Capítulo 41

La derrota de Arrideo y sus mercenarios constituyó un renacer para el ejército macedonio. Por irrelevante que fuera desde el punto de vista bélico, aquel triunfo fue un desagravio del desastre de Pérdicas a manos de los ilirios. Al día siguiente de la batalla no había casi ningún soldado que no estuviese animado por la victoria, y se sentían preparados para lo que viniera.

Y se decían que con Filipo era distinto. Él era invencible. Leía el pensamiento del enemigo. Los que habían combatido en Elimea y en la campaña contra Ayax contaban de él hazañas increíbles: la posición que él defendía era inexpugnable; la que atacaba, caía. Hasta los de la caballería elimia, que habían luchado contra él ante las murallas de Eane contaban desvergonzadas patrañas sobre su genio y valor, y era como si haber sido vencido por Filipo de Macedonia confiriese casi una distinción meritoria.

Pero para el destinatario de estos elogios, los días que siguieron a la derrota de la expedición ateniense estuvieron llenos de amargura; pues era él precisamente quien tenía que acusar de traición a su hermano ante la asamblea macedonia. Y él en persona tendría que presidir la crucifixión del cadáver del condenado, sobre el que se ensañarían los cuervos, haciendo que su alma vagara errabunda eternamente por este mundo sin poder transitar al reino de los muertos. Era el deber que la ley y la tradición imponían al rey, sin posibilidades de evitarlo. Y estaba convencido de que eso le amargaría la vida para siempre.

«La casa de los argeadas está maldita. No hay más que ver cómo los dioses van acabando con nosotros», se decía.

Fue una especie de alivio cuando llegó la noticia de que estaba agonizando Agis, el anciano rey de Peonia. La guerra no dejaba lugar para sentimientos.

—Avanzaremos hacia el norte en cuanto recobremos suficientes fuerzas —ordenó—. Sólo la quebrantada salud de Agis ha hecho que Peonia haya aceptado hasta ahora nuestro tributo. En cuanto el rey Lipeo esté en el trono nos atacará. Nuestra única esperanza es anticiparnos a ellos.

Fue la víspera del día que había decidido salir de Pela para unirse a su ejército, que estaba concentrado en Tirisa, cuando recibió a los embajadores de Atenas, quienes en seguida acordaron un tratado en el que se aceptaba la ocupación de Metona, a condición de que fuese el punto máximo de su expansión al norte.

—Que mantengan una guarnición —comentó Filipo cuando ya se habían marchado—. Ahora no puedo expulsarlos y, con su codicia, seguro que tarde o temprano nos dan un pretexto para denunciar el tratado. Al menos de momento, Atenas y Macedonia han sellado su amistad y esperemos que dure.

En Tirisa, cuatro mil soldados aguardaban a su rey. Eran los primeros frutos de un reinado que había sufrido el sacrificio del tesoro y del honor nacional, de todo lo que el señor de Macedonia podía malvender en unos meses para preparar sus fuerzas. Eran hombres que habían pasado casi un año en filas, entrenándose en la estrategia victoriosa en Egas, y habían sido testigos del milagro que ansiaban. Hombres hechos a creer en sí mismos.

—Llegas tarde —dijo Korus, ya antes de que Filipo desmontase—. El mensajero vino esta mañana… Agis murió hace seis días. ¿Dónde estabas?

Filipo escrutó el campamento, entornando los ojos. El viento arrastraba ya algunos copos de nieve que se pegaban a la cara. Un mes aproximado quedaba antes de que el invierno pusiera fin a la campaña. En Lincestas, el avance ilirio ya había cedido por efecto de una nevada de casi un codo. Razón tenía Korus para impacientarse.

—Jugando sucio con unos visitantes del sur —contestó—. Esperaba que el viejo bandido durase algo más… ¿Qué esperará encontrar en el otro mundo que tanta prisa tiene por abandonar éste?

Pero Korus no oyó el chiste o no lo entendió.

—Lipeo termina mañana su duelo de siete días —replicó, como si hubiese interpretado el significado del azote de la nieve—. Y vendrá a atacarnos. Quizás pueda poner en pie de guerra a siete mil hombres. ¿Has pensado en eso, Filipo?

—Cuanto más espeso crece el trigo, más espigas corta la guadaña —contestó el rey de Macedonia con hosca sonrisa—. ¿Qué remedio nos queda, si no?

—Ninguno; pero no deja de preocuparme.

Aquella noche, durante la cena, Filipo recibió informes más precisos de la situación en Peonia.

—Parece ser que el fallecimiento de Agis fue muy repentino; el heredero estaba fuera del país y sólo pudo regresar cuando su padre ya estaba en coma, por lo qué se ha interpretado como mal augurio que no haya recibido la bendición del difunto.

—Hace cinco años por lo menos que corre la voz de que Agis se estaba muriendo —dijo Filipo, encogiéndose de hombros y dando un mordisco a una rebanada de pan—. Era como una tradición; así que creo que se le puede perdonar a Lipeo que no estuviera en la corte. ¿Dónde se hallaba?

—Se dice que en Iliria… cortejando. En los últimos años ha ido varias veces. Sueña sin duda con una alianza.

—La gente dice que con lo que sueña es con la nieta del viejo Bardilis. Cuentan que le tiene embrujado.

—La biznieta —dijo Filipo con un tonillo que hizo que Lakio y Korus intercambiasen una mirada—. Se llama Audata.

—¿Sabes algo de esa muchacha?

—La conocí cuando estuve de rehén de Bardilis. Cuando era una niña de once años.

Algo en su rostro indujo a Lakio a cambiar de conversación.

—Bueno, pues Lipeo ya ha regresado, y es rey con o sin la bendición paterna. Si está buscando una alianza con los ilirios, hará una demostración de fuerza al principio de su reinado.

—Eso nos viene bien —dijo Filipo, asintiendo muy serio con la cabeza—. No quiero que esta campaña degenere en una serie de incursiones, sino enfrentarme a Peonia ya mismo. Lo que nos interesa es humillarlos ante todos.

Guardó silencio y permaneció mirando el fuego como si se hubiese olvidado de sus compañeros, y nadie era capaz de imaginar en qué pensaba.

Ocho días después, en una llanura barrida por el viento y en la que, aun avanzada la mañana, el suelo estaba duro por la helada, se avistaron los dos ejércitos. Era como si hubiesen respondido a una cita. Sus patrullas de avanzadilla se habían enfrentado en escaramuzas durante tres días, mientras Filipo y su adversario iniciaban una serie de conatos cautelosos como movimientos de danza para evaluar sus respectivas fuerzas y buscar alguna ventaja en el terreno que pronto sería campo de batalla.

Ahora ya estaban uno frente a otro, a una distancia de unos quinientos pasos sobre un terreno casi plano, extrañamente desolado por el frío.

—Mirad cómo ha concentrado la caballería en la izquierda —comentó Filipo a sus comandantes—. La ha situado en un terreno desigual que me impide lanzar una carga. Creo que lo ha planeado muy de antemano y no tiene la presencia de ánimo para cambiar el plan.

—Debe tener unos quinientos jinetes —comentó Korus casi con admiración.

—Cuando ataquéis, hacedlo sobre el centro. Me da igual que tenga cinco mil jinetes; si podemos separarle de la infantería, lo partiremos en dos. Yo iré con la infantería en el pivote interno del ala derecha.

—¿Estás loco, Filipo? Cuando su caballería alcance nuestras líneas…

—Sí, ya sé. Irá derecha al pivote interno del ala derecha. Pero tendremos la ventaja del terreno.

—Si mueres en esta batalla, Macedonia sucumbirá.

La risa de Filipo denotaba una especie de desahogo.

—Si hoy nos vencen, poco importará que muera. Si yo llevo el mando, he de estar en el punto crucial de la batalla.

—Un rey debe cuidar mejor su vida en la guerra.

—En la guerra, el deber primordial de un rey es vencer, Lakio.

A continuación, zanjó la discusión volviéndose bruscamente y señalando con decisión un punto de las líneas de infantería enemiga.

—Cargad allí —dijo—. Rompedles el espinazo y veréis como ceden las piernas.

Media hora más tarde, Filipo estaba a la cabeza de su infantería, observando cómo llegaba la caballería enemiga.

Una carga es inútil si no puede realizarse a todo galope, y, al hacerlo, la caballería de Peonia avanzaba desplegada por el desolado y pedregoso terreno como una bandada de pájaros bajo la lluvia. Cuando alcanzasen las líneas macedonias habrían perdido la concentración y la fuerza del ataque sería como la de un niño que golpea un muro de piedra. Consciente o inconscientemente corrían hacia la muerte.

Cuando ya se hallaban a unos cien pasos, Filipo se agazapó, bajando la lanza hacia el frente, y las tres primeras filas hicieron lo mismo para que los arqueros tuvieran buena visibilidad. Se oyó el zumbido de la cuerda de los arcos y volaron las primeras andanadas de flechas en tan espesa lluvia, que hubo un momento en que hicieron sombra en el suelo, silbando sobre sus cabezas. Una… dos… tres… Involuntariamente, Filipo las contaba conforme ascendían e iban cayendo en curva trayectoria hasta el suelo. Cuatro… cinco… seis… Casi habían lanzado diez cuando cayó el primer jinete enemigo; pero no había tocado el suelo cuando ya uno de cada siete caballos quedaban sin jinete.

La segunda lluvia de flechas causó efectos más devastadores.

«Son montañeses salvajes —musitó Filipo para sus adentros—. No saben lo que es combatir contra una infantería disciplinada» —pensó casi afligido.

Después de la quinta lluvia de flechas, cuando las primeras filas de caballería enemiga estaban a cuarenta pasos, Filipo se irguió, sopesó la lanza y la arrojó. Luego, su línea se fusionó con la fila de atrás; aún daba tiempo a que las tres líneas de lanzadores de jabalina actuasen sucesivamente. A continuación, Filipo volvió a reintegrarse a la primera línea, con la larga pica y el escudo, preparado para el choque de la carga.

—Luchad hasta la muerte —gritó a sus soldados—. Cerrad filas, que ya los hemos vencido.

Se diga lo que se diga, es una experiencia terrible ver una horda de caballería que se te echa encima al galope. Y hace falta valor para afirmarse en el terreno y aguantarla. Pero Filipo había combatido con aquellos hombres antes y sabía que no cederían si él resistía. Notaba sus voluntades tras él como un muro contra el que se deshacía hasta el peligro de muerte.

El primer jinete de Peonia que alcanzó las líneas macedonias lo hizo contra la esquina interna, como si supiera quién estaba allí; intentó cruzar la barrera de picas, pero Filipo le ensartó la punta por debajo de las costillas y, al desmontarle, se partió el asta y sus intestinos se esparcieron por tierra como el contenido de una canasta. Mientras agonizaba, otro lograba infiltrarse, tan cerca de Filipo que éste oyó el silbido de su espada al descargarla sobre el que estaba su lado, que se desplomó sin decir palabra con el cráneo partido en dos. Filipo hubo de limpiarse la sangre que le había salpicado a los ojos, pero el caballo cayó de rodillas y antes de que pudiera incorporarse, cinco o seis pares de manos habían desmontado al jinete, que murió sin tener tiempo de lanzar un grito. Así se desarrollaba el combate.

Y al cabo de un cuarto de hora había concluido. El primer ataque se había disgregado y no se produciría una segunda carga. Ahora era la caballería macedonia la que hendía las filas enemigas, que, en su mayoría, al ver el desarrollo de la batalla, emprendían la huida. El enfrentamiento había degenerado en una serie de escaramuzas inútiles.

—Traed mi caballo —dijo Filipo.

Y con él recorrió el campo de batalla para recoger los partes de sus comandantes, corroborando la victoria e ir calculando cómo explotarla lo mejor posible.

—Lipeo ha huido —le dijeron—. Varios prisioneros dicen que echó a correr en cuanto nuestra infantería rompió sus líneas. Le sigue de cerca nuestra caballería, pero ha logrado escapar. Ha perdido la mitad de sus hombres; muertos y prisioneros.

—Más habría salvado si no hubiera huido, y los que quedan no volverán a tener ganas de luchar por él —comentó Filipo, meneando la cabeza con disgusto y pensando cómo se las arreglaría Lipeo para enfrentarse a los hombres que había abandonado. Más le hubiera valido haber caído en la batalla, muriendo con dignidad.

No obstante, habría que llegar a un entendimiento con él.

—¿Hay nobles entre los prisioneros, o también han huido?

—Habrá algunos —contestó Korus, una vez que Filipo dejó de reír—. No hemos tenido tiempo de seleccionarlos.

—Tráeme a uno.

Era el primo de Lipeo, pero debía tener más entereza, porque no se había rendido ni emprendido la fuga. Había quedado inconsciente al caer del caballo y casi acabó con la vida del soldado que, creyendo que estaba muerto, se disponía a despojarle de la coraza, por lo que había habido que asestarle otro buen porrazo para reducirle. Pero los más valientes no son necesariamente los más inteligentes, y éste, al ser llevado a presencia del vencedor, debió suponer que iban a ajusticiarle para celebrar la victoria del rey de Macedonia —los de Peonia eran famosos por su crueldad con los prisioneros— y se mostró desaforadamente insultante con Filipo, quien se limitó a sonreír cortésmente como quien se las ve con un niño rebelde, y optó por ofrecerle una copa de vino.

—¿Eres el noble Dekio? —inquirió por mor del respeto debido—. Segundo hijo de Alitea, la hermana del padre del rey, ¿no es eso?

Dekio, que tendría unos veinte años, y era un hombre bien parecido de tez morena y cuello de toro, permaneció sentado, mirando a Filipo, como tratando de recordar dónde le había visto.

—Estás desarmado —dijo por fin— y podría matarte de un golpe. ¿Qué me lo impediría?

—Nada, salvo que quizás no lo conseguirías. No soy tan inofensivo como parezco. Además, mi guardia irrumpiría al primer indicio de alarma y acabaría contigo, y no podrías regresar a tu país para hablar con tu primo de mi parte. Pero no has probado el vino.

El hijo segundo de Alitea miró a la copa que había ante él en la mesa, considerándola y quizás la inesperada posibilidad de salvar la vida, y la cogió, la sopesó y dio un trago.

—¿Qué quieres que le diga al rey? —inquirió con tono de suspicacia como si fuese asunto en el que su decisión contara.

—Simplemente que él y sus soldados de nada me sirven muertos —replicó Filipo con inquietante tranquilidad—. No tengo ambiciones sobre Peonia, pero no voy a abandonar el país hasta no tener la seguridad de que no volverá a atacarme. Por lo tanto, sería conveniente un acuerdo en condiciones aceptables.

Por lo que fuese, semejante idea irritó a Dekio.

—Lipeo cuenta aún con un ejército tan numeroso como el tuyo —replicó enardecido, volviendo a dejar la copa en la mesa con tanto ímpetu que derramó el vino—. En cuanto reagrupe sus fuerzas volverá a atacarte.

—¿Eso crees? —inquirió Filipo, enarcando las cejas—. Yo creo que está vencido y que lo sabe. La mitad de su ejército ha muerto o se halla prisionero… Si no puede vencer con siete mil hombres, ¿cómo va a hacerlo con seis?

—Hoy no nos acompañó la suerte.

—Algo más que eso.

—¿Esperas que le aconseje rendirse?

—No espero que aconsejes nada. Simplemente di a tu rey que Filipo de Macedonia quiere entablar negociaciones.

—¿Y si se niega?

Filipo esbozó una tenue sonrisa, cual si la idea le hiciera gracia pero considerase de mala educación reír.

—No se negará.

Por la mañana dieron un buen caballo a Dekio y le dijeron que le concedían medio día de plazo antes de que el ejército macedonio iniciara el avance hacia la capital de Lipeo, situada al norte a unos tres días de marcha. Un hombre a caballo podía cubrir la distancia mucho más rápido que un ejército, por lo que el rey de Peonia disponía de unos dos días para optar por la paz o el aniquilamiento.

Pero Filipo no se apresuró. Ordenó a sus hombres un paso descansado y envió numerosas patrullas de avanzadilla muy seguro de sí mismo. No quería entablar otra batalla, pese a que no tuviese ninguna duda respecto a su desenlace. Las batallas resultaban caras, y en lo más íntimo de su ser ya se había alejado de aquel largo otoño en Peonia y pensaba en la primavera que traería la guerra con los ilirios, y deseaba prepararse para la prueba.

Así, fue un alivio cuando al día siguiente los exploradores comunicaron que se habían avistado las murallas bajas de granito de lo que, en aquella desolación, debía ser una ciudad, y al campamento llegó un emisario con una rama de olivo en la lanza en signo de tregua.

Se dispuso que los dos reyes se encontrasen a solas en una porción del terreno a la vista de los dos ejércitos. Lipeo se presentó bastante mohíno y, al principio, no miraba al vencedor a la cara.

—Aceptaré los rehenes que se estimen convenientes y un tributo que compense a mis hombres por las penalidades —dijo Filipo—. Además, te ofrezco una alianza militar, que supongo será de mutuo beneficio.

Filipo supo que había acertado al ver cómo cambiaba la mirada de Lipeo; al haber perdido la primera batalla de su reinado, ahora lo que más temía era sus propios nobles, pues su poder y probablemente su vida estaban en peligro. Si quería conservarlos, necesitaría cuando menos el apoyo tácito del rey de Macedonia.

Era evidente, pero tendría que pagarlo.

—No obstante, no puedes ser amigo mío y de los ilirios —prosiguió Filipo sin levantar la voz—. Tienes que elegir.

El gesto de dolor que cruzó el rostro del vencido daba a entender que, efectivamente, Lipeo estaba enamorado de la biznieta del rey Bardilis, pues era como si le hubiesen pedido sacrificar su más caro deseo.

—¿Por qué nos has atacado? —inquirió, hablando por primera vez con tono de inocencia ofendida, pese a que la pregunta era mero pretexto, una excusa para eludir lo inevitable—. Pagabais tributo a mi padre… ¿Por qué a él le temías y a mí no?

—Más te temía a ti.

Lipeo entornó levemente los ojos, como si fuera un insulto. Sujeto a una tremenda tensión, su reacción era imprevisible.

—Tu padre era ya muy viejo y estaba muy débil para emprender la guerra —prosiguió Filipo, como si no lo hubiese advertido—, pero yo sabía que me atacarías en cuanto ascendieras al trono.

—¿Cómo estabas tan seguro?

—Porque es lo que yo habría hecho.

La respuesta hizo ceder la tensión entre ambos y Lipeo alzó finalmente la vista.

—Yo estaba ya concentrando mis tropas cuando llegó noticia de que habías cruzado la frontera —dijo en tono casi de fanfarronada, y quizás fuese cierto.

—Lo sé. Si no, no habrías podido poner en pie de guerra tantos hombres.

—De poco me han servido.

—La guerra ha cambiado —replicó Filipo, a guisa de comentario, con un cortés encogimiento de hombros—. El número cuenta menos… Lo aprendí cuando era rehén en Tebas.

Por un instante, los dos reyes se miraron en silencio, y, de pronto, Filipo se sintió viejo y cansado. Tenía veintitrés años, Lipeo tendría, si acaso, dos años menos que él, pero la diferencia entre ambos era infranqueable. No era la edad lo que les distanciaba, ni la experiencia; pero Lipeo parecía un niño aureolado de inocencia. No pensaba Filipo que él hubiese sido joven de aquel modo.

Pero el instante se esfumó y Lipeo tiró de las riendas del caballo de modo que el animal retrocedió medio paso.

—Acepto tus condiciones —dijo—, pues no me queda otro remedio. Un enviado con plenos poderes irá mañana a tu campamento para ultimar los detalles.

Filipo le vio alejarse y, de pronto, sintió como envidia por el rey de Peonia. «Has recibido un golpe, pero mañana seguirás vivo y, al cabo de un año, apenas lo recordarás. A mí, una derrota así me habría hundido», pensó.