Aquel año, el invierno se prolongó en Elimea. El suelo estuvo helado hasta finales del mes de Xandikos, y, conforme Fila llegaba al término de su embarazo, las nubes sobre Eane eran oscuras y cargadas de nieve.
Había sido una gestación difícil. Casi inmediatamente después del regreso de Pela, había comenzado a tener hemorragias, que prácticamente no habían cesado. Por consejo de su médico, un inteligente chipriota pequeño y de barba puntiaguda, que gozaba de fama en el tratamiento de dolencias femeninas, Filipo la llevó a un pabellón de caza real en las proximidades de las montañas, pero la soledad no hacía más que deprimirla. Y cuando comenzó a decir que el niño había muerto en su vientre, volvió a traérsela a palacio. Su salud no mejoraba, pero al menos estaba más tranquila.
A comienzos del séptimo mes, el chipriota dijo que no le gustaba el color de la sangre que perdía y le prescribió guardar cama.
—Cuidaos para proteger a vuestro hijo —dijo—. No os excitéis por nada porque no hay nada que temer.
Pero a Filipo le dijo que si comenzaban a aparecerle manchas rosadas en el rostro, desesperaba que llegase a término viva.
Una mañana, al principio del último mes, Filipo advirtió algo parecido a una tela de araña de venas rotas en su mejilla izquierda; a ella no le dijo nada, pero aquel mismo día acudió al templo de Hera, diosa de los partos, y ofreció en sacrificio una torta y unos pelos de su barba.
Quizás eso complaciese a la diosa, pues Fila siguió con vida aquel último mes de embarazo. Pero debió sentir que había perdido algo de su armonía interna, porque ella se daba cuenta de que su vida corría peligro.
—Acepto la muerte si se salva nuestro hijo —dijo, de pronto, una tarde en que Filipo intentaba distraerla leyéndole una carta que había recibido de Aristóteles desde Atenas.
—No vas a morirte y el niño vivirá —dijo él, sonriendo y cogiéndole la mano—. Y a lo mejor es niña.
—Será niño. Por las noches siento sus pataditas… y sé que es niño.
No dijo más, y él continuó leyéndole la carta, pero advertía por la expresión de su rostro que no escuchaba.
Apenas dormía por las noches y cuando conciliaba el sueño sufría terribles pesadillas. El médico dijo que no había nada de extraño en que una mujer tuviera pesadillas estando grávida, pero lo que a Filipo le atemorizaba era que no quiso decirle lo que soñaba; a veces se despertaba dando gritos y él la acunaba en sus brazos hasta calmarla, pero si le preguntaba de qué se había asustado, ella no le contestaba.
Otra noche, creyó que se trataba de otra pesadilla cuando le despertó un ruido como un lamento y la presión de la mano de ella en la cara.
—Eso es el viento —dijo él medio dormido, dándose la vuelta para abrazarla.
—Llama al médico. Me han empezado los dolores.
Filipo se despejó inmediatamente y, con un rápido movimiento, se arrodilló junto a ella, poniéndole la mano en el abultado vientre. De pronto, le ganaba un miedo como no había sentido en su vida, ni siquiera en el combate.
—¿Estás segura?
—Sí… Llámale.
Filipo echó a correr por un pasillo de palacio, esforzándose por cubrirse con una túnica al tiempo que pensaba a dónde se encaminaba; en las últimas noches había dado orden de que hubiese siempre un criado en la puerta, pero lo cierto es que el hombre se había quedado dormido en el taburete y, en cualquier caso, Filipo ni lo vio ni se acordó de su existencia.
Al médico le habían alojado en una habitación próxima a los aposentos reales; Filipo dio puntapiés en la parte baja de la puerta y voces capaces de despertar a todo el palacio.
—¡Macaón, despierta! Te necesitamos. ¡Despierta!
Se abrió la puerta y apareció el pequeño chipriota ya vestido y con aspecto de llevar horas despierto.
—Me había imaginado que sería esta noche —dijo con toda calma—. Es por el viento. No me preguntéis por qué, pero…
—No te pregunto nada. ¡Vamos!
Durante la media hora que siguió Filipo aguardó en la antecámara del dormitorio, paseando de arriba a abajo, escuchando el menor ruido y maldiciendo al viento. Cuando el médico salió para hablar con él, le cogió por los hombros como si fuera a zarandearle.
—Apenas ha comenzado, mi señor —dijo Macaón, sin siquiera mirar aquellas manos que le aferraban, hecho como estaba a toda clase de situaciones—. Hay una larga espera por delante. Le he dicho que duerma, pero dudo que lo haga. E igual os digo: buscad una cama y acostaos. Vuestro hijo puede tardar en nacer horas y, con todo respeto, mi señor, aquí estáis de más.
Era un consejo excelente. Filipo lo sabía y se fue a su despacho, donde extendió una esterilla de dormir en un sofá en el que estuvo tumbado una media hora, sin poder cerrar los ojos, pensando en si Macaón tendría hijos.
Fue un alivio oír que llamaban a la puerta y ver a Glaukón asomar la cabeza.
—Me he enterado de que ha comenzado el parto —dijo, con sus ojos brillando como trozos de vidrio, y en aquel momento, Filipo recordó que Glaukón y Alcmena habían perdido su hijo en el parto y pensó si no sería ese recuerdo la causa de aquel brillo en los ojos del viejo servidor—. Y pensé que…
—Pasa y acompáñame —dijo Filipo, tendiéndole la mano—. Esta noche tengo miedo.
Se sentaron los dos en el sofá sin decir palabra y así estuvieron más de dos horas, haciéndose compañía.
—Tal vez debas ir a ver cómo va —dijo Glaukón finalmente.
—Sí, quizás sí.
Filipo se levantó y se llegó a la puerta del dormitorio, donde permaneció unos minutos a la escucha, sin atreverse a llamar, hasta que se abrió dando paso a una sirvienta que llevaba una jofaina de agua ensangrentada y que casi tropieza con él. La mujer cerró rápidamente la puerta y se alejó a toda prisa, pero a Filipo le dio tiempo de ver a Fila con el rostro reluciente de sudor y blanco como la cera.
Momentos después, salía el médico para hablar con él. Llevaba las mangas de la túnica subidas hasta los hombros y su cara estaba seria.
—Es un parto lento —dijo, alzando la barbilla, cual si intentara clavar su puntiaguda barba en el pecho de Filipo—. Los dolores son fuertes, más de lo que yo había previsto en esta primera fase, pero el niño no sale y ella pierde mucha sangre. No soy muy optimista respecto al desenlace.
—¿No se puede hacer nada?
—Nada, señor. Un médico únicamente puede paliar el curso de lo inevitable, pero el desenlace está en manos de los dioses.
—Estoy en la habitación contigua. Llámame si algo…
—Sí, mi señor, si se produce un cambio.
Filipo regresó a su estudio y dio a Glaukón la funesta noticia.
—¿Qué sucedió con el niño de Alcmena? —inquirió, poniendo una mano en la rodilla del anciano—. ¿Te resulta doloroso hablar de ello?
—Igual que pensarlo —contestó Glaukón, meneando la cabeza—. Y esta noche no puedo dejar de recordarlo… Todo iba bien, pero el niño salió con el cordón umbilical enroscado al cuello y eso le estranguló.
—¿Y Alcmena sufrió mucho?
—Sólo psicológicamente… hasta que te trajeron a ti. Creo que de no haber sido por eso habría seguido al niño a la pira funeraria.
—Me llenas el corazón de ánimo —dijo Filipo—. Es mejor estar preparado para lo peor. Yo nunca había pensado en la muerte y la impresión fue mucho mayor. Si todo va bien, algún día recordarás esta conversación y sonreirás.
Estuvieron cinco horas en vilo, escuchando de vez en cuando a través de la puerta abierta del despacho apresurados y raudos pasos de sandalias entre la antecámara y el dormitorio. Filipo intentaba juzgar el desarrollo de los acontecimientos por el ritmo de los pasos de las criadas, por si su rapidez daba a entender lo apurado o no de la situación, pero sabía que era un absurdo.
Y era aquella sensación de impotencia lo que más le agobiaba, el saber que su vida estaba en manos del azar. Él era activo por naturaleza y siempre había sido el principal protagonista de su destino, pero ahora tenía que aceptar la realidad de su propia insignificancia. Fila y su hijo vivirían o morirían sin que él interviniera en ello para nada. En nada podía ayudarles.
Por fin oyó unos pasos mesurados de hombre. Se abrió la puerta del despacho un poco más y vio al médico que le hacía señas. Le bastó con ver la expresión de su rostro para saber lo que había sucedido.
—El niño ha muerto —musitó el chipriota—. Creo que ha muerto hace horas, pero no hay modo de saberlo.
—¿Era niño, entonces?
—Sí —y, por primera vez, una expresión de auténtica angustia surcó el rostro del médico—. Lo siento, mi señor. Se ha hecho cuanto las artes curativas ponen a nuestro alcance, pero ha sido imposible.
—¿Lo sabe mi esposa?
Con deliberada lentitud, Macaón meneó la cabeza.
—Decídselo vos si lo consideráis oportuno. Ha sangrado horriblemente, señor, y no cesa la hemorragia. No durará más de una hora o dos.
—¿Se está muriendo?
—Se está muriendo y no hay esperanza. Si queréis hablarle, mejor que vayáis de inmediato.
Fue con una encomiable fuerza de voluntad que Filipo se vio capaz de recorrer los pocos pasos que le separaban del dormitorio en el que su esposa yacía en un lecho manchado de sangre, con el bello rostro demacrado y blanco como el papel. Tenía los ojos cerrados, lo que le confería ya aspecto de muerta, y para él habría sido casi un consuelo que lo hubiera estado.
Se arrodilló a su lado, esforzándose por conservar un gesto tranquilo y desapasionado, pensando únicamente en que si en aquel momento la defraudaba sería un pecado que jamás podría expiar. Finalmente, cogió su mano y ella abrió los ojos.
—Tenemos un hijo —le dijo despacio, como temiendo asustarla, y notó que la mano que asía respondía con una levísima presión.
—Enséñamelo.
—Lo tiene la nodriza —respondió Filipo, meneando la cabeza—. Te lo traerán cuando hayas descansado un poco.
—¿Pero vive? ¿Le has visto?
—Claro que vive —contestó Filipo, haciendo como si le pareciese una pregunta absurda—. Seguro que será un buen rey a juzgar por los vagidos.
—Entonces, no me importa morir.
Volvió a cerrar los ojos con resignado agotamiento, dando verdaderamente la impresión de que se entregaba plácidamente en brazos de la muerte.
—No vas a morir —replicó Filipo, sintiendo en sus ojos el ardor de las lágrimas contenidas—. Has pasado una dura prueba, pero ya ha acabado y…
Inmediatamente se dio cuenta de que no podía oírle, y allí se quedó mientras dormía… Hasta que no volvió a despertar.
Filipo no vio el cadáver de su hijo. No quiso verlo, y aquel cuerpecito, que no había llegado vivo al mundo, fue envuelto en un paño de lino para colocarlo junto al cadáver de la madre para que el fuego purificador los consumiera a los dos.
Aunque no estaba bien visto que un rey mostrase aflicción por la muerte de una esposa, un hijo era distinto, y Filipo habría podido permitirse el luto. Sin embargo, era como si no sintiese nada, salvo una profunda decepción de sí mismo y por la decisión de los hados. No había podido proteger a Fila y se sentía como si la hubiese matado. Su único consuelo era que hubiese muerto sin saber que había entregado inútilmente su vida.
Para sus amigos, el único cambio perceptible fue que se mostraba algo más serio y ya no sonreía con tanta facilidad. Y jamás se imaginaron los profundos abatimientos en que caía cuando estaba a solas, momentos en que el tiempo parecía detenerse y perdía el sentido de la realidad, al tiempo que su mente se embotaba y era incapaz de pensar en otra cosa que no fuesen aquellos últimos momentos de la difunta.
¿Sabría ella que el niño había muerto? ¿Sería una sombra errante en el Hades que se lamentaría eternamente? Esos pensamientos le atormentaban, y a veces pensaba si no habría sido mejor decírselo. Pero había sufrido mucho y un simple mortal tiene un límite. Mejor haberla dejado morir en paz… si es que podía alcanzarla.
Y la echaba de menos. A veces, por la noche, la echaba dolorosamente de menos, y se encontraba como atento a escuchar el sonido de su voz en la oscuridad. Y, sin embargo, se reprochaba no añorarla más aún, que su corazón no se quebrase, que no fuese algo insufrible, que no deseara la muerte. Y sabía que en eso también estaba en deuda con ella que tanto le quería y había muerto por complacerle. ¿Acaso no merecía ella aquel sufrimiento? Pero él vivía, se sobrepondría a la pena, mientras que ella se desvanecía cada vez más como algo del pasado que no ha de volver. Y eso también le parecía una injusticia y una afrenta.
—Tienes que volver a casarte —le dijo Glaukón unos tres meses después de la muerte de Fila, un día que estaban sentados cenando en los aposentos del anciano junto al ala de servicio. Permanecieron los dos en silencio unos minutos—. Sé que la echas de menos más de lo que demuestras, pero no puedes dar la espalda a la aflicción como si no existiese. Necesitas una esposa.
Filipo sonrió, pensando en que Glaukón sería seguramente el único que osaba hablarle así, y, desde luego, el único a quien estaba dispuesto a escuchar.
—Tú no volviste a casarte —replicó.
—Yo soy un simple subdito, pero tú eres rey. Y debes tener un heredero. Además, yo era más viejo.
—¿Y una nueva esposa me hará olvidar a la otra?
—No.
—Me alegro, porque si no, no volvería a casarme —dijo Filipo, meneando la cabeza como si acabase de adoptar una decisión—. Volveré a casarme si vuelvo a enamorarme. Pero tardaré.
—¿Es que la amabas? —Sí.
Sí, la había amado. Era lo que había descubierto al perderla. Era el peso que abrumaba su alma.