Capítulo 28

Cinco días más tarde, al amanecer, se reunía la asamblea elimia. En ella se hizo la propuesta de desposeer al rey Derdas, aprobada por aclamación, y cuando se efectuó la proclamación de Filipo como rey, los presentes le rodearon golpeando sus corazas con la espada y gritando su nombre, como requería el rito tradicional de juramento. Nadie se opuso a su exaltación porque, aunque no hubiese habido un ejército macedonio acampado ante Eane, no había otro candidato cuyo nombramiento no hubiese significado la guerra civil. Todos sabían que la vida de aquel príncipe de las tierras bajas era lo único que les libraría del caos.

Una vez cortado en dos el perro y esparcida su sangre por el camino que conducía al anfiteatro, Filipo, a la cabeza de los miembros del ejército, ya subditos suyos, se dirigió al recinto del templo para purificar las armas y ofrecer sacrificios a Zeus. Entró solo en el templo, como era costumbre y, en su condición de sumo sacerdote de los elimios, ofrendó en el fuego del altar un fémur de buey envuelto en su grasa. Del fuego brotó una llamarada, considerada como buen presagio.

Afuera, una vez concluida la ceremonia, se había reunido casi toda la población para aclamarle; sus vítores atronaban sus oídos y él alzó la lanza en el aire a guisa de saludo tradicional.

«¿Vas a ser rey, Filipo? El bisabuelo me ha dicho que un día seré la esposa de un gran rey».

La pequeña Audata, agarrándose las rodillas, sentada en el brocal de un aljibe, preguntándole si el destino la uniría a él. ¿Por qué, de pronto, le venía aquel recuerdo a la memoria? Parecía haber transcurrido tanto tiempo…

«Sí», se dijo para sus adentros, escuchando las aclamaciones de aquel pueblo que tan sólo unos meses atrás había sido enemigo y ahora dejaba su destino en sus manos. «Sí, ya soy rey. Pero demasiado tarde para los dos».

No habría sabido decir por qué en aquel momento de exaltación triunfal se sentía tan solo.

Aquel día se celebraron banquetes y juegos. Los soldados elimios y los de Filipo compitieron en pie de igualdad, repartiéndose los premios. Filipo, quebrantando su propia regla, participó en la carrera de caballos y la ganó.

Al día siguiente, con gran discreción, las pertenencias de Fila fueron trasladadas a una finca real a una hora de la ciudad. Siendo ya rey, Filipo se sentía obligado a adoptar el palacio como residencia y ella no tenía más remedio que abandonarlo, por el qué dirán, para regresar una vez desposados.

Habían acordado celebrar la boda en el mes de Peritios por ser época propicia. Sería ya en pleno invierno, pero Filipo no lamentaba el retraso, pues quería estar consolidado como gobernante ante su pueblo antes de tomar esposa de la antigua dinastía. No quería dar la impresión de que trataba de reforzar sus derechos.

Como rey que era, disponía ahora del tesoro y de las propiedades reales; legalmente, Fila no poseía nada, y hasta su vida dependía de él. De haber querido, habría podido venderla como esclava.

Pero a ella le habría avergonzado llegar al matrimonio tan desposeída, por lo que él le cedió la finca en que vivía junto con treinta mil dracmas de plata atenienses para que dispusiera de una dote.

Antes del casamiento se verían pocas veces y sólo algunos días antes de la ceremonia, pues no habría estado bien que se supiera que se veían.

Pero él tenía muchas cosas en que ocuparse, que le ayudaban a no tenerla constantemente en su pensamiento. La ampliación de los cuarteles reales llevaba buen ritmo y Filipo, que conocía bastante bien por experiencia la carpintería y la albañilería, se interesaba personalmente por las obras y pasaba todos los días por el tajo, quedándose a veces varias horas. Los elimios no salían de su asombro al ver a un rey cargarse piedras a la espalda o recibir a los ministros enluciendo un muro, pero no les desagradaba, pues es raro que a la gente le decepcione ver al que les gobierna interesado por algo que afecta a todos, y pronto comprendieron que Filipo estaba decidido a ser un buen rey.

Glaukón se encargó de la administración de palacio, sirviendo a su hijastro como lo habían hecho sus antepasados durante generaciones con los reyes de Macedonia. Cuando no recibía a sus nobles, Filipo acudía a los aposentos del anciano y los dos juntos cenaban de una misma cazuela.

Filipo dedicaba casi todo su tiempo a la reforma del ejército y hacía instrucción como cualquier soldado. La tropa macedonia estaba acostumbrada a entrenarse constantemente, pero los elimios no, y al principio se suscitaron fuertes protestas.

—Ya os he derrotado una vez —les dijo— y casi la mitad de los vuestros yacen bajo tierra. Lo que deseo es que eso no vuelva a suceder nunca más.

Las quejas cesaron.

Había también asuntos financieros que requerían atención. Filipo desterró al tesorero de Derdas al ver el deplorable estado de las cuentas; instituyó un sistema de registro más ordenado que había aprendido en Tebas y tomó por costumbre supervisar personalmente los números.

A esto se añadían las haciendas de los elimios de las que podía disponer; los hijos de los que habían caído en honorable combate frente a las murallas de Eane no perdieron sus derechos —no podía castigar a quienes habían cumplido con su deber— pero las propiedades de los que habían huido con Derdas fueron confiscadas, y muchos de los caídos no habían dejado heredero. Por ello grandes extensiones de tierras, ganado vacuno y ovino, casas, graneros y molinos pasaron a ser de la corona.

Filipo lo empleó todo para recompensar a aquellos de sus soldados que se habían distinguido en el combate. La tropa recibió parcelas y ganado para que se estableciera en Elimea e iniciara una nueva vida y hubo algunos que hasta se ennoblecieron y otros, casados con elimias, vivieron amigablemente en vecindad con quienes habían sido sus enemigos. Con aquellas medidas, el nuevo rey reforzaba los vínculos del país consigo y con Macedonia.

Pero de vez en cuando, en medio de aquellas tareas, Filipo desaparecía durante una tarde entera; sus ministros y oficiales le buscaban en vano y ni el mismo Glaukón sabía dónde estaba.

—Tal vez haya ido de caza —decía el anciano, con una sonrisita que sublevaba a los nobles elimios, ¿pero quién iba a osar alzar la voz al mayordomo real que gozaba de la entera confianza de su señor?

—Es absurdo. Un rey no sale solo de caza.

—Hasta un rey hace muchas cosas a solas, y éste más que ninguno. Pero no temáis, que regresará antes de que cierren las puertas.

Y cuando regresaba, en su negro corcel sin siquiera un jabalí que justificara su ausencia, si alguien le preguntaba dónde había estado, le dirigía una mirada fría, pensada para que no volvieran a atreverse a preguntárselo.

De hecho, en una de esas ocasiones, Filipo estuvo con su futura esposa. Sabía que no debía acercársele —se lo imponía la simple prudencia y el respeto por la tradición—, pero se sentía atraído hacia ella casi en contra de su voluntad.

No estaba enamorado. Para Filipo, el amor era una maldición, una especie de locura que afectaba a aquel que los dioses deseaban perder. Su madre había estado enamorada y su consecuencia habían sido muchas muertes. No, no estaba enamorado. Si alguien hubiese osado preguntárselo, habría dicho que sentía curiosidad. Quería conocer a aquella mujer, leer en su corazón, pues muchas cosas podían depender de su carácter y su naturaleza. Al fin y al cabo, algún día estaría amamantando al futuro heredero.

Pero lo que no habría afirmado, dado que apenas él mismo lo sabía, era que en presencia de Fila sentía gran placidez. Su voz suave le apaciguaba y su sonrisa mitigaba la soledad que llenaba su alma como el aire un jarro vacío; Filipo se había hecho hombre sabiéndose bien solo, y, sin embargo, con unas horas en compañía de aquella mujer, el mundo le parecía más tolerable.

Sin embargo, no estaba enamorado.

—El verano que viene te llevaré a Pela —le dijo una tarde de otoño en que paseaban por el huerto de la finca; las hojas muertas cubrían el suelo y soplaba una brisa de las montañas que parecían increíblemente lejanas en el horizonte norte, pero que, de hecho, tan sólo estaban a una jornada de viaje a caballo—. Te enseñaré el mar.

—No lo conozco. ¿Cómo es?

—Frío y mojado —contestó Filipo sonriendo. Le había cogido la mano conforme paseaban y ella se había dejado. Era la primera vez que la tocaba.

—¿Vas a ir a Pela a ver a tu hermano?

La pregunta parecía tan inocua en sus labios que Filipo no pudo evitar mirarla para comprobar si aludía a otra cosa.

—Sí… a ver a mi hermano —contestó, encogiéndose de hombros. No quería hablar de su hermano. Quería hablar de cómo el viento levantaba los negros cabellos de la muchacha, haciéndolos danzar—. Sospecho que no le alegrará verme, pero se tranquilizará al ver que voy sin mi ejército.

—¿Es que no confía en ti?

—Es un rey, y un rey no confía en nadie; y menos, tal vez, en los miembros de su propia familia.

Vio que su rostro se ensombrecía y se arrepintió de haber dicho aquello. Claro, habría tomado sus palabras como una alusión personal, o la habrían hecho recordar su conducta con su hermano.

—Mi hermano no ha tenido una vida fácil —añadió, tratando de hacerla pensar en otra cosa—. Tuvo la desgracia de ser criado por nuestra madre.

—¿Y tú no?

—No, yo no. Mi nodriza fue la esposa del mayordomo de palacio desde el día en que nací. Yo siempre lo he considerado como una suerte, pero tal vez sea el motivo por el que la gente dice que tengo más aspecto de mozo de cuadra que de rey.

—Yo nunca se lo he oído decir a nadie —replicó ella, sin sonreír la broma.

—Quizás no lo digan. Tal vez sea yo quien lo cree. Nunca he lamentado ser como soy, pero muy regio no me siento.

—Mi hermano era del parecer de que ser rey consiste en estar por encima de la dependencia de los demás, y eso le llevó a la ruina. Yo creo que tú eres más inteligente.

En un arrebato de gratitud, se llevó su mano a los labios y le besó los dedos. Y así permanecieron un momento, con su mano entre las dos de él, con lágrimas a punto de brotar en sus ojos. Filipo la notó temblorosa y sabía que si quería poseerla se le rendiría, que en aquel momento no le negaría nada. Pero no lo intentó. La deseaba al extremo de sentir dolor físico, pero no hizo nada. Quería que llegase al tálamo sin tacha y, de momento, le bastaba con saber que le amaba. Aquella certidumbre era mejor que la satisfacción de su deseo.

El momento se desvaneció y siguieron paseando.

El tercer día del mes de Peritios, un noble elimio llamado Lakio cedió su casa de Eane a la princesa Fila. Lakio era el que había mandado la segunda carga de caballería contra los macedonios, pero después había mostrado gran admiración por Filipo, quien le aceptó como amigo y tenía en él suficiente confianza para hacerle confidente. Lakio marchó a casa de su cuñado, quien se extrañó pero no dijo nada al saber que era voluntad del rey, y la princesa Fila durmió aquella noche a menos de dos minutos a pie del palacio en que había vivido siempre.

A la mañana siguiente, un séquito de servidores de palacio, encabezado por el propio chambelán del rey, llegó para hacerse cargo de la cocina y preparar los salones de recepción; y aquella misma tarde, Filipo convocó a cien de sus principales nobles para que le acompañasen a casa de Lakio y, cuando llegaron a ella y una vez que les hubieron ofrecido vino y pasteles de sésamo, el rey compareció ante ellos llevando de la mano a una mujer con túnica blanca y rostro tapado por un velo.

—Deseo tomar por esposa a la princesa real Fila. ¿Me aceptas, señora?

—Te acepto, mi señor.

—Así pues, proclamo nuestra unión para que todos lo sepan.

Salvo por el hecho de que la princesa no tenía ningún pariente varón que respondiese por ella, todo se había realizado con arreglo a la costumbre. No obstante, los invitados, sorprendidos, reaccionaron con un silencio que sólo fue roto cuando alguien gritó desde el fondo del salón:

—¡Que los dioses bendigan este matrimonio con muchos hijos!

Y Lakio se levantó sonriendo, mientras los demás coreaban su parabién.

Así supo el pueblo elimio que el rey iba a tomar consorte.

Tres noches después había luna llena. En sus aposentos, la princesa Fila cumplió la ceremonia ritual de ofrendar sus juguetes a la diosa Artemisa y, a continuación, sin quitarse el velo, descendió la majestuosa escalera hasta un salón que llenaban los numerosos invitados que iban a ser testigos de su casamiento con el rey Filipo. Se hicieron las preces de rigor, oficiadas por el propio rey como sumo sacerdote, y se sacrificó un cordero en el fuego del altar, unido a un cabello de la novia. Luego, hubo un alegre y pródigo banquete y, como las mujeres comían aparte, Fila no vio a su esposo hasta que se anunció que la carroza nupcial aguardaba a los novios.

Filipo la esperaba en el vestíbulo. Le sonrió, un tanto nervioso, y le dio la mano y, al abrir la puerta, vieron que había comenzado a nevar y ya se había acumulado casi un palmo, circunstancia que fue interpretada como buen presagio.

Al subir a la carroza, tirada por una pareja de yeguas blancas, los invitados se congregaron en torno a ella, con antorchas, y entonaron el himno nupcial, acompañando a los novios con las antorchas luciendo en la noche como estrellas, hasta palacio, en donde la pareja fue recibida entre nubes de confetti que se mezclaron con los copos de nieve.

Un mayordomo trajo una bandeja de plata con un membrillo, símbolo de fertilidad. Fila lo cogió, se alzó el velo y se puso a comerlo. Al terminar, los invitados lanzaron grandes vítores y Filipo se agachó para abrazarla por los muslos, la levantó en vilo y cruzó el umbral.

Los invitados siguieron cantando hasta que los novios llegaron a la cámara nupcial, engalanada con flores y perfumada con aceite de jacinto. Cerraron la puerta y quedaron a solas en el amplio cuarto. Ninguno de los dos se movió ni habló hasta que se hubo apagado el eco de las risas y voces de los invitados.

—Era la habitación de mi padre —dijo ella, al fin, sin saber exactamente por qué—. Le quería —añadió al ver el gesto que cruzó un instante el rostro de su esposo—. Me alegro de que la hayas elegido.

—Lo hice porque me pareció la más hermosa —contestó Filipo, mirando las paredes como si no las hubiese visto antes—. Tal vez habría debido consultar a algún antiguo servidor.

—No… es una buena elección.

Y era cierto. Su reacción habría sido distinta si el matrimonio la hubiese conducido no sólo a un hombre extranjero sino también a una casa extraña, pero en aquella habitación se encontraba a gusto. Reconocía las cosas y las sensaciones que suscitaba en ella no eran nuevas. De este modo, al menos, sólo le aguardaba una nueva experiencia.

Y eso le dio valor para coger la mano de Filipo y, quizás fuese eso lo que a él le dio ánimo, pues se apresuró a apartar aquel velo del rostro cual si fuese una tela de araña.

—Todo ha ido bien —dijo, con una tensa sonrisita; y con ligera sorpresa en la que predominaba una cierta sensación de triunfo, Fila advirtió que también su esposo estaba un poco asustado—. Creo que todos han quedado complacidos. A mí me ha gustado.

Sin saber cómo, pues no se había percatado de que ninguno de los dos se hubiera movido, Fila vio que estaban ya uno frente a otro. Filipo le rozó la mejilla y, luego, despacio, sólo por sentir el placer del tacto de su cabello resbalándole entre los dedos, dirigió la mano hasta su nuca. Ya estaban muy cerca uno de otro. Parecía como si le pidiese permiso, y ella alzó la cabeza para aproximarla más a él, entornando los ojos.

Nadie, ni su padre, la había besado en los labios. La dulzura de aquella boca, la cosquilleante dureza de su barba, eran experiencias nuevas e independientes, ahogadas a su vez por los ardientes latidos de su corazón entre atemorizado y deseoso. No, no era temor. Cedería a lo que fuera a suceder. Lo anhelaba.

La túnica nupcial tenía un amplio cuello que le dejaba los hombros casi al descubierto. Era obra de su vieja nodriza, que había comenzado a coserlo meses antes, en cuanto Fila le había contado la propuesta del rey.

—Casi me siento indecente con esto —había dicho ella, ante la sonrisa de la vieja.

—El velo os cubrirá, mi señora. En su momento comprenderéis la razón de esta túnica.

Y ahora lo entendía. Ahora que las manos de Filipo bajaban por su cuello y sus hombros, abriendo la tela para que la prenda se deslizara por sus brazos, dejándola desnuda hasta la cintura.

—Ahora eres mi señor —musitó ella, echándole los brazos al cuello y apretando sus senos contra los fuertes músculos de aquel tórax, diciéndose que pensara lo que quisiera, pues estaba decidida a conquistarle—. Te pertenezco en cuerpo y alma y no tendré otro amo.

Fila se despertó al amanecer. Al llegarse a la ventana y abrir las maderas, el cielo aún estaba oscuro. Ya no se oía el jolgorio, los últimos invitados se habían retirado a sus casas y los criados no tardarían en acostarse. Volvió al lecho y se arrimó a su esposo, tan profundamente dormido que ni se movió. Y así se estuvo, quieta, escuchando su respiración, deseando atreverse a tocarlo.

Unas horas antes, al otro lado de un abismo que surcaba el breve puente de un sueño, había sido otra. ¿Quién había sido? Apenas lo recordaba. Su otro yo apenas le resultaba conocido, y sólo podía considerarlo con cierta conmiseración humorística. Pues ahora era la esposa de Filipo, príncipe de Macedonia y rey de Elimea… Filipo, su esposo. Ahora tendría que comenzar a pensar en él simplemente como Filipo. En aquella habitación, en aquel lecho, era su único nombre y título.

Y ahora su vientre llevaba su semilla.

Había sido doloroso. Al principio, el anhelo y la potencia de su deseo habían sido aterradores, pero en seguida había superado el miedo, el dolor y el concepto de su propio yo.

¿Sucedería así con todas las mujeres? ¿Habría sido así en el caso de su madre? Su madre había muerto sin haberle explicado tantas cosas, que era una pérdida que siempre lamentaría.

Pero no podía creer que fuese igual para todas las mujeres… ellas no estaban casadas con Filipo.

Decían que había hombres que avergonzaban a los mismos dioses con su esplendor físico, hombres privilegiados. Filipo debía ser uno de ellos. El vencedor de un ejército que habría podido aplastarle como un martillo a una uva, rey antes de los veinte años… no podía ser como los demás hombres.

Y, por consiguiente, aquella felicidad no podía ser como la de las otras mujeres, y, por lo mismo, no podía durar mucho.

En lo profundo de su noche de bodas, Fila escuchaba el aleteo negro de la muerte y sabía que su hora estaba próxima.

Pero ¿qué era la muerte al lado de aquello?