Epílogo

Sin embargo, ninguno de los testigos de la ceremonia de desposorios habría imaginado que Filipo contraía aquel matrimonio por razones de estado.

Se iniciaba el invierno cuando Audata llegó a la capital de su futuro esposo. Había viajado hasta la frontera de Lincestas con una nutrida comitiva de nobles de su bisabuelo, no sólo como guardia de honor sino como seguridad para los cincuenta talentos de oro que la acompañaban. Existía una discreta intriga diplomática por saber si la suma constituía la dote o era la primera devolución de tributos conforme al nuevo tratado de paz, o ambas cosas a la vez. Una vez ya en Macedonia, quedaba bajo la protección del rey y el propio Filipo fue a recibirla al mando de la escolta.

No habría estado bien visto que la joven pareja se viesen cara a cara sin que estuviera presente la familia de la novia, pero mientras él cabalgaba junto al palanquín cerrado camino del sur, tuvieron alguna ocasión de intercambiar palabras por entre las cortinas que la ocultaban a los ojos de los curiosos. Eso les bastaba. Filipo estaba a ojos vista tan ufano de la esposa que había elegido, que ni se percataba de las sonrisas de sus amigos.

Al llegar a Pela, abandonó sus aposentos para que los ocupase Audata y él volvió a casa de Glaukón a dormir en el lecho que había ocupado en su niñez. Al amanecer, el viejo mayordomo hacía el desayuno que compartía con su rey, y Filipo, demasiado nervioso para ocuparse en otra cosa, solía salir de caza. Más que irritado estaba distraído, pero los resultados eran casi iguales. Todos se congratulaban de que el noviazgo fuese corto.

Fue Glaukón quien veía a diario a la prometida del rey, y, por la noche, Filipo le asediaba a preguntas sobre ella: cómo estaba, qué decía y si se hallaba contenta. Por la mañana, el anciano mayordomo real dialogaba en similares términos con la novia, y no tardó en darse cuenta de que los dos jóvenes estaban muy enamorados, un hecho que le complacía pero que al principio también le desconcertó. ¿Cómo era posible si apenas se conocían? Ella, que apenas tenía veinte años, era aún una niña cuando Filipo había sido rehén de los ilirios, y, desde luego, en todos aquellos años Filipo jamás se la había mencionado. A pesar de todo, la intimidad que había entre los dos parecía cosa de tiempo atrás. Era un enigma.

Cierto que muchas cosas de Filipo eran un enigma.

Glaukón estaba detrás de la pareja durante la ceremonia de desposorios y advirtió que, mientras Filipo pronunciaba la fórmula manifestando su intención de unirse a aquella mujer en matrimonio, su mano y la de Audata se juntaban, entrelazando los dedos como si estuvieran habituados a hacerlo.

«Serán felices y quizás mi hijo hallará por fin un poco de sosiego», pensó el anciano.

La noche de la boda todos comentaban que por la mañana estaría nevado, pero los cielos aún se hallaban despejados cuando la carroza nupcial trasladó al rey y a su nueva esposa hasta el palacio real. Glaukón había dispuesto la fiesta para los invitados a la boda y esperaba en la escalinata la llegada de su señor para decirle que todo estaba a punto. Era un momento breve de tranquilidad de aquella larga y agitada jornada que pronto concluiría.

En el cielo nocturno se veía la constelación de Heracles en el oeste, y recordó la noche en que había abandonado el recinto de palacio con un recién nacido para que lo amamantara su afligida esposa. ¿Quién habría podido imaginar…?

Pero sí, en cierto modo, él lo esperaba. Los dioses no hacen promesas vanas.

Oyó voces a lo lejos entonando el himno nupcial. Llegaba Filipo, rey de Macedonia.

Fin