Filipo estaba cenando cuando le comunicaron que había llegado un emisario de Lincestas, que solicitaba audiencia con el rey en cuanto fuera posible; pero él tuvo al embajador aguardando medio mes. No había prisa. La espera, al fin y al cabo, era lo propio de los embajadores, y las relaciones con su tío Menelao, que había firmado una alianza con los ilirios, no podían ser peores. Además, Filipo ya se imaginaba lo que iban a decirle.
Menelao habría debido darse cuenta de que, por muy peligrosos que fueran los ilirios como enemigos, más peligrosos eran como aliados. Estaban al corriente de las presiones a que le sometían los ilirios para llegar a un acuerdo sin que interviniera Bardilis. Bien. Menelao era un tonto traicionero, pero Lincestas formaba parte de Macedonia y Filipo no estaba dispuesto a verla caer en manos enemigas. La dificultad radicaba en que no tenía medios para evitarlo.
Razón de más para mantener al embajador a la espera.
Mientras tanto, envió mensajeros a los comandantes de las guarniciones de la frontera noroeste, ordenándoles enviar espías a Lincestas para averiguar si estaban efectuando una leva en los pueblos; era la época de la cosecha y dentro de dos meses los pasos de las montañas estarían cubiertos de nieve. Si Menelao estaba poniendo al país en pie de guerra, significaba que contaba con enfrentarse a los ilirios antes de finalizar el verano.
Y en éstas llegó la carta de Aristóteles. Era muy probable que él también estuviese en guerra a no tardar y, además, Arrideo no pensaba regresar.
Enseñó la carta a Glaukón, pero el anciano no reaccionó como él esperaba.
—¿Qué es lo primero que has sentido —inquirió—, dolor o cólera?
—Dolor y… miedo. Temo la guerra con Atenas.
—¿Y tu corazón no se endureció contra Arrideo?
—No.
—¿Y le habrías acogido de buena gana?
—Sí. Es mi hermano y mi amigo.
—Lo que demuestra que aún no has aprendido a ver la vida con ojos de rey, para quien los parientes más próximos deben ser los más sospechosos. Espero que tu afecto por la familia no se vuelva contra ti.
Esto hizo reír a Filipo; pero era una carcajada destemplada.
—No creo que vuelva a cometer ese error —dijo—. No me queda nadie más.
Glaukón meneó la cabeza, cual si juzgara de mal gusto el comentario.
—Debes volver a casarte, mi señor. Tienes que engendrar hijos en quien depositar tu afecto.
—¿Porque es mi deber como rey?
—No es el sufrimiento del rey lo que lamento, Filipo, sino el tuyo.
—Si Arrideo vuelve con un ejército ateniense, y no he muerto, acabaré con él.
—Lo sé, lo sé.
Después de hablar con Glaukón, Filipo quemó la carta de Aristóteles y no habló de ella con ninguno de sus lugartenientes. Y no volvió a mencionar el nombre de Arrideo, contentándose con alertarles para que estuvieran atentos por si los atenienses reforzaban sus tropas en Pidna y Metona.
El decimoquinto día de su llegada, el embajador del rey Menelao entraba en el despacho de Filipo.
Se llamaba Clito, Filipo le recordaba de su estancia en Lincestas y le parecía extraño que Menelao hubiese enviado a pedir ayuda a aquel hombre grueso, vocinglero y despótico, de mediana edad y de actitud altiva con quienes consideraba inferiores a él, fuese en rango, fortuna o experiencia. Y pensó Filipo que tal vez su tío creía poder forzarle a una alianza.
—Llevo en Pela bastante tiempo —comenzó diciendo Clito, ahorrándose los prolegómenos habituales— y no tengo costumbre de que me hagan esperar.
—Es el sino de los suplicantes —replicó Filipo sonriente, como si estuviese hablando con un tercero que nada tuviera que ver con ellos dos—. Hasta me ha sorpendido un tanto que mi tío envíe a una persona como tú —prosiguió, después de una pausa, para que el otro asimilase la ofensa—. Aunque quizás es porque piensa que lo importante era el mensaje y no el mensajero.
Era una especie de prueba. Si Clito no estaba acostumbrado a esperar, tampoco lo estaba a dominar su carácter, y Filipo sentía curiosidad por ver hasta qué punto aguantaría sus groserías. Le serviría como indicio del temor que abrigaba respecto a regresar a su país sin haber llevado a cabo su misión, lo que a su vez le valdría para intuir cuál era la auténtica situación en Lincestas.
El rostro de Clito se ensombreció a la par que se tensaban los músculos de sus mandíbulas, pero no replicó e incluso se contuvo como si no hubiese oído nada. Era evidente que Menelao se encontraba en grave apuro.
—A mi hermano Pérdicas le causó gran decepción que el rey Menelao se aliara con los ilirios —añadió Filipo, yendo hacia su escritorio y tomando asiento sin ofrecer al embajador la silla que había frente a él—. Fue una ofensa a la lealtad que debe a la casa real de Macedonia y, lo que es peor, un error.
Sí, Clito no replicaba a ninguna de las dos acusaciones. Se le veía incómodo, cual si los desafueros de que hablaba Filipo fuesen cosa suya y ahora se le pidieran cuentas.
—Supongo que mi tío te ha confiado un mensaje para mí.
Con toda evidencia, aquellas palabras fueron un alivio para el embajador del rey de Lincestas, pues inmediatamente se cuadró de hombros, como si se hubiese desembarazado de una pesada carga. Por fin le daban opción a hablar.
—Mi señor Menelao recuerda complacido la ocasión en que llegasteis herido y perseguido al reino de Lincestas buscando refugio —comenzó a decir Clito, recitando algo aprendido de memoria—. En aquel entonces os acosaban enemigos y el señor de Lincestas acogió al hijo de su hermana. Ahora, de nuevo, cuando Macedonia se halla desgarrada y acosada como un corzo perseguido por los perros, mi señor Menelao desea daros su protección, no como un rey que ofrece alianza a otro, sino como un tío que asume el lugar del padre de un sobrino huérfano…
A esto siguieron frases de parecida tesitura, que Filipo escuchó con perfecta compostura sin permitirse una sonrisa. No podía saberse si Menelao creía realmente todo aquel absurdo, si pensaba que él se lo creería o si, simplemente, intentaba preservar su dignidad.
El meollo de la cuestión era, naturalmente, que Menelao estaba dispuesto a romper su alianza con los ilirios para formar una alianza ofensiva con Filipo y atacar a Bardilis para expulsarle de la Macedonia septentrional. El plan no representaba ventaja alguna para Filipo, pues, aunque saliera bien, Menelao seguiría siendo un reyezuelo independiente, en situación prácticamente igual con el de Pela, y Macedonia quedaría indefensa en el sur y en el este. Pero se suponía que Filipo había de hacer abstracción de todo esto en pro de sus sentimientos familiares.
Por fin, Clito dejó de hablar y alzó un tanto la cabeza, como si esperase una respuesta favorable.
—Es asunto grave —dijo Filipo muy serio, cual si quisiese reprimir el deseo de abrazarle agradecido—. En asuntos de guerra y paz debo consultar con mi consejo, y te ruego que tengas paciencia.
Clito hizo una cortés reverencia, Filipo se la devolvió y se dio por concluida la audiencia.
Al día siguiente, Filipo salió de Pela para recorrer las guarniciones del oeste. Escribió una carta al embajador de Lincestas para que se la entregasen cuando ya él estuviese fuera de la ciudad, diciéndole en ella que daría contestación a Menelao a su regreso, al cabo de un mes aproximadamente.
—Dentro de un mes el tiempo ya no será tan bueno para organizar una campaña —comentó Lakio. El cielo matinal estaba aún gris perlado cuando la guardia de honor de cincuenta jinetes cruzaba la puerta oeste. Él y Korus, que eran algo más altos que el rey, intercambiaron una mirada por encima de Filipo.
—Exactamente —dijo Filipo, sonriendo para sus adentros—. Así me ahorro una negativa embarazosa.
Los tres habían leído los informes sobre preparativos de guerra en Lincestas.
—Entonces, ¿vas a dejar a Menelao abandonado a su suerte?
Filipo asintió con la cabeza. De momento era la única contestación que daba.
—No tengo otro remedio —dijo al fin—. Salvo, acaso, hundirme con él.
—Algo que él no haría por ti —dijo Korus, casi con feroz satisfacción.
—Ni debe —añadió Filipo, encogiéndose de hombros y meneando la cabeza, como descartando una duda o quizás una simple tentación—. Una nación no es algo propio que un rey pueda malgastar a su gusto. ¿Están obligados los hombres a luchar y morir a causa de querellas y lealtades personales? El rey que supedita el bien de su pueblo a sus propios sentimientos no merece vivir, y menos gobernar.
—Sin embargo, es lo que hacen casi todos —replicó Lakio—. Es lo que siempre han hecho y hasta lo que se espera de ellos.
Filipo se echó a reír y puso el caballo al trote, obligándoles a ponerse a su altura.
—Tal vez por eso el mundo es un lugar de tanta pendencia —dijo.
Y en los aposentos privados que ocupaba en el palacio de su abuelo, era precisamente en una pendencia personal en lo que centraba su atención Pleuratos, quien mentalmente se consideraba ya rey de los ilirios. Detestaba al anciano Bardilis, pues jamás había pensado que alcanzase tan luenga edad «el viejo Bardilis», único título que él le atribuía, como si ello le autorizase a ignorar todo vínculo consanguíneo. Detestaba al viejo por obstaculizar sus proyectos, por recomendarle paciencia, por hacerle doblegarse a su voluntad, por negarle el nombre de rey y el poder absoluto en todo. Odiaba a su abuelo por no tener la decencia de morirse de una vez.
Y por ello, Pleuratos había decidido acabar con él aún en vida. Iría quitándole poco a poco aquel poder que el anciano tanto atesoraba, casi como el último placer que le quedaba, postrer vínculo con la vida. Si Pleuratos no podía gobernar con la tajante autoridad de su palabra, gobernaría a hurtadillas. Su venganza sería esa: gobernar él, en definitiva.
Y el instrumento que había elegido era Xuto, comandante de mediocre capacidad, que Bardilis había enviado como jefe de una guarnición próxima a los accesos del paso de Pisoderi, para alejarle de la corte. Xuto, al ser de una familia relevante, se había sentido muy humillado, pero Pleuratos le había convencido de que en su reinado tendría un gran futuro.
«Debes provocar un incidente —le decía Pleuratos en su carta—. Elige un pueblecito junto a la frontera con Lincestas y envía quince o veinte hombres de tu confianza para arrasarla; quema las casas y pasa a cuchillo a los habitantes, incluidos mujeres y niños; sí, sobre todo las mujeres. Y deja que tus soldados se diviertan, porque quiero que el incidente se achaque a los de Lincestas y la gente se enardezca. Cuando lo hayas llevado a cabo, espera pacientemente tu recompensa, que la tendrás».
Pero de nuevo Pleuratos actuó a destiempo.
—Ha tardado demasiado —dijo Filipo cuando se enteró de la incursión; pues en ningún momento se le ocurrió pensar que Menelao fuese responsable de semejante tontería, que se notaba era una provocación—. Quizás el tiempo se mantenga y Pleuratos pueda situar fuerzas a este lado del paso, pero ni los ilirios podrán conquistar un país cubierto de nieve hasta la cruz de los caballos. Menelao podrá resistir por lo menos hasta el deshielo de primavera.
Pero la invasión de Lincestas, ya inevitable, confirió mayor significado a otra noticia que llegó casi en la misma posta. Ayax, rey de los eordeos, estaba a punto de morir.
Filipo esperó a que oscureciera para ordenar que compareciese Deucalión. Cuando el joven entró en su tienda, le entregó el informe y aguardó en silencio a que lo leyera.
—Hace casi cinco años que no veo a mi padre —dijo Deucalión, como ligeramente asombrado al pensarlo.
—Debes acudir a su lado —dijo Filipo, sentado detrás de la mesa que utilizaba de escritorio en campaña, jugueteando nervioso con un estilo, recordando el día en que había muerto Amintas—. Debes estar allí cuando… Querrá hablarte y luego tú serás el rey.
El rostro del muchacho, que no debía haber pensado en la contingencia, se ensombreció.
—Mañana saldrás a caballo con una escolta de veinte hombres —continuó Filipo impasible—. Te acompañarán hasta la frontera y allí te encontrarás con la escolta que envíen los ministros de tu padre. He enviado esta tarde un mensajero y en mi escrito digo que el rey de Macedonia reconoce a Deucalión, hijo de Ayax, heredero al trono de su padre; a nadie más. Creo que entenderán y no pondrán en entredicho tus derechos, pero no me escribas hasta que no hayas recibido juramento de fidelidad. Luego, puedes organizar como mejor consideres el regreso de tu hermano.
—¿Quieres que Ctesio regrese conmigo?
Filipo meneó la cabeza, cual si no entendiese la pregunta del sorprendido Deucalión.
—Contigo no. Después de ti. Las primeras horas de un nuevo reinado son siempre peligrosas, pero teniendo a tu hermano en mi poder estarás más protegido. Así, si algún rival te mata, seguiré teniendo en mis manos al heredero. Ctesio regresará cuando tengas consolidado el poder. De todos modos, no es esto de lo que quiero hablar contigo. Macedonia entrará pronto en guerra con Iliría… bueno, ya lo estamos, pues en estos momentos los ilirios se disponen a invadir Lincestas. Tengo que saber de parte de quién están los eordeos.
Deucalión se quedó un instante como si le hubiesen abofeteado.
—Si pones en libertad a mi hermano, puedes contar con mi lealtad —dijo casi con rabia—. Con nuestra lealtad. Has sido como un padre para nosotros.
Filipo se mantuvo serio e impenetrable.
—Cuando seas rey sabrás que hay obligaciones más importantes que la amistad. Los eordeos olvidan a veces que son macedonios.
—Pero tú me has hecho recordar que somos un solo pueblo —replicó el heredero de Ayax, dando un paso al frente con los ojos bañados en lágrimas—. Conforme a tu palabra yo… Pídeme el juramento que quieras y lo pronunciaré.
—No necesito juramentos —replicó Filipo, sonriendo por primera vez—. Me basta con saber lo que siente tu corazón.
—¿Qué deseas de mí? —inquirió Deucalión, casi con alivio.
—Nada —contestó Filipo, levantándose y llegándose a él para echarle el brazo por los hombros—. Ya hablaremos en otro momento. Ahora, vuelve a tu tienda. Rehuye a los demás… tu padre agoniza y puede ser la última oportunidad de hallarte a solas con tu aflicción.
Deucalión había demostrado ser buen soldado y era apreciado por los hombres de Filipo. Por consiguiente, cuando por la mañana el rey le abrazó, deseándole buen viaje, el ejército macedonio le despidió con vítores.
—Nuestro joven amigo tiene cara triste —comentó Lakio, contemplando a la guardia de honor alejarse hacia el oeste.
—¿Te sorprende? —inquirió Filipo, alzando una mano y saludando, pese a que Deucalión ya se hallaba demasiado distante para verlo—. Va a enterrar a su padre y a ser rey de los eordeos. No hay de qué envidiarle.
—No es lo que le aguarda lo que le apena —replicó Lakio con una breve carcajada—, sino lo que deja atrás. Filipo, ¿no sabes que preferiría mandar una ala de nuestra caballería a ser rey de Persia?
—Estupendo. Así, quizás pueda impedir que sus nobles se alien con los ilirios cuando Bardilis invada Lincestas.
—¿Es lo único que le has pedido?
—Pedirle más habría sido como cortarle el cuello. Cuando un rey es poco más que un muchacho, los nobles piensan que no hay que obedecerle más que cuando les conviene, y puede que no les convenga ponerse de parte nuestra en contra de los ilirios, sobre todo ahora que debemos parecerles el bando más débil; pero sí que puede convencerles a que esperen hasta ver las cosas más claras. Pero no temas, Deucalión pondrá de nuestro lado a los eordeos cuando llegue el momento.
Filipo se volvió hacia Lakio y le dirigió una firme sonrisa, una sonrisa que en cierto modo daba a entender la perfecta confianza de alguien que no puede permitirse un error.
—Tengo unas cartas que contestar —añadió un poco a la ligera—. Si alguien me necesita, estoy en mi tienda.
Pero una vez que hubo bajado el batiente de la entrada, señal para que el centinela supiera que no quería que le molestasen, no abrió el escritorio de campaña, se sentó en el borde de la cama y contuvo sus ganas de llorar.
En aquellos años transcurridos desde la muerte de su esposa se había entregado de lleno al trabajo, sin apenas concederse el respiro de ceder a un impulso personal. Glaukón decía que aún no había aprendido a ver la vida con ojos de rey, pero sí que lo había intentado; había cultivado un desapasionamiento frío, decidido a que el gobernante prevaleciera sobre el hombre, con la esperanza de que sería más fácil ser rey de Macedonia que el hombre Filipo, un individuo que se sentía a la deriva en la vida.
Pero la marcha de Deucalión le afectaba curiosamente. De pronto, se sentía como si aún estuviera arrodillado junto al lecho mortuorio de Fila, musitándole mentiras a propósito del niño abortado por cuyo nacimiento ella había dado feliz su propia vida: parecía sentir sus dedos yertos cerrados sobre su mano. Esposa e hijo habían sido entregados a la misma pira funeraria para que la llama purificara los cadáveres.
Deucalión también la recordaba, y, aunque desde aquel día no habían vuelto a pronunciar su nombre, los dos compartían el recuerdo. Era un vínculo entre ambos.
Ahora se había roto el vínculo y Filipo se sabía irremisiblemente solo.
«Mejor será acostumbrarse. ¿Qué rey no está solo?», pensó.
Era casi mediodía cuando llamaron su atención voces fuera de la tienda.
—… pero por esto no le importará que le molesten —gritaba Korus.
Filipo se asomó y la fuerte luz del sol hirió sus ojos.
—¿Qué sucede?
—Ha llegado un mensajero… —contestó Korus con enérgico ademán, como si señalara a alguien junto a él, pese a que no había nadie—. Viene del sur, Filipo, y dice que los atenienses han desembarcado fuerzas en Metona.