los proletarios y ganar cifras enormes en la venta de armas y de equipamientos. ¿Has leído a Marx?
Floti respondía como quien cae de las nubes:
—¿Y quién tiene tiempo de leer? A duras penas sé quién es.
—Pero ¿cómo? Lo de «proletarios del mundo, uníos», ¿no lo has oído nunca?
Floti se encogió de hombros.
—Bueno, es uno que estudió cómo funciona el mundo de los patronos, que explotan a los obreros y que con lo que ganan compran otras fábricas para explotar a otros y así se hacen cada vez más ricos, porque la ganancia que obtienen del trabajo de los obreros es un robo. ¿Has comprendido?
—Sí, y estoy bastante de acuerdo. Pero yo pienso que, si uno es el patrón de una gran fábrica y otro es un obrero, debe de haber una razón para que sea así.
—Que el patrón roba.
—¿Tú te verías capaz de dirigir la Ansaldo[1]?
—Pero ¡qué cosas dices! Los patronos tienen dinero también para hacer estudiar a sus hijos, mientras que los proletarios no lo tienen.
—Sí, pero también el hijo de un proletario puede ser estúpido.
Pelloni en ese punto perdió la paciencia y dijo:
—Oh, pero ¿de parte de quién estás tú?
—De parte de los más pobres, pero ello no quiere decir que no deba razonar. Tú, si te hicieras rico, ¿qué harías? ¿Seguirías pensando así?
Pelloni montaba de nuevo en cólera y la discusión se animaba, pero el dialecto en el que ambos hablaban no era el instrumento más fácil para traducir conceptos filosóficos y económicos tan complicados. Sin embargo, en el curso de los meses, Floti, que no obstante simpatizaba con el partido socialista, amplió, hablando con Pelloni, sus conocimientos sobre el sistema industrial, los sindicatos, los beneficios empresariales y la organización del trabajo. Pero no siempre estaba de acuerdo. Desde su observatorio, la contabilidad de la guerra demostraba que, proporcionalmente, morían tantos oficiales como soldados rasos, y a veces también en mayor número. Siempre tenía ante sus ojos la última mirada del teniente Caselli que se apagaba en la muerte, y estaba convencido de que también un hombre de orígenes humildes, haciendo uso del ingenio, podía mejorar sus propias condiciones sin recurrir a la revolución.
—Bastante sangre he visto ya en estos meses —decía—. Tiene que haber una manera de mejorar las cosas sin tener que matar.
—Eres un iluso —respondía Pelloni—, a la fuerza se responde con la fuerza. La patria, el valor, el honor: todo patrañas inventadas por los ricos; estoy seguro de que los hijos de los patronos encuentran la manera de permanecer emboscados y mandarnos a nosotros que somos pobres a la muerte.
—¿Tú a qué te dedicas en la vida civil?
—Soy mecánico de bicicletas. ¿Por qué lo preguntas?
—Entonces eres un muerto de hambre peor aún que yo, porque en mi casa al menos no falta la comida y la bebida. Y sin embargo estás metido aquí en una oficina, mientras que nuestros compañeros llevan a cabo dos asaltos diarios y mueren como moscas.
—¿Y tú qué?
—Yo también.
Y en ese momento se producía un silencio.
Mientras tanto, las ofensivas se sucedían una tras otra y la carnicería no hacía sino aumentar con el paso de los días. Floti temía que no tardaría en ser llamado a filas también Savino, que había quedado para lo último porque no tenía más que diecisiete años.
Poco antes de Navidad, el capitán Cavallotti le llamó a su despacho para confiarle una misión personal:
—No tenemos ya mensajeros y la línea telefónica que nos une con el mando avanzado está cortada. Debes llevar este mensaje al coronel Da Pollenzo. ¿Sabes ir en motocicleta?
—Sí, mi capitán.
Cavallotti estaba ya habituado a la falta de casi todo cuanto habría podido necesitar. Se levantó, apoyó una mano sobre el sillín de una Frera de color gris verdoso y añadió:
—Voy a tratar de encontrar a alguien que sepa conducir. Tú montarás detrás.
Floti no conseguía comprender por qué debían ir dos cuando habría bastado con el que conducía la motocicleta. El capitán pareció leer su pensamiento y dijo:
—Me fío de ti porque eres un muchacho despierto, pero no sabes conducir. He de encontrar a alguien que conduzca, aunque no sea un águila: dos hacéis uno dada la situación. Y además, si uno muriera, el otro siempre podría continuar, de un modo u otro. ¿Tu amigo Pelloni no es romañolo? Los romañolos son todos unos fanáticos del motor. Cualquier medio mecánico es un mutór: moto, tractor, automóvil, todo es mutór. Ya verás como sí sabe. Espera y no te muevas.
Pelloni llegó a la carrera en pocos minutos y se puso firme.
—A sus órdenes.
—¿Sabes conducir una motocicleta? —repitió el oficial.
—Sí, mi capitán.
—¿Ves? ¿No te lo decía? —dijo Cavallotti vuelto hacia Floti.
Le entregó un mapa de la región y le indicó cómo seguir el itinerario que le llevaría al mando avanzado.
—Es un mensaje de importancia fundamental. Puede salvar la vida de muchos chavales como tú si llega a tiempo. Si fuera a caer en manos de los enemigos, destrúyelo enseguida.
Floti se dio cuenta, mirando el mapa, lo que el capitán entendía por un «muchacho despierto». Se trataba de leerlo y comprenderlo y él no lo había hecho nunca antes.
—Mi capitán —dijo—, deme unos minutos para orientarme. Este mapa no es fácil.
—Lo sé. Ahora te lo enseña el teniente Cassina: ya verás como es menos complicado de lo que parece.
El itinerario, señalado en rojo, atravesaba una zona accidentada donde la carretera estaba cortada en varios puntos y resultaba irreconocible por los bombardeos. Cassina le hizo observar que en determinados tramos la línea del frente estaba muy próxima y no se podían excluir encuentros con patrullas enemigas de avanzadilla de este lado del río. En total, el itinerario cubría una distancia de unos treinta y dos kilómetros. El punto de llegada estaba a escasa distancia del Isonzo. Por eso Floti aceptó el encargo. Quería verlo, porque se lo imaginaba tinto en sangre. En la última batalla había habido sesenta y dos mil caídos. ¿Cuánta sangre podían derramar sesenta y dos mil muchachos? ¿Y la había embebido toda la tierra o la había regurgitado en el río?
Cuando llegó a un punto en el que el río estaba muy cerca quiso verlo, desafiando el peligro.
Estaba verde. Como los prados en primavera.