Nada que viaje más rápido que las malas noticias. A los diez días de la derrota de Pleuratos, uno de los escasos supervivientes de la caballería iliria que había logrado escapar de los macedonios caía de rodillas ante el rey Bardilis. Los informes sucesivos no hicieron más que confirmar la amplitud del desastre. Un ejército de más de diez mil hombres había sido aniquilado. Tal vez habían muerto siete mil y el resto andaba desperdigado. Si Filipo decidía avanzar en dirección oeste, no había fuerza que pudiera impedirlo. El imperio ilirio estaba a merced suya.
Se envió un emisario a preguntar si los macedonios estaban dispuestos a negociar —en las condiciones que impusieran, aunque fuese la rendición incondicional; no había otra alternativa— y a que averiguara, si era posible, qué había sido del nieto de Bardilis. El enviado regresó al cabo de un mes para informar a Bardilis.
—El rey me recibió en persona —dijo el hombre un tanto ufano, pues no debía esperárselo.
—¿Qué rey? ¿Menelao?
—No, el rey Filipo.
—¿Es que aún sigue en Lincestas?
—Sí. Menelao estaba presente, pero no habló nada. El que manda es Filipo.
—¿Tiene prisioneros?
—No. Me han dicho que de los que se rindieron o fueron capturados seleccionaron diez al azar para degollarles como sacrificio ante la tumba de un amigo del rey que murió en la batalla y al resto los pusieron en libertad para que regresaran a sus casas.
Bardilis le miró muy serio sin decir nada. Esas muestras de magnanimidad él solía interpretarlas como signo de debilidad, pero no estaba muy seguro en este caso.
—A la mañana siguiente me llevaron al campo de batalla —continuó el hombre, como si lo hubiese recordado de pronto—, que es un cementerio en el que han enterrado debidamente a los ilirios muertos en combate.
—¿Está entre ellos mi nieto?
—El señor Pleuratos vive y está prisionero.
—¿Le has visto?
—Sí, y…
—Vamos, dilo.
—Le tienen encadenado en una jaula en las perreras reales —respondió el enviado de mala gana.
—¿Encadenado?
—Sí… con grilletes y un collar de hierro… —añadió el hombre haciendo un vago ademán sobre el cuello, como si le costase explicarlo—. Le alimentan con restos de comida.
—¿Qué rescate pide Filipo?
—No me lo dijo —contestó el emisario, enarcando las cejas, sin abundar en explicaciones—. Se mostró muy cortés, pero manifestó que no estaba decidido a tratar las condiciones para la paz más que con mi señor el rey.
—¿Quiere que vaya a Lincestas?
—Sí. Dijo que le complacería enormemente tener de invitado al rey Bardilis en Pisoderi.
Los nobles ilirios rechazaron unánimes tal propuesta. Era una trampa. Si el rey se aventuraba en territorio macedonio, no cabía duda que le matarían como primer paso a una guerra de conquista de su imperio. Pero Bardilis les replicó sin contemplaciones.
—Si Filipo quiere mi reino, nada hay que le impida apoderarse de él. Que mi anciana persona esté en sus manos no le procura la menor ventaja… No la necesita. Además, me recibe como invitado. El rey Filipo es astuto, pero no traicionero.
Y Bardilis tenía sus propios motivos para sentir esperanzas; motivos que no juzgó conveniente confiar a sus nobles.
—Es un largo viaje a mis años —añadió—, pero lo emprenderé por el bien de mi pueblo.
Envió un emisario precediéndole para informar a Filipo que aceptaba su invitación, y se dispuso a partir con una escolta de cien hombres. Era un anciano y el viaje sería largo. Su único anhelo era que Pleuratos siguiera vivo cuando llegara a territorio macedonio, pues ansiaba ver humillado a su nieto.
Veintitrés días más tarde el rey de todos los macedonios salía a recibirle a las puertas de Pisoderi.
—Debes estar cansado y querrás descansar —dijo Filipo.
—Primero quiero hablar y oír tus condiciones para el tratado de paz.
Filipo se encogió de hombros, como si no hubiera pensado en ello y no le concediese tanta importancia.
—Que se me devuelva el importe de los tributos pagados durante el reinado de mis dos hermanos.
—De acuerdo. ¿Y mi nieto?
Al principio, Filipo fingió hacer caso omiso de la pregunta. Continuó cabalgando en silencio junto al rey de los ilirios mientras cruzaban las puertas de la ciudad. Cuando se hallaron en el patio del palacio, se apresuró a desmontar para ayudar a Bardilis a hacerlo.
—¿Quieres verle? —dijo por fin; pero antes de que el anciano le contestase alzó la mano para dar una orden y por una puerta de las caballerizas aparecieron dos gañanes flanqueando al prisionero.
Un murmullo de sorpresa recorrió la comitiva iliria al ver aparecer al heredero. Pelo y barba eran una maraña inmunda y estaba pálido, flojo y taciturno, cosa nada sorprendente en quien había pasado más de dos meses sentado en cuclillas en una jaula. Miró en derredor perplejo, como si no reconociera a nadie y hasta el propio Bardilis sintió una punzada de compasión.
—¿Por qué has hecho eso? —farfulló—. Es un príncipe de sangre real. Es…
—¿Y me preguntas por qué? —replicó Filipo con tono de indiferencia ante la ira del anciano—. ¿Cuántas mujeres son viudas por culpa de su necedad? ¿Cuántos niños han quedado sin padre? Este invierno habrá una hambruna en tu pueblo porque los que habrían de estar recogiendo la cosecha duermen para siempre en la tierra. Y no hablo de los muertos macedonios, porque sé que te tienen sin cuidado, pero he perdido muy buenos soldados y un amigo muy querido en esta guerra a la que me vi forzado, y yo sí que me duelo. Y aún me preguntas por qué consiento en que viva así. Pregúntame más bien por qué consiento que viva.
Hasta ya entrada la noche, cuando se hallaba sentado a solas en un lecho extraño en aquella ciudad rodeado de enemigos, no entendió Bardilis la intención de Filipo.
De haber caído Pleuratos en combate, todo habría sido muy distinto; mientras que ahora, prisionero, matarlo habría constituido una ofensa imperdonable para los ilirios. Aparte de lo que persiguiera Filipo, desde luego no intentaba agraviarles y por eso no pensaba matar a Pleuratos, sino devolverlo cuando pagaran lo estipulado.
Pero sí que quería hundirle, y lo había conseguido. Los miembros de la comitiva, que le habían visto encadenado como una fiera, no lo olvidarían jamás, y al regresar a Iliria todos se enterarían de la humillación a que se había visto sometido. Los ilirios eran orgullosos y no asumirían aquella humillación como propia. Y, en consecuencia, nunca le aceptarían como rey. Era como si Filipo le hubiese matado.
«Es listo este muchacho; pero que muy listo», se dijo el anciano.
En cierto modo, era casi algo hermoso. No obstante, Bardilis sabía que estaba en juego su honor y no podía consentir que su nieto continuara de rehén. Pleuratos no servía para nada, pero era preciso rescatarle.
Por la mañana los reyes de Iliria y Macedonia salieron a dar un paseo por las fortificaciones de Pisoderi.
—Es como en los viejos tiempos, cuando la situación era al revés y tú eras rehén mío —dijo Bardilis, que, al resentirse de su pierna, apoyaba su mano en el hombro de Filipo—. Sólo que ahora tengo que alzar más el brazo. Has crecido.
—De eso hace ya once años, bisabuelo.
—Y ahora, en vez de protegerte de Pleuratos, tengo que protegerle a él de ti.
—No es de mí de quien necesita que le protejan. Bardilis asintió con la cabeza ante la justeza del comentario. —No, ya no; el mal ya está hecho. Tú le has destrozado y jamás se recuperará.
—He hecho lo que creía necesario para proteger a mi pueblo —replicó Filipo, quizás con algo más de engreimiento del que pretendía.
—No creas que te lo reprocho —añadió el anciano con un ademán de protesta—. Yo, en tu lugar, habría hecho igual. Pero comprende que, aunque discutamos las condiciones de su rescate, Pleuratos se me convierte en una carga. Lo redimiré únicamente por acatar los principios del honor, y ya sabes que para un buen dardanio el honor no tiene precio. Pero te aconsejo que seas moderado en tus exigencias.
Miró a su biznieto y sonrió, pero los dos sabían que la broma iba en serio.
—Pues mejor, entonces, que sepas ahora mismo lo que pido por su rescate.
Al decírselo Filipo, el rey de los ilirios echó la cabeza hacia atrás y soltó la carcajada.
Cinco días más tarde, Bardilis ya descansado del todo, los ilirios reemprendieron viaje a su país. Con ellos iba Pleuratos; le habían desencadenado por la mañana, entregándole un caballo con el que cabalgaba junto a su abuelo, sin que durante dos días dijera palabra.
El tercer día, cuando ya se hallaban en territorio ilirio, rompió el silencio.
—¿Qué has tenido que pagarle? —inquirió con voz forzada y balbuciente. Tras lo cual carraspeó y escupió.
—Lo que pidió —contestó Bardilis muy tranquilo.
—¿El qué?
—Tu hija.
—¿Audata?
—¿Es que tienes otra? Audata, claro.
—Ha rechazado a todos sus pretendientes. No consentirá.
—Consentirá encantada.
Siguieron cabalgando un buen rato en silencio.
—Ahora ese muchacho pensará que tiene derecho al trono —dijo finalmente Pleuratos.
—No sé si pretendía eso, pero si así es, me alegro —replicó el anciano con traviesa sonrisa—. Porque necesito un sucesor.