El mes de Artemisio llenó las praderas fronterizas con Tracia de flores azules. Filipo y su séquito habían llegado a caballo desde Heraklea Sintika y acampaban a la orilla del lago Kerkinitis. No eran más que cien hombres y el enemigo se hallaba apenas a una hora de caballo, pero eran las condiciones establecidas por el rey Berisades.
—Yo creo que quiere cortarte el cuello, invadirnos y poner en el trono a tu primo Pausanias —musitó Korus, atizando el fuego con la punta de la espada.
—La estropearás —comentó Filipo.
Korus sacó la espada de las ascuas y ésta, al dejarla en la hierba aun húmeda de escarcha, siseó como una víbora.
—Creo que pretende matarte.
—¿Y tan mal rey sería Pausanias?
Filipo sonrió y se rascó la barba. Había dormido muy bien, como siempre hacía al aire libre, y se sentía travieso. Pero Korus no captaba la broma.
—Dicen que se ha puesto muy gordo en el destierro —añadió Korus taciturno—. Y siempre fue un gusano cobarde y vengativo. ¿Recuerdas que, siendo niños, una vez que nos sorprendió dando manzanas a su caballo, nos delató al maestre de cuadras para que nos azotaran?
—Es que le dimos por lo menos veinte manzanas… Eran azotes merecidos.
—Desde el punto de vista de los tracios, sería un excelente rey.
—Entonces, procuraré recordar que no debo dejar que Berisades me corte el cuello.
—¿Qué piensas decirle?
—¿A Pausanias? ¿Por qué? ¿Tienes algún recado para él?
—Un poco de seriedad, Filipo. Este asunto me da miedo y tú me atacas los nervios. Me refiero a Berisades. ¿Qué vas a decirle?
Filipo ladeó la cabeza, dando la impresión de que lo pensaba por primera vez. Lo cierto es que virtualmente no había cavilado otra cosa durante aquel su primer mes de reinado.
—No voy a decirle nada que no sepa —dijo finalmente—. Lo principal será recordarle que yo también lo sé.
Los acuerdos habían sido cuidadosamente preparados. En el que constituía casi su primer acto como rey, Filipo había enviado emisarios a Tracia y Peonia, pero habían tardado casi un mes en establecer un marco para la entrevista con el rey Berisades. El rey Agis de Peonia, alegaron sus ministros, era demasiado anciano y débil para salir de la capital, pero todos comprendieron que era una excusa diplomática, pues Agis era un viejo bandido artero que esperaría a ver lo que Berisades podía obtener del joven rey de Macedonia para él después pedir más. Por eso aquella primera entrevista revestía tanta importancia.
Filipo había hecho su primera concesión aviniéndose a acudir a territorio tracio, pero, a cambio, había pedido que la entrevista tuviera lugar fuera de la ciudad de Eion, en la estrecha cuña de terreno que ocupaban los tracios en la orilla oeste del río Estrimón. Con ello, al menos, no tendría que retroceder hacia un curso de agua si Berisades le tendía una trampa, pero constituía una escasa ventaja porque Eion estaba muy bien fortificada.
El lugar del encuentro era una vasta pradera, limitada al este por el río y al sur por el mar, que se intuía a guisa de débil franja gris en el horizonte. Al oeste y al norte, la hierba ondeante cuajada de florecillas se extendía hasta el infinito, y convertía aquel lugar en lo menos indicado para una emboscada.
El séquito de macedonios se dirigió hacia el río, lejos de donde acampaban, en dirección este, en tres columnas de cinco en fondo, con dos patrullas de diez hombres, dejando en retaguardia dos patrullas de diez hombres en el perímetro norte y sur respectivamente, pues no se fiaban. Al avistar a lo lejos una línea de jinetes, se detuvieron y formaron en una larga fila para que los tracios valorasen su fuerza. Luego, del centro surgieron veinticinco jinetes encabezados por Filipo y avanzaron al encuentro de otros tantos tracios que se habían destacado a recibirles.
Cuando se hallaban a una distancia de unos doscientos pasos, los dos grupos se detuvieron, Filipo desenvainó la espada, la esgrimió sobre su cabeza y la arrojó al suelo. Una figura del centro de la línea tracia, seguramente el propio Berisades, sacó la espada, la enarboló y la dejó caer. Era la señal para avanzar los dos hacia el centro del campo, dejando atrás sus respectivas escoltas.
Una vez que se hallaron a unos diez pasos, se detuvieron como si lo hubiesen estipulado de antemano, y, por un instante, sólo se oyó el susurro del viento en la alta hierba.
—Eres más joven de lo que pensaba —dijo Berisades, cual si esperara que su interlocutor se sorprendiese como él; se inclinó sobre el cuello del caballo para ver mejor y, al sonreír, dejó ver dos dientes mellados—. Apenas eres un muchacho. Los macedonios podían haber elegido igualmente al cachorro de Pérdicas.
No era un reproche aplicable al rey de los tracios, que tenía una papada con arrugas y mostraba ya los ojos cínicos y aburridos propios de los que han vivido mucho y están cansados hasta de sus pecados; aunque, en realidad, contaba treinta y dos años y llevaba reinando ocho desde la muerte de su padre, en cuyo asesinato muchos le creían implicado.
—Fue una elección reñida, pero al final decidieron que Macedonia necesitaba a alguien que al menos tuviese todos los dientes.
El nuevo rey de Macedonia sonrió para agudizar la ofensa y aguardó hasta que los ojos de Berisades se ensombrecieron al comprender. El tracio tenía una fama de violento que le hacía temido, incluso entre sus aliados, pero Filipo consideró que si se dejaba avasallar por él, que parecía ser de los que nunca reprimen un impulso, estaba perdido.
Al final, Berisades echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír.
—Ya me habían dicho que tenías una lengua afilada. Ten cuidado no vayas a cortarte la garganta —dijo, sin dejar de reír y entornando amenazador los ojos—. No estás en situación de hacerte muchos enemigos.
—No he venido aquí a hacerme enemigos —replicó Filipo, pero con un tono que daba a entender que, en definitiva, poco le importaba tener uno más—. Enemigos me sobran. He venido a convencerte de que me dejes enfrentarme a ellos, uno por uno y a mi manera.
—¿Y a qué he venido yo? —dijo el tracio, como si realmente lo preguntara—. Sólo tengo que levantar el brazo y Filipo de Macedonia puede comenzar a contar su vida en minutos en vez de en años. ¿Qué me lo impediría?
—El hecho de que ya hayas calculado que te resulto más peligroso muerto que vivo.
Berisades sonrió reconociendo, en la medida de que era capaz, que le había sorprendido la respuesta. Avanzó con el caballo unos pasos, como si, en aquella desolación en cuyo centro se hallaban, desease intercambiar unas palabras confidenciales.
—Continúa —dijo—. Escucharé un poco más tus impertinencias.
—¿Es acaso impertinencia que dos reyes reconozcan mutuamente sus puntos débiles? Los dos tenemos embajadores para decir mentiras, mientras que tú y yo podemos permitirnos ser sinceros.
Filipo pronunció estas palabras sin sonreír y sus ojos gris azulado sostuvieron la mirada de Berisades con intensidad casi cruel hasta que el tracio hubo de apartar la vista.
—Mi reino está amenazado de disolución —prosiguió—. Los ilirios confían en apoderarse del oeste y los atenienses intentarán dominar el golfo Termaico a la primera oportunidad. Y en el norte, Peonia rebañará las migajas que pueda.
—Y yo también tengo mis ambiciones —terció Berisades, mirando al rey de Macedonia como si se dispusiera a devorarlo, con caballo incluido.
Pero no lo pensaba. Sólo se vengaba de Filipo por no haber sido capaz de atemorizarle; pero Filipo no se inmutó y siguió hablando como si no hubiese habido interrupción.
—Los primeros en atacar creo que serán los atenienses. Los ilirios no han sabido explotar su victoria sobre mi hermano y creo que aguardarán… sólo los dioses saben por qué, pues yo no lo habría hecho en su lugar. Pero cuanto más fuertes se hagan los atenienses en el golfo, más presionarán sobre los calcídeos hasta que la liga se vea forzada a enfrentarse a ellos, y cuando eso suceda cerrarán el acceso de Tracia al mar.
—Yo puedo detenerlos —musitó Berisades, como hablando consigo mismo, y Filipo advirtió que miraba nervioso en derredor, como si temiera que la hierba que ondeaba entre los cascos de los caballos fuese infantería enemiga—. Con mi ayuda, la liga puede seguir resistiendo.
Ahora fue Filipo quien se echó a reír.
—La liga no va a contar contigo —dijo casi en tono de desprecio—. ¿Qué es Tracia sino una gran extensión poco poblada y aislada? Tú no puedes poner en pie de guerra un ejército equivalente al que Atenas compraría con las tasas de lo que en un mes ingresa en sus puertos. ¿No te das cuenta? Si yo caigo, ¿cuánto tardarás en seguir mi camino? Mi supervivencia es la tuya… nos necesitamos mutuamente.
Berisades se quedó un instante mirándole con auténtico temor. No era a Atenas a quien temía, ni al hundimiento de su alianza con la liga Calcídica, sino a aquel Filipo, quien, pese a su juventud, miraba la realidad con aquellos ojos fríos e inteligentes. Filipo le hacía sentirse vulnerable; lo notaba como un viento frío, y agravaba aún más su temor la sospecha de que aquel muchacho no se detendría ante nada.
—¿Qué es lo que quieres de mí? —inquirió finalmente, casi sorprendiéndose de decirlo y como si fuese él quien suplicaba.
—Tiempo —contestó Filipo, estirando el brazo y pasando la palma de la mano por el negro cuello de Alastor, sin mirar al rey tracio—. Tiempo para reconstruir mi ejército. Tiempo para prepararme para la guerra contra los ilirios. Estoy dispuesto a pagar la paz con Tracia, pero te prevengo que no pidas demasiado. Si yo pereciera, dentro de un año habría un rey ilirio en el trono de Pela y me imagino que no te hará gracia tener a Bardilis de vecino… Porque, ¿quién le impedirá avanzar hacia el este para conquistar todas las tierras desde aquí al Bosforo? Y entonces, el viejo bandido será un problema para el rey de Persia, porque tú y yo habremos muerto.
En cierta ocasión, cuando era niño, Berisades había sido sorprendido haciendo algo malo —hacía tanto tiempo, que ya no recordaba lo que era— y su padre había ordenado que le azotasen como un esclavo y le encerraran desnudo en un horno de hierro de las cocinas, diciéndole que ya decidiría si lo encendían y que, de momento, estaría allí a oscuras, y era un espacio tan reducido que se veía obligado a acomodarse con la cabeza entre las rodillas. Le habían dejado así tres horas y durante todo ese tiempo en lo único en que había podido pensar era en el hecho de que su padre era una persona capaz de mandar que asaran a su hijo como si fuese una pierna de cordero. No había podido olvidar aquella experiencia que todavía le acosaba en sueños, pues tenía pesadillas en las que se veía en aquel negro agujero esperando angustiado que sus paredes comenzaran a calentarse. Eso le había hecho odiar al padre —de cuya muerte se había alegrado—, haciéndole consciente de lo que era el terror del desamparo absoluto.
Y por eso odiaba al rey de Macedonia, que volvía a cerrarle en las narices la puerta de hierro. Algún día se tomaría la revancha, se dijo, igual que se había vengado del padre. De momento, lo único que podía hacer era avenirse a su petición.
—¿Y qué he de hacer con Pausanias? —inquirió—. ¿Propones que lo mate como parte del acuerdo?
Filipo se sumió en profunda reflexión por un instante, al punto de que pareció olvidar dónde estaba. Luego, fijó la vista en el rey de los tracios y esbozó la más fría sonrisa que éste había visto en su vida.
—Sí —contestó—, forma parte del acuerdo.
La conversación de Filipo con el rey tracio apenas duró una hora. Mientras regresaba hacia su escolta, su rostro no dejaba traslucir si habría paz o guerra. Cuando Korus le preguntó, se contentó con menear la cabeza.
—¿Qué le has ofrecido?
—La posibilidad de supervivencia —contestó— y ciento cincuenta talentos de oro.
—¿Ciento cincuenta? —exclamó Korus asombrado—. ¿Y cómo vas a pagar esa suma?
—Eso no es nada… cuando se entere el rey de Peonia, ya verá como pide doscientos.
—¿Y qué vas a hacer?
—¿Qué voy a hacer? —por un instante Filipo centró su atención en regular la brida del caballo y luego miró a Korus de reojo, sonriendo—. Cultivaré todas las artes propias de un rey. Mentiré, engañaré y aprovecharé cualquier pretexto para demorar el pago. Me he comprometido a pagar quince talentos este mismo mes y el resto a lo largo de diez años, pero no tengo la menor intención de cumplirlo… Creo que el mismo Berisades también se da cuenta.
—Dentro de un año esperará que vuelvas a pagarle.
—Para entonces a lo mejor he muerto, pero si no es así, ya veremos si se atreve a reclamar o yo tengo la fuerza para negarme.
Filipo no añadió nada más y Korus no insistió, pues había aprendido a respetar aquellos profundos silencios en que caía su regio señor. Lo que Filipo quisiera que supiese se lo diría él mismo; en lo demás, la mente del rey era coto vedado.
Acamparon en el mismo lugar que la noche anterior, junto a un escarpado del lago Kerkinitis. La noche era apacible y se oía el agua besando la orilla. Filipo estuvo hablando de carreras de caballos, lo que era indicio seguro de que pensaba en otra cosa.
—Me habría gustado correr con Alastor en los juegos píticos, pero ya está muy viejo, aunque tiene energía, y temo que se rompa un músculo compitiendo con caballos de dos años. Y además, si pierde, habría ofendido su dignidad. Ahora bien, el primer año que lo tuve, no tenía rival en ningún caballo del Peloponeso.
Al cabo de un rato dejó de conversar y cayó en melancólico silencio.
Por la mañana. Korus se despertó media hora antes del amanecer y se encontró con que su rey ya estaba encendiendo fuego.
—¿No has dormido? —inquirió.
—Tengo la corazonada de que debemos irnos de aquí —contestó Filipo, sonriendo como si hubiese dicho algo absurdo—. Es como si presintiera que fuera a sucedemos algo desagradable.
—¿Crees que Berisades piensa tendernos una emboscada?
—No —contestó Filipo, meneando la cabeza—. No… si hubiese pretendido algo así ya estaríamos muertos. No es eso, es algo…
En el camino hacia Heraklea Sintika pareció olvidarse de sus aprensiones, bromeó con los soldados de la escolta y escuchó con suma complacencia una canción obscena sobre un burro y la hija de un barquero. Volvía a ser el mismo que Korus había conocido de siempre.
Y luego, aproximadamente una hora antes del mediodía, Alastor comenzó a ponerse nervioso, relinchando y sacudiendo la cabeza. Filipo le detuvo y alzó el brazo, no para que parase la comitiva sino para imponer silencio.
—¿Qué sucede? —inquirió Korus.
—No sé, creo…
Filipo dio media vuelta al corcel negro, mirando hacia el terreno que habían dejado atrás, y se inclinó, poniéndole la mano en el cuello.
—Barruntas algo, ¿verdad? —musitó casi en la oreja del animal—. ¿No sabes qué puede ser?
Filipo oteó el horizonte, pero no se veía nada.
Pero al cabo de un rato, vieron a lo lejos como una mota, un grano de arena que avanzaba hacia ellos.
—Es un hombre a caballo —dijo Korus, escrutando con la fijeza de un perro de caza con los ojos casi cerrados—. Un solo jinete, y viene al galope.
—Vamos a detenernos y dejar que nos dé alcance… aunque sólo sea por compasión hacia el caballo.
La espera causó mayor ansiedad en sus acompañantes que en Filipo, pues ellos se esperaban lo peor. Algunos desmontaron y, rodilla en tierra, tensaron la cuerda de los arcos.
—Un hombre no hace la guerra a un centenar —dijo Filipo—. No sé lo que querrá, pero no viene a hacernos mal. Dejaos de tonterías.
Mucho antes de que pudieran oír el ruido de los cascos, vieron que el jinete lucía indumentaria tracia; el viento soplaba en dirección a ellos y cuando estaba a distancia de oír su voz sintieron el polvo en sus gargantas.
Al llegar a unos setenta y cinco u ochenta pasos detuvo bruscamente el caballo y miró un instante la línea de soldados que le aguardaban, como asegurándose de no cometer un error, luego, sacó de una bolsa de cuero que llevaba a la cintura algo parecido a un melón y lo arrojó despectivamente al suelo. Acto seguido, volvió grupas y se alejó al galope por donde había venido.
Filipo aguardó unos minutos, dejando que se alejara.
—Veamos por qué se ha tomado tanta molestia Berisades —dijo finalmente.
Era una cabeza humana, muy desfigurada pero reconocible. Tenía los labios rajados y horriblemente hinchados y le faltaba un ojo. Se advertía que las contusiones se las habían hecho antes de matarle, aunque no todas.
La última vez que la había visto Filipo, reposaba sobre los hombros de su primo Pausanias.
Desmontó, se quitó la capa y envolvió en ella la cabeza.
—Que la purifiquen y la entierren. Con una moneda de oro en la boca… todo el ritual.
Al alzar la vista, su rostro era como una máscara de piedra.
—¿Por qué han hecho esto con él? —inquirió Korus, cogiendo el paquete.
—Le han matado porque formaba parte de lo que compré con los ciento cincuenta talentos de oro. Sólo los dioses saben por qué lo han hecho tan brutalmente. Quizás como advertencia… o para vengarse de haberse visto obligados a traicionarle. ¿Necesita acaso algún motivo un hombre como Berisades? —añadió Filipo, meneando la cabeza, como quien desecha una absurda ilusión—. Pero yo no soy mejor que él, pues tengo las manos más manchadas de sangre. Somos iguales. Somos lo que un hombre deviene cuando otros le eligen rey.