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Floti pensó largamente, mientras se revolvía en la cama, en lo que había visto, en el paragüero acurrucado en el fondo del hoyo y en cómo había sido abierta la fosa en aquel lugar y de qué había muerto. Nadie, en cualquier caso, vendría a buscarlo, porque no se sabía quién era realmente, casi con toda seguridad carecía de documentación que declarase su identidad. No tenía familia o, si la tenía, nadie se tomaría la molestia de buscarlo.

Es cierto que de haber creído en la cabra de oro se habría podido encontrar una explicación: el paragüero había conseguido una herramienta y se había puesto a excavar. Tal vez la había encontrado, ¿por qué no, después de todo? Es sabido que los antiguos enterraban sus tesoros cuando había una invasión o una guerra y luego quizá morían durante una incursión y se perdía la memoria del tesoro. Alguien le había visto mientras trataba de sacarla del hoyo, le había asestado un golpe en la nuca con el mango de la herramienta, se había apoderado de la estatua de oro y había arrojado al paragüero dentro. Pero como la cabra de oro no existía, no había existido nunca, pues no había explicación. ¿Quién habría pensado en asaltar a un pobre desgraciado como él, sin un céntimo y cubierto de harapos? La única posibilidad que quedaba era una venganza: el paragüero vagaba de tierra en tierra, de pueblo en pueblo, se escondía durante meses en un establo y luego reanudaba su vagabundear porque en realidad había alguien que iba a la caza de él. Debía de haber cometido algún delito, o forzado a la hija o a la mujer de alguien, que quería hacerle pagar su fechoría.

Se adormeció pensando que, sin embargo, había hecho bien en enterrarlo y no dejarlo a merced de los perros y los lobos. Descanse en paz.

En breve la familia tuvo otras tareas de que ocuparse: la cosecha del cáñamo, un esfuerzo todavía mayor que la siega y la traílla juntas. El cáñamo, una vez cortado, era recogido en haces y arrojado en las albercas llenas de agua y cada haz era cubierto de gruesas piedras de río para que permaneciese sumergido hasta que la fermentación hubiera separado las fibras de la parte leñosa. En ese momento se retiraban las piedras una por una y se amontonaban a lo largo de las márgenes. Los gruesos guijarros, cubiertos de algas, resbalaban entre los dedos y el esfuerzo de la recuperación era doble. Luego se extraían los haces. Así empapados pesaban unas diez veces más; los hombres trabajaban con el agua hasta la cintura, y la humedad y los miasmas de las fermentaciones apestaban el aire estancado alrededor, en la canícula insoportable del mediodía.

Era como trabajar en un pozo negro. Una vez completamente secos, los haces eran sacudidos sobre un tablón de madera en la hora más calurosa del día para que las fibras se separasen mejor del tallo leñoso. Solo los más fuertes soportaban un esfuerzo tan espantoso, los más débiles flaqueaban: se les veía vacilar de golpe, luego palidecían y se enfriaban. En aquel momento eran inmediatamente trasladados a la sombra de un árbol y rociados en cara y cabeza con agua del pozo. Luego, si volvían en sí, se les daba de beber, un poquito cada vez, agua entibiada al sol. Se la daban hasta que la soltaban, hasta que sentían el estímulo de orinar. Se contaba de uno que, habiendo bebido a tragos sin moderación agua fría, se había dejado la piel.

Por lo general el cabeza de familia o el jefe de la cuadrilla, si había jornaleros, les perdonaba el resto de la jornada. En cambio, a las mujeres se les pedían solo trabajos ligeros como rastrillar el heno o cultivar el huerto, a diferencia de lo que ocurría en la región de Módena, donde a las mujeres se les hacía empuñar la azada y la pala, incluso a las que estaban encinta.

Una vez terminados los trabajos era ya julio. La fibra de cáñamo estaba enmadejada y lista para su blanqueo; los tallos, secos y ligeros, hacinados y guardados bajo el cobertizo. No tenían ningún valor: producían una gran llamarada blanca que crepitaba y centelleaba y se apagaba casi al instante, pero al menos servían para prender el fuego. Ahora tocaba dar la última sulfatada de cardenillo a la viña y despuntar los sarmientos para que toda la sustancia terminara en los racimos. Se preparaban la pisadora y las tinas, se baldeaban los barriles, las cubas y los cuévanos con agua caliente hasta que quedaban relucientes como una patena.

Las mujeres recogían en sacos las hojas de los olmos con los que estaban maridadas las vides, para que hicieran sombra a la uva, y con ellas alimentaban a los bueyes y a las vacas, que las devoraban con ansiedad. Las hojas de olmo eran ásperas y duras y las manos se resentían, pero por otra parte las muchachas tenían sus secretos. Las ponían a remojo en el suero de la leche que les daba el quesero y la piel se volvía suave y lisa como la de un niño. Clerice contaba que la última vez que se había lavado la cara había sido al casarse. Todos le decían: «Lèvet al mustàz, Clerìz, ch’et vè al sgabel» [¡Lávate el bigote, Clerice, que vas al taburete!]. Y finalmente se había convencido y se había lavado con jabón de hacer la colada y, al decir suyo, ya no había sido nunca la misma.

Historias de siempre, como cien años antes, como mil años antes, y sin embargo una vida de la que los Bruni conseguían sacar no pocos momentos de serenidad, cuando no de verdadera felicidad. Las muchachas pensaban en el futuro, en encontrar un día un buen mozo inteligente y guapo como sus hermanos. Estos, a su vez, pensaban en las chicas del pueblo o —los más atrevidos— incluso de algún pueblo vecino, donde en cualquier caso era peligroso aventurarse si no se estaba dispuesto a liarse a tortas con algún lugareño de la misma edad al que no le gustaba tener competidores. Pero Callisto sentía cada día más próxima la sombra de la tempestad de la que le hablara el paragüero la mañana que había partido. Se lo imaginaba ya quién sabe dónde, en algún lugar lejano, como Cremona o Treviso, o tal vez incluso en Génova, donde podría embarcarse en un buque de vapor de los que partían para América, en busca de fortuna.

Nunca se había imaginado Callisto lo próximo que estaba, en cambio, acurrucado en el fondo de un hoyo dentro de uno de los cuatro montículos del Pra’ dei Monti, donde acaso un día lo encontrase otro buscador del demonio de oro.

Hacia finales de mes, mientras se dirigía al molino para ponerse de acuerdo sobre la molienda del trigo, pues era ya su turno, Callisto vio la primera página del Avanti expuesta en el escaparate de la Sociedad Obrera. El título estaba impreso a tamaño tan grande que podía leerse de lejos: AUSTRIA DECLARA LA GUERRA A SERBIA. Se acercó y vio un artículo titulado ITALIA NO PUEDE QUEDARSE VIÉNDOLAS VENIR. Pero estaba escrito en letra pequeña y era demasiado difícil para que pudiera leerlo. Ante el escaparate se hallaba Bastianino, el sastre, que leía atentamente con las lentes en la punta de la nariz pronunciando en voz baja palabra por palabra. Callisto, que estaba a punto de preguntarle lo que decía el periódico, permaneció en silencio escuchando mientras fingía también leer. Y, a medida que Bastianino avanzaba en la lectura, el miedo y la angustia invadían su ánimo.

Finalmente el sastre leyó la firma del periodista que había escrito el artículo:

—Benito Mussolini.

—Pero, ¿por qué este Mussolini quiere hacer la guerra? —preguntó Callisto.

—No es que quiera hacer la guerra, pues él no es el rey —respondió el sastre—. Lo que dice es que también Italia debe luchar contra Austria para liberar Trento y Trieste, que son ciudades italianas.

—Pero este es el periódico de los socialistas, que debería defender al Partido de los que trabajan a las órdenes de un patrón: ¿por qué quiere mandar a la guerra a nuestros chicos? ¿Cómo nos las apañaremos nosotros para salir adelante? ¿Quién trabajará el campo? ¿Quién irá detrás de los animales? ¿Y cuántos de nuestros hijos no morirán?

Y mientras lo decía sentía que un nudo le apretaba la garganta al pensar que él tenía siete chicos y todos en edad militar para servir al rey.

Bastianino se volvió hacia él y vio que tenía los ojos húmedos de lágrimas.

—Tranquilo, Callisto, que nosotros permaneceremos al margen. Italia sigue siendo neutral. ¿Ves este escrito de aquí?

—¿Qué quiere decir neutral?

—Que no estamos ni a favor de un bando ni del otro.

—No es fácil.

—No. No es fácil —admitió Bastianino.

Callisto prosiguió su camino hasta el molino construido en una vieja iglesuela desacralizada. En la pared del fondo resultaba visible aún un crucifijo medio blanquecino, a tal punto que nadie se atrevía a blasfemar allí dentro. Callisto, al entrar, miró a aquel pobre joven colgado y martirizado y apartó la mirada enseguida de él.

—¿Le parece bien —preguntó al molinero— si traigo el trigo mañana por la tarde?

—Que no sea antes de las cuatro —respondió el molinero—. Tengo bastante trabajo que hacer.

Callisto salió con la cabeza llena de tristes pensamientos.

La vendimia fue bien y todos, chicos y chicas y también los vecinos y los amigos de la familia, tomaron parte en ella, porque al final a todos les iba a tocar una garrafita de vino y tres botellas de mosto para hacer zumos y el mostillo. Los jóvenes se presentaban voluntarios sobre todo por otra razón: eran las mujeres y las muchachas las que pisaban los racimos bajo sus pies dentro de la pisadora y, para moverse más libremente, remangaban sus faldas hasta enseñar los muslos.

También hicieron una fiesta en la era con tres músicos: uno que tocaba la armónica, otro el clarinete y el tercero la guitarra, y el resto bailaba. Los chavales habían tendido de una parte a otra de la era un hilo que sostenía unos globos de papel coloreado con unas velas encendidas dentro que creaban una preciosa iluminación. Rosina era tan guapa que los jovenzuelos se la comían con los ojos, pero también Maria, con solo quince años, encontró quien la cortejara: un joven bracero de una familia oriunda de San Giacomo, en la región de Bolonia. Se llamaba Fonso. Se presentó a Callisto y le preguntó si le parecía bien que bailase con su hija.

—Bailar, bueno —respondió el viejo—, pero compórtate como un caballero.

Fonso no puede decirse que fuera una belleza, pues tenía la barbilla demasiado pronunciada y un principio de alopecia en la nuca, pero era muy hablador, cosa rara entre la gente de su edad, y las mujeres le escuchaban encantadas. Era evidente que Maria se había quedado impresionada, aunque no había echado más que dos bailes en total, y durante el resto de la velada se había quedado oyéndole contar historias.

Floti lanzó al bracero una mirada de sospechosa desconfianza.

—¿Quién es ese? —preguntó a Checco.

—Uno que va al jornal que nos ha mandado la Liga Obrera.

—¿Le conoces?

—He cruzado algunas palabras con él. Parece un buen chaval y trabaja duro en cualquier caso, y rinde más que nadie.

—Pero se las da de galanteador con nuestra hermana.

—Solo charla con ella —respondió Checco—, no se la come.

—A mí no me hace ninguna gracia. Ella solo tiene quince años. Le voy a decir que se mantenga alejado de ella.

—Déjalo correr: yo no veo nada malo en que hablen. Tú, tranquilo, que no pasa nada. Y, además, si acabaran gustándose, ¿qué habría de malo en ello? Lo importante es que sea una persona honrada y con ganas de trabajar.

Floti no dijo nada más, pero siguió sin quitar ojo al bracero durante toda la velada hasta que los músicos se levantaron y pasaron el sombrero para recoger alguna propina. El hecho de que un bracero que iba al jornal bailase y charlase con su hermana le molestaba sobre todo por una cuestión de rango social. Él en aquel caso era empleador, y el otro un subordinado que no tenía nada que llevarse a la boca si no se ganaba el jornal. De todos modos, durante un tiempo no hubo más oportunidades para un encuentro entre los dos jóvenes, en parte porque no había ya grandes trabajos que requirieran un aumento de mano de obra, y de haberlos habido Floti se las habría arreglado para que no fuese llamado Fonso.

Por Todos los Santos y el día de Difuntos hizo unos días fríos pero claros, y también para San Martín. Los pámpanos de las viñas estaban rojos y amarillos y los del lambrusco incluso morados; era una maravilla verlos. En la cumbre del Cimone aparecieron las primeras nieves. Clerice dijo a todos que dieran gracias a Dios por tener un techo bajo el que cobijarse y comida suficiente y buen vino, y que rezaran por aquellos pobres que habían sido despedidos por el patrón y tenían que dejarlo todo e irse en busca de alguien que los tomase para trabajar un trozo de tierra.

—Rezad a Dios para que aleje la guerra —dijo Callisto—. El sastre, que lee el periódico todas las mañanas, me ha dicho que hay matanzas por todas partes y que podría tocarnos también a nosotros.

Floti trató de tranquilizarle.

—¿Qué quiere que sepa el sastre de estas cosas, padre? Además, los periódicos escriben lo que quieren: son gente como nosotros, ¿qué se cree? Yo pienso, en cambio, que viendo lo que pasa en Europa el gobierno se guardará mucho de entrar en la guerra.

Clerice le miraba y escuchaba sin decir nada, pero enseguida se le ponían los ojos relucientes e invocaba en su interior a la Virgen, que había pasado por la prueba de perder a un hijo, para que mantuviese alejado el azote.

Callisto seguía preocupándose y cuando llegó el invierno durante mucho tiempo esperó que se presentase también el paragüero, tal como ocurría desde hacía algunos años. Le hubiera gustado hablar con él de nuevo, preguntarle qué cosa veía en el futuro, pero los días pasaban y no aparecía nadie.

—¿Por qué no da señales de vida el paragüero? —se preguntaba—. Normalmente se le veía llegar con las primeras nieves.

Gaetano se encogía de hombros.

—¿Qué importa, padre? Ese era un gorrón y nada más. Si no vuelve, eso que habremos ganado. Si al menos hubiese echado una mano. Siempre en el establo esperando la sopa boba. No se preocupe, que no perdemos nada.

Pero Callisto estaba inquieto y continuaba preguntándose dónde había acabado su huésped. Floti, cuando se veía metido en la discusión, trataba de cortar por lo sano porque lo que él y Iófa habían visto era mejor que permaneciese secreto. Hasta que en una ocasión, cansado de este asunto, contó que había oído decir que el paragüero había emigrado a América en busca de fortuna y que difícilmente volvería.

Con la primavera, los rumores de que Italia entraría en guerra se hicieron cada vez más insistentes, pero se veían asimismo contradichos por lo que ocurría en realidad. El párroco, interpretando la angustia creciente de la comunidad, un domingo por la mañana explicó con pelos y señales en el sermón cómo estaban las cosas: el rey se inclinaba por entrar en la guerra para liberar Trento y Trieste, aún bajo la bota austríaca, pero la mayoría del Parlamento, es decir, los representantes del pueblo, era contraria a la guerra, y como el gobierno no podía declarar la guerra a nadie sin el acuerdo del Parlamento no pasaría nada. En cualquier caso, era oportuno elevar solemnes plegarias al Señor para que hiciera cesar el atroz conflicto en curso y para que lo mantuviese alejado de la amada patria italiana.

También Bastianino, el sastre, aprobó lo que había dicho el párroco, cosa que vino a reafirmar la opinión común de que no había nada que temer.

Hasta que un buen día se presentó el cartero en el patio de los Bruni con la cartera de cuero fijada en el manillar llena de cartas de notificación con el escudo de los Saboya y dejó una para Gaetano Bruni.

Era una carta certificada. Floti firmó en lugar del verdadero destinatario, que estaba en el establo, pero lo mandó llamar al punto. Gaetano se quedó desconcertado porque nunca había recibido correo en su vida y la cosa, en cualquier caso, lo asustaba.

—¿Qué es? —preguntó.

—Léela —respondió Floti—, va dirigida a ti.

—Está escrita de forma difícil —dijo Gaetano recorriendo con mano temblorosa la convocatoria escrita a máquina—, léela tú.

Floti, que ya se había dado cuenta, le miró a los ojos y le dijo, pronunciando su nombre en dialecto:

—Es la notificación de llamada a filas. Debes partir para la guerra dentro de cuatro días, Tanein.

—¿Estás seguro? —preguntó Gaetano—. ¿Eso dice?

—Estoy seguro —respondió Floti.

—¿No puedo hacerme el enfermo?

—Te mandan enseguida a un médico que escribe que estás en perfectas condiciones y luego te lo hacen pagar. Y si no te presentas te declaran prófugo, llegan los carabinieri y te detienen: si sales bien parado te mandan a un batallón de castigo donde no te quedan muchas esperanzas de vida. Si la cosa va mal, te fusilan.

Gaetano bajó la cabeza con lágrimas en los ojos. Clerice, que pasaba en aquel momento, vio la escena y comprendió enseguida lo que estaba pasando. Murmuró:

—Oh, Dios mío, Virgen Santa no…

En pocos instantes toda la familia estaba reunida de pie en la era en torno a los dos hermanos.

—Bueno, ¿es que tengo monos en la cara? —dijo Floti—. Es la carta de notificación de llamada a filas: Gaetano deberá partir, pero pronto llegarán otras. Ello dependerá de cuántos mueran en el frente.

Callisto miró a sus muchachos uno por uno meneando la cabeza, con una expresión confusa e incrédula. El nubarrón de tempestad que le había anunciado el paragüero se estaba adensando sobre la casa de los Bruni, tapaba el sol y anunciaba un desastre sin límites. No había nada que pudiera hacer para conjurar la catástrofe. Todos los dolores y los esfuerzos soportados en la vida le parecían intrascendentes en comparación con lo que sucedía en aquel instante ante sus ojos.

Cuando llegó el día de la partida, Iófa pasó a recoger a su amigo con el carro y el caballo. Quería ser él quien le acompañase al tren, tal como le había acompañado un año antes a ver al notario Marzini en Bolonia para traer a casa el trigo para la familia. Gaetano vestía pantalones de fustán, una camisa de cáñamo blanca con cuello de pajarita, chaqueta de algodón y zapatos de ternera cosidos por un zapatero ambulante. En primer lugar le abrazaron sus hermanos: Floti, Checco, Armando, Dante, Fredo y Savino. Luego las hermanas Rosina y Maria, que no consiguieron contener las lágrimas. Callisto, con la barbilla temblándole como a un niño a punto de romper a llorar, se mordía los labios, y Clerice se secaba los ojos con un pico del delantal.

—No llores, madre, que trae mala suerte —le dijo Gaetano abrazándola—. Ya verás como vuelvo.

Callisto le dio una palmada en un hombro y añadió:

—Cuidadito con los francotiradores —le dijo—, no fumes nunca de noche porque se ve la brasa del pitillo.

—Tranquilo, padre, que también yo tengo interés en seguir vivo.

—Escribe cuando puedas —le dijo Floti, pero enseguida se dio cuenta de que había dicho una tontería. Gaetano no había cogido una pluma desde tercero de primaria—. O bien pide que te escriba alguien que sepa hacerlo.

Gaetano subió al carro de Iófa y partió. Todos fueron al borde del camino y continuaron diciéndole adiós con las manos y los pañuelos hasta que lo perdieron de vista. Luego cada uno volvió a sus ocupaciones, sin acabar de creerse lo que acababa de ver.

A la vuelta de dos semanas partieron Dante, Armando, Checco y Floti, y por último Fredo. No quedó en casa más que Savino, que tenía solo dieciséis años. La escena se repitió, igual y desgarradora, para cada uno de ellos.

Cuando también Floti hubo partido, Clerice se quedó sola de rodillas en medio de la era desierta rezando por sus hijos.