Aquel invierno, una pesadilla acosó a Filipo. Soñaba que era niño y le hacían comparecer ante el lecho de muerte de su padre: entraba en la habitación y se encontraba con todos los miembros de la casa de los argeadas, y entre ellos Arrideo, con el cuerpo lleno de lanzazos, que había conseguido llegar antes que él.
—Aquí llega Filipo, tarde, como siempre —decía su madre, con la túnica manchada de la sangre que brotaba de la herida en el cuello; y todos los demás, salvo Pausanias, se llevaban las manos a la cabeza, asintiendo.
—Guarda las lágrimas para el entierro —decía severo Alejandro, desnudo y reluciente de aceite y con las heridas de la espada de Praxis en el tórax; junto a él estaba Pérdicas, con una coraza manchada de barro y un tajo de espada iliria destrozándole el rostro. Pérdicas siempre desviaba la mirada cuando veía a Filipo y, en voz baja ininteligible, decía algo a Tolomeo, quien sonreía con sus labios tintos en sangre.
Todo tiene su explicación en un sueño, y a Filipo no le sorprendía que apareciesen en él muertos todos los miembros de su familia. Al fin y al cabo, casi todos habían muerto hacía años, y el sueño, que no era un recuerdo, existía no sólo en el pasado sino en ese pasado que es también presente. Por consiguiente, el Filipo niño del sueño lo aceptaba todo como natural, y el Filipo adulto, que lo soñaba, lo sufría con horror.
Sólo quedaba con vida el anciano rey; sus ojos se posaban en Filipo, a quien hacía un débil gesto para que se acercase. Luego, los labios de Amintas se movían despacio, balbuciendo las palabras «la carga de un rey…».
Era el momento en que Filipo se despertaba. Nada más hacerlo se percataba de que era la misma pesadilla y experimentaba una extraña sensación de sorpresa y decepción. Habían desaparecido los rostros fantasmagóricos de los muertos y las últimas palabras del rey flotaban en el aire.
«Nunca sabré lo que quería decirme; nunca», se decía.
Y, a veces, en los ratos en que el sol de invierno brillaba intenso, cuando el rey de Macedonia salía de maniobras con sus soldados para prepararse para aquella batalla con los ilirios que decidiría sus destinos, le acosaba una terrible sensación de pena, cual si su vida fuese un desastre y su obra se viese condenada a desaparecer porque, dormido o despierto, nunca podía oír la frase que su padre había dejado inconclusa.
—Nunca la sabré.
En tales ocasiones, se sentía profundamente desvalido, abandonado por los dioses y los hombres. Esto daba en pensar, ante aquella profunda sima de desesperanza que se abría ante él conforme los acontecimientos le encaminaban hacia el momento más crítico de su vida.
—Hemos de contar con diez mil hombres antes de que comience el deshielo —dijo a sus oficiales, que se miraron preocupados, como si pensaran que las tribulaciones le hacían perder el juicio—. No menos de diez mil —prosiguió, como anticipándose a sus objeciones—. Pleuratos tendrá otros tantos cuando menos y no podemos depender de una victoria que nos deje tan débiles como si nos hubiesen derrotado. Si planteamos la batalla en términos de igualdad, hay posibilidades de que nuestras bajas sean aceptables.
—¿Y cómo esperas reunir tal fuerza? —inquirió Lakio, enunciando lo que todos pensaban—. No ha pasado un año desde que el rey Pérdicas perdió un ejército de cuatro mil soldados bien entrenados. Los oficiales de reclutamiento están dejando los pueblos vacíos… suerte será si en primavera tenemos ocho o nueve mil hombres en filas en todo el país. Las guarniciones no podemos reducirlas más, Filipo.
—Tendré diez mil hombres aunque tenga que marchar hacia el norte con todos los soldados de Macedonia cargados a la espalda.
—Si nos vencen, la nación quedará indefensa.
—Si me vencen, no habrá nación que defender.
Nadie podía rehusar sus deseos, y pronto los campamentos se vieron llenos de reclutas, en su mayoría campesinos que no habían tenido nunca en la mano un escudo ni una espada. Filipo y sus oficiales los entrenaron con tesón hasta dejarlos casi rendidos y conocieran mejor las armas que los rostros de sus madres y esposas; hasta que lo olvidaron todo salvo el hecho de que eran soldados.
En la primera semana se les llenaban las espinillas de moratones, golpeándose con el borde del escudo y se quejaban sin cesar de los ejercicios de instrucción.
—Llevad el escudo más alto —les decían los veteranos—. Es menos molesto que una lanza iliria que te abra las tripas.
—¿Cómo vamos a combatir así, todos apiñados, si tienes el codo del compañero casi en la cara? El tío de mi madre ganó luchando con el rey Amintas tanto botín, que pudo comprarse cuarenta ovejas… En aquella época los soldados combatían a base de arrojo.
—¿Qué quieres, ser un héroe muerto? Este rey conserva la vida de sus hombres y vence. Haz la instrucción, créeme. Yo he combatido con el rey Filipo desde Eane y te digo que sabe lo que se hace. Mira, ése es.
—¿Ése es el rey?
Era algo que iban asimilando al mismo tiempo que la habilidad del manejo de una pica o cómo cubrirse las rozaduras para que no se les irritaran, la convicción de que su rey, que andaba en medio de ellos con una capa marrón vieja y no le importaba beber la misma cerveza que los soldados, era el elegido de Ares, el hijo preferido del dios de la guerra. Nunca estaba cansado, ni tenía miedo, ni se equivocaba, y se consideraba una suerte estar a su lado en el combate, pues la línea en que formaba el rey Filipo nadie lograba romperla. Era al mismo tiempo uno más y objeto de la mayor veneración, y les inspiraba una confianza absoluta. Los reclutas bisóños lo escuchaban de boca de los veteranos de otras campañas, quienes contaban cosas de las batallas en que habían intervenido y de las victorias logradas, sin apenas percatarse del mito que estaban creando. Su rey se había convertido para ellos en el muro protector de los desastres de su tiempo.
Y nadie podía saber si Filipo creía o no en el mito, pues mantenía ocultas en el fondo de su alma sus dudas y pesadillas; por su carácter tenía muchos amigos pero ningún confidente. Su padre había mencionado la carga del rey en su último suspiro, y ¿qué era sino eso?
Como algo también muy característico, al recibir una carta del nuevo rey de los eordeos la llevó encima medio día sin leerla.
—Es de Deucalión —dijo a Korus en un momento en que estaban sentados en el suelo, apoyados en la rueda de un carro, esperando el rancho.
—¿Qué dice?
Filipo recorrió con la vista la mitad del pergamino y se lo guardó en el bolsillo.
—Que está bien y que vendrá con nosotros en primavera.
—¿Qué le parece eso de ser rey?
—No hace comentarios.
Hasta que no llegó la noche, ya a solas en su tienda con la única compañía de la temblona lamparilla de aceite, no volvió a releer la carta de Deucalión.
«Mi trono está seguro —decía el rey de los eordeos— y se lo debo tanto a tu tío Menelao como a ti, ya que mis nobles han aprendido la lección con Pleuratos y se dan cuenta de que si quieren impedir que los ilirios los sojuzguen necesitan un rey que cuente con el apoyo de todos. Y yo, por suerte, soy el único candidato.
»Y, naturalmente, detrás de mí te ven a ti. Puede que seamos un pueblo bárbaro, pero sabemos lo que sucede en el mundo y las noticias de tus victorias nos han llegado y han reverdecido el recuerdo de la derrota de mi padre a manos de cierto rey elimio. La nueva de que Atenas y Peonia han seguido igual destino ha contribuido a apaciguar la vanidad herida de mis nobles. Su actitud respecto a ti es de temor con algo de orgullo, pues si no eres eordeo, al menos los eordeos son macedonios y así tus victorias son como si fuesen nuestras.
»Por lo tanto, de momento me siento seguro y estoy haciéndoles ver lo que nos jugamos los eordeos en el gran conflicto que se prepara, y que debemos decidirnos por un bando antes de que sea tarde, que no podemos permitirnos el permanecer como espectadores neutrales. No es tan difícil como puedas imaginar, pues mis nobles no son tan tontos y anhelan estar en el bando vencedor. Además, tienen patente el ejemplo del rey Menelao, y saben que los ilirios son tan peligrosos como aliados que como enemigos. No me he mostrado decidido partidario de Macedonia, pues es mejor que los nobles lleguen por sí mismos a la conclusión y que sea una decisión que se plantee por lógica, pero estoy seguro de que así será.
»De este modo, en primavera, podré ofrecerte quizás mil soldados de infantería y ochenta o cien de caballería. Los estoy entrenando en las tácticas que aprendí de ti para que no sean un desastre.
»Ten buen ánimo, Filipo, rey de todos los macedonios, y sabe que tus enemigos son los míos. Tu amigo y fiel servidor…».
Como rey de todos los macedonios, a Filipo le complació la carta. La cuidada formación del muchacho que había tenido como rehén daba buenos frutos. Y en un sentido más humano que de rey, interpretaba casi como un reproche las afirmaciones de lealtad de Deucalión.
El análisis que hacía de la situación el joven rey era correcto a grandes rasgos. A los eordeos no les quedaba otro remedio que tomar parte por un bando u otro, y les era más provechoso hacerlo con Macedonia que con los ilirios. No obstante, Filipo sabía que el cálculo de su joven apadrinado se basaba más en los impulsos de su lealtad personal que en una fría apreciación de la realidad, cual debe ser la que rija el juicio de un rey. Deucalión había elegido a Filipo como héroe predilecto —y Filipo se había esforzado en ello— y un héroe es, por definición, siempre victorioso. Por consiguiente, los macedonios vencerían a los ilirios. ¿Cómo iba a ser de otro modo?
Pero ¿y si no les vencían? Filipo no era un muchacho inexperto que se dejase cegar por su propia fama y quizás, precisamente, menos aún por la suya; él consideraba que las posibilidades de victoria eran equiparables para ambos contendientes y que su propia derrota era una probabilidad. ¿Y, entonces, qué? ¿Qué sucedería si le aplastaban como a Pérdicas? Sabía que si él perecía, arrastraría en la caída a sus aliados, y habría decepcionado a aquel muchacho a quien quería casi como a un hermano.
Y así, se daba cuenta de que, en cierto sentido, era como si traicionase una confianza; que esas traiciones eran consustanciales al hecho de ser rey, y que, aunque fuese su deber utilizar todos los medios a su alcance del modo que fuese, no resultaba un consuelo. Personalmente, aquella implacabilidad le abatía.
«En tal caso, supongo que no me queda más remedio que vencer», pensó, apagando la lamparilla y tendiéndose, dispuesto a padecer la torturante pesadilla.
A mediados de Panemos, el mes en que la nieve aún es profunda pero empieza a reblandecerse, primer indicio del buen tiempo, Filipo trasladó el campamento a unas horas de caballo de la frontera con Lincestas para estar preparado para el avance hacia el norte en cuanto comenzase el deshielo. Era un campamento grande, para albergar a ocho o nueve mil hombres, pero aún seguían llegando contingentes de las guarniciones al punto de concentración y la fuerza era todavía escasa cuando las patrullas avisaron que por los senderos de la montaña bajaba un grupo de cincuenta jinetes.
—Estarían a menos de dos horas de la llanura desde donde los divisamos, pero habrán agotado los caballos después de tan largo viaje. Aún tardarán en llegar tres o cuatro horas.
—¿Habéis podido identificarlos?
—No, mi señor, pero, a juzgar por la dirección, deben venir de Pisoderi.
—Pues serán emisarios del rey Menelao. Que salga una guardia de honor a su encuentro.
Pero Filipo se quedó corto en su suposición, porque en la comitiva venía Menelao en persona, acompañado de cuatro o cinco ataviados como nobles ilirios. Llegaron media hora después de oscurecer y estaban exhaustos, pues habían tenido que dormir en la nieve dos noches seguidas. Les dieron buena cena y una tienda con brasero para que los ilirios no pudieran tomarse como ofensa que el rey de Macedonia no les recibiera aquella misma noche. Seguramente haría ya una hora que dormían cuando Filipo se entrevistó a solas con su tío.
—¿Quiénes son tus acompañantes?
Iban paseando por el perímetro defensivo del campamento para que nadie pudiera escuchar lo que hablaban; soplaba un vientecillo helado, y, aun abrigado con su capa de vellón, Menelao se sentía fatal.
—Se presentaron hace seis días con bandera de tregua —contestó, como si admitirlo fuese una humillante concesión—. Me da la impresión de que traen algún ofrecimiento para un arreglo pacífico.
—¿Quieres decir que no lo sabes?
—Dijeron claramente que era una embajada para parlamentar contigo —replicó el rey de Lincestas, meneando la cabeza—, y lo único que querían era un salvoconducto para cruzar el territorio en el que aún domino. Pero pensé que sería mejor acompañarlos, dado que de lo que se va a tratar es de mi futuro.
Calló un instante, jugueteando con un par de guantes, hasta que, al advertir la mirada inquisitiva de su sobrino, su rostro acusó su profunda desesperación.
—Supongo que no debí traerlos aquí —prosiguió—, porque darán cuenta a Pleuratos de todo lo que vean, pero…
—No hay ningún mal en ello —dijo Filipo y, quizás por aligerar el agobio de su tío, se puso a observar la silueta de lo alto de la rampa de defensa, recortada contra el cielo nocturno—. Les dejaré marchar pasado mañana por la mañana, aunque sólo sea para que se lleven la impresión de que oculto algo, pero los datos que lleven a su país serán erróneos, porque aún quedan cinco días para que se hayan reunido todas mis tropas. ¿Cuál crees que será su misión?
Menelao tardó un buen rato en contestar. Los dos reyes habían hecho un alto y parecían mudos.
—He renunciado a adivinarlo —respondió por fin—. Cuando te lo digan, si quieres confiármelo, lo sabré. En cualquier caso, poco importa, ya que de Pleuratos no se puede uno fiar.
Al ver que Filipo se carcajeaba, se quedó estupefacto.
—Ninguno de nosotros es de fiar, tío. No obstante, me gustaría saber cuál es tu opinión sobre esos bandidos montañeses.
—Ellos creen que ya han vencido. En Pisoderi estuvieron contoneándose por la corte como si hubiesen venido a elegir su parte del botín.
—¿Estarás presente mañana cuando los reciba? Tú conoces mejor que yo la situación en el norte.
Menelao asintió con la cabeza, visiblemente complacido pero esforzándose por ocultarlo, y ambos regresaron hacia el centro del campamento.
Por la mañana, cuando hicieron pasar a la tienda de Filipo a los emisarios de Pleuratos, el rey de Lincestas se hallaba también junto a su sobrino, radiante, como si aquello de por sí constituyese una buena venganza.
Los ilirios se mostraron turbados, lo que servía a las intenciones de Filipo; les parecía absurdo iniciar negociaciones, por remota que fuese la posibilidad de éxito, aceptando tal desaire de su aliado y pariente. La mortificación de los emisarios se hizo evidente en su distanciada arrogancia y en que no dejaron de mirar en ningún momento al rey Menelao, como si no atinaran a comprender que se les hubiese adelantado.
En lo demás, tenían aspecto de salvajes ricos, que exhibían su fortuna en los anillos y pendientes de oro macizo y en las pulseras de plata que lucían en sus brazos desnudos. A uno de ellos, un hombre fornido y musculoso de mediana edad, con una cicatriz que le cruzaba la frente, Filipo lo recordaba de su época de rehén con Bardilis.
—¿Qué os ha hecho emprender tan largo viaje, Xofo? —inquirió; la expresión del hombre cambió de sorpresa a placer y concluyó en un gesto como de decepción porque le hubiesen reconocido. Diez años atrás había sido el hombre de confianza de Bardilis, así que tal vez su lealtad al heredero no fuese tan firme, y no debía agradarle ser recibido en términos amigables por el antiguo enemigo de Pleuratos—. Yo pensaba que en esta época del año estarías más bien en tu país, jugando a la guerra en la nieve con los niños.
Xofo se echó a reír muy a su pesar, y, pensando quizás que ya nada tenía que perder, esbozó una gran sonrisa.
—A mi señor Filipo siempre le gustaba iniciar el ataque —dijo en griego con un deje muy acusado—, pero, según tengo entendido, habéis comprobado que la guerra real es mucho más divertida.
—Bueno, así, parece que tendremos un verano divertido. Y ahora, haznos saber qué mensaje nos traes, pues de nada sirve prolongar esta visita.
Tras encogerse de hombros, como ante la impaciencia de un muchacho maleducado, el ilirio se volvió hacia sus compañeros, intercambiaron unas palabras en voz baja en su idioma, y Xofo, que, a falta de otro hacía de portavoz, lanzó un carraspeo a guisa de introducción y abordó el asunto que les había llevado allí.
—Mi señor Bardilis, gran rey de los dardanios y otras muchas castas, siente magnanimidad hacia su querido biznieto y está dispuesto a hacerle una oferta de paz…
—¿Y cuál es el precio de la magnanimidad del rey? —le interrumpió Filipo, entornando los ojos en señal de suspicacia—. El Bardilis que yo recuerdo habría vendido a su familia entera por agrandar doscientos pasos las fronteras de sus dominios. ¿Cuál es la tarifa para los biznietos?
Menelao, a quien tenía fuera de su campo de visión, soltó una breve carcajada, pero Filipo permaneció inmutable.
—¿Qué precio, Xofo? ¿Qué quiere a cambio ese viejo ladrón?
—¿Precio, mi señor? —replicó Xofo, quien, junto con los demás subditos del Gran Rey, ante aquella falta de respeto a los mayores, mostró una estupefacción fingida que no engañó a Filipo—. No pide tributo, ni expansión de territorio. Se contenta con que las cosas sigan como hasta ahora…
—¿Ah, sí…? —replicó Filipo, meneando la cabeza—. Mi bisabuelo, con tal de que le dejen conservar lo que ha robado, se contenta con no robar más… Me llena de admiración su generosidad.
—Es una buena oferta, hecha amablemente, mi señor Filipo. Sería prudente aceptarla.
Y luego, después de mirar a Menelao, a quien no parecía haber perdonado su increíble informalidad, Xofo, con otro elocuente encogimiento de hombros, lo relegó de la conversación.
—Además —prosiguió—. ¿Por qué ibais a emprender la guerra cuando no se ha tocado a un solo patán de vuestras tierras?
—¿Ah, no? Me sorprendes —replicó Filipo, sin mostrar sorpresa para nada—. Quiero recordarte que soy el rey de Macedonia.
Los ilirios estaban perplejos y daban la impresión de que comenzaban a darse cuenta de que algo se les escapaba.
—Sí, pero Lincestas…
—Lincestas, mi señor Xofo, es parte de Macedonia. Siempre lo ha sido. Los lincestes son macedonios… subditos míos, porque, al igual que mis antepasados, soy rey de todos los macedonios. Y de mí dependen para la protección y satisfacción de sus agravios, y es a ellos y a los dioses inmortales a quienes he prestado mi juramento de rey. Puedes decirle a Bardilis que no tengo potestad para conceder a ningún otro rey ni la porción de la sagrada tierra macedonia que cabe en un abrevadero.
—¿Es, pues, tu respuesta, mi señor? —dijo Xofo con expresión de profunda seriedad, cual si escuchara una deleznable locura.
—Hay algo más —añadió Filipo, cogiendo la espada, que estaba a su mano derecha sobre el escritorio y presentándola como si quisiera exponer la hoja para que la admirasen—. El día de mi elección purifiqué este arma ante el altar de Heracles, siguiendo un antiguo rito de los reyes macedonios.
Alzó despacio la punta hasta acercarla cosa de un dedo de la garganta de Xofo.
—Cuando llegue el deshielo —añadió—, volveré a purificarla, pero con sangre iliria.
Todos permanecieron inmóviles y hasta Xofo debió pensar que había llegado la hora de su muerte. Pero Filipo bajó la espada y sonrió.
—Señores, ha concluido la entrevista.
Una vez que los ilirios hubieron salido, Filipo dejó con cuidado la espada en la mesa y se dejó caer en una silla.
—Temí que fueses a aceptar —dijo por fin Menelao, tal vez por el simple desahogo de escuchar su propia voz.
—¿Y con qué objeto? Si Bardilis ha enviado esta embajada, estoy seguro de que no esperaba que aceptase. Es un viejo zorro y ha logrado lo que se proponía: que sus embajadores vieran el campamento.
—Y ahora la guerra es inevitable.
Por un instante fue como si Filipo no lo hubiese oído, pero después asintió despacio con la cabeza.
—Sí, tendremos guerra.
Dos días antes de que el ejército macedonio, compuesto por ocho mil hombres, levantase el campamento para emprender la marcha en dirección norte, un centinela llegó al romper el alba a la tienda de Filipo a decirle que su negro corcel Alastor había muerto.
—Cayó de pronto fulminado —explicó el hombre, retorciéndose las manos sin atreverse a mirar a la cara a Filipo, como temiendo que fuese a echarle a él la culpa, pues todos sabían cuánto apreciaba el rey aquel caballo—. Ha sido hace un cuarto de hora. Se le doblaron las patas y se derrumbó.
—Voy a verlo.
Alastor estaba tendido en tierra, con los ojos abiertos, la cabeza extrañamente doblada y con el ronzal puesto.
—Creo que se le ha reventado el corazón —dijo, meneando la cabeza, Gerón, el encargado de las cuadras que había subido al pequeño Filipo, apenas de dos años, a su primer caballo—. Es algo que les sucede a veces a algunos corceles; es como si les matara su propia fuerza.
—Sí; debe ser eso.
De todos modos, era lamentable que Alastor hubiese muerto de aquella manera; hay caballos que, como algunos hombres, no merecen morir más que en combate. El propio Gerón lo consideraba así.
—Quemad el cadáver —dijo Filipo, apartando la vista del animal muerto como si no pudiera soportarlo—. Que alcen una pira funeraria y ofreceremos sacrificios por el reposo de su valeroso espíritu. No voy a consentir que le devoren los cuervos.
Gerón se mostraba conturbado, pensando que aquello era casi un sacrilegio, pero no replicó. La voluntad del rey era ley.
—Encárgate de ello —añadió Filipo, girando sobre sus talones y alejándose.
Permaneció toda la mañana en su tienda hasta que Gerón vino a decirle que todo estaba listo. Después, los soldados comentaron que en el momento en que prendía la pira con la antorcha, tenía el rostro demudado cual si hubiera perdido al amigo más querido.
—No sé qué presagio será —musitó Lakio a Korus una vez finalizada la ceremonia— esto de que el caballo del rey muera de repente antes de iniciarse la campaña. Tiene que ser un augurio… bueno o malo.
—Es el caballo que mató a Tolomeo —dijo Korus, como recordándolo de pronto.
—Sí, me lo habían contado. Ahora ya no matará a ningún enemigo del rey.
—Sí. Es el final… o el principio de algo.