Capítulo 44

Nada más iniciarse la primavera, Pleuratos comenzó a desplazar el grueso de su ejército en dirección norte hasta Lincestas, que sus tropas habían ocupado durante el invierno. Pero no era porque existiese una situación grave allá, dado que los lincestes se hallaban vencidos y desmoralizados, y los macedonios, pese a las drásticas amenazas de Filipo, no constituían una seria oposición. No, el motivo real por el que Pleuratos ordenó a sus tropas efectuar tan larga marcha por terreno enfangado fue alejarse de su abuelo, que le hacía la vida imposible.

Al anciano Bardilis no le habían convencido los informes de los embajadores, que habían calculado que el ejército macedonio no sobrepasaría unos miles de hombres.

—Xofo dice que, a juzgar por lo que vieron, el campamento está concebido para albergar a seis o siete mil soldados —no se cansaba de repetir—. Seguramente, Menelao dispondrá aún de unos mil hombres más la caballería. Supon que te encuentras con un ejército enemigo de ocho mil. ¿Entonces, qué?

—Yo tendré diez mil más la caballería. No soy ningún niño, abuelo. Hice mi primer combate cuando Filipo todavía no había nacido. ¿Acaso crees que sin una superioridad aplastante no puedo aspirar a la victoria?

Como el anciano no contestaba, Pleuratos meneó la cabeza enojado.

—Además, lo del campamento seguramente es una patraña.

Bardilis se echó a reír.

—O sea ¿que lo ha construido pensando en la remota posibilidad de que enviásemos a los nuestros para que lo vieran? ¿Crees que no tiene otra cosa que hacer?

—A lo mejor lo ha construido para mantener ocupadas a sus tropas en el invierno.

—Pleuratos, eres un mastuerzo. De verdad que pienso que tu madre engañaba a mi hijo, porque si no es inexplicable que hayas salido tan tonto.

Aquellas discusiones enemistaban cada vez más —si cabe— a Pleuratos con su abuelo; y el simple sonido de la voz del anciano le daba repeluz.

Por eso cambió de buena gana la comodidad de la corte por los rigores de la campaña, sin importarle el barro ni los aguaceros casi diarios que dejaban a los soldados calados hasta los huesos y helados y sin esperanza siquiera de encontrar leña seca; pensaba que cada día de marcha le aproximaba más a una victoria decisiva con la que haría callar definitivamente la boca a su abuelo. La última vez, Bardilis había comentado el resultado de la batalla contra Pérdicas como si éste hubiese sido el vencedor, pese a que habían llevado su cadáver a lomos de un caballo. La inminente batalla con Filipo no daría lugar a equívocos. En cuestión de meses, cuando Lincestas quedase reducida a provincia de Iliria y no hubiese ningún macedonio en armas desde las montañas hasta el mar, el viejo no podría rechistar. Sería casi tan estupendo como si se muriera… En cierto sentido, incluso mejor.

Y cuando llegaron al primer campamento ilirio en tierras de Lincestas la lluvia había cesado. El suelo eran aún un mar de barro, pero no quedaba nieve. Unos días de sol y el barro estaría seco.

—Filipo lleva medio mes en Pisoderi. Se rumorea que tiene casi ocho mil hombres.

Recibió la noticia antes de desmontar del caballo; el comandante de la guarnición, que ostentaba el cargo por favor del propio Pleuratos, tenía aspecto de esperar ser azotado por ser portador de malas noticias.

—No pensé que quedasen ocho mil macedonios —dijo riendo el heredero de Bardilis, pero el modo en que entornaba los ojos delataba su estado de ánimo—. ¿Con qué fuerza de caballería cuenta?

—No podemos saberlo.

—¿Quieres decirme que no has pensado en enviar unas patrullas para que echen un vistazo?

—Los macedonios han cerrado los caminos de aproximación al sur y no bastarían las tropas que tengo para abrirse paso.

Pleuratos pensó que sí, probablemente le mandaría azotar. Desmontó y, sin más palabras, se dirigió a la improvisada construcción de madera que alojaba el puesto de mando. Aquella noche se llevó un jarro de vino a la cama y estuvo sentado a solas bebiendo hasta casi el alba. Por la mañana nadie se atrevió a despertarle y estuvo durmiendo hasta mediodía.

Se despertó con un tremendo dolor de cabeza, pero estaba de mejor humor; ya no parecía importarle que el ejército de Filipo fuese casi tan poderoso como el suyo. Filipo era un muchacho casi inexperto en la guerra; unas victorias fáciles no denotaban que fuese un gran general. Estaba seguro de que podría aplastarle.

—Sus tropas son en su mayoría bisoñas —comentó a sus oficiales—. No olvidéis que las mejores unidades macedonias perecieron con Pérdicas.

Cuando, con el mayor tacto posible, le señalaron que aquel ejército bisoño había derrotado a uno mucho más numeroso de Peonia, él les respondió:

—Nadie ignora que Lipeo es un imbécil, incapaz de efectuar un buen asalto ni a un burdel. Mi hija se ha negado varias veces a casarse con él, pese a que es hermoso como un dios. Con eso ya os podéis imaginar sus dotes de conquistador. Creo que el ejemplo de Lipeo no nos sirve de nada.

Miró furioso a los oficiales reunidos en torno a la mesa, como desafiando a quien osase discutir su opinión, haciendo gesto de satisfacción al ver que todos guardaban silencio.

—Ya que el joven Filipo tantas ganas tiene de combatir, le daremos la oportunidad. Concederemos a nuestras tropas diez días de descanso y luego nos pondremos en marcha hacia el sur. Yo os juro que dentro de dos semanas el camino hasta Pela se hallará lleno de cadáveres de macedonios.

Deucalión mantuvo su palabra y llegó al punto de concentración en las afueras de Pisoderi con una tropa de mil cien hombres y cien soldados de caballería. Le acompañaban casi todos los nobles eordeos, muchos de los cuales habían combatido contra Filipo, pero que ahora vitorearon a su antiguo adversario con entusiasmo de compañeros de armas.

Tres días más tarde, Deucalión se reunía con los principales comandantes de Filipo en una revista que efectuó el rey al perímetro noroeste, tras el cual, a una hora de marcha, se hallaba el ejército ilirio, agazapado como un gato a la espera de que el ratón salga de su escondrijo. De vez en cuando se avistaba a alguna patrulla enemiga que se detenía un momento —seguramente para hacer un recuento— para alejarse en seguida al trote como si tuviesen orden de no entablar combate.

—Están a la espera —dijo Filipo—. No quieren provocarnos para que emprendamos la ofensiva, pues no desean ceder la iniciativa. Me alegra que así sea, con tal de que podamos elegir campo de batalla. Supongamos que ellos deciden el momento y nosotros el lugar.

Sus oficiales intercambiaron una mirada, pero no hicieron comentarios. Filipo pensaba en voz alta y estaban acostumbrados a sus rarezas; ya les explicaría sus planes cuando lo considerase oportuno.

Dos horas más tarde, cuando cruzaban una vasta pradera que parecía nacer entre el cuello de dos colinas como el agua de una ánfora rota, Filipo taloneó de pronto a su caballo y emprendió el galope, dejándoles perplejos y obligándoles a correr con ganas para no perderle. Al cabo de unos trescientos pasos, volvió grupas y se detuvo bruscamente. Deucalión notó que reía, aunque no se oía debido al ruido del galope de los caballos, pero, acto seguido, volvió a emprender una carrera en diagonal. Era como si les retara a que le atraparan.

El juego, si es que de eso se trataba, duró una media hora. Estuvieron galopando por la amplia extensión de hierba en diversas direcciones como si no les animara otro propósito que cansar a los caballos.

Y, de pronto, cesó todo tan inopinadamente como había comenzado. Filipo pasó la pierna por encima del cuello del caballo y desmontó. Cuando los oficiales llegaron a su lado, estaba ya sentado en el suelo mordisqueando una brizna de hierba.

—Les daremos la batalla aquí —dijo, haciendo con la mano un amplio gesto que abarcaba toda la pradera hasta la enforcadura entre las dos colinas—. A menos que los ilirios opten por dar un largo rodeo, no hay más que dos o tres puntos por los que osarán dirigirse al sur con semejante fuerza. Hemos de asegurarnos de que llegan por ese paso para esperarles aquí.

Deucalión quiso decir algo, pero una mirada de Lakio le disuadió. Lakio era quien sostenía con Filipo una relación más estrecha que ningún otro y conocía su carácter y su manera de pensar; cuándo hablar y cuándo dejar que expusiera sus ideas sin que le interrumpieran.

—Fortificaremos las otras posiciones —prosiguió Filipo, cogiendo el pellejo de agua que le tendieron y echando un trago—. Ésta también; pero el cuello es tan ancho y las colinas tan bajas, que Pleuratos verá en seguida que es imposible defenderlo. Se esperará una emboscada, desde luego, pero ofreceremos unas cuantas escaramuzas a sus avanzadillas y eso le tranquilizará. En el fondo, Pleuratos es un imbécil y puede que un cobarde. No me gustaría que en el último momento le diera por efectuar un ataque indiscriminado.

—¿Qué ventaja crees que nos da este terreno? —inquirió Korus. Una simple pregunta; pero era la que todos tenían en la punta de la lengua; esperaban que Filipo diese una respuesta y se quedaron sorprendidos al ver que meneaba la cabeza.

—Ninguna… No les tendemos ninguna trampa, si es eso lo que pensáis. Daremos a los ilirios lo que quieren, pero probablemente no esperan: la posibilidad de combate en igualdad de condiciones. El terreno es liso y basta con ver la altura de la hierba para darse cuenta de que no es muy pedregoso. ¿No acabamos de demostrar que es adecuado para maniobras de caballería? Estoy seguro de que es conveniente para ambos bandos… El propio Pleuratos habría podido elegirlo. No, la cuestión no estriba en lo que ganamos forzándoles a combatir aquí. Se trata de lo que no perdemos.

Deucalión siempre alardeaba de conocer a Filipo y de entenderle con la intimidad de amigo, casi de hermano; había vivido años con él como si fuese de la familia, le había oído gastar bromas a su esposa durante el desayuno y había estado cerca de él cuando la profunda aflicción por la muerte de su esposa. ¿Quién podía conocerle mejor?

Pero ahora el rostro del rey reflejaba algo que Deucalión nunca había visto; era la mirada de una persona obsesionada por una visión, y sabía que aquel no era Filipo el hombre ni Filipo el jefe, sino un tercer personaje desconocido para él. Se daba cuenta de que, en aquel momento, Filipo no estaba allí con ellos sino en medio de la batalla que pronto se libraría en la pradera, que él ya veía anticipadamente como si estuviera desarrollándose. El producto de su imaginación se materializaba ante sus ojos.

Se decía que había hombres nacidos con un don especial para la guerra, cual si Ares les hubiese otorgado su divino saber; si ello iba unido a una crueldad propia que les cegase ante lo que no fuese la gloria, eran hombres con dones excepcionales. Pero Filipo no era cruel. No se le escapaba cosa alguna y sabía las consecuencias de todo acto. Si vislumbraba la victoria, vería también la muerte y el sufrimiento: si veía la gloria, vería también el horror que aparejaba. No era para envidiarle, se dijo Deucalión.

El rey de Macedonia sonrió, cual si rompiese el encanto del momento con un acto de voluntad. Era una sonrisa que helaba la sangre.

—Este lugar permite a ambos adversarios total libertad de maniobra —continuó—. Nuestras formaciones de caballería aguantarán sin deshacerse como no lo harían en terreno quebrado, y la infantería podrá emplear al máximo su superior disciplina. Necesitamos cuanta ventaja sea posible porque no nos bastará para derrotar a Pleuratos. Él puede retirarse y presentar batalla otro día, pero nosotros no, porque estamos demasiado alejados de nuestras bases. Si nos contentamos con ganarle la batalla, volverá otro día y nos derrotará porque seremos demasiado débiles para oponerle resistencia. Así que tenemos que aplastarle completamente o estamos perdidos. No tendremos una nueva oportunidad.

La impaciencia de Pleuratos iba en aumento. El sol había lucido todos los días que llevaban en Lincestas y sus hombres se hallaban descansados y preparados. Había enviado espías a territorio macedonio, pero no había regresado ninguno —sí que habían localizado a algunos degollados dentro de sus líneas— y no tenía idea de la fuerza ni la disposición de las tropas de Filipo. Cada día de espera iba acrecentando en él un temor irracional; sabía que debía enfrentarse cuanto antes al enemigo o la ansiedad le haría cometer algún error. Seis días después de llegar a Lincestas, dio órdenes a su gran ejército de marchar hacia el sur al romper el alba.

Había decidido abrirse camino por entre una amplia brecha entre dos colinas, el punto más débil de las líneas enemigas, una posición que sus avanzadillas le habían informado que estaba moderadamente reforzada; aparte de que una hora escasa de enfrentamientos parciales era prueba de que podían atacar con la seguridad de no caer en una emboscada. Los defensores, ante el ataque masivo que desencadenó, cedieron y abandonaron la posición.

Pero nada más cruzar aquel paso, y estando en la amplia pradera del otro lado, comprendió por qué los macedonios habían cedido con tan descarada precipitación: era como si Filipo le hubiese invitado a pasar.

No obstante, no era una trampa. Tras los primeros momentos de pánico y desconcierto, al ver que había mordido el anzuelo, le bastó con mirar en derredor para darse cuenta de que no podía ser una emboscada. A unos mil pasos, en el centro de la pradera, se veían unos cuantos macedonios a caballo, pero sus vigías comunicaron que la presencia del enemigo no era tan numerosa como para representar un peligro y que el terreno no favorecía a ninguno de los bandos. Filipo lo había elegido simplemente como campo de batalla y Pleuratos hubo de reconocer que no podía quejarse.

Tres horas largas tardó el ejército ilirio en cruzar el paso y desplegarse por el campo de batalla, y mientras esperaba, Pleuratos recibía los informes de sus vigías sobre la disposición de las tropas de Filipo; los macedonios contaban con diez mil soldados de infantería y tal vez con unos seiscientos de caballería. Aquel muchacho estaba decidido a no dejarse vencer fácilmente.

Pleuratos sentía por primera vez la negra sombra de la duda. No ya porque el enemigo le igualase en número puesto que, en definitiva, el grueso de sus fuerzas eran bisoñas y, por consiguiente, casi negligibles; más que nada era que se daba cuenta de que Filipo quería realmente enfrentarse a él. Había aceptado el reto, había reunido un gran ejército y había elegido el campo de batalla. Él tenía la iniciativa.

«No tiene miedo y presenta batalla», pensó Pleuratos.

Le parecía oír la risa burlona y desdeñosa del viejo Bardilis.