Capítulo 34

Tardó un tiempo en saberse fuera de Macedonia que el rey Pérdicas, con un ejército de cuatro mil soldados, había sido aniquilado por los ilirios. Hubo pocos supervivientes y el puñado de hombres que escapó a la matanza anduvo muchos días vagando por territorio hostil hasta que logró llegar a Edessa y relatar lo sucedido.

Cuando el comandante de la guarnición comprendió la magnitud del desastre, envió inmediatamente un correo a Eane, no a Pela la capital, en donde el heredero real era aún un niño y no había nadie capaz de controlar y dominar el pánico que se desataría, sino a Eane. En aquellas circunstancias, pensó, no había más que un macedonio a quien todos jurarían lealtad, con edad y sangre dinástica idóneas para gobernar. En Pela, que aguardasen. Ahora todo estaba en manos de Filipo.

—Yo no quisiera hallarme en su lugar por nada en el mundo —dijo confidencialmente el comandante a su secretario—. La nación es un cordero rodeado de lobos; por cualquier lado puede caerle uno sobre la espalda, y si se juntan todos para matarlo quedará hecho trizas. No me gustaría ser rey de Macedonia en este momento.

El rey de Elimea cenaba con sus oficiales cuando recibió la noticia. El chambelán entró a decirle que acababa de llegar un correo de Edessa. Filipo se levantó de la mesa, salió del comedor sin decir palabra y recibió al correo en su despacho a solas.

—¿Conoces su contenido? —inquirió.

—Sí, mi señor.

—Pues no lo divulgues. Tendrás hambre y estarás cansado; mi mayordomo te atenderá.

Y aguardó a estar a solas antes de romper el sello.

Hay que decir en favor de Filipo que su primera reacción fue la pena. Su hermano Pérdicas había muerto y con él cuatro mil soldados. Filipo, al principio, ni pensó en lo que aquel hecho representaba para él. Lo único que hizo fue apoyar la frente en sus manos y echarse a llorar.

Luego, al cabo de un rato, recordó quién era, mandó llamar a Lakio y a Korus, los lugartenientes en quien mayor confianza tenía.

—Los ilirios han aniquilado a mi hermano el rey con todo su ejército.

Lakio y Korus, que habían luchado en bandos opuestos cuando Filipo se había apoderado del trono de Elimea, intercambiaron una mirada a través de la mesa de consejo que presidía su rey a quien tanto estimaban. Los dos veían claramente lo que significaba la noticia.

—Tengo que ir a Pela. Korus, tú que formas parte de la asamblea, quiero que organices una escolta y me acompañes. Lakio quedará aquí al mando con plenos poderes hasta mi regreso… y tal vez tarde en regresar.

—Llévate un ejército y proclámate rey —dijo Lakio, y miró a Korus, quien asintió con la cabeza.

—Lakio tiene razón, Filipo. La asamblea te elegirá si les demuestras que no consentirás que se niegue. En estas circunstancias no les queda otro remedio.

El señor de Elimea guardó silencio y, serio y condolido, se limitó a mirar al vacío, cual si contemplase un futuro que sólo él podía ver.

—No voy a emplear la fuerza para desplazar al hijo de mi hermano —dijo finalmente—. Sólo la asamblea tiene potestad para elegir al rey de Macedonia, y el hijo de Pérdicas es el primero en la línea sucesoria. ¿Cómo iba a exigir la lealtad a aquellos a quienes amenazase para que me eligieran rey? Lo que me proponéis es una incitación a la guerra civil. Forma una escolta de cincuenta hombres; no llevaré más tropa a Pela.

—Tendrán que nombrar regente —dijo Korus, meneando muy despacio la cabeza, como si no pudiera dar crédito a tal absurdo—. Tú eres el único candidato, pero todas las regencias adolecen de la misma debilidad… conforme el rey niño crece, los nobles sólo piensan en labrarse un futuro. Tu poder estará minado por las envidias cortesanas.

Filipo lanzó una risotada triste.

—Korus, si de aquí a cinco años hay un macedonio que sienta envidia abandonaré alegremente el poder. Mientras tanto, creo que poco tengo que temer de un niño que apenas ha echado los dientes de leche.

Se puso en pie, despacio, como si empezara a acostumbrarse a un peso enorme.

—Cuando salgamos para Pela nos llevaremos a Deucalión, para recordar a su padre que tiene algo que perder si piensa romper nuestra alianza para ayudar a los ilirios. Lakio, dobla la guardia en el paso de Zigos para que el enemigo tenga al menos cerrada esa puerta.

Y envía un mensajero a Bardilis para que nos diga las condiciones en que nos devolverá el cadáver del rey para enterrarle… Al fin y al cabo, Pérdicas era biznieto suyo —añadió, sonriendo entristecido, como percatándose de haber dicho una gracia inoportuna—. Aparte de eso, no tengo más que decir. Haced el favor de dejarme a solas.

De nuevo solo, cerró los ojos tratando de esclarecer su mente. Era demasiado abrumador para asimilarlo así, de golpe. Se sentía como un arpa de cuyas cuerdas se ha tirado a la vez, como si el desconcierto de sus ideas y pensamientos se mezclara a un ruido de fondo sin sentido.

Sabía que no podía abandonarse a pensar en su hermano, cuyo cadáver, a menos que Bardilis hubiese tenido la decencia de quemarlo, sería en aquel momento festín de los cuervos. No podía permitirse el lujo del duelo ni podía pronunciar terribles juramentos de venganza, pues sólo los dioses sabían la clase de compromiso al que debería llegar con los ilirios. Debía pensar en la muerte de Pérdicas en la estricta perspectiva de que afectaba al futuro de la nación… No había lugar para sentimientos personales.

Tenía que ceñirse a la situación. Pérdicas había desaparecido, junto con un ejército de cuatro mil hombres, aproximadamente la mitad de las fuerzas macedonias. Por consiguiente, casi no quedaban tropas que separasen a los ilirios de las provincias del noroeste; las relaciones con Atenas eran malas, y peonios y tracios eran, como de costumbre, hostiles y peligrosos. Era muy posible que entre aquellas cuatro potencias se repartiesen la nación, dejando a Macedonia quebrada y subyugada a aquél que lograse entronizar a su candidato.

Y su tarea consistía en impedir todo aquello. Era el único que se interponía entre Macedonia y el caos. No había ningún otro. Filipo ni siquiera consideró la posibilidad de fracasar en la empresa, pues la simple sombra de duda le hacía temblar.

Por la mañana, antes de salir para Pela, iría al templo de Atenea y le ofrendaría sacrificios. No tardaría en necesitar su protección.

Por el momento, se contentaría con llegarse a los aposentos de Glaukón, pues sabía que allí encontraría al anciano trabajando en las cuentas, su habitual tarea para relajarse antes de dormir. Antes de hacerlo, cogió un jarro de vino.

No se molestó en llamar a la puerta, pues no hace falta permiso para entrar en la casa de un padre, ni Glaukón se sorprendió tampoco al verle entrar, contentándose con alzar la mirada del escritorio y sonreír al ver el vino.

—Volvemos a viajar —dijo Filipo, rompiendo con el pulgar la tapa del jarro—. ¿Estarás listo por la mañana para marchar a Pela?

—¿Qué ha sucedido? —dijo Glaukón, cogiendo dos copas y poniéndolas en la mesa, y mirando cómo Filipo servía el vino.

—Ha muerto Pérdicas. Su aventura iliria ha acabado en una espantosa matanza.

El mayordomo del rey permaneció un buen rato callado, mirando la copa de vino cual si estuviera llena de sangre. Luego, la cogió y se la llevó a los labios.

—Entonces, por fin ha llegado tu oportunidad.

—¿Te burlas de mí? —inquirió Filipo, casi enfadado, como nunca lo había hecho con el hombre que le había criado—. No creo que se me pueda calificar de ambicioso.

—No hablaba de tus intenciones, sino de las de los dioses —replicó Glaukón en tono casi tan firme como el de Filipo, pese a que no era persona inclinada a reprobar a reyes—. Todo hombre tiene su destino particular, su propio lugar dentro de los altos designios que no nos está dado entender y que rigen nuestras vidas. El mío ha sido ser mayordomo de cuatro reyes y criarte a ti… un oscuro destino, puede decirse. Sin embargo, yo lo considero, en general, más importante que el de algunos reyes.

Hizo una pausa y se llevó la copa a los labios para dar un sorbo, como asegurándose de que el mercader de vinos no le había engañado. Filipo callaba, satisfecho de aguardar, pues sabía que el anciano hablaría con toda claridad a condición de no apurarle; así lo había hecho cuando tenía ocho o nueve años, explicándole los diversos grados y calidades del aceite de oliva y cómo se establecían los precios.

—Sin querer faltarte al respeto, mi señor, diré que la mayoría de los reyes son seres insignificantes cuya grandeza es pura fantasía, ya que son iguales al resto de los mortales. E igual da que sus reinados sean largos o cortos; se pavonean más o menos tiempo para luego convertirse en polvo. No son más que piedrecillas arrojadas en el estanque de la mortalidad, sobre las que se cierran las aguas y las ondas se desvanecen pronto. En cuanto están sepultos en sus urnas funerarias es como si no hubiesen vivido, y nadie recuerda sus nombres, salvo los cronistas. Así sucedió con tu padre Amintas, con tu hermano Alejandro, y así es con Pérdicas. Pero no creo que sea ese el caso del destino que los cielos te tienen asignado a ti.

—¿Quieres decir que no seré rey de Macedonia?

—Lo que digo es que poco importa que lo seas o no —replicó Glaukón, meneando la cabeza, como si Filipo siguiera siendo el chiquillo a quien antaño corregía por haber cometido un error en las cuentas—. Por eso te equivocas si crees que te reprocho ser ambicioso. La ambición es para los insignificantes. Yo me estoy refiriendo a una gloria que trasciende cualquier título de un reino. De la grandeza que sólo los dioses otorgan como don a un hombre, o quizás como maldición, ya que no se acomoda a los propósitos de la persona sino a sus ignotos designios. Y sé que toda tu vida has tenido ese don. Lo supe desde el primer momento en que te traje en brazos a casa, cuando Heracles relumbró tan potente en el cielo de la noche. Y sé que a partir de ahora estarás dominado por ese don.

Cuando Filipo se dirigía a caballo hacia su patria, la nueva de la muerte de Pérdicas ya se había difundido por las vastas llanuras de Macedonia como el fuego impulsado por el viento. Hasta el más humilde pastorcillo sabía lo que significaba: el país estaba a merced de sus enemigos, pues la mitad del ejército había perecido en un paraje más allá de las montañas y el heredero del trono apenas si comenzaba a dar sus primeros pasos. Vivirían tiempos difíciles, durante los cuales el desastre sufrido por el rey se haría sentir en las más remotas aldeas hasta en la más pobre choza.

Este convencimiento podía leerse en el rostro de los hombres y mujeres que se congregaban junto al camino para rendir silencioso homenaje al último hijo de Amintas en su viaje hacia Pela. No hablaban: le seguían con la mirada al pasar. Y le bastaba con mirar a aquellas gentes para darse cuenta de que esperaban de él que defendiese al país y mantuviese a raya a los invasores. Tal era la labor tradicional de los argeadas que habían dado reyes a Macedonia desde las épocas heroicas; una tarea que ahora recaía en Filipo.

En Egas, a una hora de las puertas de la antigua capital, el camino estaba cortado por soldados de infantería y caballería de la guarnición.

—¿Qué es esto? —exclamó Korus, tirando de las riendas de su corcel y alzando la mano para que la escolta se detuviera—. ¿Ha habido un motín?

—Al menos tendré el consuelo de que no se amotinan contra mí, pues no tengo autoridad sobre ellos —dijo Filipo riendo y taloneando a Alastor para que continuara—. Vamos a ver qué quieren.

Cuando Filipo ya se aproximaba a la tropa, el comandante de la guarnición se adelantó a recibirle. Era un hombre de unos cuarenta años de rostro coloradote y nariz algo bulbosa que le confería aspecto de enfadado; había sido un prometedor oficial joven en la corte de Pela y Filipo recordó que de niño le tenía mucho miedo.

—Epikles, ¿a qué viene este recibimiento? —inquirió, advirtiendo, sin darle importancia, que el hombre se sorprendía un poco de que le reconociese—. ¿Quieres detenernos o venís a recibirnos?

—Ni lo uno ni lo otro, príncipe Filipo. Venimos para acompañarte a Pela —contestó Epikles, haciendo una pausa, cual si esperase alguna reacción—. Eres el último en la dinastía y nadie ha de rehusarte la corona de tu hermano. Los soldados han votado a favor tuyo y nos ponemos a tu servicio.

—Estáis equivocados. Yo no soy el único en la línea sucesoria, dado que Pérdicas ha dejado un hijo.

—Un niño de pecho no puede reinar —replicó Epikles con vehemencia—. Los soldados quieren elegirte y vamos a imponerlo.

Filipo permaneció un buen rato mirando al comandante de la guarnición con aire de curiosidad desinteresada, como si hubiese estado pensando en un problema de geometría. Luego, se llevó la mano a la nuca y se encogió de hombros, como quien renuncia a la solución.

—Si quieres acompañarme con tus hombres, sé bien venido —dijo finalmente—. No puedo impedirlo ni lo haría aunque pudiese, pues todos los macedonios al servicio de las armas tienen derecho a asistir a la asamblea para elegir al nuevo rey. Pero no penséis que pienso transgredir las antiguas leyes. No aceptaré la designación por un golpe de estado.

Tras un segundo de duda, Epikles asintió enérgicamente con la cabeza.

—Muy bien, mi señor. Dejaremos que decida la asamblea.

Aquella noche, Filipo durmió en el alojamiento de la guarnición, negándose a ocupar el aposento que le habían dispuesto en el palacio real, vacío durante cincuenta años. Por la mañana, durante el desayuno, le informaron que había llegado una delegación de Beroia que solicitaba audiencia. También ellos apoyaban su causa y querían acompañarle a Pela. Poco después, recibía mensajes de los comandantes de las guarniciones de Meiza y Aloros.

—Supongo que comprendes lo que esto significa —dijo Korus en el momento en que montaban en sus caballos en el patio de la guarnición—. Quieren nombrarte rey, lo desees o no. No ven otra alternativa para que Macedonia no se hunda, y a ti tampoco te queda otra. Más vale que pienses lo que vas a hacer con el niño.

Filipo sintió una especie de cuchillo de hielo que le rasgaba las entrañas, pues sabía a qué se refería Korus.

—Sí —contestó, mirando en derredor, como si contase los soldados de la escolta—, sé lo que esto conlleva.

Tres días después, cuando llegaron a Pela, les recibía una ingente multitud más bien callada; parecía un invasor entrando en una ciudad conquistada, por aquel modo como le miraban con una mezcla de curiosidad y temor.

«Sí, claro que están asustados», pensó Filipo. Era lógico. En los últimos años había vivido poco en Pela, y la ambigua actitud de Pérdicas respecto a él se habría contagiado a los habitantes de la capital. No sabían qué esperar de un extraño.

Y no se lo reprochaba, pues ni él mismo lo sabía.

Dejó la escolta en la guarnición y continuó solo hasta el patio de palacio. La mayoría de los que estaban congregados para recibirle eran antiguos criados que le recordaban de cuando niño, pero entre ellos se hallaban Eufraeo y la reina Arete.

Ante la viuda de su hermano, a la que no había visto desde el día de la boda, Filipo sintió un nudo en la garganta. La abrazó y se echó a llorar, pero también el consuelo de compartir su aflicción le estaba vedado, pues Arete se llevó las manos al pecho como sujetándose una piedra.

—Por los dioses que es doloroso —dijo él, sin dejar de llorar—. La aflicción se aferra a nuestra familia como una madre desesperada a sus hijos, pero al menos podría habernos ahorrado esta prueba.

Ella no contestó y se le quedó mirando, como quien juzga la interpretación de un actor en una tragedia.

—No puedes arrebatarle a mi hijo su derecho dinástico —dijo finalmente—. Mi hijo es el rey.

Dicho lo cual, se zafó del abrazo, dejándole sin saber qué decir, y echó a andar casi corriendo hacia palacio.

—¡No desplazarás a mi hijo!

Las palabras vibraron en el aire como una maldición unos segundos después de que hubiera cruzado la puerta.

—Os tiene miedo —dijo Eufraeo con su habitual tono autoritario suave, dando un paso al frente y dirigiéndole una obsequiosa reverencia cortesana—. Piensa que sois el más peligroso de cuantos enemigos acosan a su hijo… y preferiría habérselas con Bardilis.

—¿Y quién le ha metido tales ideas en la cabeza?

El filósofo esbozó una de sus habituales sonrisas agrias.

—Su esposo, me imagino.

—¿Y quién se las inculcó a él?

Eufraeo guardó silencio un instante, cual si no hubiese oído la pregunta… o no quisiera entender lo que significaba. Apartó la mirada de Filipo y la fijó en las piedras de los muros del palacio.

—Sabe el peligro que le acecha —dijo, sonriendo de nuevo—, porque ella y el niño constituyen un embrión de oposición a vuestro gobierno. Y en la actual crisis no creo que os lo podáis permitir.

—¿Y qué sugieres?

—Que los mates a los dos.

Lo había dicho con toda naturalidad, como si fuese algo tan evidente que su mención fuese una simple molestia.

—Yo podría seros útil —añadió.

—¿Matándolos? No me eres necesario, ateniense… Para eso siempre hay medios.

—Podría serviros en otros aspectos.

—¿Igual que a mi hermano? Ya has hecho bastante mal.

La mirada de Eufraeo volvió a detenerse en seco en la faz de Filipo, sorprendido de oír algo inesperado.

—La asamblea se reúne dentro de dos o tres días —continuó Filipo con voz firme y tranquila—. Harás bien en hallarte por entonces a bordo de un barco. Me da igual hacia donde zarpe, porque si cuando los macedonios hayan expresado su voluntad te encuentro en la ciudad, haré que claven tu cabeza en una lanza.

Al reunirse la asamblea, Filipo ocupó su lugar en la zona de asientos reservada a los argeadas. Nada podía haber señalado mejor la elección que iban a efectuar los macedonios, pues era el único que los ocupaba y no habló con nadie ni intervino en el debate.

El anfiteatro estaba casi lleno, dado que la mayoría de las guarniciones del reino habían enviado una nutrida delegación conforme a sus posibilidades. El sol invernal hacía relucir las corazas, hiriendo los ojos de los presentes.

Primero tuvieron lugar las preces y sacrificios —el hueso y la grasa de los cuartos traseros de un buey quemados en el centro de la arena— y, finalmente, el comandante de la guarnición de Pela se puso en pie. Dardanos tenía más de sesenta años y era tan gordo, que su lugarteniente tuvo que ayudarle a levantarse, pero había sido un soldado glorioso en la época del rey Amintas y, conforme a la tradición, era él quien tenía derecho a tomar la palabra el primero.

Alzó la mano para imponer silencio.

—Tenemos dos alternativas —comenzó diciendo—. Podemos nombrar rey al niño Amintas, hijo del rey Pérdicas, y otorgar la regencia a su tío el príncipe Filipo durante la minoría, o podemos descartar a Amintas y nombrar rey en su lugar al príncipe Filipo. Ambos son los últimos representantes de la dinastía a quienes ni el crimen ni la traición han descalificado. En épocas normales, la línea sucesoria pasa de padre a hijo, pero si al heredero natural se le considera incompetente por defecto físico o si el peligro lo exige, la asamblea tiene potestad para elegir a otro. Así pues, la cuestión estriba no en quién ha de gobernar, pues la esencia del poder ha de recaer inequívocamente en el príncipe Filipo, sino en quién ha de ser rey. Hemos de pensar en el futuro, y ninguno de los presentes ignora la crisis que ha provocado la muerte del rey Pérdicas. Del mismo modo, sabemos que si el príncipe Filipo logra que la superemos, si ello es posible, necesitará toda la autoridad que el poder de esta asamblea deposite en sus manos. Así, decidamos si podemos permitirnos el lujo de un rey niño o si necesitamos en el trono de Macedonia un hombre, que ha demostrado, por ende, su experiencia como militar.

Después de aquellas palabras pocas dudas quedaban de cuál iba a ser el voto de la asamblea. Dardanos volvió a sentarse entre murmullos de consenso y el que tomó la palabra a continuación, comandante de la guarnición de Egas, propuso formalmente que se eligiese rey de Macedonia a Filipo, hijo de Amintas.

Después ya nadie más pidió hablar porque no se le habría oído. La asamblea se puso en pie como un solo hombre y descendió a la arena para colocarse ante el nuevo rey y jurarle lealtad gritando su nombre y golpeando las corazas con la hoja en plano de la espada, un sonido que hizo retumbar el aire.

Filipo se puso en pie, rodeado por un muro de espadas desenvainadas, estirando el brazo para tocar la punta de las más próximas como signo de aceptación y, sin decir palabra —sus nuevos subditos eran parcos en palabras y, de todos modos, no se le habría oído—, aguardó a que le abrieran paso hacia la salida. Ahora efectuaría su primer deber de rey, conduciendo al ejército hasta el templo de Heracles para purificar las armas.

Curiosas son las jugadas que a veces puede gastarnos el recuerdo. Allí, bajo el pórtico del anfiteatro, vitoreado por los ciudadanos de Pela, sin oírlos, se le antojó que él mismo formaba parte de otra multitud entusiasta y enardecida, apiñada a ambos lados del camino, y, que con sus hermanos Pérdicas y Arrideo, contemplaba cómo aclamaban rey a Alejandro. Revivían todos en su recuerdo, incólumes a la traición y a la muerte. ¡Qué aspecto de héroe tenía Alejandro en aquel momento!

—¡Mi señor, Filipo!

El sonido de una voz de mujer, semejante el gemido de un animal acosado de terror, le hizo volver en sí; no sabía quién era aquella desesperada que se postraba a sus pies con un bulto en los brazos, alargando una mano suplicante para tocar su pie.

—Mi señor, Filipo, te suplico que respetes la vida del hijo de tu hermano —sollozaba—. Vengo a someterme y a suplicarte que respetes su vida.

Filipo oyó en derredor ruido de pasos precipitados y de espadas desenvainadas. Los oficiales que le rodeaban, muchos de los cuales no veían la escena, estaban inquietos —¿no sería un primer conato de atentado?— y se mostraban poco inclinados a andarse con contemplaciones, pues de la vida de aquel hombre dependía el destino de Macedonia.

—Envainad las espadas —dijo Filipo con voz firme y tranquila, como si ordenara a un criado limpiar la mesa—. No hay de qué alarmarse.

—Te suplico por su vida —repetía Arete entre sollozos y tocando con su mano el pie de Filipo.

—Mejor será matarles a los dos —musitó a su espalda una voz que Filipo no pudo ni quiso reconocer—. Estamos en guerra con medio mundo y un heredero desplazado da pábulo a la traición. Mejor matarlos ahora.

—¿Y he de hacer la guerra también a los cielos? —replicó Filipo sin volverse—. No voy a manchar el primer día de mi gobierno derramando sangre inocente.

Se arrodilló y alzó por los hombros a la viuda de su hermano.

—No tenéis nada que temer ninguno de los dos —dijo, cogiendo al niño en sus brazos—. Este niño es hijo de mi hermano Pérdicas —añadió en voz alta—. Ocuparé el lugar de su padre y, mientras yo no tenga hijos, será mi único heredero y vivirá bajo mi protección. Que no lo olviden aquellos que intenten atentar contra su vida, porque sus enemigos serán mis enemigos.

Devolvió el niño a la madre, quien se arrodilló y habría besado los pies a Filipo de no haberla él obligado a levantarse.

—Basta, señora… eras la esposa del rey. No te humilles más.

Y permaneció a su lado un instante, y era evidente que los ciudadanos de Pela aprobaban la acción de su rey pues vitoreaban con mayor fervor. Pero él no los oía.

«¿Ves? Ya han elegido», decía para sus adentros con la voz del niño que había sido. Y veía la cara de su hermanastro Arrideo, sonriendo entristecido.

«Sí… ya han elegido».