Al día siguiente, poco antes del amanecer, la nieve se hizo más tenue y ligera y luego fina como polvo. Dejó de caer del todo hacia el final del día. Los hombres se levantaron temprano, cogieron las palas y se pusieron a quitar la nieve para abrir un paso hacia el camino. Iófa ayudó a Gaetano a ordeñar las vacas y luego pudo sentarse a la mesa a tomar el desayuno: huevos y panceta y un trozo de pan tostado en las brasas. Al hombre que había aparecido la noche antes en la taberna de la Bassa no se le vio más por el pueblo, tanto es así que alguno de los que estaban presentes jugando a la brisca comenzó a dudar de haberlo visto verdaderamente y de haber oído sus palabras.
Los niños del pueblo pudieron salir para ir a la escuela solo después de haber pasado el «milano» tirado por tres yuntas de bueyes para abrir las calles. Lo llamaban así porque estaba formado por dos grandes tablas de madera divergentes para volcar la nieve en los márgenes, justo como las alas del milano. Los más pobres no habían desayunado nada e iban de casa en casa pidiendo un trozo de pan de limosna. Llevaban zuecos de madera revestidos de piel de ternera que enseguida se empapaban y luego se encogían y apretaban los pies helados. Los más afortunados recibían algo, otros solo algún improperio o una patada en el trasero. Los niños iban de buena gana a la escuela porque allí había una bonita estufa cerámica Becchi que difundía calor y un olor a madera de encina.
Había añadas magras: heladas tardías en primavera y granizadas de verano habían diezmado las cosechas y desde hacía tiempo ya no estaba don Massimino para batirse a pecho descubierto contra la tempestad. Descansaba en el viejo cementerio, a la sombra de una encina crecida por casualidad de una bellota. En el pueblo se inventaban historias por cualquier suceso y se contaba también una para este.
Don Massimino había vivido en la pobreza durante toda la vida y también en la parroquia. Por más que gozaba de una pingüe prebenda fruto de cinco heredades, no se había permitido nunca nada más que el mínimo necesario y había subdividido el resto entre la diócesis y los pobres. Quiso ser enterrado envuelto en un simple sudario, sin siquiera ataúd, porque con aquel dinero se podría comprar el trigo suficiente para saciar el hambre de una familia durante una semana. Pero el Maligno, derrotado varias veces por él, se había ensañado con el lugar de su última morada. Había hecho crecer en el túmulo ortigas y malas hierbas y una serpiente negra como la pez había anidado en él, de manera que nadie se atrevía a acercarse allí para hacer un poco de limpieza o para depositar un manojo de flores silvestres. Sin embargo, un día una urraca blanquinegra había escondido allí una bellota que no tardó en echar raíces y creció en muy breve tiempo creando una cúpula verde sobre el túmulo. Las malas hierbas y las ortigas murieron, y en su lugar creció una hierbecilla de color esmeralda, fina como pelo del gato. Un gavilán atrapó a la serpiente cuando salía de su nido y la devoró. Todas las primaveras, desde aquel día, la humilde sepultura de don Massimino se cubría de margaritas.
Era una de las muchas historias que la gente se inventaba para consolarse, para hacerse la ilusión de que alguien pensaba en sus momentos de dolor, hambre y desesperación. Las familias más pobres afrontaban el invierno como una maldición divina, en tugurios en los que de noche se helaba hasta el pis de los orinales y de nada servían los rosarios de las mujeres para protegerles del azote del hambre y las enfermedades. Los niños más pequeños se debilitaban porque las madres no tenían leche, y aguantaban, flacos y transparentes, hasta que una fiebre maligna se los llevaba. Las mujeres ya no lloraban. Abrían la ventana para que el alma del pequeño pudiera volar hasta el cielo y murmuraban «Sant paradis» [Bendito paraíso], como queriendo decir que él había terminado de sufrir mientras que ellas no. Para ellas llegarían otros embarazos, otras tribulaciones, otros niños que gritarían de hambre hasta desgañitarse, porque los hombres no renunciaban nunca a eso y no bastaba ya con cerrar los ojos y rezar el rosario para no quedarse embarazadas. Eran casas de braceros, jornaleros que se endeudaban durante el invierno mientras se les fiaba en la tienda, en espera de pagar su deuda con la vuelta de la primavera y la posibilidad de ganarse algún jornal.
Los Bruni vivían en la misma casa y trabajaban la misma finca desde hacía cien años, e incluso quizá desde hacía más tiempo: en el fondo nadie había llevado la cuenta ni recordaba de dónde procedían. No tenían dinero, pero nunca habían pasado hambre: la leche, el queso, los huevos, el pan, el jamón y el salchichón nunca habían faltado, porque el amo estaba en Bolonia, el colono se dejaba ver de Pascuas a Ramos, y los Bruni se quedaban con lo que necesitaban para mantenerse fuertes.
Sin embargo, al empeorar los tiempos también el amo se había vuelto más exigente. El año antes, cuando el viejo Callisto se fue a la ciudad con la yegua y el carro a pasar cuentas, tuvo que oír que le decían que tendría que contentarse con la mitad de trigo y la mitad de maíz, y tal como habían ido las cosas cabía esperar lo mismo para el año que acababa de iniciarse. Por eso continuaba posponiendo el día que tendría que ir a la ciudad. Clerice seguía diciéndole: «Callisto, ¿cuándo irás a pasar cuentas con el amo?». Y él respondía: «Uno de estos días, Clerice, uno de estos días».
Pero ya la harina amarilla y la harina blanca se habían terminado y era preciso que el cabeza de familia enganchase la yegua, se pusiera el traje de pana marrón y la blanca camisa de cáñamo y fuera a ver al notario Barzini. Clerice le despidió en la puerta de entrada con un pañuelo blanco como si partiese para la guerra.
Callisto volvió al atardecer de un humor negro. Se sentó a la mesa y comió con la cara metida en el plato sin decir palabra, hasta que Gaetano decidió romper el silencio:
—Qué, ¿cómo ha ido con el amo?
—Mal —respondió el viejo—, ha dicho que ha sido una mala añada y que tendremos que pasar con gachas de trigo.
—¿Qué? —repuso Gaetano—. Hemos trabajado como bestias un total de seis hombres durante el año, ¿y tiene el coraje de hacernos comer maíz como si fuésemos unas gallinas? Apuesto a que él come plan blanco, él que nunca ha hecho nada. Pero ¿qué demonios de cuentas le ha enseñado?
—Las cuentas de las entradas y las salidas. Dice que arrojan un saldo negativo.
—¿Y usted no le ha dicho nada?
—¿Qué podía decirle yo? Él es instruido y nosotros unos ignorantes. Como dice el refrán, «Lo escrito, escrito está».
—Si le parece, mañana seré yo quien vuelva a ver al amo. Iré con Iófa y su carro y ya verá como vuelvo con el trigo, ¡por los clavos de Cristo!
—Haz lo que quieras —repuso el viejo—, si te ves con ánimos, no digo que no. Lo importante es traer el trigo a casa, pero ya verás como la cosa no va a ser tan fácil.
Se puso de nuevo a comer en silencio su sopa y cuando hubo terminado se levantó y se fue a la cama.
Gaetano era un mocetón cuadrado de hombros y estaba decidido a mantener la palabra dada. A la mañana siguiente, al amanecer, montó en su bicicleta y se fue a casa de Iófa, el carretero. Lo encontró almohazando su caballo y preparándole el pienso.
—Necesito que me hagas un favor —le dijo.
—Hoy imposible, pues tengo que llevar una carga de grava desde el río hasta la carretera provincial para repararla.
—Ya irás mañana. Te necesito ahora y también tu carro.
—¿Y adónde vamos a ir?
—A la ciudad, a ver al notario.
—¿Y qué necesidad hay del carro? ¿Es que no puedes ir en bicicleta, bien vestido como ya andas?
—No. No puedo cargar veinte quintales de trigo en la bicicleta.
—¿Y quién te va a dar veinte quintales de trigo? ¿El amo?
—Sí, él. Le ha dicho a mi padre que tenemos un saldo negativo y que este año tendremos que comer nada más que maíz como las gallinas. Le voy a retorcer el cuello como a un pollo si no me da el trigo. ¿Cómo vamos a trabajar doce, catorce horas al día comiendo gachas de maíz? Qué, ¿vienes o no?
Iófa se lo pensó, hizo unos cálculos, miró el reloj de cebolla que llevaba en el bolsillo, meneó la cabeza y respondió:
—Eres testarudo como una mula, pero somos amigos y no puedo decirte que no. ¿Estás listo tú ya así?
—Pues sí. ¿Por qué lo dices? ¿Es que no estoy presentable?
—Vas pero que muy bien, pareces un figurín. Dame tiempo de enganchar y nos vamos.
Gaetano le ayudó a meter al caballo entre los varales del carro, a enganchar las cinchas y mientras tanto decía:
—No quiero que lo hagas de balde, ¿sabes? Te daré dos celemines de trigo con los que podrás hacer pan para una temporada.
Cuando estuvo todo listo subieron para meterse en la caja e Iófa dio una voz al caballo y se puso al paso. Tomaron el camino de Fossa Vecchia y al despuntar el sol habían llegado casi a la via Emilia.
Allí se encontraron con otros carros que iban y venían porque, entre otras cosas, era martes y día de mercado. Vieron pasar también un automóvil, un Fiat Tipo 3 negro, con salpicaduras de agua de los charcos por todas partes, que hacía sonar la bocina tratando de abrirse paso por entre las carretas y los animales de tiro.
—Y pensar —dijo Iófa— que hay gente que puede permitirse comprar uno de esos. Quién sabe cuánto costará…
—Ya te voy a decir lo que cuesta —respondió Gaetano—, doce mil liras, casi como nuestra finca.
—No me lo creo, júramelo.
—Te lo juro. Nuestra finca cuesta cerca de quince mil liras, pero tiene más de cien fanegas y da de comer a mucha gente. Si tuviese dinero yo la compraría, lo que nunca me compraría sería un coche. Y así no tendríamos ya un amo que nos dijera qué hacer y qué no hacer. Mi padre nos contaba que cuando éramos pequeños y llegaba el administrador nosotros nos escondíamos en la pocilga porque este rezongaba: «Demasiadas bocas que alimentar y pocos brazos para trabajar», y luego iba a contárselo al amo.
—Quién sabe, tal vez alguna vez tengas dinero para comprar la finca, o bien una todavía más grande.
—No lo creo. Para reunir quince mil liras no tendría bastante ni con diez vidas. Solo quien tiene dinero puede hacer más dinero. Quien nada tiene, ya puede dar gracias a Dios si consigue qué llevarse a la boca y dar de comer a su familia. De todas formas, aunque pudiera no querría una finca más grande, me gustaría la nuestra porque la conozco, porque sé qué es lo mejor en una parte y qué en la otra. Sé cuándo madura el trigo y cuándo la fruta según las añadas y la exposición al sol. Sé cuándo hay que abonar y cuánta agua necesita cada planta. La tierra, si la conoces bien, no te traiciona jamás. Si tienes tierra, sabes que no pasarás nunca hambre, que tendrás carne y leche y queso y huevos, madera con la que calentarte en invierno, y agua fresca en verano, y vino y pan y lana para hilar y cáñamo para tejer. Yo quiero mucho a la tierra, Iófa, ¿comprendes?
—Sí, lo comprendo perfectamente, aunque hago de carretero como mi padre y mi abuelo antes que yo. Y también yo quiero mucho a mi carro y lo cuido y lo tengo a cubierto para que no padezca a causa del agua y de la nieve, y sobre todo quiero mucho a mi caballo, ¿eh, Bigio? —dijo tocando el lomo del animal con las bridas.
Así charlando, un poco al trote y un poco al paso, llegaron a Borgo Panigale en un par de horas. A lo largo de su vida Gaetano había estado en Bolonia con su padre unas tres veces, pero Iófa conocía muy bien el camino porque desde hacía años se dedicaba a llevar el fruto de las cosechas a los almacenes del notario, no solo de la finca de los Bruni, sino también de otras que el notario poseía en el pueblo. Unas quince por lo menos, entre la vía Bastarda, la Madonna della Provvidenza y Fossa Vecchia. Se detuvo en el Pontelungo para que su compañero de viaje pudiera admirarlo. A Gaetano le parecían una maravilla las grandes arcadas que se recorrían al cruzar el Reno, dejando a la espalda la vía Emilia con los carros, los caballos e incluso algún que otro automóvil. Pero lo que más le gustaba eran las dos sirenas de piedra con cuerpo de mujer y cola de pez que descansaban sobre las columnas de la entrada, porque estaban desnudas de cintura para arriba y tenían un par de tetas de quedarse boquiabierto.
—¡No las mires mucho —dijo Iófa—, que luego tendrás que ir a confesarte con el cura!
—Ah —respondió Gaetano—, ¿qué te crees tú, que al cura no le gustan también un buen par de tetas así? Dice mi padre que don Massimino, que era un santo, cuando pasaba por delante de un buen culo o un par de tetas por el estilo, se le iban los ojos por más que no quisiera, y si una guapa mujer casada iba a confesarse no se contentaba con oír qué pecado había cometido, sino que quería conocer también los detalles antes de darle la absolución: y él por dónde te la metió y tú dónde te lo beneficiaste y cosas así, ¿comprendes?
Iófa se echó a reír y dijo:
—¿Y tú has estado alguna vez en la plaza?
—No, en la plaza no.
—Pues bien, allí hay una fuente con un gigante: un hombre que debe de tener casi tres metros de alto, que empuña un tridente, desnudo como Dios lo trajo al mundo, al que se le ve todo, lo que se dice todo.
—He oído hablar de él.
—Bueno, pues para mí es un escándalo; un hombre desnudo en medio de una plaza donde pueden verlo hasta los niños y las niñas. Y por si fuera poco hay también sirenas como estas de aquí que arrojan agua por las tetas.
—Me parece interesante. Pero hoy no podemos. Tenemos otras cosas que hacer. Ahora vamos a ver al notario Barzini.
Iófa dio una voz al caballo y reanudaron el viaje cruzando el puente y siguiendo hacia la puerta. Había huertos y casas diseminadas a derecha e izquierda, y detrás de ellos el campanario de la iglesia del Borgo parecía no perderlos de vista a lo lejos.
A medida que se acercaban Gaetano se ponía cada vez más nervioso y a ratos parecía casi arrepentido de haber tomado la decisión de hacer frente al amo.
—Esperemos encontrarlo al menos —dijo Iófa—, de lo contrario habremos hecho el viaje en vano.
—Lo encontraremos, lo encontraremos —respondió Gaetano—, este no se me escapa. Y si no está, me sentaré delante de la puerta y le esperaré hasta verle llegar.
—¡Ah, mira, el tranvía! —exclamó el carretero indicando un vehículo de color verde oscuro que corría con gran estrépito metálico sobre unos raíles.
—Ya lo conozco —respondió secamente Gaetano.
—Bien. El despacho del notario está justo después de la parada, a la derecha, donde se encuentra el portal con las cabezas de león.
Se detuvieron. Gaetano bajó, se acomodó el traje y tiró de la cuerdecilla de la campanilla. El portón se abrió y apareció el portero.
—¿A quién busca? —preguntó en boloñés.
—Al notario Barzini —respondió Gaetano en la misma lengua, pero con un acento más periférico.
—¿Tiene concertada una cita?
—¿Qué es eso?
El portero meneó la cabeza.
—¿Le has preguntado al notario si quería recibirte hoy a esta hora?
—Yo vivo en el campo y en mi casa estamos acostumbrados a recibir a todos, de día y de noche. Dígale que soy Bruno Gaetano, el hijo de Callisto. Somos sus aparceros. Ya verá como me recibe.
Gaetano dejó escapar un hondo suspiro y subió hasta el segundo rellano. Poco después, fue introducido en el despacho. Pidió permiso para entrar y se quitó el sombrero.
Barzini era un hombre pequeño y gordezuelo, que estaba sentado ante un gran escritorio en una gran silla de brazos. Gaetano se quedó asombrado. Se esperaba a alguien más grueso, con un buen par de bigotes de manubrio y el pelo cortado a la umbertina, alguien que infundiese respeto y también cierto miedo, alguien que se viese que era dueño de quince fincas. En suma, fue una desilusión en cierta medida.
El notario estaba escribiendo algo en una hoja y sin levantar los ojos preguntó:
—¿Qué es lo que quieres?
—Quiero mi trigo.
Barzini alzó la cabeza y se quitó los lentes.
—¿Qué has dicho?
—Que quiero mi trigo. Mi padre ha dicho que durante este año tendremos que comer gachas de maíz.
—En efecto. Tenéis un saldo negativo. Ya se lo he explicado a tu padre y no tengo intención de volver a explicártelo a ti.
Gaetano se cruzó de brazos y las mangas de su chaqueta se hincharon a causa de sus músculos.
—Yo solo sé que cargamos veinte carros de trigo para llevar a su almacén de aquí de Bolonia y Iófa, que quiere decir Giuseppe, el carretero, en suma, los contó uno por uno. Se lo ha quedado todo usted. Yo no quiero saber de cuentas, lo único que quiero es lo que necesitamos para hacer el pan: lo necesitamos para poder trabajar. Treinta sacos: ni uno más ni uno menos.
—Sal por esa puerta inmediatamente, descarado.
—Señor amo, yo solo he pedido lo necesario para poder seguir trabajando de sol a sol todos los días del año, incluidos los domingos, porque el campo no espera y hay que hacer el trabajo.
—Sal inmediatamente por esa puerta o llamo al portero.
—Me ha llamado usted descarado, pero si no me llevo lo que le he pedido por las buenas me lo dará por las malas, ¡y entonces sí que verá lo que es un verdadero descarado: como que hay Dios, por los clavos de Cristo, le juro que si el portero da un paso aquí adentro lo mando rodando escaleras abajo y luego irá usted detrás! —tronó, y descargó sobre la mesa tal puñetazo que hizo bailar plumas, tinteros y también la lámpara de reluciente cobre que debía de pesar lo suyo.
Barzini palideció, miró de arriba abajo al energúmeno que tenía delante y enseguida comprendió que hablaba en serio. Soltó un largo suspiro, trató de disimular el miedo y de mantener la compostura, y dijo:
—Lo hago por el caballero de tu padre, no por ti, y por pura generosidad de corazón, no por otra cosa. Si quisiera, podría llamar a la fuerza pública y hacerte meter en prisión, ¿o qué te crees?
Gaetano lo miró con una expresión que no hacía presagiar nada bueno y luego miró el pesado pisapapeles que descansaba sobre el escritorio, así, como por casualidad, y luego de nuevo al notario, y fue suficiente.
—Treinta sacos has dicho…
—Sí, señor.
Barzini garabateó dos líneas en un papel con membrete y estampó una firma. Le pasó por encima el secante y alargó la orden de entrega a Gaetano.
—¿Y cómo vas a hacer para llevar todos esos sacos a casa?
—Tengo el carro abajo esperándome.
—Ah —respondió Barzini despechado—. Bueno, pues entonces ve a los almacenes del Borgo con esto y te darán los sacos, y no vuelvas a aparecer más por aquí.
—Se lo agradezco, señor amo. Y, si no fuéramos a vernos nunca más, le deseo una buena muerte.
Barzini se estremeció sin tener en cuenta que aquella no era en realidad más que una fórmula de buen augurio. Para una gente habituada a esperar sobre todo tribulaciones de la vida, la idea de tener al menos la fortuna de una buena muerte era un pensamiento consolador. El notario se tocó, en cambio, los atributos por debajo del escritorio para ahuyentar la mala suerte y masculló:
—Vamos, vamos, que tengo cosas que hacer.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó el portero al ver a Gaetano bajar la escalera—. He oído un golpe de Dios es Cristo.
—Nada, solo que hemos tenido una pequeña discusión, pero todo está solucionado, a Dios gracias.
Iófa lo vio llegar sonriente y casi no podía creérselo.
—Qué, ¿cómo ha ido la cosa?
Gaetano le pasó por la cara la orden de entrega.
—Ya sabes que no sé leer —dijo Iófa.
Gaetano deletreó solemnemente:
—«Dispongo que se entreguen al portador de la presente, Gaetano Bruni, treinta sacos de trigo que serán retirados inmediatamente. Firmado: Barzini».
—¡Ahora tienes que contármelo todo con pelos y señales! —exclamó Iófa mientras subía dentro de la caja y hacía dar media vuelta al caballo para ir en dirección al Borgo.
Gaetano no se lo hizo repetir dos veces y se puso a contar:
—Me lo he encontrado de frente, sentado en esa silla como el rey en su trono… y puedes imaginarte…
—¿Y tú? —preguntaba Iófa—. ¿Y él? ¿Y tú qué?
La historia se iba coloreando de detalles fantasiosos a medida que se desarrollaba en la narración de Gaetano, quien debía contenerse tan solo en un aspecto: en no pintar con colores demasiado negros la figura del amo, porque Iófa le conocía bien y le había visto más veces y también en el pueblo lo habían visto muchos y en más de una ocasión.
En el almacén nadie osó decir ni palabra ante el papel con membrete del notario, pero Gaetano tuvo que cargar a hombros los treinta sacos, porque Iófa era demasiado esmirriado y por si fuera poco paticojo, y los mozos del almacén no querían ni oír hablar de echarle una mano. Que cada uno se las apañara por su cuenta. Pero valió la pena. Gaetano invitó a su cochero a un plato de polenta con costillas de cerdo en la taberna de Lavinio, porque bien que se las habían ganado tanto el uno como el otro, y luego se dirigieron a casa para llegar antes de que anocheciera.
Fueron acogidos como unos triunfadores. Todos los hombres de casa salieron a escoltar el carro bajo el cobertizo y lo descargaron en solo media hora. Iófa, naturalmente, fue invitado a quedarse a cenar.
Cuando se sentó a la mesa, Clerice bendijo la comida y Callisto dispuso que se llevase al establo un poco de sopa y un vaso de vino también al paragüero, que aún no daba señales ni mostraba intención alguna de querer reanudar su vagabundear.