—Los atenienses han decidido entrar en el juego dando el primer mordisco al trozo más grande —dijo Filipo al recibir la noticia de que habían desembarcado varias compañías de tropa en Metona—. Se dirigirán a Egas.
Sus oficiales intercambiaron una mirada.
—Saben de sobra que no pueden hacer nada sin entrar en combate y vencerte —comentó agudamente Korus—. Si yo fuese el que los manda, avanzaría hacia el norte con las fuerzas intactas y amenazaría a Pela… así aumentarían las posibilidades de que les hicieras frente.
—Eso haría yo también, pero Arrideo necesita que le proclamen rey y Egas es la antigua capital. Así que lo primero que intentará será tomarla.
—¿Tu hermano está implicado en esto?
—Desde luego —contestó Filipo, asintiendo despacio con la cabeza—. Los atenienses saben guardar bien las apariencias y pretenderán presentarse como libertadores, intentando impresionar a la guarnición con un despliegue de fuerzas para que apoyen a Arrideo… No es tan irrazonable, después de todo.
—Pues tendremos que interceptarlos antes de que lleguen a Egas; ya estamos en camino y a menos de una jornada. Podremos esperarlos allí. Daré la orden de levantar el campamento.
Pero Filipo puso la mano en el hombro de Lakio cuando ya éste se disponía a levantarse.
—No saldremos hasta mañana por la mañana. Quiero que los atenienses vean por sí mismos que cuento con la lealtad de mis subditos. Pues si no lo hago, quizás mereciera ser derrocado.
Sonrió aviesamente, como si asumiera la traición de su hermano, haciendo un ademán para que le dejasen a solas.
Por la noche, sentados en torno a un fuego de campamento, los oficiales observaron la tenue raya de luz que surgía por debajo de la tienda del rey. Filipo no había salido a cenar.
—¿Así que son hermanastros? —inquirió Lakio, tras un largo silencio, como si la relación de parentesco valiera como explicación.
—Sí. Arrideo es hijo de la primera esposa del rey.
—¿Y de niños eran amigos?
—Lo bastante para que se sienta tan afectado —contestó Korus, sosteniendo una copa de vino entre el pulgar y el índice, como si quisiera ver algo en ella, para, finalmente, dejarla a sus pies—. Ha tenido un mal día… Primero Deucalión que se marcha, y ahora esto. Aunque supongo que él es el único sorprendido.
—¿Y ese hermano es militar?
—No sabemos.
—Habríamos debido salir camino de Egas sin dilación —añadió Lakio taciturno—. Ha sido un error aguardar.
—Quizás tenga necesidad de probarse algo a sí mismo, aunque sólo sea la lealtad de una simple guarnición.
—¿Y resistirán, aun con los atenienses en Metona?
—A Epikles le tienen sin cuidado los atenienses, vivos o muertos.
—Sí, pero sus oficiales quizás sean más pragmáticos. Los de las tierras bajas no habéis sido nunca muy leales a los reyes.
Lakio sonrió para dar a entender que bromeaba, pero Korus reflexionó muy serio sobre lo dicho.
—No lo creo —dijo finalmente—. Creo que la guarnición se amotinaría y cortaría el cuello a los oficiales si traicionaran a este rey. Él infunde ese sentimiento; es distinto… no es como los demás. Tiene algo que le diferencia de todos. Y los soldados lo sienten. Por eso arriesgan su vida. Lo sé muy bien, y yo le conozco desde que éramos niños.
—Entonces, quizás sea prudente esperar.
—Sí, seguramente.
Movidos por un impulso común, los dos volvieron la cabeza hacia la débil raya de luz de la tienda del rey.
—Debe sufrir lo suyo —musitó Lakio, casi para sus adentros.
Cuando avistaron al ejército mercenario de Arrideo, Filipo dirigió el caballo hasta lo alto de un escarpado para ver mejor las maniobras. Él disponía de una infantería inferior a mil hombres, pero contaba con la ventaja de la caballería, aunque sólo fuesen cuarenta o cincuenta. Sería suficiente.
—Disponed la caballería en dos alas y cargad con más ímpetu sobre la derecha —ordenó—. Dejad una distancia de unos ciento cincuenta pasos antes de avanzar sobre su infantería. Si no me engaño, sus líneas ya habrán comenzado a deshacerse… Cargad por dos lados a la vez y no los dejéis reagruparse.
Sus comandantes, entre los que ahora se contaban Epikles y sus oficiales, formaron un círculo a su alrededor, mientras él trazaba en el polvo, con la punta de una flecha, la disposición de la batalla. Nadie hablaba ni ninguno planteaba objeciones, porque nadie cuestiona hechos concretos, y Filipo tenía el don de prestar un extraordinario realismo a su análisis. Era como si ya hubiese librado mentalmente la batalla y el combate real fuese decepcionante porque el enemigo estaba condenado de antemano como el protagonista de un drama.
—Romped sus líneas de infantería aquí, entre la izquierda y el centro. Nuestra infantería irrumpirá por la brecha y creo que no podrán reaccionar; son mercenarios y la campaña se ha ido al agua, y la única motivación que ahora les anima es salvar la vida. Quiero que la guarnición de Egas tenga el honor de encabezar el ataque… se lo merecen.
Dos horas más tarde, al ponerse el sol, todo había concluido y la derrota de Arrideo era aplastante. En lo que había sido el campo de batalla no quedaban más que cadáveres y moribundos y el único sonido era un clamor de gemidos como de parturientas de los caballos heridos e incapaces de levantarse del suelo.
Los mercenarios fueron derrotados, muriendo casi la mitad de ellos, su comandante incluido, siendo el resto capturados; se apiñaban en grupos, tan desesperanzados que apenas necesitaban ser vigilados. La mayor parte de la caballería enemiga, jinetes macedonios que sabían lo que habría significado la rendición, también había perecido.
No obstante, quizás no todo estaba perdido. Una reducida tropa, se había hecho fuerte, sin abandonar las armas, en lo alto de una colina apartada del campo de batalla. Pero era una posición insostenible; lo único que podían hacer era ganar tiempo, maravillándose de que aún no les hubieran reducido. Era como si durante el combate que acababa de librarse a ellos les hubiesen olvidado.
Pero no era así; Filipo ordenó el despliegue de seis compañías para que no pudiesen escapar. Ya moría la luz, y encendieron hogueras al pie de la colina.
Mientras escuchaba a sus comandantes informarle sobre las bajas y la identidad de los prisioneros notables, Filipo se sentó en un carro volcado para que un médico de Egas le cauterizara una herida en el brazo con la punta de una flecha al rojo vivo. El hombre se mostraba nervioso por tener que curar a un rey y tal vez por ello se demoraba en sus cuidados, lo que no sirvió, precisamente, para mejorar la disposición del paciente.
—Ha muerto Epikles —le dijeron—. Casi por accidente… Un caballo herido le cayó encima y le golpeó en la cabeza cuando él acababa con el jinete. De la guarnición de Egas sólo han muerto treinta hombres y él ha tenido que ser uno de ellos.
Parecía como si Filipo no prestara atención; en su cabeza resonaba la voz del rubicundo soldado diciéndole: «somos tuyos hasta el último hombre».
—¿Habéis encontrado a mi hermano? —inquirió por fin, sin que pudiera saberse si anhelaba una respuesta afirmativa o la temía.
—No está entre los prisioneros. Si se cuenta entre los muertos, seguramente lo sabremos hoy mismo. Escapar, no ha escapado… No ha escapado nadie.
—Que salgan patrullas con antorchas a recorrer el campo de batalla. Quiero saber si Arrideo sigue vivo.
No dijo lo que haría si lo encontraban. Quizás ni él mismo lo supiera.
Dos horas antes de medianoche, trajeron a presencia del rey a un empavorecido ateniense, de barba recortada que le bordeaba las mandíbulas, que no tenía aspecto de soldado.
—Ha bajado de la colina con el emblema de tregua y ha pedido que le trajéramos a tu presencia.
—¿Sigue vivo mi hermano? —inquirió inmediatamente Filipo, casi sin darle tiempo a que le dirigiera una reverencia—. Contesta a eso primero y luego ya veremos cómo salvas la vida.
—El pretendiente está en nuestro poder, mi señor, así como unos cuantos atenienses como yo, hombres pacíficos, que sólo vinimos como observadores y no hemos participado en el combate —dijo el hombre, con medrosa sonrisa, cual si esperase que Filipo le diera las gracias por no haber combatido.
—Mis condiciones son las siguientes —replicó Filipo con voz fría e inexpresiva—: la entrega de mi hermano Arrideo incólume, y el resto os rendiréis al amanecer incondicionalmente o seréis sometidos a juicio sumarísimo sin paliativos.
—Pero, señor, a los que no hemos combatido se nos debe clemencia. Si no hemos…
Las últimas palabras murieron en los labios del ateniense, mientras sus ojos escrutaban angustiados el rostro del rey, tratando de leer lo que le esperaba.
—Tenéis de plazo hasta el amanecer —dijo Filipo, haciendo un gesto para que la guardia se lo llevase—. Mejor será que vuelvas en seguida con tus compañeros, pues os queda poco tiempo para decidir.
Filipo durmió poco aquella noche y el escaso sueño fue inquieto y atormentado. Se despertó sobresaltado, incapaz de recordar lo que había soñado, cuyo único rastro en su conciencia era un difuso pánico que se fue disipando muy despacio. Al encender la lámpara, vio que tenía los dedos manchados de sangre. Se le había abierto la herida del brazo. Llamaron al médico, quien cosió la herida con una aguja curvada de hacer velas y un pelo de cola del caballo del rey. Esta vez, Filipo casi agradeció el dolor: le había despejado la mente.
Al llegar el amanecer, los restos de las fuerzas de Arrideo se habían rendido y vieron que estaban al pie de la colina que había sido su último reducto. Unos diez o doce macedonios habían decidido a suertes cortarse mutuamente el cuello antes que afrontar la pena por traición, pero Arrideo estaba vivo. Le habían atado las manos a la espalda, quizás para evitar que él también se quitase la vida.
Los mercenarios, que quizás esperaban poca clemencia, permanecieron impávidos, pero los atenienses se echaron de bruces al ver llegar al vencedor.
—Levantaos —dijo Filipo con voz distante—. Qué falta de decoro. Alzad vuestros rostros del polvo.
Poco a poco, como si les costase renunciar a la ventaja táctica de la humillación, los prisioneros se alzaron apoyados en los brazos, pero al ver que les prohibían incluso seguir arrodillados, optaron por levantarse del todo. Tras un intercambio de miradas, uno de ellos dio un paso al frente. Era el mismo con quien Filipo había hablado por la noche.
—Os rogamos tengáis clemencia y aceptéis a nuestras familias como rehén y la asamblea negociará nuestra liberación —dijo, osando tan sólo alzar una vez la vista del suelo, como si la mirada del rey de Macedonia fuese a reducirle a cenizas—. Somos hombres acaudalados y nuestro…
—Se os darán caballos y volveréis escoltados a Metona —le interrumpió Filipo—. No quiero rescate por vuestras vidas y podéis decir a vuestra asamblea que Filipo de Macedonia no desea más que la paz con Atenas y recibirá complacido a sus embajadores si vienen a ofrecerle amistad. Este conflicto ha sido obra vuestra, no mía, y no quiero proseguirlo.
Hizo una pausa, mirando con dureza y crueldad al resto del ejército invasor.
—En cuanto a los demás —añadió finalmente—, pronto sabrán la sentencia.
Dicho lo cual, giró sobre sus talones, seguido por sus oficiales.
—¿Te das cuenta de lo que has desaprovechado? —inquirió Lakio, conteniendo su rabia, en cuanto le dio alcance—. El tesoro está vacío y les dejas marcharse como si hubiesen venido de invitados a un banquete. ¡Por esos hombres habríamos conseguido cien talentos de oro!
—En este momento, la paz con Atenas vale muchísimo más —replicó Filipo sin volverse—. Esos políticos de manos finas estarán en sus casas antes de que cambie la luna y recordarán dos cosas: la generosidad del que los capturó y su propio miedo. De lo último no hablarán, pues no hay nada que avergüence más a un hombre que recordar como se envileció pidiendo que le perdonasen la vida. Luego ¿qué crees que contarán a sus compatriotas? La asamblea es una turba y a la turba suelen impresionarle los gestos magnánimos.
—Sí, tal vez… pero los que organizaron esta expedición, no son turba, sino hombres con sangre fría como cualquier rey e interpretarán tu generosidad como signo de debilidad.
—Y no se engañan. Somos débiles. Somos tan débiles que de nada nos sirve tratar de ocultarlo. Atengámonos a lo que somos. Ten en cuenta que transcurrirá un tiempo antes de que nuestros enemigos en Atenas obtengan fondos de la asamblea para repetir la aventura.
Filipo puso la mano en el hombro de su amigo y ambos se detuvieron.
—Ya está hecho, Lakio —añadió, como quien consuela a un niño—. Ahora, haz el favor de traerme a mi hermano, que quiero verle.
Cuando le llevaron a la tienda de Filipo, Arrideo tenía aspecto de condenado. Traía la túnica manchada de barro y los ojos hundidos, como si no hubiese dormido en dos o tres días, y parecía como si nunca hubiese tenido miedo. Lo primero que hizo Filipo en cuanto estuvieron a solas fue desenvainar la espada y cortarle las ligaduras.
—¿Cuánto hace que no has comido? —le preguntó, pero Arrideo no hacía más que restregarse las muñecas mordidas por las cuerdas.
—¿Quieres comer algo?
—Si acaso, un poco de vino —contestó por fin Arrideo, encogiéndose de hombros—. ¿Puedo sentarme?
Filipo señaló con un ademán el lecho que llenaba un rincón de la tienda y Arrideo se desplomó en él más que sentarse. Cogió la copa de vino que le ofrecía su hermano, la bebió casi de un trago y volvió a tendérsela a Filipo para que se la llenara.
—Hermano, ¿me has hecho venir para ofrecerme el perdón?
—Si pudiera dártelo te lo daría, pero no puedo. No digas que no lo sabías.
—Sí, no digo que no. Por lo menos debo darte las gracias por la decencia de no engañarme. Entonces, ¿qué es lo que quieres, regodearte?
—¿Me crees capaz de eso?
Arrideo lanzó una breve carcajada sardónica.
—En circunstancias como ésta, no me extrañaría en nadie. ¿Cuándo se reúne la asamblea que ha de condenarme?
—No me complazco en absoluto en todo esto, hermano. Lo único que quiero saber es por qué lo hiciste.
—Contesta primero a mi pregunta —exclamó Arrideo enardecido—. ¿Cuándo voy a morir? —añadió con evidente esfuerzo para dominarse.
—Te juzgarán en Pela; dentro de dos o tres días, me imagino. ¿Por qué has hecho la guerra contra mí?
—¿No está claro?
—Para mí, no.
Por el rostro de Arrideo cruzó fugaz la expresión de aquél que, de pronto, se duele al ver que se hunden sus ilusiones. Una esporádica sombra surcó su faz, pero a Filipo le bastó para comprender.
—Pensaste que te engañaría —dijo, con frío tono de repulsa—. Creías que te había ofrecido el regreso para mandar asesinarte.
Viendo que Arrídeo no contestaba, Filipo asintió con la cabeza.
—Estamos los dos solos —prosiguió—. En un momento así, no tengo por qué mentir… Te juro que no pretendía nada de eso.
—Si no tienes que mentir, tampoco tienes que decir la verdad —replicó Arrideo, dirigiéndole un esbozo de sonrisa torcida, como mostrando el abismo infranqueable que los separaba. No, no tendrían nada en común a este lado de la muerte, ni siquiera un mutuo acuerdo.
—De todos modos —añadió Filipo, aceptando aquella separación inevitable—, dime una cosa. El nombre de los atenienses que te indujeron a esta locura.
—¿Y para qué quieres saber eso? —replicó Arrideo, sinceramente sorprendido.
—Para poder vengarte algún día.