Capítulo 42

Filipo regresó a Macedonia con su ejército en medio de una fuerte ventisca de nieve. Fue un milagro que el emisario de Lincestas no los adelantase sin verlos.

—El rey Menelao está a unas horas de aquí, mi señor —dijo el hombre—. Viene con una escolta de menos de veinte soldados y anhela hablar contigo.

—Muy bien, pero no aquí —contestó Filipo, haciendo un gesto hacia la nieve que les envolvía como humo—. Hay una ciudad a menos de medio día a caballo hacia el sur, donde mis soldados estarán al abrigo de la nieve. Allí esperaré a mi tío.

—Espero poder dar con ella —replicó el explorador, meneando la cabeza y quedándose perplejo al ver que Filipo se echaba a reír.

—Menelao conoce el camino —dijo—. En vida de mi padre hizo una incursión allá.

Y así, siete horas más tarde, en el comedor de la casa de un noble de plena confianza —el hombre no sabía a quién dirigir más reverencias, si a su rey o al rey de Lincestas—, Filipo y su tío se sentaron ante el fuego a beber vino mezclado con dos partes de agua, como si fuese una reunión de familia más que de reyes con un largo pasado de rivalidad y desconfianza.

—Lloré al saber lo que fue de tu madre —dijo Menelao tras un largo y meditativo silencio—. Lloré, pero no me sorprendió. Ya de niña era terca y apasionada; cuando tenía siete años, padre le regaló un hurón que a ella parecía gustarle mucho, pero un día lo arrojó a la perrera y se quedó contemplando cómo los canes lo despedazaban. La mandaron azotar, pero ella no derramó una sola lágrima ni quiso explicar por qué había hecho una cosa así. Creo que siempre estuvo un poco loca. Y ahora su sombra vaga por el mundo, condenada a no entrar jamás en el reino de los muertos.

—Al menos eso no. Antes de que quemasen el cadáver yo introduje una moneda de oro en la boca para que pague al barquero de la Estigia. La enterré yo mismo y puse ofrendas en la tumba.

Menelao enarcó las cejas perplejo.

—Cometiste un sacrilegio. Aunque quizás los dioses quieran perdonártelo, pues un acto de compasión filial no es tan ofensivo. Me alegro de que me lo hayas dicho.

A Filipo no le complacía el tema de su madre, por lo que hizo un leve gesto perentorio con la mano para dar a entender que no quería seguir hablando de eso.

—Ya hace casi siete años que murió mi madre, y tú te ves acosado por los ilirios —dijo, quizás con más énfasis del que pretendía—. No creo que hayas cabalgado tal trecho bajo la tempestad por simple gusto de desahogar tu dolor, tío. ¿Qué es lo que quieres?

El rey de Lincestas permaneció un instante como debatiendo en su interior si ofenderse o no, pero optó por fingir que le divertía la pregunta, y sonrió.

—Parece que todos se impacientan conmigo —dijo, cogiendo la copa de vino y haciendo como si observara su decoración, para dejarla a continuación, cual si hubiese decidido olvidar su existencia—. Los ilirios creen que ya reino hace demasiado tiempo y quieren destronarme —o matarme sin derrocarme, lo que más les convenga— y mi sobrino piensa que le robo su precioso tiempo con insinceras manifestaciones familiares.

Volvió a sonreír, sin dejar de observar el rostro de Filipo para estudiar la menor reacción, pero al no poder interpretar su mutismo, su sonrisa se apagó.

—Pareces una gran promesa como rey, Filipo —añadió—. Has aprendido muy pronto a ser duro.

—Te lo pregunto otra vez, tío: ¿Qué quieres? ¿Y qué estás dispuesto a dar por obtenerlo?

Pero Menelao, que había sabido jugar sus enemigos unos contra otros lo bastante para adquirir suficiente fe en su habilidad, no consentía que le abocasen a nada en contra de su voluntad.

—Te has convertido en una especie de mago militar, Filipo —dijo, meneando la cabeza como sumido en admiración—. Heredaste un ejército deshecho y desmoralizado y un país acosado por enemigos y ahora, apenas un año después, ya has ganado dos batallas importantes y se te considera tan peligroso, que hasta los atenienses han firmado un tratado de paz contigo. Es admirable. Con toda sinceridad, tengo que decirte que esperaba que a estas alturas habrías perecido.

—¿Y te decepciona?

—No. No he llegado a tal extremo de perder los sentimientos humanos como para alegrarme de la muerte del hijo de mi hermana.

—Y, además, ahora me necesitas.

—Y, además, ahora te necesito.

Menelao aspiró hondo y lanzó un prolongado y abatido suspiro.

—¿Conoces a Pleuratos? —inquirió.

—Sí, de cuando estuve de rehén de Bardilis.

—Sí, claro; lo había olvidado —dijo Menelao, abstraído, tocándose el antojo morado que tenía un dedo por encima de la barba, en la mejilla derecha, y por primera vez Filipo advirtió cuan encanecido estaba el negro pelo rizado de su pariente—. Bien, pues a pesar de que el anciano rey siga vivo, es él quien manda. Yo con Bardilis podría entenderme, pero con su nieto es muy distinto.

—Eso deduzco del hecho de que sus tropas ocupan una cuarta parte de tu territorio.

Filipo sonrió entristecido, y Menelao puso cara de ofendido.

—Están empantanadas en la nieve —replicó—. Durante el invierno no habrá peligro, pero será muy distinto cuando llegue la primavera. Si no hay alguien que le convenza para que se retire, en primavera, Pleuratos habrá tomado Pisoderi y yo pereceré o iré al destierro. En principio, preferiría la muerte.

—¿Crees que existe alguna posibilidad de que se retire?

—¿Por qué iba a hacerlo? —contestó Menelao, meneando la cabeza—. Si me arrebata Lincestas, no me queda nada con qué sobornarle.

Era evidente que al rey de Lincestas le costaba hablar de aquello. Hizo una pausa y dio un buen trago a la copa de vino, como para animarse a continuar.

—Cuando llegue el deshielo, Pleuratos está decidido a asestar el golpe definitivo para luego dirigirse al sur. Lincestas no será más que una primera escaramuza, casi sin importancia; pero Lincestas es la puerta de la Macedonia inferior, y es a ti a quien ansía destruir, no a mí. Así que, en verano, te encontrarás en guerra con los ilirios. Es inevitable. Ni siquiera estoy seguro de que quieras evitarlo.

Miró a los ojos gris azulado de su sobrino —tan parecidos a los de su difunta hermana, hija de la segunda mujer de su padre— buscando quizás en ellos algún signo confirmativo, pero no vio nada, sino tal vez la certeza de que el corazón de Filipo, como el de su madre, guardaba bien los secretos.

—Y cuando te enfrentes a Pleuratos —prosiguió— habrá una gran batalla, quizás la más importante desde la de Troya. Y en esa inevitabilidad cifro yo mis esperanzas de supervivencia… en que se produzca antes y no después de que me hayan vencido. Es una parca esperanza, pues creo que existe la posibilidad de que te derroten, pero es mi única esperanza. Pleuratos significa la muerte o lo que para un rey es peor que la muerte. ¿Tú qué ofreces Filipo?

Filipo apartó la mirada un instante y volvió a clavar sus ojos en Menelao con una intensidad casi insoportable.

—Ayuda, tío. Toda la ayuda que crea debo a un pariente, y a un… subdito.

Menelao emitió una tosecilla, sorprendido, cual si no hubiese pensado que la derrota fuese a llegar tan pronto, de improviso, como una trampa bien disimulada. Estaba claro que Filipo no iba a ceder; él definía las condiciones en que aceptaba la rendición: condiciones que no admitían rechazo.

Cuatro generaciones de la dinastía báquida habían regido Lincestas y sus propios destinos, ignorando las antiguas reivindicaciones de los argeadas; habían hecho la guerra y la paz como soberanos hegemónicos, tratando con los reyes de la baja Macedonia como sus iguales. Pero ahora todo parecía tocar a su fin por la palabra del muchacho que antaño Menelao capturase por arrebatarle el jabalí.

—Muy bien —dijo, encogiéndose ligeramente de hombros—. Parece que mi destino queda ligado al tuyo, Filipo.

A la mañana siguiente, antes de emprender el regreso a Lincestas, Menelao se despidió formalmente de Filipo y le reconoció como dueño y soberano de toda Macedonia, obligando a hacer lo propio a los miembros de su escolta. Acto seguido, se encaminó hacia las montañas nevadas que, mientras durase el frío, constituían su seguridad.

—¿Crees que te será leal? —inquirió Korus, mientras contemplaba con Filipo cómo se alejaban los lincestes bajo las ráfagas de nieve.

—Creo que ya va pensando cómo traicionarnos con los ilirios —contestó Filipo sin volverse—. Pero creo que sabe que Pleuratos incumplirá cualquier promesa.

—Entonces podemos contar con él.

—No. Él sabe que combatiremos contra los ilirios en la próxima estación de campañas, y espera mantenerse neutral para después tratar con un vencedor agotado que no suponga amenaza. Por eso, cuando llegue la primavera, avanzaremos hacia el norte antes de que Pleuratos pueda avanzar hacia el sur, y cuando mi tío nos vea a la puerta de su casa y comprenda que no le damos opción entre ser nuestro aliado o nuestro enemigo, comprenderá también que ha perdido su última oportunidad de traicionarnos. Entonces podremos contar con él.

—¿Estaremos preparados para enfrentarnos a los ilirios en primavera?

—¿Qué remedio nos queda? —replicó Filipo, mirando por encima del hombro, con una leve sonrisa.

Desde las murallas de la ciudadela de su bisabuelo, Audata contemplaba los ejercicios de la caballería en el largo y angosto valle. Hombres y caballos parecían simples motas sobre la nieve, que en algunos puntos era tan profunda que los caballos tenían que saltar para avanzar.

El invierno apenas acababa de empezar, y Audata aún no se había acostumbrado al frío; se abrigaba con un manto de piel de borrego, pero su lugar de observación era alto y descubierto y soplaba un viento frío y húmedo.

No entendía de maniobras de caballería ni conocía las formaciones ni las tácticas, que para ella se reducían a una serie de movimientos rápidos sin sentido. Lo único que sabía era que su propósito era destruir al único hombre que había amado en su vida.

—¿Es tan sólo el viento la causa de esas lágrimas? La proximidad de la voz la sobresaltó. Se Volvió y, a un paso detrás de ella, vio a Bardilis, rey de los ilirios.

—No deberías subir tantos escalones, bisabuelo —dijo—. Debe haber…

—Cuarenta y siete. Pero a veces hay que hacer lo que no se debe, aunque sólo sea por demostrar que se sigue vivo —replicó el anciano sonriendo, haciendo que su apergaminado rostro pareciese a punto de deshacerse, y mirando hacia la llanura en la que los hombres que le habían jurado lealtad hasta la muerte levantaban grandes abanicos de nieve cabalgando de un lado para otro—. ¿Es que ahora te interesan los asuntos militares?

—No.

—¿De verdad que no? Bueno, tal vez sea que te has encaprichado con alguno de mis nobles.

Ella le miró con gesto de estupor y, al entenderlo, bajó sus ojos de gata.

—Sólo en otra ocasión te he visto subir aquí a mirar cómo hacían instrucción los soldados —prosiguió el anciano, con esa ironía con que a veces los viejos se complacen en atormentar a los jóvenes—; fue cuando el joven Filipo estaba aquí. ¿Es que piensas en él?

—Nunca dejo de pensar en él —contestó ella, con una sinceridad tan natural que Bardilis lamentó su intromisión, pues sabía que su corazón era una de las pocas cosas en que él no mandaba.

—Tu padre está reclutando soldados por todo el reino, y en primavera dispondrá de un ejército de veinticinco mil hombres. Y lo extraño es que ni siquiera sospecha de tus sentimientos respecto al rey de Macedonia a quien ansía destruir.

—¿Importaría eso algo?

—No —respondió el anciano rey, meneando la cabeza—. No; porque su sentido de vanidad herida es mucho más profundo. Si lo supiera, odiaría aún más a Filipo, pero, en tu padre todo contribuye a ese odio. La hierba de verano ya habrá crecido sobre la tumba de uno de los dos… y me alegro por la paz de tu espíritu que no tengas poder para determinar cuál de los dos.

—Bisabuelo, ¿crees que logrará aplastar a Filipo?

—¿Importa, acaso, lo que crea, niña? —replicó Bardilis, sonriendo entristecido, consciente de que ella sabía lo que pensaba—. Tal vez lo que crea Filipo sea de mayor importancia.