Capítulo 45

—Los ilirios forman su infantería en cuadrado defensivo.

Lakio, al mando del ala izquierda de la caballería, desmontó del caballo y se puso en cuclillas junto a su rey, que estaba sentado en un cubo boca abajo, arreglándose una sandalia. Filipo fruncía el ceño abstraído en arreglar la correílla y no parecía haberle oído.

—Hay que ver —dijo finalmente—. Ellos que tan decididos estaban a atacar… Pleuratos debe tener miedo. ¿Sólo un cuadrado?

—Uno sólo.

—¿Y cómo disponen la caballería?

—Casi toda está situada a la derecha.

—¿En qué número?

—Así por encima, unos quinientos en cada ala.

Filipo guardó el cuchillo de zapatero en una cajita de herramientas y se calzó la sandalia. Y sólo entonces dedicó plena atención a Lakio.

—No podrá efectuar más que una sola carga, pero será brutal. Lo único que tenemos que hacer es ofrecerles un cebo para que ataquen. No sabrán reprimirse. Detendremos esa primera carga lo mejor que podamos y luego tú y Korus caéis sobre ellos cuando intenten reagruparse.

Lakio asintió con la cabeza. Era lo mismo de siempre, pero no le molestaba que se lo repitiesen porque Filipo siempre hacía lo mismo y uno se acostumbraba. En realidad, casi le infundía tranquilidad.

—Y luego abrimos brecha —dijo, como continuando el razonamiento de Filipo, quien asintió con la cabeza.

—Eso es. Les asestaremos un golpe con la infantería en la esquina derecha que tanto tratan de proteger; debe ser la más débil… Y la caballería acabará con ellos.

—Entonces, sigues en tus trece.

—Sí. La clave de la batalla es el ataque de la infantería y allí debo estar yo.

—Un rey debe proteger mejor su vida, y más cuando no tiene sucesor. Si te matan será peor que si nos vencen.

El rey de Macedonia se echó a reír.

—Esto ya lo hemos hablado antes —replicó—. Lakio, reconoce que lo que te pasa es que crees indigno entrar en combate sin un caballo entre las piernas.

Lakio sonrió y se encogió ligeramente de hombros.

—Algo de razón tienes. Me subleva la idea de que combatas hombro con hombro con esos campesinos. No es así como debe luchar un noble.

—Así luchan los tebanos.

—¿Y quién dice que los tebanos sean nobles?

Se echaron a reír los dos.

Después, estuvieron un rato sin decir palabra. Un soldado en vísperas del combate sabe cómo reprimir el miedo lo mejor posible, consciente de que el arrojo vendrá en el momento debido; aunque bueno es no hallarse a solas en tales momentos.

—¿Cuántas veces nos hemos visto en este brete, Filipo?

—¿Luchando en el mismo bando, quieres decir?

Volvieron a reír y se desahogaron un poco más.

—No, ya sé lo que quieres decir. Siempre nos parece que nos queda la última batalla y ya está. Pero entramos en combate y luego viene otra. Hay veces en que pienso que esto no va a acabar hasta que los dioses se harten de nuestra locura y destruyan a la raza humana.

Lakio se hizo sombra en los ojos con la mano y dirigió la vista al sol.

—Ya pasa una hora de mediodía.

—Tenemos tiempo de sobra, no temas. Anoche hizo luna llena y podremos seguir combatiendo cuando se ponga el sol. Me pregunto si Pleuratos se habrá planteado lo que sucederá si la suerte le es adversa.

Lakio meneó la cabeza desconcertado.

—No quise decirlo antes porque da mala suerte —añadió Filipo—, pero no he elegido este sitio simplemente porque sea plano y adecuado para la caballería. ¿Te has dado cuenta cuánto han tardado los ilirios en cruzar el paso?

—Luego les has tendido una trampa —dijo Lakio con una sonrisa de lobo—. Nosotros podemos retirarnos en orden, pero ellos, si emprenden la huida quedarán apiñados en la única salida como manzanas en el cuello de una ánfora. Será una matanza terrible.

—Sí… terrible. No he olvidado que son los soldados que hicieron una carnicería con mi hermano y cuatro mil soldados macedonios. Quiero estar seguro de que no puedan volver a matar a ningún macedonio.

Tal como Filipo había previsto, la batalla comenzó con una impresionante carga de la caballería iliria. Para Lakio fue el momento más penoso, al verlos a galope tendido por la pradera, dirigiéndose en su mayor parte hacia la esquina externa de la tercera falange de infantería, en donde el rey les esperaba en primera línea. Parecía algo imposible que hombres a pie pudieran sobrevivir, y menos rechazar semejante ataque.

Pero las falanges aguantaron. Quizás un centenar de jinetes ilirios cayeron muertos a veinte pasos de las filas macedonias, quedando el terreno que separaba a los contendientes sembrado de hombres y caballos, pero otros muchos lograron alcanzar las formaciones de Filipo, sembrando el pánico y la muerte. En primera línea la lucha era una terrible mezcolanza, pues algunos jinetes ilirios, rebasando las largas picas, saltaban con los caballos por encima del muro de escudos y caían sobre las apretadas filas de soldados sin que éstos pudieran echar a correr. Era un espectáculo estremecedor.

Pero las falanges resistían. La tropa decía que la presencia del rey convertía la línea en un muro de hierro, y aquel día el mito parecía cierto. Los ilirios, que cobardes no eran, asestaban tajos incesantes sobre los brazos que se alzaban para desarzonarlos y morían matando, y los que no morían tenían que abrirse paso con gran esfuerzo. Y detrás de ellos las primeras filas de infantería de Filipo volvían a llenarse y cerrarse.

En determinado momento, por encima del fragor del combate, de las filas macedonias se alzó el sonido de espadas golpeando los escudos con un ritmo que hacía retumbar el aire. Era la señal que esperaba Lakio.

—¡El rey está vivo y victorioso! —gritó, enarbolando la espada—. ¡Al ataque por Filipo de Macedonia!

La caballería iliria, al ver que ahora se les venía un ataque encima, efectuó un último y confuso esfuerzo por reagruparse, pero no logró más que concentrarse de modo que resultaba más fácil presa; golpeada por dos lados a la vez, fue retrocediendo ante las sucesivas avalanchas de los macedonios. La matanza fue tremenda. El propio Lakio mató a cuatro enemigos en la primera carga, uno de ellos tan de cerca, que su sangre le salpicó a la cara.

Una vez deshecho el contingente enemigo, la caballería macedonia volvió grupas y sin deshacer la formación, como tantas veces habían repetido en las maniobras, lanzaron una segunda carga, pero los ilirios que no habían emprendido la huida, estaban tan dispersos que ya no fueron capaces de ninguna defensa coordinada.

—Dejadlos para los arqueros —gritó Lakio.

Miró rápidamente en derredor y calculó que habría perdido unos cuarenta hombres. Habían deshecho la caballería iliria y ahora dominaban indisputablemente la tierra de nadie entre los dos ejércitos. Un éxito no muy cruento y con toda seguridad el último con tan escaso derramamiento de sangre macedonia. Ahora la batalla volvía a estar en manos de Filipo y sus soldados de infantería… Que los dioses les fueran favorables.

Con un ademán ordenó a sus hombres que le siguieran y cabalgó, alejándose del campo de batalla. Ya antes de que la caballería se hubiese apartado, las dos falanges que formaban el ala izquierda de la infantería macedonia habían iniciado una media vuelta lenta, primera maniobra para enfrentarse al enemigo.

—Es precioso de ver —dijo Korus, que se había llegado a una pequeña elevación del terreno desde la que se abarcaba todo el campo de batalla—. Filipo debe ser el único general capaz de convertir la guerra en arte.

Pero Lakio se disponía a replicarle enojado, cuando tuvo que admitir lo justo del comentario. Era precioso… más que precioso, que cuatro mil soldados con el peso de las armaduras y las engorrosas picas girasen con la precisión y brevedad de una puerta sobre sus goznes.

—Fíjate… Ahora inicia el avance.

Inicia… Sí, todos aquellos hombres se movían por efecto de una sola voluntad. Eran la obra de Filipo.

Lakio entornó cuanto pudo los ojos, tratando de escrutar a su señor entre las filas, pero era imposible. Tras los escudos, con los rostros casi tapados por el casco, cualquiera de ellos habría podido ser Filipo. ¿Se había fundido el rey en el seno de su ejército, o era al revés?

Avanzando ahora a paso ligero sin por ello deshacer la casi perfecta formación, las dos falanges del ala izquierda se iban aproximando a la esquina derecha del cuadrado de infantería iliria… Era como contemplar la colisión inevitable de dos mundos. Trescientos pasos, doscientos cincuenta, doscientos…

Pero antes de que las dos masas humanas chocaran, comenzaron a volar desde ambos lados andanadas de flechas y los macedonios fueron dejando un rastro de cadáveres a su paso. A cien pasos, los ilirios lanzaron la primera oleada de jabalinas, que en su mayoría no alcanzaron a las falanges de Filipo. A setenta pasos, los macedonios hicieron un breve alto y a su vez respondieron con una lluvia de jabalinas, para continuar el avance antes de que éstas hubiesen alcanzado al enemigo.

A treinta pasos, la primera fila de ambos ejércitos bajó las lanzas, erizándose de hierro. Era la guerra a sangre fría; horrible lanzarse contra aquellas filas de lanzas con riesgo de que te rajen el vientre, pensó Lakio.

Y los macedonios no caminaban precisamente: los últimos veinte pasos los cubrieron a la carrera de modo que los dos ejércitos chocaron con un impacto que se oyó a una distancia de setecientos pasos y fue como si temblara la tierra.

Y otra vez volvía a ser guerra genuina. Se había acabado la elegante danza y la remplazaba el consabido caos de hombres que luchan por su vida y caen pisoteados por amigos y enemigos. El fragor de metales se mezclaba a las voces roncas y a los gritos pavorosos de los heridos de muerte, mientras los dos ejércitos se embestían como toros enloquecidos.

No parecía tener fin. Daba la sensación de que el tiempo se había detenido, sustituido por un ciclo interminable de muerte, caótica, sañuda y sin fin; una piedra de molino que trituraba indiscriminadamente.

—Qué modo de morir —dijo Lakio, casi en un suspiro—. Qué brutal choque para perder la vida…

—¡Lo ha conseguido! —gritó Korus, inclinándose sobre el cuello del caballo y señalando eufórico con su espada, como arrebatado por la emoción—. ¡Mira! Los ilirios habían alargado sus líneas para contener el ataque y ya comienzan a ceder. ¡Filipo lo ha logrado!

Lakio se esforzó por ver y distinguir algún esquema en aquella lucha y al final lo entendió: los macedonios comenzaban a abrir brecha en la esquina del cuadrado enemigo y los ilirios se iban debilitando en todas sus filas, tratando de contener el ataque.

Y, como en respuesta a una señal invisible, el ala derecha de la infantería macedonia inició el avance hacia el centro de la formación enemiga. Al cabo de un cuarto de hora del primer avance de Filipo, los ilirios sucumbían a un ataque por dos lados.

Hubo un instante en que pareció que resistían, pero, de pronto, sus líneas comenzaron a descomponerse y a romperse. Y, más rápido de lo que habría cabido suponer, la batalla comenzó a cambiar de carácter. Lo que hasta aquel momento había sido un combate empezaba a convertirse en matanza. El gran cuadrado, formado quizás por diez mil hombres, se rompía en pedazos.

—Ahora nos toca otra vez a nosotros —dijo Korus, casi con feroz entusiasmo—. No hay que dejarles toda la gloria a Filipo y a sus rústicos.

Dio un golpe al caballo en la grupa con la hoja plana de la espada y regresó a todo correr hacia sus hombres. Mientras Korus se alejaba, el ala de caballería de Lakio ya estaba formando para el ataque.

—Ya conocéis la maniobra —les gritó.

—Ya lo creo —respondió uno de ellos—, con las veces que la hemos repetido…

Lakio se unió al coro de carcajadas y luego impuso silencio alzando la espada.

—Pues una vez más. Cargad en diagonal y luego reagrupaos y volver a cargar de frente. Cuando estén dispersos del todo, formad en escuadras de persecución y acabad con todo lo que quede en pie. ¿Entendido?

La respuesta fue una ovación general y una voz lanzó el grito de batalla: «¡Por Filipo y por Macedonia!».

Poco después se lanzaban al galope por la pradera hacia la lid.

Sucedió cuando Lakio estaba a unos cuarenta pasos del lancero ilirio que se había marcado como blanco. Iba a galope tendido, esgrimiendo la espada, cuando, en el último instante de su vida, debió ver algo de reojo y volvió la cabeza: la flecha le entró por el ojo izquierdo y, sin siquiera sentir el golpe mortal cayó del caballo, muerto antes de tocar el suelo.

Pleuratos había dirigido personalmente la primera carga de caballería; incluso había reconocido a Filipo, con escudo y lanza en primera fila de la infantería macedonia y había intentado matarle antes de alejarse… ¿Qué clase de rey manda un ejército a pie, luchando al lado de la tropa?, se había dicho.

La carga, por supuesto, había resultado un desastre. No habían logrado romper las líneas enemigas y los ilirios fueron destrozados de mala manera por los macedonios, que atacaban con más ímpetu del que esperaba Pleuratos. Quizás sus caballos fuesen más grandes.

De todos modos, no perdió la esperanza de victoria hasta que no vio que la infantería de Filipo abría brecha en su cuadrado de infantería como un zorro rompe con los dientes la cascara de un huevo. Luego, conforme surgió y se difundió el pánico entre sus tropas y el campo de batalla se transformó en un matadero, comprendió que todo estaba perdido.

Logró reagrupar a unos treinta jinetes, con la esperanza de efectuar una última carga sobre la infantería macedonia, pero en aquel momento fue la caballería macedonia la que realizó una furiosa carga contra ellos desarticulando el ejército y convirtiéndolo en una masa armada sin otro propósito que el de salvar la vida, ni otro plan que la huida. De pronto, Pleuratos y los pocos seguidores que le quedaban se vieron en grave peligro de ser arrollados por sus propias tropas.

—¡Hay que salir de aquí! —vociferó uno a su lado—. ¡Hay que huir antes de que esta chusma bloquee de tal modo el paso que no pueda pasar un solo caballo!

—Mejor morir aquí… mejor caer en combate ante nuestros enemigos que hacerlos pensar que somos mujeres…

Pero nadie escuchaba. Pleuratos miró a su alrededor y vio que se hallaba solo. Era el peor momento de su vida.

«Ya no podré vivir después de esto», pensó. «Mejor morir aquí».

Desenvainó la espada y trató de poner el caballo al trote. Mostraría al joven Filipo quién era él; cuando hallasen el cadáver, al menos todas las heridas las tendría por delante. Pero la masa de sus soldados en fuga le impedía avanzar.

Y en ese momento, horrorizado, vio que por doquier se alzaban manos hasta su persona intentando apoderarse del caballo para huir. Su fin sería morir destrozado a manos de aquella canalla enloquecida.

Y no pensó en otra cosa más que en escapar de aquellas manos ávidas; golpeó a diestro y siniestro con la espada cortando dedos y aún tuvo tiempo de asombrarse al comprobar que la chusma apenas lo notaba, hasta que volvió grupas y escapó por el mismo camino por el que había llegado.

Los ilirios huían a la desesperada y la única salida era el paso de acceso a la planicie del combate, lleno de peñascos salvo en el centro, un hueco apenas practicable para una columna de cinco en fondo. Y ahora aquel estrecho pasaje estaba taponado y los soldados de infantería ascendían por las laderas de las colinas para escapar de la caballería macedonia que efectuaba enérgicas pasadas de un lado a otro de la boca, matando a todo el que encontraba a su paso. Los cadáveres obstaculizaban tanto o más que las rocas. Y sobre ellos —y los cuerpos de los vivos que morían aplastados por los más afortunados o más despiadados— Pleuratos azuzó a su caballo, del que se había apoderado el pánico generalizado y era innecesario espolearle, y trató de abrirse camino con la espada, maldiciendo como un demonio, ciego de miedo y furor. Sólo los dioses saben a cuántos de sus propios hombres hirió y mató.

Tardó lo que le pareció una eternidad en abrirse paso en una distancia de apenas cien pasos, y en cuanto vio que el terreno se abría ante él, su corazón se inundó de euforia. Estaba libre. Nadie le cortaba el paso y, sin duda, sus perseguidores se verían enredados en aquella masa de ilirios en derrota. Dejó que el caballo continuase su enloquecido galope sin tratar de frenarlo.

Pero la suerte, cuando ha abandonado a una persona, nunca vuelve. No haría media hora que había dejado el paso a sus espaldas, cuando el animal tropezó y le tiró al suelo, quizás buscando su propia libertad, para después alejarse con un desgarbado trote, casi cojeando. El despreciable corcel ya se había perdido de vista cuando Pleuratos atinó a incorporarse y sentarse en tierra.

Era el final.

Aún se hallaba en el sitio de la caída, llorando desconsoladamente sin pudor, cuando, poco antes de la puesta del sol, dio con él una patrulla de caballería macedonia.