Capítulo 30

Filipo escuchó el relato de labios de Lakio, que acababa de volver con sus hombres desde el río Estrimón.

—Cualquiera que no fuese tonto podía imaginarse como iba a acabar —dijo, en cuanto estuvo a solas con su rey, sentados en la mesa de la cocina de casa de Glaukón, el único sitio en Pela en que estaban seguros de que nadie les oiría. Lakio no era hombre que se asustase fácilmente, pero hablaba con la mirada angustiada de quien ha sido testigo de un pavoroso desastre—. Los atenienses no estaban pertrechados para sostener un largo asedio, y ni con la flota pudieron cortar el suministro a la ciudad. Timoteo debía haber visto desde el principio que no había posibilidades de vencer.

—Él es un producto de la asamblea ateniense, en la que hay demasiadas cabezas para poder pensar con claridad y demasiados ojos para poder ver. Y él tiene que hacer lo que puede con los medios de que dispone.

—Bien, verás que no tardó en ver lo que iba a suceder, pero se marchó y dejó que fuese otro quien se rindiera a los tracios. Ya mucho antes, tu hermano había regresado a Pela, cediéndome el mando, y yo aguanté hasta la marcha de Timoteo y entonces me vine con mis hombres.

—Hiciste bien —dijo Filipo con el tono de quien afirma una verdad objetiva—. No estamos tan obligados con los atenienses como para sacrificar a nuestros soldados por quedar bien. ¿Qué dijo Pérdicas a tu regreso?

—Nada —contestó Lakio, encogiéndose de hombros y con gesto de absoluta perplejidad—. En los quince días que llevo aquí desde que regresé no he podido ver al rey. No sé si piensa felicitarme por mi prudencia o ajusticiarme por deserción.

—¿Te dio orden expresa de quedarte?

—No.

—Luego lo que hiciste fue seguir tu mejor criterio, que es lo que se espera de un general. Sin lugar a dudas, ha estado a la expectativa de cómo se desarrollaban los acontecimientos, y parece estar muy contento con que Atenas se haya rendido; así que no creo que corras peligro. En cualquier caso, no hará nada contra ti si yo me intereso, y lo haré si surge algo.

—Gracias, Filipo.

Filipo hizo un gesto indicativo de que le avergonzaba que le diesen las gracias por semejantes menudencias y recorrió la habitación con la vista. El taburete de Alcmena seguía junto al fuego. De niño había jugado en el suelo de aquella cocina y en aquella misma mesa le había enseñado Glaukón a sumar. Ahora, Alcmena había muerto y Glaukón estaba en Eane llevando las cuentas de palacio. La chimenea estaba llena de polvo y la cocina olía a desuso. Aquello le deprimía profundamente.

—¿Cuánto estuvo mi hermano en Anfípolis? —inquirió Filipo con rostro inexpresivo.

—Un mes, o algo más. Ya estaba allí cuando llegué yo.

—¿Que impresión te causó?

Lakio miró un buen rato a su señor antes de contestar. Sabía que los reyes son seres imprevisibles en lo que a sus familias respecta; a Derdas, difícilmente se habría atrevido nadie a decirle lo que no le gustaba oír. Pero Filipo no era Derdas; precisamente, el mayor peligro con Filipo era decirle lo que no fuese verdad.

—No se puede decir que fuese cobarde —contestó finalmente—. Es valiente, eso hay que reconocerlo. Sería buen comandante de una compañía, pero carece de la imaginación necesaria para ser general. Él aplica un plan con arreglo a las tácticas que hemos aprendido de niños y si no da resultado, se enfurece; espera que la batalla se amolde a lo que ha pensado y no lo contrario. No me gustaría tener que volver a exponer la vida bajo su mando.

Mirándole, nadie habría podido adivinar lo que Filipo pensaba de aquel juicio, pues su rostro era impenetrable. Finalmente, estiró el brazo y puso la mano en el brazo de Lakio.

—Gracias —dijo—. Me has contestado como lo hace un amigo. Ahora, vamonos de aquí a algún sitio en que haya lumbre y un poco de vino. Esto parece un mausoleo.

Cuando tres días después Filipo acudió a los aposentos del rey a primera hora de la mañana para procurar ver a su hermano a solas, Pérdicas no se mostró muy dispuesto a hablar de la reciente campaña. Y tenía otras noticias.

—Si te quedas todo el mes, podrás asistir a mi boda —dijo, con la sonrisa de quien sabe que divulga algo poco halagüeño. Pero si esperaba que su heredero mostrase el menor signo de desagrado, quedó decepcionado, pues Filipo lo que hizo fue darle un abrazo.

—Enhorabuena, hermano —dijo Filipo, casi entre risas—. Una buena mujer puede hacer muy feliz a un hombre. Créeme; lo digo por experiencia. ¿Quién es ella? ¿La conozco?

Pérdicas, al ver que su hermano se mostraba realmente complacido, optó, sin saber la razón, por mostrarse igualmente alegre, y su gesto de complacencia se transformó en una sonrisa casi de oreja a oreja.

—A la familia seguro que la conoces. Es la hija de Agapenor, el que posee enormes fincas junto a la frontera con Lincestas. Creo que vendrá bien darle un motivo familiar para que no olvide que el rey soy yo y no el tío Menelao. Además, aporta una buena dote.

—¿Pero a ti te gusta? ¿Es bonita?

—Los desposorios se celebrarán dentro de diez días y entonces lo sabré —contestó Pérdicas, encogiéndose de hombros, cual si fuese su ineluctable destino—. Dicen que es una beldad, y estoy seguro de que no estará mal.

—Dentro de diez días no te mostrarás tan indiferente —dijo Filipo riendo abiertamente—. ¡A ver si te pone la cama más caliente que una parrilla y te hace padre de diez hijos antes de que cumplas treinta años!

Pérdicas se zafó del abrazo de su hermano y se sentó en la mesa en que se hallaban los restos del desayuno. Miró en derredor, cual si su presencia en aquella habitación, que había sido despacho de Alejandro, fuese el hecho singular de su existencia y, a pesar de ello, no se sintiese satisfecho. Había tenido miedo de su hermano mayor, que siempre se había complacido en burlarse de él por carecer de su gracia e ingenio, y ahora, a su vez, consideraba como una falta de respeto que su hermano Filipo no le tuviese miedo a él. Había momentos como aquél en que no acababa de estar seguro de que Filipo no estuviese burlándose de él.

—No te ofendas tan fácilmente —dijo Filipo mesuradamente, pues acababa de darse cuenta de aquel acomplejamiento—. ¿Es que deseas que me comporte como un subdito incluso en privado?

—Eres un subdito —replicó Pérdicas, tratando inútilmente de mostrarse frío y enfadado—. Eres mi subdito —repitió.

—También soy tu hermano, Pérdicas… y en nuestra familia se han cobrado un alto precio el asesinato, la traición y la locura. Sólo quedamos tú y yo. Si no puedo bromear contigo a propósito de tu matrimonio, no te quedará nadie con quien poder comportarte como no sea con arreglo a tu condición de rey. Nuestra relación es lo único que nos queda a los dos.

En lugar de contestar, Pérdicas miró a la pared a espaldas de Filipo. Parecía ausente y daba la impresión de que había olvidado la presencia de Filipo o que un recuerdo le arrastraba irresistiblemente. Es la manera que tienen algunas personas de reaccionar a su propia turbación.

—Tu caballería combatió bien en Anfípolis —dijo, finalmente, como si la conversación hubiese versado sobre ese tema—. Puede que me la quede de guarnición en Pela algún tiempo.

—¿Qué te propones? —inquirió Filipo, entornando los ojos.

—Que tal vez hayamos estado luchando contra el enemigo que no debíamos.

El rey de Macedonia cogió la copa de vino y, tras mirar su interior para convencerse de que estaba vacía, la dejó en la mesa sin llenarla con el jarro que tenía al lado, contentándose con aquel gesto, cual si satisficiera sus propósitos.

—Hay que mantener a Atenas apartada del norte —añadió, volviendo a mirar atentamente al vacío—. Que satisfagan su codicia vendiendo cerámica a los asiáticos. Los calcídeos saben que me vi obligado a la alianza y ya están enviándome emisarios. Tal vez sea el momento de cambiar de bando.

—¿Para hacer qué?

—Para expulsar a los atenienses de Pidna y Metona —respondió sonriendo, como si deseo y realidad fuesen una misma cosa.

—En primer lugar, los atenienses no podrán ser expulsados del norte —replicó Filipo con vehemencia—. Al menos, no por nosotros. Piénsalo, hermano… somos demasiado débiles y nos vemos amenazados por doquier como para iniciar una contienda con Atenas por Pidna y Metona.

—Han dejado unas guarniciones reducidas y acaban de sufrir una derrota. Su asamblea no estará dispuesta a aprobar fondos para enviar refuerzos, después de ver cómo combatió nuestra caballería en Anfípolis. Además, tendremos por aliados a Tebas y a la liga Calcídica.

—Tanto Tebas como los calcídeos se congratularán de ver que atacamos a las guarniciones atenienses. Si Atenas reacciona, y lo hará porque no tiene más remedio, ninguno de los dos moverá una mano por ayudarnos.

—Creo que tienes miedo —replicó Pérdicas, poniéndose en pie y adoptando una postura que habría sido desafiante de no haberse encontrado ambos separados por una distancia de cuatro pasos.

—¿De esto? ¡Claro! Si inicias una guerra con Atenas cometerás una locura que no se olvidará en mil años. ¿Quieres pasar a la posteridad con ello, hermano? ¿Tantas ganas tienes de ser el último rey de Macedonia?

—Creo que tienes miedo —repitió Pérdicas como si Filipo no hubiese hablado—. ¡Te has labrado gran fama aplastando a unas tribus de montañeses y no soportas la idea de ver tu gloria eclipsada… NI SIQUIERA POR TU HERMANO MAYOR EL REY!

Filipo miró de reojo a la puerta, pensando en si alguno al oír la voces se le ocurriría irrumpir creyendo que asesinaban al rey. Quizás fuese una ventura que ninguno de los dos estuviese armado, pues Pérdicas tenía el rostro congestionado y las venas del cuello abultadas.

—¿Así que es cuestión de gloria, verdad? —inquirió Filipo, provocativamente impávido—. ¿Quieres ser un gran conquistador, no? Pues no vayas a la guerra contra Atenas. Si quieres, la próxima vez que haya un incidente fronterizo con Eordea yo me quedo en casa en la cama. Si de verdad me considerase rival tuyo, te animaría a la empresa que dices, porque yo, en tu lugar, nunca la emprendería.

—Déjame solo, Filipo.

Buen rato después de que Filipo hubiese salido, Pérdicas seguía en la mesa de su habitación bebiendo el resto del vino que le habían traído para el desayuno; la mezcla era de dos partes de agua y cinco de vino, pero Pérdicas no solía beber mucho y el líquido comenzó a hacerle ver las cosas borrosas a pesar de no ser fuerte, y él pensó que, de no haber sido por el vino, le habría ahogado su propio furor.

¿Por qué le irritaba así su hermano menor? No es que creyese realmente que Filipo tuviese envidia de un triunfo suyo.

Él no era de naturaleza envidiosa y siempre había sido el amigo más leal; en la niñez siempre le había defendido, aun frente a Alejandro. Quizás fuese por eso. Era mortificante verse protegido por el hermano pequeño.

Y, en realidad, eso no podía reprochárselo a Filipo. Tendría que dirimir de algún modo con él aquella desagradable pugna. Además, necesitaba el apoyo de Filipo si algo salía mal en la guerra con Atenas.

No es que fuera a ir mal, porque estando Atenas aún escarmentada de su derrota en Anfípolis, Eufraeo pensaba que era una excelente ocasión para expulsarla del golfo… y Eufraeo sabía juzgar esas cosas con más agudeza que Filipo. Filipo era buen militar, pero no era estadista.

Siempre resulta más difícil arreglar una disputa que iniciarla. Pérdicas pensó que bastaría demostrar que había concluido el enfado con su hermano con algún cumplido público, pero cuando se enteró de que Filipo estaba haciendo los preparativos para regresar a Elimea hubo de humillarse al extremo de ir a buscarle y admitir que se había dejado llevar por el mal humor. Suerte que Filipo no era rencoroso y reconoció que también él había probablemente hablado airadamente y propuso olvidar el incidente como un absurdo malentendido, pues Pérdicas había llegado al extremo que, a su entender, le permitía su dignidad de rey.

En cualquier caso, llegado el día de la boda, Filipo seguía en Pela para asistir a ella.

La novia era, efectivamente, una beldad. Se llamaba Aretea, tenía un pelo color miel, era de delicadas facciones y su tez de una transparencia casi traslúcida. Tendría unos quince años y parecía una muchacha callada, totalmente abrumada por su súbita exaltación. Filipo advirtió que apenas osaba mirar a la cara a su futuro esposo.

—Creo que, como dice mi hermano, no le vendrá mal —dijo Filipo a su esposa aquella noche, tumbado en la cama, mientras ella se cepillaba el pelo ante un espejo de bronce, dándole la espalda desnuda, y él pensaba, como hacía casi todas las noches, que Fila tenía unos brazos preciosos—. Espero que cuando le pierda el miedo sea lo bastante inteligente para dárselo a entender, porque a Pérdicas le agrada más que le muestren temor reverencial.

—¿Estás muy decepcionado con él?

Filipo no se movió, pero su esposa, al volverse, debió advertir que ya no le miraba los brazos y parecía reflexionar si no habría hablado de más.

A Filipo no le gustaba criticar a Pérdicas, y, por lo visto, es lo que acababa de hacer. Sí, estaba decepcionado, pensó, pero no iba a decirlo.

—Hoy he hablado algo con ella —dijo Fila, al ver que él no iba a contestar—. Parece dulce y agradable… tal vez haga feliz a tu hermano.

—No tan feliz como tú me has hecho a mí.

Ella miró por encima del hombro y vio que sonreía; al menos no se había enfadado.

—Pero la principal felicidad que Pérdicas espera de una esposa es un hijo. Creo que respirará más tranquilo cuando tenga un heredero que no sea yo.

Minutos después, Fila apagaba la lámpara de aceite y se acostaba con su esposo. Pasó la mano abierta por su pecho y más abajo por los duros músculos intercostales, pensando que aquel cuerpo era como piedra viva.

—¿Respirarás más tranquilo cuando tengas un heredero? —inquirió.

—Mis subditos quizás.

Su contestación tardó un momento en hacerle ver claro las implicaciones, pero fue para él como un golpe y se la quedó mirando sin saber qué decir.

—Estoy encinta —dijo ella, al fin, como apenada por él—. Me lo imaginaba antes de salir de Eane, pero ahora tengo la certeza. ¿Te complace? —inquirió, apretándose contra él, como dispuesta a esperar que se lo pensara.

—Pu… pu… es, no sé… Sí, claro que me complace. ¿Estás segura?

Dicho lo cual, puso con cuidado la mano en su vientre.

—Aún no notarás nada. Sí, estoy segura —contestó, subiéndole la mano hasta su seno—. Faltan meses para que nazca y, entretanto, no voy a romperme.

La campaña de Pérdicas para liberar las ciudades de Pidna y Metona resultó un fracaso al cabo de un mes. La última nevada del invierno no se había endurecido cuando salió con sus tropas por la ruta que discurría a lo largo de la costa oeste del golfo Termaico y a principios de primavera se hallaba sentado en una tienda, frente al general ateniense Calístenes, con una mesa de por medio, tratando de las condiciones en que se le concedería la paz al rey de Macedonia.

Ni siquiera tuvo el consuelo de un desastre glorioso y espectacular, pues sólo se habían producido dos combates durante los cuales las únicas posibilidades estratégicas para los macedonios habían sido la retirada o el aniquilamiento. Los atenienses habían reforzado las guarniciones con pasmosa rapidez, con el resultado de que la lamentable ofensiva de Pérdicas se vino abajo.

Cuando se reunieron para entablar negociaciones, a Calistenes parecía divertirle el asunto. Como alguien que da un palmetazo en la mano de un niño por robar manzanas, ofreció condiciones notablemente aceptables, exigiendo una indemnización de cien mil dracmas de plata, rescate por los soldados macedonios prisioneros y restablecimiento de la alianza. Teniendo en cuenta que no había fuerzas dignas de tal nombre entre sus soldados y Pela, era una generosa y sorprendente oferta. Dado lo aplastante de su victoria, el ateniense fue muy considerado con la sensibilidad del joven rey.

—La guerra es un duro maestro, pero un comandante acaba por aprender los límites de lo posible —le dijo, ofreciendo a su ex enemigo una copa de vino—. De joven, también yo cometí errores garrafales igual que éste, pero, afortunadamente, no era más que un oficial subordinado. Es cruel, siendo tan joven, tener sobre uno toda la responsabilidad.

Castigo más amargo que la muerte fue tener que oír tales cosas, sabiendo que no era lo peor que podían haberle dicho. Lo peor vendría cuando regresasen los prisioneros.

Cuando Filipo se enteró de que habían capturado a varios de sus soldados de caballería, escribió preguntando a cuánto ascendía el rescate exigido y envió la cantidad nada más recibir la respuesta de su hermano. La plata fue transportada con una escolta militar y llegó a manos de Pérdicas quince días después de su rendición a Calístenes.

Su propio tesoro estaba casi exhausto y tendría dificultades para cubrir el resto de las indemnizaciones a Atenas, por lo que acarició la idea de emplear la plata de Filipo para rescatar a sus soldados, dejando que los elimios pasasen el resto de sus vidas como esclavos de cantera, pero al final no se atrevió. Sabía que Filipo jamás le perdonaría semejante engaño y ahora más que nunca necesitaba la lealtad de su hermano. Le afligía casi más que la derrota, pero no podía prescindir de Filipo.

Así, Pérdicas se vio condenado a padecer el regreso de los cautivos de la caballería elimia, entre ellos su comandante Lakio.

Era un milagro que Lakio hubiera salvado la vida; un milagro poco apetecible para Pérdicas. A Lakio le había atravesado el muslo una jabalina, matando al caballo que montaba, y lo único que impidió que se desangrase fue el hecho de que la derrota macedonia había sido tan rápida que, al ser hecho prisionero, fue atendido por un médico ateniense poco después de ser derribado. Veinticinco días más tarde, le trasladaban en litera a través de la línea de tregua.

Al llegar a Pela, ofrecieron a Lakio alojamiento en el palacio real, pero prefirió ir a una casa vacía junto al puerto, en donde le atendieran sus propios criados; una esclava que había sido su concubina durante años le hacía la comida y acudía a diario al mercado a comprar verdura y carne. No quería nada de la cocina del rey y no consintió en que ningún médico le curase la herida salvo el anciano Nicómaco, y ello porque en cierta ocasión había oído comentar a Filipo que era una persona de plena confianza. Es difícil saber si su actitud fue motivada por miedo a ser asesinado o por simple desafección a aceptar nada de Pérdicas.

El rey le visitó en una sola ocasión pocos días después de su llegada a la ciudad. Lakio aún seguía débil, pero sus voces se oyeron en toda la casa.

—Y cuando escribáis al rey Filipo —gritó, cuando Pérdicas ya se marchaba—, decidle que volveré a Elimea en cuanto pueda montar. ¡Y decidle también que pienso quedarme allí mientras el loco de su hermano siga siendo rey de Macedonia!

No queda constancia si Pérdicas replicó algo.