Había habido tormenta en el golfo la noche anterior y los puentes de las trirremes atenienses estaban chorreando. Arrideo había hecho la travesía con un terrible mareo, y el denso aire húmedo poco paliaba su malestar. Iba en la proa de la nave insignia, mirando la costa subir y bajar como un trapo zarandeado por el viento, con la mente embotada por un vago y desesperado resentimiento.
«Macedonia ocupada por los atenienses; pero Macedonia, al fin y al cabo», pensaba, preguntándose por qué la vista de la patria no le conmovía. Porque, por el contrario, comprobaba que su tierra natal no suscitaba en él más que un débil disgusto que nada se diferenciaba de las náuseas que atenazaban su garganta como si oliese pescado podrido. «Macedonia».
No obstante, su padecimiento exclusivamente físico no era más que causa parcial de su mal humor; lo cierto era que había llegado a darse cuenta de su absoluto desamparo. Demóstenes y su facción quizás estuvieran decididos a ayudarle en sus aspiraciones al trono, pero no pensaban reconocerle como rey, sino servirse de él como mero instrumento. Tenían sus propios propósitos oscuros, y él les servía de pretexto para aquella demostración nada original de agresión ateniense. Ni siquiera le habían consultado respecto a la ruta de ataque.
Bien, pronto se darían cuenta de su error. Una vez que estuviera en Pela —una vez muerto Filipo, cuando la asamblea le hubiese jurado acatamiento— pensaba demostrar a los atenienses lo necios que habían sido al subestimarle. Les acosaría de tal modo al norte, que les disuadiría de volver jamás.
Pero entretanto lo único que deseaba era hallarse cuanto antes en terreno seco y firme para no verse nunca con el estómago en la boca. Al menos a tal propósito, Macedonia era ideal.
—Pasado mañana serás proclamado rey en Egas.
Arrideo dio un respingo, se volvió y vio a Mantio, el lugarteniente de la expedición.
—Ojalá pudiera estar para verlo —prosiguió Mantio, sonriendo de un modo casi desdeñoso.
—Claro que estarás.
Arrideo, dominando un súbito arrebato de pánico, alzó la mano como si fuese a suplicar y volvió a bajarla despacio.
—Desgraciadamente, no —replicó el ateniense sin dejar de sonreír y meneando la cabeza—. Pensamos que no era prudente… no querrás presentarte ante tus subditos como vasallo de un estado extranjero. Nosotros nos quedaremos en Metona.
—Solo no podré tomar Egas —argüyó Arrideo con énfasis. Y, curiosamente, en aquel preciso momento, notó que se le pasaba el mareo.
—No, claro que no. Irás con la fuerza mercenaria, con tus macedonios y algunos atenienses, pero comprenderás que, por tu bien, no podemos hacernos notar.
Mantio hizo una pausa y se puso a observar la costa, cual si esperase ver algo.
—Y, desde luego —prosiguió—, si llegara el caso, yo estaré con los barcos y las compañías de soldados en Metona, apenas a un día de marcha. Pero no tendremos que intervenir.
—¿Tan seguro estás?
—Tu hermano Filipo está reclutando hombres para rehacer el ejército aniquilado con Pérdicas y suscitará descontentos. Además, Egas es la antigua capital y la aristocracia siente que ha perdido prestigio y te secundará.
—Y sabrán, por supuesto, que me apoya Atenas.
—Por supuesto.
—¿Y qué hay de ese ejército que Filipo reconstruye?
Mantio se limitó a encogerse de hombros.
—Los campesinos no se convierten en soldados de la noche a la mañana —contestó con un tono monocorde que traducía su desdén por los rústicos macedonios—. Supongo que será una simple chusma, y tú cuentas con fuerzas experimentadas.
—Unos centenares de mercenarios. El resto apenas cuenta.
—Y caballería.
—A Filipo caballería no le faltará.
—Cuando Filipo llegue a enterarse de que has desembarcado, dominarás Egas y la mayor parte de la planicie sur. En este momento, los macedonios no tendrán muchas ganas de enzarzarse en una guerra civil y dejarán solo a Filipo cuando vean tu poder. Afortunado puede considerarse si escapa con vida; créeme.
Pero a la mente de Arrideo acudió fugazmente un recuerdo de la niñez, cuando estaba con su hermano jugando a la guerra con duelas de barril en las cuadras de palacio. ¿Qué edad tendrían? Apenas siete u ocho años. Arrideo había tendido una emboscada y esperaba impaciente, agazapado detrás de una ánfora de aceite vacía, callado como un muerto y pensando en lo bien que iba a sorprender a Filipo cuando bajase por la única escalera hasta el montón de heno; pero Filipo le había visto por las grietas del suelo de madera y había saltado audazmente los casi quince codos, aterrizando justo detrás de él. Aún recordaba Arrideo su sorpresa al sentir contra su espalda la punta de la madera que esgrimía Filipo. «No sabes ser astuto; pero yo sí», había dicho Filipo, riendo.
Los atenienses habían dado a Arrideo un hermoso caballo, cuando menos. Era un corcel blanco, no tan grande como los animales macedonios, pero de muy buena planta. Un caballo digno de un rey. Pero con el ejército no estaba tan contento.
Su núcleo eran seis compañías de mercenarios corintios y tebanos al mando de un tal Timoleonte, un hombre brutal y cínico, que, como única conversación, sólo sabía enseñar sus cicatrices y explicar cómo se las habían infligido. Demóstenes le había contratado, a doble precio del habitual, y a pagar por el tesoro de Macedonia cuando tomaran Pela, y era Demóstenes quien garantizaba su capacidad en el combate. Pero los mercenarios combatían por la paga, y sólo un necio —como no tardaría en constatar Arrideo— puede confiar en su lealtad.
Había aproximadamente otro centenar de voluntarios macedonios, exilados como él, que, igual que Arrideo, sabían que no podían esperar clemencia si les derrotaban; en ese aspecto, al menos, sí que se podía confiar en ellos, pero lo cierto era que, en términos generales, inspiraban menos confianza que los hombres de Timoleonte.
Algunos eran delincuentes comunes, asesinos y ladrones, pero en su mayoría eran simples descontentos: segundones, aristócratas y desheredados, enemistados con sus familias, rebeldes por temperamento y hombres que se habrían opuesto a cualquier régimen; había también aventureros atraídos por el botín y quizás por una vaga venganza. De hecho, un par de ellos estaban medio locos.
Y eran como mujeres; siempre peleándose. En el escaso mes que llevaba con aquellos hombres, ya había habido tres asesinatos. Uno había muerto apuñalado por un amante celoso, otro por efecto de un golpe con una banqueta en una riña de juego, y al tercero le habían encontrado el día antes de salir de Atenas, sentado y apoyado contra el muro del cuartel, estrangulado con la cuerda de un arco tan fuertemente ceñida al cuello, que cuando se la quitaron tenía pegada sangre reseca. Arrideo sospechaba que habría pocos que ignorasen quién era el asesino —alguien que, en aquellos momentos, convivía con ellos— pero, por razones tan oscuras como su fin, el muerto no gozaba de simpatías y nadie se había molestado en hacer justicia.
Y cuando no se peleaban, se dedicaban a fanfarronear sobre lo que harían, lo que se divertirían y cómo ajustarían cuentas cuando tuviesen pisado el cuello a éste y aquél, una vez en la patria. La patria: algo que para ellos no significaba, al parecer, otra cosa que el solar para una orgía sin fin. Todos esperaban que el rey agradecido, su compañero de armas, les hiciese nobles y les enriqueciera a tal extremo que no habría suficientes tierras y tesoros en Macedonia. ¡Extraños cortesanos se había agenciado! Arrideo había llegado a la conclusión de que, si entraban en combate, pondría a sus honorables compatriotas en primera fila para que Filipo gastara sus fuerzas matándolos. En cuanto a los supervivientes, cuando se viera bien afirmado en el trono, ya encontraría algún pretexto para condenarlos a todos a muerte, pues no le cabía duda de que, al cabo de uno o dos meses de ver cómo se conducían, el pueblo le quedaría agradecido por acabar con aquella pandilla de facinerosos. Sí, eso podría constituir el fundamento de la popularidad que necesita un rey para perdurar.
Los atenienses le habían dicho que Filipo concitaba ya el descontento popular.
Arrideo sintió una dolorosa contracción de estómago y recordó por enésima vez desde mediodía que había sido un grave error no desayunar. Su ánimo estaba demasiado excitado para hacerlo —ya que al final de la jornada era muy probable que se hallara en el palacio real como rey de Macedonia, aunque no le hubiesen proclamado—, pero unas cucharadas de gachas habría debido comer cuando menos. Ahora, montado en aquel magnífico corcel, a la cabeza del ejército y quizás a no más de una hora de la incruenta victoria que sería la toma de Egas, comenzaba a sentir una especie de vértigo. Pero no era más que su estómago vacío que protestaba. Había de esforzarse por no confundirlo con miedo.
Así, para distraerse, pensó en el camino. Era el mismo que había tomado para marchar al destierro; el viejo camino en el que se había dado cuenta que iba a estar solo.
Él y Arquelao lo habían recorrido juntos, montando a caballo dos horas antes del amanecer y cabalgando rápido por si Tolomeo enviaba hombres a perseguirlos. Habían llegado a Egas exhaustos.
—Aquí hemos de separarnos —había musitado Arquelao en la oscuridad de la habitación en la que descansaron aquella noche, en una taberna junto a la puerta oeste—. Como nos buscan a los dos, por la mañana, yo me dirigiré al oeste y tú al sur. Nos encontraremos en Atenas.
Nunca olvidaría el miedo que había sentido, ni la voz fantasmagórica de su hermano, como si ya fuese una sombra del Hades.
A la mañana siguiente, había emprendido aquel mismo camino solo, y en Atenas no se habían vuelto a ver porque Arquelao había muerto en Corinto. Ni siquiera sabía dónde estaba enterrado.
Hacia ellos se dirigía un jinete de las patrullas de avanzadilla, descendiendo una colina; iba al galope y Timoleonte, que se había situado en la columna detrás del futuro rey, se dirigió al trote a su encuentro.
Vio que regresaba serio e inexpresivo.
—Han cerrado las puertas de Egas —dijo, poniendo su caballo a la altura del de Arrideo, casi rozándole—. Deben haberles avisado de nuestra llegada.
No significaba nada, pensó Arrideo. El comandante de la guarnición, al saber que una fuerza de tres o cuatro mil hombres avanzaba por el camino de la costa, habría mandado cerrarlas. No se sabía quién podía ser.
—Seguramente tendrán espías en Metona —continuó diciendo Timoleonte—. No hemos visto ningún vigía. En realidad, es un tanto sorprendente que no hayamos visto un alma en todo el camino.
—Las puertas las habrían cerrado aunque supiesen quiénes éramos. Querrán hacerse fuertes para negociar su apoyo.
—Sí, eso debe ser.
Pero Timoleonte no daba la impresión de que se lo creyera.
Al llegar a lo alto de la colina vieron que el camino torcía hacia el interior y, a lo lejos, quizás a una hora de distancia, Egas, tan cerrada como el monedero de un mercader.
—Pronto lo sabremos —añadió Timoleonte.
Era media tarde cuando llegaron a una distancia de las murallas desde la que se oía el quién vive, sin que se hubiese destacado emisario alguno a su encuentro, pero hasta que no estuvieron más cerca de ellas y pudieron ver el rostro de los que les contemplaban desde el adarve, no comenzó Arrideo a sentir que se desvanecían sus esperanzas.
Le conozco, dijo para sus adentros, mirando a uno de ellos que les observaba con los brazos cruzados; un hombre de mediana edad, de rostro coloradote y mirada fiera, con capa de soldado. El comandante de la guarnición. Le conozco… estaba en la guardia real cuando yo era niño.
—¡Epikles! —gritó—. ¡Epikles! ¿No me conoces?
Durante un instante se hizo un silencio.
—Te conozco —contestaron por fin—. Eres el príncipe Arrideo. Te fugaste como un ladrón y vuelves a la cabeza de un ejército. ¿Qué quieres?
—Baja aquí, Epikles, que hay cosas que se hablan mejor en privado. Yo respondo de tu seguridad.
—De ella responden mis soldados, príncipe. Te lo pregunto de nuevo: ¿Qué quieres?
—No queda más remedio que responder, señor —musitó Timoleonte, casi al oído de Arrideo—. Si tienes capacidad de la elocuencia, éste es el momento de demostrarlo.
Sí que era el momento, y Arrideo sintió que se le vaciaba el corazón como un jarro resquebrajado.
—Os traigo la libertad, Epikles —gritó, consciente de su voz un tanto hueca—. Garantizo la libertad de todo hombre decente. Os libraré de…
—¿De qué, príncipe? ¿De qué vas a librarnos con esa chusma de mercenarios extranjeros? ¿O de quién?
Tal vez fuese entusiasmo, tal vez fuese ira, pero el rostro del viejo militar se ensombrecía cada vez más, cual si contuviera la respiración.
—Habla, príncipe… ¿de qué quieres librarnos?
—Os libraré de la tiranía, os libraré…
—Ah, o sea que quieres librarnos de Filipo. Ya. Vas a hacernos el favor de gobernar en su lugar —le interrumpió Epikles, mirando a los oficiales que le rodeaban, como si los contase—. Pues no te molestes, príncipe. Hemos visto cómo es y hemos visto cómo eres, y preferimos el rey que tenemos.
Desde la muralla llegó el sonido de unas risas, y Arrideo pudo oír hasta un débil eco de las mismas a sus espaldas. Y en ese instante comprendió que Demóstenes se la había jugado y que nunca sería rey de Macedonia, que nunca volvería a ser nada. Su indignación era como hierro al rojo vivo.
—¡Epikles, entrégame la ciudad y su guarnición o la tomaré! —gritó—. ¡Te colgaré de la puerta principal y arrojaré tu cadáver a los perros!
—No será con mi carroña con la que se alimentarán los perros, príncipe, pues si no me engaño, Filipo ya está en camino.
Dicho lo cual, desenvainó su espada, arrojándola en fulgurante vuelo hasta el polvo, a los pies del caballo de Arrideo, que se sobresaltó.
—Príncipe, te ofrezco este último gesto de cortesía, pues estaba al servicio de tu padre desde antes de que nacieras y yo honro a la dinastía de los argeadas. Toma mi espada y retírate a algún lugar discreto para arrojarte sobre ella. Te brindo una muerte tranquila con cierta dignidad, pues no creo que tu hermano el rey se muestre tan clemente.
Arrideo, desbordado por la ira, iba a responder al desafío, cuando Timoleonte le asió de la capa, tirándole casi del caballo.
—Quieto, imbécil —musitó entre dientes—. No podemos tomar la ciudad; ni con cuatro mil hombres, ni en un día ni en dos. ¿No ves que hemos perdido la partida?
La furia de Arrideo se le desvaneció con la misma rapidez con que le había surgido y la sustituyó un miedo atroz que le hizo temblar. Aquél que apenas hacía una hora le había tratado de rey ahora le insultaba y le llamaba imbécil. Era evidente que le abandonaban.
—Mi hermano no traerá muchas tropas —replicó, sintiendo que la voz le temblaba. Ya era un prodigio que fuese capaz de hablar—. Podemos vencerle…
—Véncele tú, que a mí me han dicho que tu hermano no es ningún corderito. ¿Crees que vamos a arriesgarnos sólo por ti? Me vuelvo con mis hombres a Metona; puedes venir si quieres, o ve solo a derrotar a Filipo.
Y así, sin disparar una sola flecha, concluía la campaña de Arrideo para proclamarse señor de Macedonia. ¿Qué sería de él? Quizás algún macedonio entrase en su tienda aquella noche a cortarle el cuello. Quizás presentasen su cabeza a Filipo como ofrenda a la paz. O quizás —y era lo peor— seguiría viviendo, llegaría a viejo y caería en el olvido, salvo como ejemplo de irrisión.
Notó que cogían su caballo de la brida para alejarlo de allí; oía a los soldados maldiciéndole y murmurando que era tonto y cosas peores; no les pagarían y le echaban a él la culpa. Iba obnubilado. Era una nulidad.
No supo cuánto duró aquello. De pronto le sacaron de su ensimismamiento unos gritos a su alrededor, y le bastó con volver la cabeza para saber qué sucedía. En dirección norte, a través de la planicie, se veía el polvo que levantaba una larga columna de caballería.
—Después de todo, vas a salirte con la tuya —refunfuñó Timoleonte—. No podemos huir y tendremos que hacerle frente —añadió, inclinándose sobre el cuello del caballo y haciéndose sombra en los ojos para ver mejor.
—Reza algo, príncipe, pues tu hermano caerá sobre nosotros antes de una hora.