Capítulo 29

—Pareces cansado, mi señor. Deberías pasar menos tiempo en la cama.

Filipo escuchó muchas bromas como ésta, sazonadas con risas, durante las primeras semanas después de la boda. Casi todas las aceptó de buen humor, pues no era persona muy afecta al formalismo y es corriente que los recién casados den pie a chanzas a sus amigos; en eso, un rey es igual a los demás hombres.

Además, a Filipo ya le gustaba su esposa. Lo que había comenzado como un deber de estado se estaba convirtiendo en auténtico placer. Cuando regresaba a casa después de un día con las tropas, Fila le daba masajes en los músculos tensos y escuchaba sus explicaciones sobre las maniobras. Aparte de que podía hablarle sobre sus planes políticos, pues ella no tenía interés por el poder y sólo miraba por sus ojos. Y era un gran desahogo poder hablar de esas cosas.

—Si quieres puedes tomar una concubina —le dijo su amigo Lakio, cuando Filipo le confió su proyecto de matrimonio—. No sé nada de la princesa Fila —no habré hablado con ella ni cinco palabras en mi vida— pero esas mujeres de alta cuna no suelen ser muy lascivas; te dan hijos, pero son demasiado orgullosas y frías en la cama. Así que una vez que hayas cumplido con tu obligación, puedes pasártelo bien con alguna mujercilla hermosa que sepa abrirse bien de piernas. En mi casa hay tres o cuatro que te complacerían a las mil maravillas. Cuando lo decidas, me lo dices y te regalaré la que más te guste.

Era un ofrecimiento de todo corazón y, como, en la ocasión, los dos estaban algo bebidos, Filipo le dio las gracias efusivamente y le dijo que era un buen amigo, asestándole unas palmadas en la espalda que casi le dejaron sin respiración. Pero ahora, al cabo de unos días de casado, ya no tenía ganas de ir a ver a las esclavas de Lakio para elegir.

La princesa Fila no era ni altiva ni fría; le acogía en el lecho casi con gratitud y, aunque no parecía saber nada respecto a las relaciones entre hombre y mujer, ponía mucho interés en aprender y en complacer. Madzos, que solía decir que una chica de taberna de Tebas acaba por saber más cosas sensuales que todas las rameras de Corinto, se habría echado a reír al saber que gran parte de sus amplios conocimientos en la materia estaban siendo ansiosamente asimilados por la consorte de dieciséis años de un rey bárbaro.

Era una pasión distinta a las que había tenido Filipo en su vida. Con Arsinoe, en aquella noche que habían pasado juntos, había sido presa tanto del miedo como del deseo, miedo de ese algo desconocido y temido, pero tentador, que es el cuerpo de la persona amada; quizás, de haber tenido la oportunidad de conocerse un poco mutuamente, habría sido distinto, pero era aquel fugaz encuentro lo que perduraba en el recuerdo de Filipo como una experiencia de intensidad casi sobrenatural, un momento irrepetible. Un momento que ni siquiera sabía si deseaba que se repitiera.

Y con todas las mujeres que había conocido después, las prostitutas de Tebas y Atenas, incluso con Madzos, sólo había sentido lujuria, que quizás era el apetito más práctico que aflige a la humanidad; era como emborracharse, sólo que uno disfrutaba de ello con cierto distanciamiento frío. Madzos, pese a que habían dormido juntos tanto tiempo, ni siquiera lloró al partir él, y él tampoco la había añorado. Había terminado, y la carne no tiene memoria.

Pero con Fila era algo que trascendía lo carnal, y, no obstante, por extraño que pareciese, era un satisfacción relajada y pura como dar cuenta de una buena comida; era como tener una bolsa llena de dinero para gastar estrictamente en pasarlo bien. Y había también algo de la felicidad apacible que se siente con los niños, una sensación de la bondad e inocencia primitivas del mundo; era el placer de procurar placer, una huida de la tiranía del egoísmo.

—¿Es distinto para un hombre? —inquirió ella en una ocasión.

—Los poetas dicen que cuando Tiresias se encarnó temporalmente en cuerpo de mujer, Zeus y Hera le preguntaron cuál de los dos sexos disfrutaba más haciendo el amor, él afirmó que el femenino. Yo no puedo confirmarte ese parecer, pero me imagino que no se equivocaba en mucho.

Fila enrojeció al oír aquello. Aun a la débil y parpadeante luz de la lamparita de aceite que había junto a la cama, Filipo vio sus mejillas arreboladas, no muy distintas de cuando estaba en pleno arrebato pasional, notó que aquello le incitaba y hundió la cabeza entre sus senos.

—Creo que para un hombre es más fuerte —dijo ella por fin, acariciándole el pelo mientras él besaba sus pezones—. Casi parece doloroso.

—A veces lo es.

Pero no era el matrimonio lo que llenaba la vida de Filipo. El matrimonio, por feliz que le hiciera, era un simple remanso, un refugio al final de la jornada, un medio de escape. Lo que ocupaba su mente y el primer lugar en su corazón era la tarea de rey. Comenzaba a darse cuenta de que era para lo que había nacido.

Y era un cometido que requería toda su atención, pues un cambio de gobernante siempre suscita ambición; y cuando un rey ha sido desposeído o asesinado, las potencias vecinas, igual que los lobos que siguen a un rebaño de ciervos, esperando abatir al débil y a los rezagados, están alerta al desorden y a la desunión con la esperanza de aprovecharse de la debilidad y hacerse con algo o por el simple placer del pillaje. Así fue cuando el destino acabó con Tolomeo y muchos, además de Derdas, vieron la oportunidad de hacer incursiones en territorio de Macedonia. E igual sucedió cuando Filipo destronó a Derdas.

En primavera, recibía cartas de su hermano Pérdicas diciéndole que los eordeos, cuyo reino se hallaba al norte de Elimea, habían establecido una especie de tratado con el rey Menelao de Lincestas, lo que les dejaba las manos libres para amenazar a las ciudades de las llanuras occidentales; de ellas, Edessa se hallaba casi bajo constante ataque.

«Por lo visto no les impresiona lo sucedido con los elimios, pero no puedo reforzar las guarniciones del oeste», decía Pérdicas.

«No puedes dejar de hacerlo. Forma un ejército y demuestra al rey Ayax y a nuestro querido tío que aún te quedan dientes», le contestó Filipo.

«Ya lo organicé. Lo tienes tú» —respondió ásperamente Pérdicas.

Lo que planteaba un interesante problema a Filipo, pues era subdito de su hermano, y su nuevo ejército, formado por macedonios y elimios, necesitaba un bautismo de sangre; pero era también rey de Elimea y a sus subditos no les iba a gustar ir a la guerra simplemente por complacer al rey de Pela. Necesitaba un pretexto.

Afortunadamente, Ayax se lo sirvió en bandeja.

El quinto día del mes de Daisios, cuando la nieve había empezado a desaparecer del suelo, la infantería eordea tendió una emboscada a una pacífica patrulla fronteriza elimia en un desfiladero, arrojándole una lluvia de flechas y obligándole a rendirse, tras lo cual asesinaron a los supervivientes e incluso degollaron a los caballos.

Ayax presentó una torpe excusa, alegando que la patrulla se había extraviado en su territorio, mero sondeo para ver si el rey de los elimios estaba dispuesto a contemporizar. Cuando recibió el mensaje, Filipo había organizado una fuerza de mil quinientos infantes y cuatrocientos soldados de caballería lista para emprender la marcha hacia el norte.

Filipo emprendía la guerra; no le interesaba hacer incursiones. Los pueblos por los que pasó fueron obligados a dar provisiones para hombres y caballos, sin que se les molestase en lo demás; estuvo al otro lado de la frontera sólo ocho días en los que libró dos combates.

El primero fue poco más que una escaramuza y apenas duró una hora, al final de la cual quedaron tendidos en el campo de batalla doscientos setenta hombres, en su mayoría enemigos. Dos días después, Ayax había reunido más de tres mil hombres y la batalla duró toda una mañana y media tarde, pero ya por la mañana se evidenció que el rey de los eordeos era incapaz de resistir la nueva estrategia bélica. Tras lanzar sucesivas oleadas de caballería intentando quebrar las formaciones de infantería elimia, se vio obligado al final a pedir una tregua, preguntando si Filipo estaba dispuesto a aceptar condiciones. Filipo contó sus bajas —ciento doce muertos y setenta y dos heridos, contra casi un millar del enemigo, casi todos muertos— y exigió un tributo de cien mil dracmas de plata, treinta y seis pueblos, la anulación del tratado con Lincestas y el final de las incursiones contra Edessa, además de los dos hijos mayores de Ayax como rehenes. A Ayax no le quedó más remedio que aceptar.

Cuando Filipo regresó a Eane, escribió a su hermano:

«Con tu permiso, este verano llevaré a mi esposa a Pela para que la conozcas. Vendrá también el hijo mayor y heredero del rey Ayax, un chico muy educado pero muy asustadizo. Le he prometido que no consentiré que le cortes la cabeza y te la comas. Con su padre no volveremos a tener complicaciones».

A Pérdicas, que ya había recibido al embajador de Lincestas y sabía lo que había sucedido, no le hizo mucha gracia. En su respuesta apenas hacía mención de la victoria, pero exigía la devolución de los cien caballos que habían constituido la caballería de Filipo en la campaña elimia.

Cuando tenía lugar este intercambio de misivas, los hijos de Ayax, de nueve y doce años, se habían adaptado tan bien al cautiverio que ambos anhelaban que no terminara nunca.

El mayor, Deucalión, tenía ya edad suficiente para percatarse por sí mismo de las diferencias entre Eane y su país y entre el rey Filipo y su padre; algunas de estas diferencias ya le resultaron evidentes durante su primera noche en la capital elimia, cuando, a diferencia de su hermano pequeño Ctesias, fue autorizado a asistir a un banquete de los compañeros del rey.

—Hermanos, quiero presentaros a un huésped de honor —gritó Filipo, subiéndose a una mesa casi arrastrando al aterrado muchacho—. Este jovencito es el príncipe Deucalión, hijo y heredero de Ayax, rey de los eordeos. Demos la bienvenida a nuestro amigo, que tiene aspecto de macedonio. ¿No os parece que ya tiene edad de comer con los hombres?

Sus palabras fueron acogidas con vítores y seguidas de una extraordinaria ceremonia de iniciación en la que el rey y sus nobles se turnaron paseando al muchacho a hombros por el salón del banquete. Cuando concluyó, ya admitido entre los compañeros del rey, Deucalión estaba tan embargado de felicidad y orgullo, que habría dado la vida por el rey Filipo.

Eso jamás habría podido vivirlo en su país. Pues, mientras que el rey Filipo confiaba plenamente en sus nobles al extremo de que decían lo que pensaban en su presencia y le trataban como uno más, primero entre iguales, en la corte de su padre al rey se le atribuían honores casi divinos por parte de hombres que no cesaban de conspirar contra él.

Deucalión sabía que algún día sucedería a su padre como rey, pero ¿como rey de qué? Ayax apenas superaba la condición de jefe tribal y estaba constantemente amenazado por sus nobles, cada uno con sus propios secuaces y sólo leal a sí mismo y a sus solas ambiciones; cualquiera de ellos podía urdir suplantarle, y ni siquiera era seguro que Ayax saliera indemne de la crisis por su derrota a manos de los elimios y pudiese transmitirle la corona. Una vez que comprendió que quienes le tenían cautivo no iban a maltratarle, Deucalión asumió con gran placer hallarse lejos de Eordea, donde, si derrocaban a su padre, era indudable que él y su hermano perecerían asesinados.

Qué distinto era el ambiente en la corte elimia, en donde toda la autoridad dimanaba de una sola fuente, en donde todos, nobles y soldados, eran servidores del rey y leales. Aquello no era el poder que, como una serpiente a la que se agarra lejos de la cabeza se revuelve para picar la mano que la ase, sino un poder que actuaba en el bien de todos.

Y qué hombre tan distinto era el rey Filipo.

Deucalión no sabía cuánto tiempo haría que se había dado cuenta de lo odiado que era su padre; esa clase de discernimiento es como un mosaico que se va componiendo en la mente pieza por pieza, hasta que progresivamente, en un proceso bastante lento e inconsciente, se va perfilando la verdad. Él sabía que todos, desde los nobles hasta los esclavos que limpiaban las losas del patio de palacio, miraban a Ayax con una mezcla de odio y temor. De haberlo pensado, habría llegado a figurarse que ser odiado y temido era una consecuencia natural de ser rey. ¿Cómo iba a ser de otro modo si los hombres no obedecen más que al poder que amenaza destruirlos si no lo hacen? Esa clase de poder no puede por menos de ser cruel para perpetuarse. «Todos tienen envidia. Todos desean estar en mi lugar… ya lo aprenderás cuando seas rey», le había dicho una vez su padre.

Sin embargo, el rey Filipo decía que la crueldad equivale a admitir la propia debilidad, que los hombres son crueles porque tienen miedo. «Si asustas a un hombre para que te obedezca, te traicionará en cuanto se presente la ocasión. Y ten por seguro que se presentará más tarde o más temprano. La lealtad no se obtiene a palos».

Él, ni siquiera azotaba a sus soldados. Cuando Deucalión le preguntó por qué, Filipo no pareció entender la pregunta.

—¿Por qué iba a azotarlos? Ellos hacen cuanto pueden. Todos saben que su supervivencia en el combate depende del valor y la habilidad del compañero de filas. Con eso basta.

Y era cierto. A los soldados de Filipo —y así era como ellos mismos se llamaban «soldados de Filipo»— les avergonzaba que pensasen que eran flojos, y tenían en gran honor combatir en las primeras filas. «Ahí es donde combate nuestro rey», decían.

Nuestro rey. Así le llamaban, a aquel extranjero, a aquel macedonio de las tierras bajas… «nuestro rey». No había un soldado por humilde que fuese del que el rey Filipo no conociese el nombre y el nombre de sus hijos; hombres que le doblaban la edad le querían como a un padre. Era su orgullo, pues él encarnaba el honor de todos.

Para Deucalión y su hermano, el rey Filipo pasó rápidamente de ser temido enemigo y carcelero a la categoría de amigo casi semejante a un dios. Le adoraban, cual si uno de los famosos héroes fabulosos hubiese resucitado para enseñarles el método correcto de atarse las correíllas de las sandalias. Por las mañanas desayunaban con el rey y después a veces les llevaba consigo a hacer instrucción con su invencible ejército. Y les había traído un preceptor de Atenas para enseñarles a leer la Ilíada, pues decía que un guerrero y un gobernante debía aprender a no ser un salvaje.

Filipo era como un hermano mayor para ellos, como un segundo padre, y nunca sospecharon que aquella benevolencia era una política deliberada para crear en ellos un sentimiento de lealtad personal, dentro del proyecto de una Macedonia unificada en la que Eordea acabaría siendo una simple provincia.

Sin embargo, en Pela, Pérdicas, rey de los macedonios, no hacía planes para aquel gran estado que su hermano iba inculcando en la mente de un príncipe adolescente. Pérdicas pensaba en Atenas.

Atenas estaba en guerra con la liga Catódica y se había apoderado de dos ciudades portuarias del golfo Termaico, Pidna y Metona, que habían sido colonias griegas desde tiempos inmemoriales y que para Macedonia nunca habían supuesto amenaza alguna, pese a que ambas se hallaban a una jornada de marcha de la antigua capital, Egas. Pero la cuestión cambiaba respecto a la flota ateniense anclada en aquellos puertos. Ahora querían una «alianza», equivalente a que se les enviase caballería para ayudarles en su operaciones contra Anfípolis. Era un chantaje —¿qué obtendrían los macedonios si vencía Atenas?— pero Pérdicas sabía que no tenía otra alternativa.

Pero la liga Calcídica estaba aliada a los tracios, y más pronto o más tarde se uniría a ellos Tebas, lo que significaría la guerra entre Tebas y Atenas. Pérdicas, en términos generales, estaba a favor de Tebas, que, por la distancia a que se hallaba, difícilmente podía ambicionar territorio macedonio. Incluso estaba aprovisionando de madera a Epaminondas para la flota que éste quería botar en primavera. Ahora tendría que cancelar el aprovisionamiento. No quería que Atenas crease una base fuerte al norte del golfo, pero no podía permitirse el lujo de enfrentarse a ella mientras no le amenazase directamente.

Así pues, Atenas tendría la caballería macedonia con la cual atemorizar a los calcidicos, y Epaminondas habría de buscarse la madera en otra parte. Era el precio de la paz.

—Al menos, si los asuntos van mal para los atenienses, mi señor podrá romper la alianza sin remordimientos de conciencia. Atenas, tarde o temprano, traiciona a sus amigos.

Pérdicas levantó la vista de la carta del almirante ateniense Timoteo, que tenía en la mesa. Eufraeo le miró a los ojos con aquella sonrisa que siempre daba la impresión de que algo le había sentado mal. De hecho, la digestión torturaba al pequeño ateniense.

Eufraeo había sido discípulo de Platón y había entrado originariamente al servicio del rey como preceptor de filosofía y de gobierno, pues Tolomeo deseaba que su hijastro se distrajera, pero Pérdicas no se tomaba los estudios en serio y, sólo tras la muerte del regente, pudo aquel sofista de mediana edad adquirir influencia sobre el joven rey, quien descubrió en él un pozo de conocimientos en materias muy lejos del ideal filosófico. Desde entonces había progresado al servicio de su señor hasta convertirse virtualmente en ministro de estado.

Y él odiaba a Atenas, pues, por motivos que prefería mencionar de un modo vago, no podía regresar a su ciudad natal. Pérdicas no hizo indagaciones, pues le tenía sin cuidado; si Eufraeo era un delincuente, cuando menos era listo y fiel servidor. Con eso le bastaba.

—Si Timoteo tropieza en Calcídica y la flota tebana está lista para el verano, todo cambiará —añadió, sugiriendo con un encogimiento de hombros la mutabilidad de los acontecimientos—. Y entonces podréis elegir con quién aliaros.

—Sobre todo si nuestra caballería sale bien librada contra los calcídeos.

—Sobre todo en ese caso, mi señor —añadió Eufraeo, asintiendo con la cabeza.

Pérdicas barrió la mesa con la mirada y la detuvo en un pergamino lleno de la escritura de grandes trazos poco elegantes de su hermano.

—Este mes llegará Filipo. Quiere presentarme a su esposa —añadió, como para sus adentros.

—No hay inconveniente en ello, mi señor.

—Quizás debiera darle el mando de las fuerzas que voy a prestar a Timoteo. Tal vez esta vez halle la muerte.

—O consiga otra impresionante victoria —añadió Eufraeo, meneando levemente la cabeza, pues bien conocía la ambigua postura del rey respecto a su hermano—. Nunca es prudente enaltecer demasiado a un subdito en la estima general. El efecto de tantos elogios en una mente juvenil puede ser el más grave daño para el estado.

—El príncipe Filipo me es totalmente leal —replicó Pérdicas, con tono de reproche. Después de todo lo que había sucedido resultaba inútil mantener dudas al respecto.

—Ahora os es leal, pero… bien está comprobar que lo sigue siendo. Quizás debáis dejarle a él nombrar un comandante.

Pérdicas miró airado a su servidor, pero, al final, asintió con la cabeza.

—No hay inconveniente en ello —dijo.

—No, mi señor. No hay inconveniente.

—Y quizás parte de la fuerza, al menos, podría organizarse con sus propios soldados.

—Quizás una buena parte, mi señor. Por la facilidad con que derrotó a los eordeos, cabe esperar que su ejército no sufra mucha merma por restarle unas compañías de caballería.

Y así, antes de que Filipo trajese a su esposa a Pela, casi la mitad de su caballería, al mando de Lakio, había ya cruzado las puertas de la ciudad para prestar ayuda a los atenienses en el asedio de Anfípolis.

—No insistiré en que tomes el mando —comentó Filipo a Lakio, cuando ambos compartían un jarro de vino durante un descanso en las maniobras; estaban sentados con la espalda apoyada en la rueda de un carro de pertrechos, y a unos cinco o seis pasos había un mozo de cuadra cepillando sus caballos. Era el primer día de calor de la primavera—. Tú eres en quien había pensado, pero Calcídica está lejos y si te niegas lo comprenderé.

—¿Negarme? ¿Por qué iba a negarme? No me lo perdería ni por un reino —contestó Lakio, sonriendo y apurando el jarro de vino, que tendió a Filipo—. Me gustaría que vinieras. No me gusta luchar a las órdenes de un general extranjero.

—Yo soy de las tierras bajas.

—Sí, pero he decidido perdonártelo. Y, cuando menos, ateniense no eres. Por lo que me han dicho, ese Timoteo ni siquiera es militar.

—Es un político.

—¿Un qué?

—Uno que desea acrecentar su influencia en Atenas y quiere hacer alardes en esa campaña. Tienes razón en no confiar en él. Por eso quiero que vayas.

Lakio meneó la cabeza y se restregó los ojos como si acabara de despertarse.

—Me envías a la perdición —dijo.

—No quiero que lleve a nuestros hombres al matadero para salvar a los suyos; por eso deseo que te encargues de que los atenienses no hagan perecer en el combate hasta el último macedonio.

—¿Puede un subdito preguntar una cosa a su rey?

—Pregunta.

—¿Por qué tu hermano mete las manos en ese fregado?

Filipo se levantó, miró al sol y frunció el ceño, luego, tiró al suelo el jarro vacío, que rodó un instante hasta detenerse. Había acabado el rato de descanso y tenían que reanudar los ejercicios.

—Creo que no tiene otro remedio.

A finales de verano, Filipo, con su joven esposa, Deucalión y una guardia de honor, se puso en camino hacia Pela. No tenía prisa y, como Fila parecía cansarse, el viaje duró seis jornadas, pues se detuvieron un día en Egas a descansar y ofrecer sacrificios en los túmulos funerarios del padre y el hermano mayor de Filipo. Al cuarto día avistaron el mar.

—Mañana tomaremos el barco para Pela —dijo Filipo, cogiendo a su esposa de la mano—. Ven, entremos en el agua y así verás que no te he mentido.

—¿De que el mar es frío y húmedo?

—Sí.

Estuvieron paseando media hora por la playa pedregosa al sur de Aloros como dos niños, contemplando las gaviotas que arrojaban moluscos sobre las rocas para cascar la concha.

—Esta noche cenaremos rodaballo —dijo él—. Mandaré que pesquen uno tan grande como una rueda de carro.

Fila se agachó a meter la mano en el agua.

—Sí que es salada el agua —comentó, lamiéndose los dedos.

El comentario suscitó la risa de Filipo, quien la besó para que no se lo tomase a mal.

Al día siguiente cruzaban el golfo y remontaban el río hasta Pela. El rey Pérdicas y una gran concurrencia les esperaban en el muelle.

—¡Grandes noticias! ¡Estupendas noticias! —gritó, abrazando y besando a Filipo—. Los atenienses han tenido que rendirse en Anfípolis.