Arrideo no se había adaptado a la vida del exilio. Atenas era una ciudad divertida y cómoda, y unos amigos con intereses comerciales en el norte le aportaban una pensión acorde a su rango y a su potencial utilidad, pero nunca se había encontrado a gusto. Y no era que sintiera nostalgia. No era Macedonia ni su círculo de amigos y la familia lo que echaba de menos. Era algo más, algo que él había abandonado la noche siguiente a la muerte de Alejandro, al huir de la purga que sabía desencadenaría Tolomeo entre los miembros de la dinastía argeada que constituyeran un peligro para su poder. Se trataba más bien del hecho de no sentirse importante, pues en Atenas nadie se lo tomaba en serio como para pensar en asesinarle.
Por ello, la reacción al recibir la carta de Filipo fue compleja.
Se la entregó, con desagradable falta de protocolo, Aristóteles, que acababa de regresar de Pela a donde había ido a visitar a su padre. Los dos jóvenes se conocían desde niños, pero en Atenas apenas se veían. Aristóteles, con toda evidencia, adoptaba una cautela lógica y comprensible, ya que a Arrideo la asamblea le había declarado traidor, pero, de todos modos, era un distanciamiento que el exilado no estaba dispuesto a perdonar, pues, como todos los desterrados, guardaba buen recuerdo de cualquier insignificancia. Por ello, cuando Aristóteles llegó una mañana a la casa que Arrideo tenía alquilada cerca de la stoá de Zeus, y un criado le hizo pasar al jardincillo en donde el amo desayunaba, la acogida no fue de lo más cordial.
—¿Cuántos años hace? —inquirió Arrideo sin preámbulos—. Hará seis o siete —añadió con una leve sonrisa, al ver que Aristóteles no contestaba—. Por consiguiente, creo que estoy en mi derecho a sorprenderme.
—No más que yo —replicó Aristóteles, sentándose sin que le invitasen en un banco de mármol junto a la fuentecilla del centro del jardín—. Claro, estás ofendido porque te he estado eludiendo todos estos años, pero, dadas las circunstancias, tu actitud es un tanto pueril… Pela no es Atenas, pero prefiero seguir decidiendo si he de venir de tarde en tarde, ya que mi posición me obliga a no ignorar los prejuicios de los poderosos.
—¿Y qué te trae hoy por aquí?
—Me envían los poderosos.
Arrideo estaba tan sorprendido, que, sin pensarlo, llenó una copa de vino y se la ofreció a Aristóteles.
—¿Y qué tal le va a Filipo de rey? —inquirió, una vez sobrepuesto.
—Me da la impresión de que él no considera su situación en términos tan personales —contestó Aristóteles, un tanto en tono de censura, después de probar el vino, hacer una mueca y dejar la copa—. Es muy activo, cosa que siempre ha sido. Yo diría que sigue siendo el mismo.
—De todos modos, un hombre tendría que ser de piedra para no sentirse halagado de semejante encumbramiento.
—Yo creo que él estaría dispuesto a cambiar ese «encumbramiento» por medio mes comiendo rancho con su ejército.
Como Arrideo esbozaba una sonrisa desdeñosa, Aristóteles añadió:
—Sí, creo que tiene más autoridad real de la que tenía su padre. ¿Te sorprende? Le siguen llamando «Filipo», pero le obedecen con toda naturalidad sin parar en mientes.
—¿Y qué es lo que quiere de mí?
—No tengo ni idea —respondió Aristóteles, como mirando al infinito—. ¿No es el rey él? No soy ningún confidente real.
Dicho lo cual, sacó de un pliego de la túnica un rollo pequeño, que tendió a Arrideo, quien se lo quedó mirando un instante antes de cogerlo. Estaba lacrado con el sello de Macedonia, y, al abrirlo, vio que llenaba el pergamino la escritura suelta y fluida del propio Filipo.
—Yo te dejo —musitó Aristóteles, como si lo hubiese decidido de pronto y saborease su triunfo—. No me cabe duda de que querrás estar a solas.
Pero Arrideo estuvo a solas un buen rato antes de decidirse a leer la carta del rey de Macedonia; permaneció no menos de un cuarto de hora con el escrito en la mano, mirándolo, cual si su mera existencia fuese sorprendente de por sí y excluyera todo interrogante. Hasta sentía casi cierto temor por saber qué decía.
Finalmente, desenrolló el pergamino.
«Mi querido amigo y hermano —decía Filipo; y Arrideo se dijo que era un buen comienzo—, quiero que sepas por mí mismo lo que espero hayas comprendido sin que te lo hayan tenido que decir: que puedes regresar a Pela sin temor alguno. Tendrás, desde luego, que presentarte ante la asamblea, ya que ni siquiera el rey tiene autoridad para derogar la acusación que pesa sobre ti, pero todos saben que nada tuviste que ver en la muerte de Alejandro y me bastará con decir “este hombre fue falsamente acusado y estoy plenamente convencido de su inocencia” para que el asunto quede zanjado. No abrigues temor alguno, pues será un simple juicio protocolario, pero hay que respetar los formalismos legales. Una vez hecho, se te devolverán tus propiedades y eres libre de reanudar la vida a que por tu rango tienes derecho. Haré cuanto esté en mi mano para paliar la injusticia que se te hizo».
Arrideo dejó el pergamino un instante, satisfecho de que no hubiera nadie que viese las lágrimas que anegaban sus ojos, como si sintiera por primera vez la carga de aquellos ocho largos años de exilio. «Reanudar la vida a que por tu rango tienes derecho…».
Apenas podía imaginarse cómo sería aquella vida. Era poco menos que un niño cuando su hermano Arquelao le había sacado de la cama de madrugada, dándole la pasmosa noticia de que tenían que huir para salvar la vida: «Tolomeo ya ha dicho que nosotros nos hemos alegrado de la muerte del rey. No es más que el primer paso para acusarnos de traición y asesinato y que nos condenen sin remisión».
Pobre Arquelao, que había muerto de fiebres en Corinto en el primer duro año de exilio, ¿a él, quién podía resarcirle? Arrideo sintió de pronto que su corazón se llenaba de odio contra toda la dinastía de los argeadas, los vivos y los muertos.
Su vista se detuvo en las últimas líneas de la carta de Filipo.
«Vuelve a la patria, hermano, que te necesito. Los lobos andan rondando y estaré más tranquilo teniendo a mi lado personas en quien confiar».
Confiar. ¡Qué sentimiento… qué broma macabra! En una familia en la que cundía la conspiración como nido de víboras, ¿quién sino Filipo podía ser tan ingenuo para decirle eso a un pariente? De los hijos y nietos de los reyes de Macedonia, los confiados habían muerto todos.
No obstante, no dudaba de la sinceridad del ofrecimiento de Filipo. La cuestión estribaba en cómo aprovecharlo lo mejor posible.
Gigaia, madre de Arrideo, había sido la primera esposa de Amintas, pero, al resultar estéril durante muchos años, el viejo rey había desposado a una princesa de Lincestas que le dio un hijo, Alejandro, y una hija. Luego, Gigaia, favorita de su señor, aunque repudiada, había dado, inesperadamente, a luz tres hijos en cuatro años. De no haber vivido Alejandro, Arquelao habría sido rey en su lugar y él, Arrideo, habría estado en la línea sucesoria, ya que Menelao, el mayor de los tres hermanos, había muerto antes de la mayoría de edad. Arquelao era un año mayor que Pérdicas, del mismo modo que Arrideo era dos meses mayor que Filipo. Así, el azar había sido el arbitro de sus destinos y ahora Filipo era rey y él un desterrado abocado a regresar a su patria a guisa de instrumento útil e inofensivo, cuando, por nacimiento, no había ninguna diferencia entre los dos.
No le había importado cuando eran niños, pues no imaginaba para ellos dos otra vida que no fuese la de simples subditos, príncipes de segunda categoría, aptos para combatir en las guerras del rey y, quizás, para sentarse con otros nobles en el consejo; en la infancia se habían tenido afecto sin pensar en las siniestras disputas que enemistaban a sus mayores. Pero, luego, los hados habían intervenido, haciendo perecer a casi todos los argeadas, asignándoles a ambos destinos bien dispares. Ahora sí que importaba.
Sí, ahora a Arrideo se le antojaba que no había sitio en el mundo para Filipo y para él; le parecía un lugar pequeño, en el que se verían constantemente obligados a rozarse, molestándose mutuamente con su presencia. Tal vez Filipo sintiera lo mismo, pero un rey tenía buenas razones para estar satisfecho. Era muy posible que Filipo ni siquiera reparase en la diferencia.
No creía Arrideo que su hermano fuese culpable de condescendencia —no era tan estrecho de miras como para injuriarle con una acusación así, ni siquiera en lo más profundo de su ser— pero que el ofrecimiento naciera de un afecto sincero y estuviese encaminado a resarcirle de un agravio que Filipo casi asumía como propio, lo hacía aun peor; le mortificaba que le devolvieran sus derechos de cuna como un favor que pasara a la posteridad como ejemplo de la magnanimidad y sentido justiciero de Filipo. ¿Con qué derecho, superior al suyo, tenía que ser Filipo garante de tal generosidad? ¿Quién era Filipo para disponer del poder de perdonar o condenar, al lado de él, Arrideo, hijo de rey y en nada inferior, incluso mayor en edad, traído al mundo por una mujer que había sido biznieta de Alejandro primero, llamado Filheleno, cuando la madre de Filipo no era más que una montañesa bárbara, por no decir salvaje? ¿Iba él a aceptar aquel sentimiento de estar a su merced? Le resultaba insoportable.
Tal era su ánimo cuando, por la tarde de aquel mismo día, recibió otra visita; esta vez de su amigo Demóstenes.
Filipo no era el único que había prosperado desde que los tres se habían encontrado en la escalinata de la casa de Aristodemos años atrás. Demóstenes se había hecho famoso en los tribunales, acumulando una notable fortuna y, lo que era más importante, al menos para él, se había convertido en uno de los primeros prohombres del estado ateniense. En cualquier caso, no había perdido su aire de persona insatisfecha, y, al sentarse en el banco del recibidor de Arrideo, daba la impresión, pese a todo el bordado en oro de su túnica, que la vida le había decepcionado cruelmente.
—Me han dicho que hay que darte la enhorabuena —dijo Arrideo, al ver que su visitante parecía que no iba a hablar, por la adusta actitud que adoptaba—. Todo el mundo comenta tu discurso de acusación de Androtión y he oído citar frases por doquier.
—Ese hombre es tonto —respondió Demóstenes, como si la afirmación fuese a la vez un hecho irrebatible y el fallo que le privaba de la dulzura del triunfo—. Se piensa que después de todos estos años hemos de seguir una política de hostilidad contra los persas… ¿Te das cuenta? Algún día lograré barrerle de la vida pública.
—Será cosa de ver —añadió Arrideo, y, viendo que el gran estadista enarcaba una ceja, quizás el máximo gesto de perplejidad de que era capaz, sonrió y continuó—. Parece que la savia de tu vida sea el odio, amigo mío. ¿Qué harás cuando hayas derrotado a todos tus enemigos?
Demóstenes acogió lo justo del comentario con una débil sonrisa.
—Me enfrentaré a los enemigos de Atenas y los venceré… La nación tiene tantos, que creo no me faltarán.
—Bueno, es posible que pronto tengas uno menos.
Pero si Arrideo contaba con el placer de sorprender a su visitante por segunda vez, se vio decepcionado, pues el rostro de Demóstenes permaneció imperturbable, al punto de que, por un instante, pensó que no le había oído.
—Tengo entendido que has recibido noticias de tu hermano el rey de Macedonia.
La voz de Demóstenes expresaba cierto aburrimiento resignado, como si el mundo se hubiese vuelto tan previsible que resultase insoportable vivir en él; pero lo cierto es que alguien le había dicho lo de la carta de Filipo. Arrideo no era tan tonto como para no haberse imaginado hacía tiempo que pagaban a sus criados para que informasen; lo que no se le había ocurrido pensar era que los pagase Demóstenes.
—¿Te ha invitado a volver a Macedonia? ¿Qué te ha prometido? Sea lo que fuere, serías tonto aceptándolo.
—Parece que te recreas llamando tonto a todo el mundo —replicó Arrideo, sin sentirse ofendido, ni siquiera por el hecho de que su amigo hubiese introducido un espía en su casa—. Pero has picado mi curiosidad. ¿Por qué habría de ser tonto?
—Porque en este momento Macedonia tiene muchos enemigos en contra y ningún amigo poderoso que los mantenga a raya. Es evidente para quien se tome la molestia de verlo que el reinado de Filipo no durará un año más. Y si vuelves allí, con toda seguridad seguirás su suerte. Eso si no te manda asesinar nada más cruzar la frontera.
—¿Y por qué habría de matarme?
La primera respuesta fue una cruel risita.
—Mi querido Arrideo, cabe pensar que eso es algo de innecesaria explicación a ningún miembro de vuestra familia —contestó Demóstenes, meneando la cabeza y a punto de soltar una carcajada; pero, de pronto, se puso serio—. ¿Qué rey soportaría la presencia de un rival, y cómo podría tu hermano, en su precaria situación, permitirse el lujo de dejarte con vida cuando tus derechos al trono son tan consistentes como los suyos? No, no, amigo mío, si vuelves a tu país puedes darte por muerto.
Por primera vez desde la recepción de la carta de Filipo, Arrideo sintió una punzada de miedo en las entrañas. No podía ser cierto…
—Conozco a Filipo desde niño —replicó con gesto condolido—. Él me quiere. Y, además, no es traicionero. No va con su carácter.
—Sí, le recuerdas de cuando erais niños; pero ya no es un niño. Es rey. Y el ser rey cambia a un hombre… le hace ver las cosas de distinta manera; por eso hace tiempo que Atenas abolió la monarquía. No puedes fiar tu vida en las impresiones de la niñez. Además, ya ha mandado matar a tu primo Pausanias.
Sí, se lo habían dicho. Pero aquello era distinto. Aquello era…
—Es que Pausanias había cometido traición… Ya en vida de Alejandro, Pausanias se proclamó rey, incitando al pueblo a la revuelta. Y además…
—Y además, Pausanias no era el querido hermano y amigo de Filipo —le interrumpió Demóstenes, con gesto de desdeñosa lástima—. De todos modos, los reyes de Macedonia no se distinguen precisamente por honrar los vínculos de afecto. Y recuerda que Filipo reina en precario y no creo que sea muy estricto en su criterio de lo que constituye traición.
En aquel momento entró una criada con una bandeja en la que traía un jarro de vino y dos copas. Anfitrión y huésped permanecieron sentados en silencio, uno frente a otro, mientras la esclava dejaba la bandeja en la mesa y se retiraba caminando discretamente con sus pies descalzos. La interrupción no había durado ni medio minuto, pero, como una pausa en medio de la tormenta, había bastado para que Arrideo hiciera un inventario de su mísera existencia.
No sabía si confiar o no en Demóstenes, pero la confianza en este caso no era premisa, para la posibilidad de creer que aquel hombre, por el motivo que fuese, decía la verdad. En cualquier caso, se daba cuenta de que había sido ingenuo en pensar que podía volver a Macedonia y reanudar su anterior vida.
No sabía si consideraba a Filipo capaz de una alevosía tan calculada como para invitarle a regresar y hacerle asesinar. No, no lo creía; pero admitía que le convenía creerlo; sí, quería creerlo. Deseaba un pretexto para no tener que someterse a la voluntad y veleidad de su hermano. Y sentía que no deseaba ser el subdito fiel de Filipo; tal vez las manifestaciones de sinceridad de Filipo fuesen fingidas. Era casi un alivio suponer que su hermano había puesto un puñal en la mano de algún asesino.
A veces basta medio minuto para ver la panorámica de toda una vida.
—¿Y qué me aconsejas que haga? —inquirió, una vez que volvieron a estar solos. Se daba cuenta de que Demóstenes le miraba desde el otro lado de la mesa igual que un zorro mira a una gallina—. Si me quedo en Atenas, y no acepto su ofrecimiento, entonces sí que me considerará enemigo.
—Así es como casi seguro te considera ya —replicó Demóstenes sonriente, como si acabara de cosechar un triunfo personal—. Pero no te aconsejo que te quedes en Atenas. Creo que debes regresar a Macedonia.
Al principio, Arrideo se le quedó mirando boquiabierto, como si le hubiese planteado una adivinanza insoluble, y luego, de repente, comprendió.
—Amigo Demóstenes, ¿no podrías quedarte a cenar? —dijo finalmente.
Aunque oficialmente seguía siendo estudiante, Aristóteles había dejado de ir a clase; vivía aún en la Academia, cuya biblioteca utilizaba profusamente para proseguir sus investigaciones en biología y política, pero no juzgaba que allí hubiese ningún maestro del cual aprender. Y no era por simple vanidad del inteligente joven; Platón ya era viejo y participaba poco en las discusiones, y las tendencias intelectuales de los más jóvenes destinados a sucederle no eran del gusto de Aristóteles. Espeusipo, por ejemplo, a quien todos consideraban sucesor del maestro, estaba tan encandilado con la geometría, al extremo de considerar que cualquier cuestión filosófica podía reducirse a pura matemática. El arte, las leyes, la medicina, el modo de gobernar, la naturaleza de la sociedad, eran conceptos que para los de la escuela de Espeusipo se reducían a burdas apariencias. No, cuando Platón muriese, habría llegado el momento de abandonar la Academia.
Mientras tanto, utilizaba la biblioteca, tal vez la mejor de Grecia, y la propia Atenas era un campo educativo para quien se tomara la pena de enterarse de los acontecimientos; en una sola tarde, aprendía más en las casas de los poderosos —casas que siempre estaban abiertas a los brillantes jóvenes de la Academia como él— que en todo un mes repasando viejos manuscritos. No es que desdeñase el estudio de viejos pergaminos —más bien le complacía—, pero también era útil el saber de índole práctico, que, en primer lugar, le proveía de material para sus cartas a Filipo, quien, desde que había sido proclamado rey, le pagaba un estipendio periódicamente para que fuese sus ojos y sus oídos entre sus enemigos de Atenas.
No era ningún acuerdo secreto, pues todos sabían que se había criado con el señor de Macedonia, y Aristóteles tan dispuesto estaba a dejarse sobornar por dar información sobre Filipo, como a aceptar la plata de éste por espiar en Atenas. Nunca habría vendido a su amigo, pero los gobernantes atenienses eran unos tontos que creían enterarse de algo importante oyéndole decir que Filipo, cuyo nombre no conocían la mayoría de ellos medio año atrás, era capaz de citar a Hornero, montaba muy bien a caballo o se abstenía totalmente de prácticas pederásticas. Por el simple hecho de contar cosas sobre el rey de Macedonia, Aristóteles se había convertido en cotizado comensal en las mesas en que los temas políticos estaban de moda.
Además, era de suponer que los prohombres de la ciudad, opuestos como probablemente eran a la monarquía como medio de gobierno, se complacían en cierto modo pensando en que sus nombres figurasen en una carta en la que un rey posaría su vista. Y era indudable que incrementaba el criterio de la importancia que se daban el saber que se les citaba como miembros de tal o cual partido propugnador de tal o cual política. Aparte de que siempre era remotamente posible que aquel joven rey superase su primer año de reinado, y hasta era verosímil que su influencia contase algún día en las oscuras rencillas de poder de los bárbaros del norte, y uno o dos de los gobernantes demócratas de Atenas con visión de futuro había llegado a ofrecer a Aristóteles obsequios de no poco valor para que difundiese sus opiniones en Pela.
Pero Demóstenes no era de éstos, y sin duda habría declinado complacido el honor de ser citado como visitante asiduo de la casa de Arrideo y como propulsor de una política más enérgica y hostil contra el débil estado macedonio. No le habría gustado que Filipo estableciera una relación entre ellos dos.
«Se habla mucho de una especie de expedición —le escribió Aristóteles—, y no sé si dará algún resultado; siempre se habla de expediciones, pero no es cosa fácil que los atenienses aporten el dinero así como así. En cualquier caso, creo que debes dar por descontado que Arrideo no se pondrá de tu parte. Hace ya una semana que le entregué tu carta y aún no me ha dicho palabra. Si tuviese intención de regresar, habría debido ya darme algún mensaje para ti. Yo no he vuelto a visitarle porque no quiero forzarle a que lo confiese. Sigue aceptando invitaciones y no creo que piense emprender viaje porque no ha comunicado al dueño de la casa que vaya a dejarla. Si lo que urde Demóstenes cristaliza, creo que te encontrarás con que tu hermano forma en el bando de tus enemigos».
Aristóteles selló la carta con lacre y la dejó en un cajón. Por la mañana zarpaba un barco para Metona y uno de los marineros era un macedonio de confianza. Dentro de una semana, Filipo sabría que le traicionaban.