El deshielo era un asco. Estaba todo mojado y algunas mañanas, al despertar, se encontraban con que el agua que habían embebido las botas se había convertido en una capa de hielo. Se producían casos de congelación, pero eso era lo de menos comparado con la situación general; eso sin contar con que las provisiones comenzaban a pudrirse. La situación era tan mala que los soldados habían dejado de gruñir y un profundo silencio se cernía sobre el ejército de Pérdicas. Y, sin necesidad de que se lo dijeran, él sabía que, de tan lamentable situación, le echaban a él la culpa.
Él tenía previsto efectuar un avance relámpago hacia el norte mientras el suelo estuviera duro, siguiendo la ruta que Filipo le había esbozado en sus cartas, para caer sobre los ilirios en sus cuarteles de invierno. Y el plan habría podido salir bien de no haber sido por aquel deshielo prematuro que enfangaba los caminos. En aquellos momentos, en los valles lacustres al este del paso de Pisoderi, hasta las piedras estaban bañadas por el agua que escurría de las montañas, y el avance del ejército había sido casi nulo por las dificultades que presentaba para el avance aquel barro pegajoso. Aunque al final sus esfuerzos se vieran coronados por el triunfo y lograran apoderarse del imperio de Bardilis, sería un parco premio a tantos padecimientos.
Y aquel día, antes ya del amanecer, había empezado a llover.
Pérdicas se despertó al oír el golpeteo de las gotas sobre su tienda de cuero; unas gotas del tamaño de uvas que explotaban con fuerza contra las superficies. Miró afuera y vio que el aguacero reducía a humo los fuegos del campamento. No iba a mejorar mucho la disposición de la tropa con un desayuno frío y pasado por agua.
Estaban acampados junto a un lago inmenso que no figuraba en ningún mapa; desde la orilla sólo se veían en el horizonte unas montañas lejanas borrosas. Ahora, con aquella lluvia gris que azotaba la superficie de sus aguas, parecía bullir y humear como un caldero. Era un paisaje inhóspito, bueno, si acaso, para purgar los pecados.
Llegó un oficial a la carrera —era de suponer que más dispuesto a recibir órdenes que a estar un solo momento mojándose— y saludó al rey bajo el agradable toldo de la tienda.
—Media hora de descanso y después das orden de prepararse para la marcha —dijo Pérdicas—. Si esto ha de durar todo el día, más vale que nos mojemos caminando que estándonos quietos.
Mientras el hombre se alejaba a toda prisa, Pérdicas contempló con disgusto aquellas nubes plomizas que surcaban el cielo. Aquella lluvia podía transformarse en cuestión de media hora en auténtico diluvio. No estaba dispuesto a morir a caballo, entrándole el agua por la coraza y embebiéndole la túnica de lana. No era posible resguardarse de aquella lluvia ni merecía tampoco la pena ponerse la capa que, empapada, pesaría como si fuese de plomo.
Sus tropas tendrían que abrirse paso aquel día por un mar de barro y al anochecer, cuando se sentasen en el suelo mojado para reponerse con una parca cena fría, podrían darse con un canto en los dientes si habían cubierto la misma distancia que se hace en dos horas con buen tiempo. Aquello era una auténtica calamidad para todos, desde el último pinche hasta el rey.
A mediodía, la lluvia caía con tal fuerza, que a cincuenta pasos ahogaba las voces. Pérdicas no cesaba de enjugarse el agua que le chorreaba por el entrecejo para poder ver, pero poco importaba, pues el ejército ilirio podría haberse encontrado más cerca que su portaestandarte y no lo habría visto. Aquella lluvia les envolvía por doquier, empequeñeciéndolo todo.
Un jinete, en quien Pérdicas reconoció a un tal Elpenor, jefe de patrullas, un oficial tan viejo que había combatido con el rey Amintas y gozado de gran estima por parte de Alejandro, llegó hasta él salpicando barro de tal modo, que el caballo del rey retrocedió.
—Excusadme, señor. Los vigías informan de la presencia del enemigo al fondo del valle: una patrulla de avanzadilla posiblemente.
—¿Pero alguien ha visto acaso a un ilirio?
—No, mi señor, pero han visto boñigas recientes de caballo a menos de una hora de aquí, y dicen que presienten algo…
—¿Que presienten, qué? —repitió el rey de Macedonia con una carcajada entristecida—. Caballos hay por doquier y los ilirios no pueden imaginarse que haya un ejército enemigo a menos de diez días de marcha… ¿Tú estarías patrullando para descubrir a un ejército inexistente con este tiempo? Esta lluvia engaña a la gente. Los vigías deben haberse sobresaltado por unas simples sombras.
Elpenor frunció el ceño y agarró con más fuerza las riendas, como tratando de dominar al caballo.
—Señor, son buenos vigías… con experiencia. Cuando dicen que creen que el enemigo está cerca, creo que debemos tomarlo en serio.
—Muy bien. ¿Qué sugieres que hagamos? —dijo Pérdicas, suspirando aburrido.
—Señor, yo aconsejaría que mandásemos en avanzada tropas de reconocimiento. Si los ilirios saben que estamos aquí y nos sorprenden en columna, nos iría muy mal.
—Tienes permiso para redoblar las patrullas. Que se desplieguen cuanto les parezca bien.
Pero al cabo de otros dos días, durante los cuales no dejó de llover, los vigías no comunicaron contacto con el enemigo.
—Ya te dije que eran sombras —comentó Pérdicas, dirigiéndose a Elpenor durante una reunión de oficiales en su tienda. Estaba atestada y el olor a lana húmeda y a cuerpos sucios era inaguantable, pero al menos no necesitaban gritar para entenderse por el azote constante de la lluvia.
Pero Elpenor meneó la cabeza muy serio.
—Señor, estas montañas están plagadas de vallecillos en los que puede ocultarse un ejército de diez mil hombres. Estamos en territorio ilirio y no en el nuestro… Y ellos saben ocultarse perfectamente.
—Pero enviarían patrullas para avistarnos con las mismas ganas que las nuestras —replicó Toxekmes, un oficial joven y simpático, que había combatido con Pérdicas en Anfípolis y gozaba del favor de su señor—. Es imposible que un número considerable de jinetes patrullen al descubierto sin dejar rastro.
Elpenor esbozó una sonrisa tirante, como quien interrumpe a un niño.
—Cuando el terreno está tan encharcado las huellas de cascos no duran ni una hora. Señor —añadió, dirigiéndose a Pérdicas—, yo opino que no sabemos si los ilirios nos están siguiendo. Es perfectamente posible que lo hagan y, por consiguiente, me parece pertinente que actuemos en consecuencia. Si no, nos exponemos a un desastre.
Pérdicas alzó la vista.
—Creo que la lluvia amaina —dijo, como si fuese el tema de la conversación, y por un instante todos escucharon callados el ruido que hacía sobre la tienda de cuero—. Sí, estoy seguro de que es más floja que hace una hora. Quizás tengamos unos días de buen tiempo.
—Y aprovecharemos la oportunidad —añadió Toxekmes, muy animoso ante tan feliz idea, mientras algunos otros asentían con la cabeza—. Con un poco de suerte, dentro de diez días habremos cruzado las montañas y estaremos en Molos.
—No es momento para pensar en cruzar rápido las montañas —replicó Elpenor malhumorado—. La tropa está exhausta y mal dispuesta para el combate o una marcha forzada por mal terreno. Deberíamos encontrar un buen sitio para atrincherarnos, situándonos a la defensiva, y hacernos una composición de lugar.
Sus palabras no tuvieron muy buena acogida, y menos por parte de la persona a quien iban dirigidas. Pérdicas mostró su descontento con un gesto de desdeñosa sorpresa, como si hubiese sido a él a quien Elpenor había hecho el reproche.
—La tropa —comenzó diciendo con notorio énfasis— agradecerá salir de estos lagos infernales y embarrados. Después de lo que hemos padecido aquí, cruzar las montañas será como un paseo por un peral. No veo a tenor de qué hemos de quedarnos en este barro esperando que nos ataque un enemigo que seguramente estará durmiendo tranquilamente en sus barracones de Molos, sin pensar para nada que pueda haber un ejército macedonio tan cerca.
Miró a sus oficiales, quienes le miraron primero a él y luego al sonriente Toxekmes, quien manifestó su absoluto acuerdo con todas las palabras pronunciadas por su señor, y todos callaron en señal de asentimiento.
Al concluir la reunión, Pérdicas hizo una discreta seña a Toxekmes para que no se fuese. Estuvieron los dos un buen rato callados, compartiendo un jarro de vino salvado del desastre de la lluvia.
—Quiero que releves a Elpenor en el mando de las patrullas de reconocimiento —dijo finalmente el rey—. Tal vez habría debido asignarle otros servicios, pues es un puesto que al cabo de un tiempo afecta a cualquiera. Me temo que ya ve ilirios hasta en sueños, y no me extrañaría que hubiese contagiado su aprensión a sus propios hombres. Sustituye a algunos si te parece.
—Lo que desees, mi señor.
La lluvia amainó, efectivamente. Durante tres días seguidos tuvieron nubes color hierro mate, como preñadas de tormenta, pero no se materializó la amenaza; el suelo se secó un poco y todos se reanimaron con unas cuantas comidas calientes. Los vigías, ya al mando de Toxekmes, no dieron ningún informe de avistamiento del enemigo.
Pérdicas comprobó que su ánimo mejoraba con el tiempo y una vez más volvió a sentirse optimista respecto a la campaña, igual que cuando él y Eufraeo la habían planificado en Pela. En pocos días alcanzarían las montañas y, una vez al otro lado, caerían sobre los ilirios como el rayo en el cielo de verano. No fallaría el ataque por sorpresa.
Y había hecho bien dejando a Filipo fuera de sus planes. A Filipo no le necesitaba. Después de todo, Aribas seguía al sur de Molos y al mando de unos mil quinientos hombres, insuficientes para enfrentarse al enemigo, pero sí para hostigarle. Pero en cuanto los macedonios hubiesen obtenido unas cuantas victorias, Aribas reagruparía sus fuerzas y atacaría a los ilirios por la espalda, supliendo perfectamente a Filipo.
Y cómo lamentaría Filipo el éxito de la campaña… Pues Pérdicas estaba totalmente convencido de que el principal motivo por el que su hermano había propuesto un ataque en pinza era no perderse su parte del triunfo. No cabía duda de que Filipo se envanecía de su fama de general, pero mientras que los elimios y los eordeos eran poco menos que tribus de montañeses, los ilirios eran los ilirios, y una victoria sobre ellos dejaría en sombra todas las hazañas de Filipo.
De este modo, el rey de Macedonia consideraba con indecible placer su futuro mientras conducía a su ejército por aquel vasto e inhóspito paisaje, lleno de lagos y pantanos. Quizás estuviera a punto de cambiar su mala suerte.
Al tercer día dejaban atrás los lagos; ya sólo faltaban dos jornadas para las montañas y no parecían tan imponentes. Pérdicas envió una patrulla de exploradores a encontrar un buen paso; mantendría a las tropas marchando mientras el terreno fuese plano, para después darles un descanso hasta que regresasen los exploradores.
La mañana del cuarto día volvieron las lluvias, al principio en forma de persistente llovizna, pero por la tarde era ya un aguacero denso como niebla. Al quinto día, regresaba al campamento un caballo sin jinete.
—Habrá tenido un accidente —comentó Toxekmes.
—No obstante, dispon unas cuantas patrullas más por si avistan alguna avanzadilla enemiga. Conviene saber qué ha podido ser.
Pérdicas no preveía un peligro real, y así, al menos, sabría cómo era el terreno al otro lado de las montañas.
Aquella noche no ordenó cavar trincheras para defensa del campamento. Juzgaba innecesarias las fortificaciones y, de todos modos, la tropa estaba agotada.
El ataque se produjo justo antes del amanecer.
Cuando le despertaron las trompetas de aviso, no estaba seguro de si soñaba. Lo primero que percibió era que no se oía ya la lluvia en el techo de la tienda.
Pero no soñaba. Ahora se oían perfectamente las trompetas y los gritos, y en aquel momento se abrió la puerta de la tienda como si la arrancasen y un oficial irrumpió en ella.
—¡Señor, los ilirios atacan en masa! —gritó excitado.
Pérdicas cogió su espada; junto al lecho estaban coraza y canilleras, pero ni las miró. No había tiempo.
Afuera, en la última hora más oscura que precede al amanecer, que quizás ya no verían, el rey supo en seguida de dónde procedía el peligro: le bastó con seguir la dirección del griterío. En el extremo noroeste del perímetro defensivo, rodeado por un grupo de soldados, halló a uno de los vigías tumbado en una manta, taponándose con la mano una herida del costado por la que sangraba; uno de los médicos de la tropa, de rodillas, le sujetaba la cabeza y los hombros. El soldado agonizaba.
—Nos tropezamos con sus columnas de avance apenas a un cuarto de hora de aquí —dijo el hombre a Pérdicas—. Fue un accidente por ambos lados, señor… chocamos con ellos en la linde de una arboleda. Me clavaron una jabalina en el vientre, pero logré huir para regresar. ¿Ha vuelto alguien más?
Pérdicas alzó la vista y miró a los que rodeaban al moribundo, pero, uno por uno, menearon la cabeza.
—¿Cuántos eran? —inquirió.
El hombre echó hacia atrás la cabeza, como si la pregunta le abrumase.
—No se puede saber, señor, con tal oscuridad. Pero parecía una fuerza numerosa… no era una patrulla. En cuanto advirtieron que les habíamos visto fueron a por nosotros. Me parece que no querían que volviese nadie para dar la alarma.
—Tú lo has hecho —dijo Pérdicas, poniéndole una mano en el hombro—. Puede que nos hayas salvado.
Pero, al tiempo que se ponía en pie, sabía que nadie les salvaría. Elpenor tenía razón… todas las fuerzas ilirias se habían reagrupado de noche preparándose para el ataque. Sus hombres estaban exhaustos y mal dispuestos para el combate, no habían levantado defensas y el enemigo caería sobre ellos de allí a un cuarto de hora. No necesitaba que nadie le mostrase su grave error.
Los ilirios eran famosos por su crueldad con los prisioneros. Había conducido a un ejército de cuatro mil hombres hasta aquellas montañas para que los salvajes ilirios hiciesen una carnicería. El fin ineludible de todas sus esperanzas y planes había llegado. Todo cuanto iniciaba acababa mal. Y en aquel momento intuyó sin paliativos su absoluto fracaso como militar y como rey.
«Ojalá mueras ante los ojos de extranjeros y que tu reinado acabe en desastre».
Así iba a suceder… ahora lo veía. La maldición de su madre cerraba el círculo, poniendo fin a su vida y a sus ambiciones.
Si aquello era el final, estaba decidido al menos a que no le faltara valor para enfrentarse a él. Al menos tendría la entereza de no perecer como un cobarde indigno.
—Ordenad a los hombres que se pongan a la defensiva —dijo con voz autoritaria de comandante, quizás por primera vez—. Encended todos los fuegos y quemad los carros si es necesario. Vamos a recibirlos como se merecen.