Capítulo 36

Al acercarse su nonagésimo aniversario, Bardilis, rey de los dardanios, tuvo que reconocer que llegaba al ocaso de su vida. Ya hacía tiempo que se anunciaba, pero ahora, con sus fuerzas en merma día a día, sentía que se aproximaba su última hora igual que se siente una ráfaga de viento de invierno. Calculaba que moriría al cabo de dos años.

Y, por consiguiente, no le quedaba otro remedio que ir cediendo la carga del poder a su nieto Pleuratos, lo que para él constituía un gran dolor, aun a las puertas de la muerte, pues no le gustaba y sentía recelos de aquel hombre. No por él mismo, pues ya había vivido lo bastante como para temer por su vida; sus temores concernían al futuro que él no había de ver.

A nadie le agrada ver la obra de su vida camino del desastre, y Bardilis sabía, casi con la claridad memorística de un hecho vivido, las fases de la catástrofe, pues su nieto no iba a ser capaz de mantener el imperio que con tantos esfuerzos él había acumulado. Y ahora, en los últimos momentos de su vida, tenía que ser testigo de que Pleuratos emprendiera tontamente una guerra contra Macedonia.

—No sé por qué te angustia tanto —había argumentado Pleuratos con su habitual tono hiriente—. Nos hemos expansionado y hemos afianzado nuestro dominio en toda la región fronteriza… Lincestas es prácticamente una provincia nuestra, hemos aplastado al ejército macedonio y su rey ha muerto. Lo menos que habría podido esperar es que me felicitases por la rotunda victoria.

—Ya tienen otro rey, ¿o es que no te has enterado?

—¿Filipo? —inquirió Pleuratos, encogiéndose de hombros—. Apenas un muchacho impetuoso. Sé a qué atenerme.

—Eso creíste, cuando intentaste asesinarle.

Una antigua querella entre los dos. Bardilis conocía el pacto que había establecido su nieto con Tolomeo y, aparte de la transgresión a la hospitalidad, no le había perdonado la garrafal metedura de pata. Era la clase de absurda empresa con la que se obtiene un resultado desdeñable; había sido a partir de aquel incidente, la mañana en que había entregado un caballo a Filipo, aconsejándole que salvara la vida, cuando sus dudas se habían materializado en convicción. Pleuratos no servía más que como simple jefe tribal; carecía de sentido para reconocer su propia debilidad frente a la fuerza de los demás, no entendía de diplomacia, que era el arte de convertir la debilidad en fuerza aparente… no entendía de nada, salvo quizás de la guerra. Su reinado sería como una serie de incursiones en aumento. Si hubiera habido algún otro —si hubiera vivido alguno de sus hijos o nietos— ya hacía tiempo que habría dispuesto que le cortasen el cuello a aquel imbécil. Él mismo lo habría hecho encantado.

Y pensar cuan fácilmente Filipo habría podido ser su sucesor en vez de aquel zoquete…

—El hecho es que su ejército está destruido —replicó Pleuratos, tras un largo silencio—. Un rey no es gran cosa si no tiene ejército.

—No tardará Filipo en tener un ejército. Pero no se trata de eso.

—Pues ¿de qué se trata?

—Se trata de que no queremos Macedonia porque no contamos con fuerza para conservarla… Eso lo aprendí yo cuando tú aún estabas jugando con espadas de madera, cuando expulsé de Pela a Amintas, que regresó sin que yo pudiera evitarlo. Entonces comprendí que no se puede poseer tanto territorio de un país hostil porque te ves obligado a diseminar demasiado las tropas; es preferible que Macedonia siga como está, débil y doblegada, que acabar tan debilitados que no seamos capaces de conservar nada.

—¡Parece que te olvidas de que he vencido! —exclamó Pleuratos casi a gritos—. ¡Que ha muerto Pérdicas con casi todo su ejército!

—Ya verás como algún día compruebas que Filipo es harina de otro costal.

—¿Por eso te has empeñado en que le devolvamos el cadáver de su hermano? ¿Es posible que le tengas miedo?

—No… no le tengo miedo —respondió Bardilis, meneando la cabeza al ver que era incapaz de hacerle comprender—. Tú le tendrás miedo.

Pero no fue únicamente por razones políticas que el rey de los dardanios prohibió a su nieto proseguir la guerra contra Macedonia. Sus verdaderos motivos no eran los de un gobernante práctico, ni de un cariz que permitieran revelárselos a Pleuratos.

Lo cierto era que, la proximidad de la muerte había privado a Bardilis de una clase de ambición para esclavizarle a otra. Había dedicado su vida a hacerse con un vasto imperio, y el propósito de ese imperio era lo único que había contado para él. Lo único. Su primordial deseo había sido engrandecer la nación, someter a los pueblos vecinos, y que su país fuese rico y poderoso. ¿No era acaso su rey? ¿No era su deber antes que nada? Antes quizás, pero ya no. Ahora miraba a aquella tribu de brutales salvajes casi con desprecio. Ya ni siquiera se consideraba dardanio. Los dardanios eran un simple medio, una posesión como su caballo.

Lo que ahora le importaba era que su propio linaje prosiguiera la expansión por los territorios que él había sometido. Con el tiempo —quizás a lo largo de generaciones— aquellos territorios se acrecentarían hasta que un día sus descendientes gobernaran todas las tierras entre el mar Adriático y el mar Negro. Pero todos sus hijos habían muerto y Pleuratos era un idiota. Cosechaba decepción en lo único en que había puesto el corazón, vaciando de contenido la serie de triunfos que habían jalonado su vida.

Pero estaba Filipo, que era también de su estirpe. Bardilis se veía en Filipo, como cuando era joven. Filipo, de no haber sido un macedonio y haber tenido la desventaja de nacer de la dinastía de aquel reino displicente y excesivamente civilizado, habría podido ser… Habría podido llegar a ser lo que se propusiera.

Era una lástima. Quizás en un par de años, aquel muchacho caería asesinado o en combate, produciéndose una larga y tenebrosa lucha por el poder y los pocos argeadas que quedasen derramarían inútilmente su sangre real. Si por entonces aun vivía, Bardilis pensaba que, con un poco de suerte, lograría que eligiesen a un rey favorable a su país, pero apenas serviría de nada. El rey de Macedonia estaba destinado a ser una nulidad por el simple hecho de ser rey de Macedonia, un título que conllevaba la doble maldición de la oscuridad y la derrota.

Filipo era un muchacho tan prometedor… Era muy lamentable.

El rey de los dardanios recordaba a diario lo lamentable que era con simplemente contemplar a su biznieta Audata que, a sus dieciocho años, ya habría debido estar desposada hacía tiempo con algún rey, pero seguía en casa de su padre porque Bardilis, pese a su edad, había descubierto que quería a aquella muchacha hechicera más que a ninguno de la multitud de jóvenes de su descendencia; tanto la quería que en cierta ocasión había llegado a prometerle que nunca la obligaría a casarse con quien no le gustara. Promesa que resultaba un grave error, pues la pequeña Audata, cuyos ojos de gata habían cautivado a varios hombres célebres del orbe, aquella pequeña Audata había rechazado tenazmente a todos los pretendientes que habían aparecido por la corte. Tantos, que constituía un aprieto diplomático. Y al censurárselo y preguntarle por qué se obstinaba en incordiar de aquella manera, ella le había abierto su corazón, confiándole lo que a él tal vez le habría gustado menos oír.

—¿Te acuerdas cuando era niña? —le había dicho, como obligándole a rememorar el pasado—. ¿Recuerdas que en una ocasión me dijiste que sería esposa de un gran rey?

—Sí, lo recuerdo perfectamente —había contestado Bardilis, sonriendo al pensar en aquellos días, lejanos para ella y tan recientes para él—. Hay muchos en el mundo, y has rechazado a la mitad. Por ejemplo, ¿qué tiene de malo Lipeo de Peonia? Es un muchacho presentable, heredero de un padre viejo y enfermo que no tardará dos años en morir. ¿O es que Peonia no satisface tus ambiciones?

—Una nulidad con buen físico, gobernante de un territorio vasto y rico. No es un gran rey.

Le había contestado con tal aplomo, que el rey de los dardanios, que se consideraba grande a todos los efectos, quedó desconcertado. ¿Cuándo habría madurado aquella muchacha semejante razonamiento? Valdría la pena saberlo, aunque difícilmente podía preguntárselo. A Bardilis no le cabía en la cabeza que fuese hija de Pleuratos, y se dijo que ojalá tuviese aquel imbécil la perspicacia de su hija.

—Está claro que tu concepto de la grandeza es muy alto —dijo, finalmente—. No sé yo si habrá algún mortal que se ajuste a tal criterio.

—Sólo ha habido dos —replicó ella, volviéndose ligeramente, como turbada, y esbozando una de aquellas sutiles y felinas sonrisas suyas.

Jugaba con su vanidad, aprovechándose del cariño que le tenía; Bardilis lo sabía, y le constaba que ella también. En cualquier caso, la sonrisa ejerció el efecto buscado.

—Tú eres el primero, bisabuelo, y por rival sólo hay uno.

—Y me imagino que no es precisamente Lipeo de Peonia.

—No. El que yo digo es de tu estirpe. Estuvo aquí prisionero y no he podido olvidarle.

Bardilis, rey de Dardania, sintió que se le encogía el corazón como a quien a punto de entrar en combate ve que el enemigo es mucho más poderoso, pues precisamente Filipo de Macedonia era alguien que estaba constantemente en sus pensamientos.

—Entonces, apenas era un muchacho —replicó, advirtiendo después de haberlo dicho que no había considerado necesario decir el nombre; constatación que, al humillarle profundamente, le impulsó a vengarse—. Él sí que debe haberte olvidado porque desde entonces ya tomó esposa y la ha enterrado.

Al ver cómo se le mudaba el rostro, Bardilis lamentó inmediatamente su crueldad. La ventaja de Audata sobre él era que siempre le hacía sentir como ella deseaba.

—Además —añadió—, te quiero demasiado para entregarte a él, porque seguramente habrá muerto antes del invierno. Eres demasiado joven para quedarte viuda, aparte de que ningún rey de Macedonia será grande jamás.

—Ya lo es —replicó ella con sorprendente seriedad—. Es un don muy suyo. Y lo tendría aunque fuese el encargado de tus cuadras.

—Bueno, no creo que vaya a tener ocasión de demostrar esa grandeza.

Pobre muchacha, era como si estuviese abocada al desconsuelo; porque ¿qué mayor desesperanza que estar enamorada de un hombre condenado a la muerte? El destino le haría derramar muchas lágrimas; aunque quizás no de inmediato, pues Bardilis aún se complacía en frustrar las lunáticas ambiciones de su nieto y, por consiguiente, aún no había llegado el día en que Filipo de Macedonia fuese aplastado.

Pero llegaría. Y entonces, cuando Audata viese que su sueño se hacía pedazos y tuviese que someterse a la gloria vulgar de alguien como Lipeo de Peonia, viviría una amarga aflicción. Buen incentivo para que un viejo como él no lamentase dejar esta vida.