3

Antes de finales de enero nevó dos veces más, pero solo en pequeña cantidad, y a quien se quejaba el viejo Callisto le decía:

—No te quejes, que si nieva es por algo, y «Año de nieves, año de bienes».

Y aludía a los granos de trigo sembrados en otoño que se hinchaban e hinchaban y no tardarían en germinar y hacer brotar unas plantitas de un verde lustroso sobre el fondo de la tierra parda.

Aunque por lo general no se viese una brizna de hierba antes de mediados de febrero, la esperanza iba por delante del ciclo de las estaciones y cuando llegaba la fiesta de la Virgen, el 2 del mes, las mujeres llevaban a la iglesia una vela para encender ante la imagen de la Virgen y decían: «Per la Candelora/ Dell’inverno siamo fòra» [Si por la Candelaria no llovió, el invierno se acabó].

Pero no había que fiarse de febrero, porque, como es sabido, es corto y maldito, y el invierno llega pronto o tarde, y siempre puede aparecer cuando uno menos se lo espera.

Y fue precisamente la mañana de la Candelaria cuando se puso de nuevo a nevar. Clerice subió al cuarto de sus hijas, Rosina y Maria, una de diecisiete y la otra de quince años, para comprobar que iban bien arropadas y luego, las tres arrebujadas en el mantón de lana, se dirigieron hacia la iglesia. Rosina, que era la más ligera, caminaba delante y Clerice podía ver que tenía un buen trasero y unas caderas altas y redondas; en primavera, con los vestidos ligeros, no habría en el pueblo un varón que no se volviese a su paso.

Y ese era el terror de toda madre: que se le quedase embarazada una hija. A los hombres no les costaba nada declararse para conseguir lo que querían y luego, cuando habían dejado preñada a la chica, se esfumaban y decían que si se había entregado a ellos bien podía entregarse a cualquier otro y no querían ni oír hablar de casarse con ella. Pero si el amo lo descubría podía despedir a toda la familia y eso era el final. El campesino tenía tiempo hasta San Martín y luego había de hacer el hatillo con su mujer e hijos, cargar los pocos enseres en un carro y marcharse.

No era raro ver esa escena cruel. Familias enteras, hombres de rostro cetrino y mujeres bañadas en lágrimas, abandonar la casa en que habían vivido durante muchos años y vagar por los caminos rurales bajo la lluvia en busca de una finca vacante que trabajar, en las condiciones que fuese, con tal de sobrevivir. Las madres de familia, por tanto, no se cansaban de repetírselo a las hijas y de explicar con pelos y señales cómo pasaba: dejas que te la metan y al cabo de nueve meses traes al mundo un bastardo sin nombre. Con solo que te toque con ese chisme te puedes quedar embarazada, ¿entendido? Y aunque parecía imposible, siempre había alguna que picaba.

En el puente de madera sobre el Samoggia había una casita que parecía abandonada, cubierta de plantas trepadoras silvestres, y de día ninguna persona de bien quería dejarse ver con la gente de aquellos lugares. Vivía allí la Malerba, una vieja que practicaba abortos con una aguja de hacer calceta, y Clerice les señalaba de lejos aquella casa a sus hijas cuando iban a lo largo del dique para recoger raíces silvestres.

—Dicen que allí dentro, donde se ve esa encina, están las chicas que murieron desangradas por haber tratado de abortar. Las enterraron a escondidas, tal como iban, en tierra no consagrada. Por eso la encina es tan grande, porque se nutre de los cadáveres de esas pobres.

Ni siquiera ella creía en las historias que contaba, pero servían para dar un susto de muerte a las hijas y mantenerlas apartadas de los peligros, o al menos eso esperaba.

—Si un hombre os quiere de verdad, lo cierto es que tendrá también la paciencia de esperar.

—Y usted, madre, ¿hizo esperar a nuestro padre hasta que se casaron?

—Pues claro —respondía ella—, e hice lo que debía hacer. Siempre nos hemos querido y apoyado el uno al otro, nos hemos dado ánimos en las dificultades, y ese pequeño sacrificio no fue nada teniendo en cuenta toda la vida que luego hemos pasado juntos.

Mentía porque siempre había sabido que no se manda al corazón y que cuando se está enamorado uno no resiste a esperar. Pero ella enseguida había visto que su Callisto era una buena persona, un joven como Dios manda que nunca la enredaría, es más, se sentiría feliz de tomarla enseguida como esposa si pasaba algo. Y recordaba perfectamente los primeros tiempos de casados, cuando se despertaba por la noche y encendía la vela para mirarle, como Psique a Eros, de tan guapo como era, y no podía creérselo. El sacerdote le explicó también que el nombre de su marido quería decir «guapísimo» y así era precisamente. Pero era una historia que se guardaba para sí, porque la prudencia no es nunca bastante y no quería que sus hijas corrieran ningún riesgo.

Clerice era una persona prudente, y gozaba de gran estima en el pueblo. Cuando una mujer iba a parir siempre la llamaban a ella para que la asistiera. Ya fuera porque ella misma había tenido muchos hijos y era sumamente experta, sobre todo en dar ánimos a las muchachas asustadas en su primer parto, o ya porque tenía unas dotes nada corrientes, que ni tan siquiera tenían los doctores. Curaba la úlcera de estómago con un vaso y una vela, identificaba el mal caduco, el fuego de san Antonio y sobre todo diagnosticaba las lombrices. Muchos niños quedaban infectados por los parásitos al jugar con la tierra y llevarse luego las manos a la boca. Las lombrices se multiplicaban en el intestino hasta el punto de que la tripa se endurecía y tensaba como la piel de un tambor, la fiebre subía hasta provocar violentas convulsiones. Algunos se morían. Y, sin embargo, ella sabía qué hacer y, una vez que había impuesto las manos al niño musitando en voz baja sus oraciones, las lombrices eran expulsadas, la fiebre remitía poquito a poco y las convulsiones cesaban.

Luego salía también ella de casa, a menudo avanzada la noche, envuelta en su mantón, diciendo las oraciones para mantener alejados a los espíritus nocturnos.

A veces, tras haber asistido a una parturienta, mientras volvía por las calles oscuras desgranando el rosario, pensaba en cuando ella había traído a sus hijos al mundo. Recordaba lo que pensó cuando le dieron a su niño en brazos después de haberlo lavado y vestido. Miró a aquella criatura inocente y cada vez se preguntó: ¿qué será de adulto? ¿Qué tendrá que afrontar o soportar en la vida? Y así, a la inversa, cada vez que veía pasar por el camino a un sucio mendigo, roñoso, harapiento, pensaba que él también había tenido una madre que lo trajo al mundo con grandes expectativas, que había deseado para él todo lo mejor, ¡y he aquí en qué habían acabado sus sueños y esperanzas! Y de nuevo rezaba.

Recordaba que cada uno de sus hijos, al nacer, había dado señales que ella había tratado de interpretar: Dante, el primogénito, se había mostrado tranquilo y casi taciturno, interesado en la comida más que en jugar, recogiendo los objetos que caían en sus manos y observándolos atentamente. Sería un prudente administrador de sí mismo y de su familia. Raffaele al cabo de una semana había comenzado a tocar y a coger cuanto tenía a su alrededor. Había sido el primero en hablar y luego en caminar. Sin duda sería el más adecuado para regir los destinos de la familia y mantener unidos a sus hermanos. Tenía dos años cuando comenzó a llamarlo con un diminutivo: Floti. Gaetano era el que pesaba más, el más gordo y voraz. Ya desde pequeño prometía convertirse en lo que luego se convertiría: el más fuerte, temible y sin miedo. Armando había sido el primero en reír, pero luego lloraba por nada. Resultó ser el más simpático, divertía a todos con sus historias y ocurrencias, pero era también el más frágil. Y Francesco, luego apodado Checco, porque en el pueblo nadie se libraba de un mote, había llorado muy poco después de nacer y cuando había estado en condiciones de hacerlo había sonreído en vez de reír. Sería un buen observador de las debilidades y de las contradicciones ajenas y raramente mostraría las propias. Y así con los demás, cada uno con el signo de su destino. Al cabo de dos o tres años también los dos más jóvenes, primero Fredo y luego, a una cierta distancia, Savino, pasarían de los veinte e irían a hacer el servicio militar y las chicas del pueblo comenzaban ya a mirarles con el rabillo del ojo porque, como decía el proverbio, «Chi è buono per il re è buono anche per la regina» [Quien es bueno para servir al rey es bueno también para servir a la reina].

Cleto, el paragüero, partió un día, después de mediados de marzo, cuando vio entrar la primera golondrina en el establo para arreglar el nido que había abandonado en octubre. Se puso la alforja en bandolera y se despidió de Callisto, el arzdour, y de Clerice, la arzdoura, el patriarca y la matriarca, tal como eran conocidos en el dialecto local el padre y la madre de la familia. Eran términos de arcaica majestad que indicaban la inconsciente romanidad de su origen. Clerice le metió en la alforja un pan recién salido del horno y le llenó la bota de vino pronunciando una frase que sonaba casi sagrada: «Acuérdate de nosotros, paragüero, cuando comas de este pan y bebas de este vino, y que buen provecho te haga».

—Os lo agradezco de corazón —respondió— porque dais sin esperar nada a cambio. Soy un hombre sin oficio ni beneficio, un caminante sin meta. Llevo sobre los pesados hombros recuerdos y pago con mi miseria los errores cometidos y que nunca he tenido el valor de confesaros…

—¿Por qué dices eso, paragüero? —preguntó turbada Clerice—. Nos has regalado unas bonitas historias que nos han hecho soñar, y los sueños no tienen precio. Para ti la puerta siempre estará abierta. Y si hay algo que sientes la necesidad de confesar, confiésaselo a Dios Nuestro Señor, que perdona a todos.

Cleto pareció dudar, luego dijo:

—Tienes siete hijos varones y yo siento acercarse la sombra de la tempestad…

—Explícate mejor —le exhortó Callisto turbado—, ¿qué tratas de decir?

—Habrá una catástrofe, un baño de sangre como nunca se ha visto antes. Un exterminio que no perdonará a nadie. Habrá señales, avisos… Tratad de no dejarles caer sin tenerlo en cuenta. Dios predijo el diluvio a Noé y este se salvó con su familia por ser un justo. Y si hay un justo en este mundo ese eres tú, Callisto, y tu mujer es tu digna compañera. Ella rezará para que vuestra familia se vea libre y yo espero que Dios atienda sus plegarias…

El cielo perlino del alba se iba aclarando; desde el establo llegaban los mugidos de las vacas y los bueyes, y finalmente el sol naciente hería las faldas del monte Cimone cubierto de nieve que se iba enrojeciendo como las mejillas de una doncella. El perfume de las violetas embalsamaba el aire límpido de la mañana.

—En cuanto a mí —prosiguió Cleto—, tengo ya mi misión. Me creáis o no, yo sé que la aparición de la cabra de oro trae desgracia y ese caminante de luenga barba que se paró a comer en la taberna de la Bassa dijo que la vio… Solo hay una manera de alejar un presagio tan triste, y es encontrar a ese ser demoníaco y eliminarlo, o bien… —Su voz se hizo ronca y profunda—. O bien ofrecerle una víctima propiciatoria.

Callisto y Clerice no comprendían del todo las difíciles y rebuscadas palabras de su huésped, pero percibían su tono sombrío y turbio. Bajaron la cabeza y se santiguaron mientras el paragüero se encaminaba hacia la salida. Le siguieron con la mirada mientras tomaba por la vía Celeste y luego a la izquierda, justo en dirección a la taberna. ¿Qué había querido decir con aquellas palabras?

No le vieron ya nunca más.

El domingo por la tarde, con los primeros días de primavera, los amigos de sus hijos iban a la era a jugar a las bochas. Checco descorchaba dos botellas de Albana y se lo pasaban en grande juntos. Pero a las cinco en punto, cuando en la iglesia el cura entonaba las vísperas, Clerice los despedía a todos: no quería que nadie faltase al oficio religioso por estar jugando a las bochas en su casa. Y cuando la campana dejaba oír el toque para la bendición eucarística, ella en medio de la era se santiguaba y todos agachaban la cabeza en silencio.

Con los días más largos y las noches más cortas aumentaban las horas de trabajo en el campo, el cáñamo crecía a ojos vista y también los tallos de trigo, y de noche comenzaba a oírse el canto monótono de las ranitas de san Antonio y el de los grillos. Una tarde, durante la cena, Callisto les contó a los hijos lo que había dicho el paragüero antes de dejar el patio y encaminarse hacia la Bassa. Palabras que le habían dejado un peso en el corazón que quería quitarse.

—Padre —dijo Floti—, no crea en las patrañas que ha contado ese hombre. Es alguien que vive de la limosna y tiene aún que demostrar que vale para algo. Lo de la cabra de oro es una historia sin pies ni cabeza y usted lo sabe muy bien. La gente ve lo que quiere ver.

—Y, entonces, en tu opinión, ¿por qué habría de ver la gente una cabra totalmente de oro de pie sobre uno de esos cuatro montículos del Pra’ dei Monti bajo la espesa nieve que cae del cielo?

Floti no supo qué responder, pero para sus adentros pensaba que, sin embargo, debía haber una explicación. Por otra parte, ¿qué podía esperar la pobre gente sino desgracias? Era una profecía fácil. Él, que de niño había sido monaguillo, recordaba perfectamente las palabras en latín de la invocación: «A peste, fame et bello libera nos, Domine!» [¡Líbranos, Señor, de la peste, el hambre y la guerra!]. Aparte de la peste, que había desaparecido hacía ya siglos, el hambre y la guerra seguían causando estragos. Respondió:

—La gente necesita creer en un mundo distinto, sobrenatural, un mundo en el que pasan cosas maravillosas, distintas de la vida siempre igual de todos los días, hacer las mismas cosas en el mismo lugar, un año después de otro. ¡Esto es lo que yo pienso!

—Está bien —respondió Callisto—. Yo solo sé que siempre se ha hablado de esta historia, desde que el mundo es mundo.

Y se fue a la cama sin decir nada más.

El verano fue caluroso y seco, y cuando llegó el tiempo de la siega, los Bruni tuvieron que doblar el espinazo durante diez horas al día en la sofocante canícula para segar el trigo con la guadaña y hacer las gavillas. A cientos. Las mujeres mantenían las botellas de vino de poco cuerpo enfriándose en un cubo que se hacía descender dentro de un pozo y se lo llevaban al campo a los hombres, que sudaban como bestias y necesitaban beber de continuo. Y cuando llegó el momento de la trilla, todavía peor. El sol pegaba como un mazo en cabeza y hombros. Sin embargo, resultó una fiesta, como siempre.

Floti fue el primero en ponerse en la entrada del patio para escoltar el imponente tren de la trilladora dentro de la era de casa. Sujetaba del cabestro a los bueyes del establo, blancos y panzudos, recién cepillados, para echar una mano a los rocines que tiraban de la máquina de fuego, negra como el carbón que la animaba. En teoría hubiera tenido que bastarse a sí misma con la fuerza del vapor en el momento de afrontar la ligera subida que llevaba al patio y tirar tras de sí al resto del convoy, pero era ya floja también ella y a Dios gracias si aún conseguía hacer girar, parada, la polea de la trilladora. Floti, tras uncir delante a sus campeones de dos en dos, la arrastró dentro del patio, seguida de la trilladora y la empacadora, de madera y hierro, pintadas de un rojo anaranjado y con el nombre del fabricante bien visible. Le seguían por lo menos una docena de trabajadores que daban gritos de ánimo para alentar el esfuerzo de los animales de tiro.

Una vez montado el tren al completo, el jefe del equipo miró satisfecho la maquinaria entera perfectamente alineada en la era, y acto seguido dio orden de montar las correas de transmisión. La polea principal no tenía bordes y si la correa no estaba perfectamente alineada podía soltarse. Si esta caía hacia dentro, hacia el lateral de la trilladora, era cuestión solo de perder un poco de tiempo en montarla de nuevo; pero si caía hacia fuera podía matar a alguien. Floti había asistido una vez a un accidente de este tipo y recordaba muy bien lo sucedido. Uno de los trabajadores había sido golpeado de lleno por la correa y había caído exánime. Una lesión en la columna vertebral le había inmovilizado para el resto de sus días. Aquel suceso había marcado a Floti, lo había hecho consciente de la profunda injusticia que regía el mundo. La honestidad de su padre, el equilibrio y la justicia de su autoridad en familia eran valores circunscritos a una minúscula comunidad cuyo peso era totalmente insignificante en una sociedad dominada por el abuso.

En cuanto el jefe del equipo dio la señal, la máquina de fuego emitió un largo pitido, como un barco de vapor. Cuatro hombres armados con horcas subieron a lo alto de la pila de gavillas bajo el techo del cobertizo y comenzaron a arrojarlas dentro del cajón de la trilladora. Allí, otro trabajador las empujaba hacia la boca del monstruo, que las engullía y luego vomitaba por delante el grano limpio y por un costado la paja y el cascabillo que terminaban en la empacadora. Antes de que el grano empezase a salir siempre pasaba un poco de tiempo y, cuando finalmente la rubia cascada de granos comenzó a caer dentro de los sacos, los porteadores saludaron con gritos de júbilo el milagro que se repetía cada año. Abrieron las grandes manos callosas para dejar discurrir los granos por entre sus dedos y sentir su caricia.

Tendrían de nuevo pan.

En poco rato todo el patio estuvo envuelto en un polvillo denso y resplandeciente como el oro, pero el aire en aquel momento se volvía irrespirable. Los jornaleros se anudaban un pañuelo para taparse la boca y la nariz y proseguían sin descanso el trabajo marcado por el ruido de las máquinas. El esfuerzo mayor lo realizaban los hombres debajo del cobertizo. Al principio casi no había espacio entre la pila de las gavillas y el techo puesto al rojo vivo por el sol, el sudor no tardaba en empapar las ropas que se pegoteaban con el polvo, las espigas del trigo rotas por la trilladora se volvían agujas punzantes que penetraban bajo la piel provocando un picor insoportable. Luego, a medida que disminuía la pila, el aire circulaba un poco más y el techo incandescente se alejaba dejando un mínimo de alivio a los trabajadores.

Los únicos en divertirse eran normalmente los niños, por el espectáculo de la grandiosa operación colectiva y por la potencia de las máquinas, que a sus ojos parecían los monstruos de las fábulas. Sobre todo la empacadora, con su gran cizalla dentada que subía y bajaba a un ritmo incesante, y que ellos llamaban «el asno» por la forma en que recordaba la cabeza de un burro. Pero en casa de los Bruni solo había dos niños, los hijos de Dante; los otros vendrían después.

A la hora del descanso del mediodía el jefe de cuadrilla aflojó la correa de transmisión y todo el mecanismo se detuvo, excepto la máquina de fuego. Los hombres fueron a sentarse en un lugar a la sombra, bajo un olmo o bajo una higuera, y sacaron lo que tenían para comer. Los más afortunados eran aquellos cuyas mujeres habían ido a verles para llevarles un pucherito con un poco de pasta. Los más míseros comían pan y cebolla y con aquella pobre pitanza tendrían que continuar aquel trabajo extenuante hasta la puesta del sol, cuando el jefe de cuadrilla daba la señal de que se había acabado por ese día.

Pero los Bruni eran gente generosa y el viejo Callisto había hecho preparar tres o cuatro gallos jóvenes a la cazadora en su jugo que abrían el apetito con solo verlos, y una hornada de hogazas, y sentía satisfacción de ver las miradas sorprendidas de los jornaleros en presencia de aquella bendición del cielo. Entretanto, en el campo, las espigadoras, cada una con un saco en la mano, recogían las espigas que se habían dejado tras la siega o caído de los carros que transportaban a casa las gavillas.

Clerice siempre había procurado que el permiso para espigar se diera a quien de verdad lo necesitaba: las viudas o las mujeres de desempleados y borrachos que para lo único que servían era para dejarlas embarazadas. Clerice pensaba siempre en las mujeres y, más que a Dios, le rezaba a la Virgen porque había padecido y sufrido y perdido a un hijo y sabe lo que eso quiere decir. Y ella que era tan religiosa y honrada, cuando oía contar a alguien que había visto a esta o aquella mujer del pueblo dentro de un colector a la terrible hora del mediodía ceñida contra algún peón albañil o jornalero, decía: mejor así, al menos ha disfrutado de algo.

Aquel día, Iófa mandó a un mozo a decirle a Floti que le esperaría esa misma tarde a la puesta del sol en la taberna de la Bassa. Le rogaba —cosa extraña— que fuese en bicicleta.

Floti se presentó justo en el momento en que el sol desaparecía tras las copas de los cerezos, con el cascabillo del grano aún entre el pelo rizado, y fue a sentarse a la mesa con Iófa, que había pedido ya un cuartillo de vino blanco.

—¿Qué novedades hay?

—¿No te has enterado de lo que ha sucedido?

—¿De qué tenía que enterarme?

—De que un estudiante ha asesinado al heredero al trono de Austria.

—¿Y qué? ¿Qué nos importa eso a nosotros?

—Yo creo que es una señal de mal augurio. Estas cosas antes o después acaban provocando las guerras. Y siempre son los estudiantes los que la arman.

—¿Y me has hecho venir hasta aquí para decirme eso?

—Hay además otra cosa… —comenzó con un aire de misterio mientras le servía un vaso de vino.

—Soy todo oídos.

—¿Has venido a pie o en bicicleta?

—En bicicleta, ya que te corría prisa.

—También yo la tengo. ¿Quieres venir conmigo?

—¿Y adónde?

—Al Pra’ dei Monti.

—Ah, pero ¿qué tontería es esta?

—¿Vienes o no?

—Está bien, vamos, pero démonos prisa que dentro de poco empezará a oscurecer.

Pedalearon uno detrás del otro a lo largo del Fiuma hasta su destino: cuatro pequeñas colinas en medio de un prado yermo desde hacía decenios.

—Si lo que quieres es hablarme de esa maldita cabra, me vuelvo para atrás inmediatamente.

—Yo no quiero hablarte de nada, solo quiero enseñarte una cosa.

Comenzó a subir por el primer y más alto de los cuatro túmulos y Floti le siguió hasta lo alto. El lugar estaba completamente desierto y, aunque Floti no creyera para nada en las historias que se contaban sobre aquel lugar, sintió que un largo escalofrío le recorría el espinazo.

—Dicen que estos montículos están hechos con los huesos de los muertos de una gran batalla de hace dos mil años…

—¿Y qué? Si crees impresionarme, estás muy equivocado. Yo les temo a los vivos, no a los muertos.

También los grillos callaban y las ranas estaban mudas para no dejarse oír por la culebra. Iófa se detuvo en lo alto del túmulo y señaló algo delante de sí: un agujero de una profundidad de por lo menos un par de metros.

—Este estaba vivo hace no mucho rato.

—¿Este? —preguntó Floti ya no tan seguro.

—Alguien ha venido a buscar la cabra de oro y se ha quedado, y los perros se lo han medio comido. Lo vi por casualidad mientras buscaba malvavisco, que aquí siempre había mucho.

—Pero ¿qué demonios dices?

—Fíjate bien en el fondo del hoyo.

Floti se inclinó hacia delante y observó que había algo, alguien acurrucado en el fondo. Los dos se miraron sin proferir palabra durante unos instantes.

—¿Es él? —preguntó acto seguido Floti.

Iófa asintió.

—Es el paragüero —confirmó—, ¿ves? Ha tratado de dar con la cabra de oro y se ha quedado por el camino.

—Estaba escrito: cada uno de nosotros prepara su propio fin.

—¿Tú crees? —replicó el carretero—. ¿Y dónde están las herramientas para excavar?

—¿A mí me lo preguntas? ¿Y yo qué sé?

Iófa se calló mientras las sombras del atardecer comenzaban a alargarse sobre el terreno.

—Tal vez deberíamos dar aviso a los carabinieri —dijo al cabo de poco.

—Mejor no. Son cosas que luego no se acaban nunca.

—Pero si alguien lo ve y lo reconoce enseguida pensará en vosotros y no os faltarán quebraderos de cabeza. Oye, no puede haber excavado el hoyo con las uñas. Echemos un vistazo alrededor, al pie del montículo.

Floti buscó mirando por la derecha e Iófa por la izquierda y fue este, al cabo de poco, quien tropezó con el mango de una azada escondida entre la alta hierba.

—Lo he encontrado —exclamó—, ¡ya lo decía yo!

Con ahínco, Iófa se puso a recubrir con su herramienta los restos del paragüero. Una vez terminada la operación, hizo la señal de la cruz sobre aquellas apresuradas exequias y arrojó la azada al fondo de las aguas del Fiuma. En menos de media hora estaban de nuevo sentados a la mesa de la taberna de la Bassa.

Era la noche del 30 de junio de 1914.