Capítulo 32

Pérdicas, rey de todos los macedonios, había desistido de echar a los atenienses de Pidna y Metona. Infringiendo el tratado que había firmado con Calístenes, siguió enviando tropas en ayuda de la liga Calcídica, pero ni aun la derrota definitiva de Atenas en Anfípolis, en donde se había visto obligada a quemar su flota, redundó en el menor beneficio para la debilidad esencial de Macedonia. Nadie iba a ayudarla a expulsar a Atenas del golfo y sola no podía hacerlo.

Hasta Eufraeo parecía haber perdido interés en la guerra, pues cada vez llamaba más la atención del rey hacia otros peligros: los ilirios habían sellado una alianza con Menelao de Lincestas y volvían a amenazar las fronteras del norte.

—Tal vez debiera enviar a Filipo a que les asuste —dijo Pérdicas, aceptando en broma el hecho de que ya hacía más de dos años que el oeste vivía en perfecta calma. Eufraeo esbozó su peculiar y desagradable sonrisa.

—Parece ser que nadie se atreve a enfrentarse al rey de Elimea —dijo, sabiendo lo poco que le gustaba a su señor que elogiasen a Filipo—. La gente tiene cuidado de no pisar una víbora enroscada.

—Márchate, Eufraeo.

El filósofo no mostró sorpresa alguna al oírlo. Hizo una reverencia y dejó al rey, sabiendo que había dicho algo que haría mella en él.

Porque Pérdicas había entendido perfectamente. Ni siquiera se sentó enfadado tras la enorme mesa de aquel despacho de su difunto hermano, mientras seguía jugueteando con la empuñadura de una espada rota que su padre había guardado como recuerdo de una antigua batalla. El sentimiento que le embargaba era más tristeza que furor.

Pues Pérdicas había ido comprendiendo poco a poco que, como rey de Macedonia, se caracterizaba por sus fracasos. Y no entendía por qué. No era por falta de habilidad, ya que sus dotes no eran inferiores a las de sus antecesores. No era tonto ni cobarde, y, no obstante, su reinado era una cadena de desastres. De haber vivido, ¿habría tenido Alejandro que enfrentarse a todo aquello? ¿O el favor ciego de los dioses, que sólo le había faltado en el último momento de su vida, lo habría paliado en parte? Le habría consolado pensar que no, pero costaba imaginar a un Alejandro sentado en una tienda de campaña escuchando de labios de un general ateniense la lección sobre las virtudes de aprender a partir de los propios errores.

Aunque… su padre, que tantos años había reinado, ¿no había también sufrido reveses en su juventud? ¿No le habían los ilirios, incluso, destronado una vez? Sin embargo, era una época distinta, y Amintas había sido elegido rey tras un largo período de caos y disturbios internos; contentos podían estar con que hubiese muerto dejando la sucesión asegurada y el país débil pero en paz. No, su padre no constituía un paralelo consolador.

Filipo ni siquiera entraba en sus cálculos, porque su hermano pequeño, al fin y al cabo, no era más que un patán a quien la Fortuna había encumbrado y a quien seguramente volvería a derribar. En definitiva, Filipo no contaba.

Entonces, ¿qué quedaba, sino aquella sensación de que los acontecimientos se le escapaban de las manos, que Macedonia iba hacia el desastre inevitable e incluso imprevisible? Los atenienses tenían establecidas guarniciones casi a la puerta de su casa, los tracios y la liga Calcídica habían sellado una alianza que amenazaba sus fronteras orientales, y ahora surgía aquel asunto de los ilirios. Era como vivir en un cuarto cuyas paredes se derrumban sobre uno mismo.

Durante años, Bardilis de Iliria había sojuzgado a los pueblos vecinos y su vasto imperio montañoso amenazaba a todos los reinos de habla griega del este como una mano dispuesta a robar una cesta de manzanas. Ahora, seguro en el norte por su alianza con Lincestas, el viejo bandido había invadido Molos, y Aribas, rey de aquel país, apenas podía hacer otra cosa que hostigar al enemigo sin poder evitar que sus subditos sufrieran un pillaje continuado. Aribas no era amigo, pero su derrocamiento suponía un peligro evidente para la frontera sur de Macedonia. El problema estaba en qué se podía hacer.

Quizás lo más fácil fuese llevar a cabo lo que había dicho en broma y enviar allí a Filipo. Filipo tenía experiencia en combate en las montañas y conocía personalmente a los ilirios. Además, pese a todas sus otras limitaciones, Filipo era un buen militar.

Pero había muchos factores en contra.

En primer lugar, Bardilis no era un simple cabecilla tribal rebelde y Filipo necesitaría un ejército de al menos tres mil hombres. Y si vencía podía ser más peligroso que los ilirios. Rey de Elimea, con un ejército de tal envergadura y con su ya considerable prestigio, incrementado por otra victoria, Filipo ya no sería un subdito sino su igual. Y no habría nada en absoluto que pudiera contenerle, salvo la lealtad personal que él considerase que debía a su hermano y soberano. Sí, Filipo era leal… de momento. Pero un rey, si quiere serlo, debe hallarse en la posición de exigir lealtad, no pedirla como un favor.

En cualquier caso, Filipo no era un mago. Si no podía vencer a Bardilis, otros lo harían. Pérdicas estaba casi convencido de que podía hacerlo él mismo.

Y si no podía, si los dioses realmente querían destruirle, una campaña militar contra los ilirios era tan buen medio como otro cualquiera para ir al encuentro de su destino.

A los veintitrés años, el rey de Macedonia se sentía a veces como un viejo, gastado y acabado. Estaba cansado de ser rey, y, en ciertos aspectos, harto de la vida. Era un hastío aquella sensación de incertidumbre que le rodeaba. Se sentía como impulsado por el incontenible deseo de provocar una gran crisis, tras la cual todas las dudas quedasen despejadas. Quizás fuese esa la gran atracción de la guerra, el origen de su fatal encanto, el hecho que todo lo cambiaba.

Pérdicas decidió no trabajar más aquel día. Al día siguiente iniciaría los preparativos para una campaña en el norte; si Bardilis estaba en el sur, saqueando valles, era lógico atacarle en su punto más débil; pero aquel día no haría nada más. Y fue a ver a su esposa e hijo.

Al menos, el matrimonio era algo de su vida que no le había decepcionado, aunque sólo fuese por el hecho de que había llegado a él con pocas expectativas. Él siempre había pensado que los placeres de la cópula física eran una exageración; los poetas hacían elogios de ellos, pero también exaltaban la ebriedad y las carreras de caballos, y no era hacia la esposa que debía volverse un hombre razonable en busca de compañerismo. Arete era virtuosa, tranquila, sumisa y fecunda, que era cuanto él requería de ella. Al año y medio de casados le había dado un hijo y, ahora, seis meses después, ella y el pequeño Amintas eran una gloria. Filipo había perdido esposa e hijo y no parecía decidido a tentar de nuevo a la suerte; en eso, cuando menos, aventajaba a su hermano.

El niño le encantaba. Amintas era un cachorro gordezuelo y fuerte al que ya le asomaban dos dientecitos y andaba ya a gatas como un demonio por las alfombras de pieles. Daba verdadero placer pasar una hora con él, sujetando aquel cuerpecillo rollizo, enseñándole a mantenerse en pie y escuchando a la madre relatar sus gracias. Pérdicas sabía que no era muy digno interesarse tanto por los niños pequeños, pero la existencia ofrecía tan pocos placeres que no podía evitar ir a verle cada tres o cuatro días. Le satisfacía mucho que el pequeño le recibiera siempre con una sonrisa como si reconociese que era su padre.

Pero también el desasosiego ensombrecía aquel placer, pues Pérdicas no había olvidado que su madre le había maldecido casi en su último suspiro: «Ojalá mueras como él, ante los ojos de extranjeros. Que tu reino acabe en desastre y no tengas descendientes». Por ello, el rey de Macedonia abrigaba cierto temor de que le sucediera algún mal a su heredero, y, por ello, el principito Amintas tenía su propio médico y no le traían la comida de las cocinas sino que se la preparaban para él solo delante de la madre. Hasta a las criadas se les había advertido que serían azotadas si el pequeño se hacía un rasguño en la rodilla. Amintas sucedería en el trono a su padre y Pérdicas estaba decidido a asegurarse de ello. Eurídice no había hablado en nombre del cielo y no podía hundir a su hijo y a todo su linaje con unas palabras. Ya llevaba tres años muerta y su maldición no había causado efecto alguno.

Además, habría más príncipes. Arete era joven y fuerte y tendría más pequeños rollizos. ¿Por qué no iba a prolongarse la dinastía hasta la eternidad?

—Serás Amintas cuarto —musitaba a veces Pérdicas al pequeño, que, sentado en su regazo, jugaba con los anillos de su mano—. Reinarás después de mí y Filipo se hará viejo y morirá siendo subdito tuyo.

Filipo había también recibido noticia del conflicto de Molos. Había establecido relaciones amistosas con su vecino Piteas, rey de los tinfeos, y había recibido cartas suyas contándole que todos los días los habitantes cruzaban las montañas del oeste huyendo de las brutalidades de los ilirios. En aquella época del año las alturas estaban ya nevadas y los molosos poco podían esperar en Tinfea, pero preferían el riesgo de perecer congelados y morir de hambre que caer en manos de los ilirios. Los relatos que contaban aquellos refugiados helaban la sangre en las venas.

Se trataba, naturalmente, de apoderarse del paso de Zigos, para dominar aquel punto de acceso a todos los reinos del sur de Macedonia. Aribas seguía hostigando al enemigo en su avance hacia Molos, pero era fundamentalmente una maniobra de contención que no impediría la derrota, pero Filipo no estaba dispuesto a confiar en eso para su propia protección y en seguida llegó a un acuerdo con Piteas, quien corría mayor peligro, e instaló una guarnición de quinientos hombres en lo alto del citado paso. Bardilis podía dar las patadas que quisiera al tapón pero aquello no se abriría.

A continuación, Filipo escribió a su hermano sugiriéndole una alianza con Molos, a la que Aribas no podía negarse, y un inmediato ataque al otro lado del monte Pindó, mientras el ejército macedonio avanzaba hacia el norte para atemorizar a Lincestas y asegurarse su neutralidad y, al mismo tiempo, cortar a los ilirios las líneas de enlace con sus bases.

Envió la carta con un emisario a caballo con la orden de esperar respuesta. A su regreso, el emisario dijo a Filipo: «El rey no me recibió y al tercer día un ministro me dijo que el rey Pérdicas no iba a dar contestación. Y añadió que aguardaseis las órdenes del rey». Era un muchacho de dieciséis años y, a juzgar por la turbación con que se expresaba, se veía que encontraba extraño que alguien osase decir al rey de Elimea —a su rey— que aguardase órdenes.

—¿Cómo se llama el ministro?

—Eufraeo.

Estaba claro, pensó Filipo. No habría campaña. No obstante, envió otro mensajero con otra carta en iguales términos. Esta vez el jinete tardó veinte días en regresar, pero al menos trajo una respuesta de puño y letra de Pérdicas.

«No pretendas, hermanito, darme lecciones en el arte de la guerra. Me enfrentaré a Bardilis como y cuando crea conveniente, y hasta ese momento me alegra de que le contengas en el sur. En cualquier caso, está muy avanzada la estación para emprender la campaña», contestaba Pérdicas.

Lakio se encontraba con Filipo cuando se recibió la carta; habían vuelto de caza y se hallaban en las cuadras, viendo cómo cepillaban a los caballos. Ya casi se había puesto el sol y el olor a heno y sudor de caballo era muy agradable. Cuando acabó de leerla, Filipo se la tendió a Lakio sin hacer comentarios.

—Cuando pienso en tu hermano poniéndose al frente de un ejército me duelen todas las cicatrices —dijo Lakio, volviendo a enrollar cuidadosamente la carta antes de devolvérsela—. No me atrae la idea de cruzar las montañas en esta época del año, pero ¿se imagina Pérdicas que será más fácil vencer a los ilirios después de dejarles que se pasen el invierno cebándose en Molos?

—Este asunto no me gusta nada —dijo Filipo, estrujando la carta y haciendo una bola. Tras lo cual abrió los dedos y se quedó mirándola como si fuese algo dañino de comer—. Veo la trampa que le aguarda en el camino, pero por mucho que le grite no puedo hacer que mire a ese suelo que va a hundirse bajo sus pies.

—Al rey de Macedonia no hace falta que le tiendan trampas: él mismo se busca los desastres. Si quiere buscarse la perdición, nadie podrá evitarlo. Y menos tú; créeme.

Lakio pasó el brazo por los hombros de Filipo en gesto casi compasivo.

—Mi consejo es que nos emborrachemos lo mejor que podamos —añadió.

—Una excelente idea.