Capítulo 27

—Hemos matado a unos veinte y capturado a cincuenta —dijo el comandante de la caballería, un joven de la edad de Filipo, llamado Korus, a quien conocía desde la infancia—. Pero la mayoría ha escapado.

—¿Habéis apresado a Derdas?

Era la única pregunta que importaba.

—No. Hicimos que un prisionero identificase a los muertos al volver, y no está entre ellos.

El hombre agachó la cabeza como un niño que espera le castiguen por haber perdido un juguete; era evidente que esperaba caer en desgracia.

Korus era alto, bien parecido y rubio, y a Filipo siempre le había recordado a su hermano Alejandro, tanto por temperamento como por el físico. Sería un error humillar a un hombre como aquél.

—Al menos, así no tendré que decidir qué hacer con él —dijo Filipo, sonriendo como si fuese él quien se hubiese librado de una buena—. Di a tus hombres que han combatido bien. Ellos nos salvaron.

Dicho lo cual, eufórico, se echó a reír.

—Korus, hemos logrado una brillante victoria; como cuando éramos niños.

Ahora ya reían los dos. Eran los vencedores, dos jóvenes mirando a la vida por encima del hombro. Derdas caía en el olvido.

Media hora después, a media tarde de un día que parecía haber durado medio siglo, Filipo, tal como había prometido, montó en Alastor y se dispuso a entrar en la ciudad conquistada. Tenía ante él al ejército, en perfecta formación, y, sentados en el suelo en posturas derrengadas, los aproximadamente mil elimios que habían salvado la vida rindiéndose. Todos esperaban que hablara, pues ahora era su voz lo único que contaba.

—Esta ciudad y sus habitantes quedan ahora bajo la protección de Pérdicas, rey de todos los macedonios, entre los que se cuentan los elimios. No habrá pillaje ni represalias. Todos somos compatriotas y hermanos. Los que hoy han caído en el campo de batalla ya han purgado la enemistad. Hagamos nosotros igual. Derdas ha huido al ver que el combate le era desfavorable. No volverá. Sus antepasados fueron entronizados por el rey Alejandro de Macedonia, y ahora un descendiente de ese rey le destrona. Ha perdido su derecho a gobernar y vuestra obligada fidelidad, pero yo quiero que sepan los elimios que su caída a ellos no les afecta. Los que presten juramento al rey Pérdicas, afirmando lealtad a él y a sus descendientes, conservarán sus cargos y propiedades. Los que no, serán considerados enemigos. Que cada uno decida por sí mismo. Y a mis soldados, para que no se sientan defraudados porque no va a haber botín, les prometo que un tercio del tesoro de Derdas se les distribuirá equitativamente, tanto a la tropa como a los oficiales que han compartido por igual los peligros de la empresa y, por consiguiente, tienen igual derecho a una recompensa. Hasta que se efectúe el reparto, espero que los taberneros de Eane nos concedan crédito.

De las filas macedonias surgieron vítores, pues sabían que, por tradición, ese tercio era propiedad del comandante. Y hasta hubo algunos elimios que lanzaron gritos de entusiasmo, aunque quizás por distintos motivos. En cualquier caso, Filipo tuvo que aguardar un rato a que cesaran las aclamaciones.

—Y ahora, entremos en esta ciudad que vuelve a ser macedonia, y que esta victoria marque una nueva era para vencedores y vencidos.

Cuando las imponentes puertas se abrieron se habría dicho que Eane tributaba un recibimiento a su propio ejército victorioso. La gente se lanzó a las calles, congregándose a lo largo de la gran avenida que partía de la entrada de las murallas; arrojaban flores bajo los cascos del caballo de Filipo y se apiñaban de tal modo que Alastor estuvo a punto de ser presa del pánico y Filipo tuvo que hacer grandes esfuerzos para evitar que aplastase a alguien. Las mujeres lloraban, alzando en sus brazos a los niños para que vieran el desfile y los hombres vitoreaban como si hubiesen descubierto a un héroe entre los suyos.

«Y por qué no han de vitorear», pensó Filipo, sonriendo y saludando. «Sabiendo el destino habitual de los vencidos, dan gracias por conservar la vida».

Cuando entraron en el patio del palacio en el que se había alojado como un humilde suplicante apenas seis meses antes, no aguardaban a recibirles más que criados y viejos secretarios, los esclavos de la administración real. La única persona de alto rango que vio Filipo fue Fila.

Vestía una túnica azul oscuro con la que también se cubría la cabeza, enmarcando un rostro inexpresivo. Quizás pensaba que iba a ejecutarla.

—Te conduciré a tus aposentos —dijo con voz en la que sólo se advertía una leve tensión—, ya que no ha quedado nadie que lo haga.

—¿Qué aposentos serán, señora?

—Los que desees —contestó como sorprendiéndose de que se molestase en preguntarlo— ya que ahora esta casa y todo lo que hay en ella te pertenece.

No había en sus palabras ni amargura ni adulación; se limitaba a decir una verdad. No obstante, al invitarle a entrar, hallándose a solas en el gran vestíbulo, Filipo no pudo por menos de pensar si se consideraría incluida en la lista de sus nuevas propiedades.

—Señora —dijo, como para desechar la idea de su mente—. ¿Quién ordenó cerrar las puertas a Derdas?

Y al ver que no contestaba, sonrió.

—Fuiste tú, ¿no es cierto?

—Mi hermano tenía tanta fe en la victoria… —respondió finalmente, dejando ver cierta angustia reflejada en sus ojos—. Yo sabía que habrías exigido su rendición a cambio de la paz y que él no habría aceptado. No me hago ilusiones respecto a su persona. Era a todas luces claro que había perdido la batalla y no había previsto nada para un asedio. Nada te habría impedido tomar Eane, ahora o dentro de un mes. ¿Y a qué tanto padecimiento si al final la habrías conquistado igual? Bien sé el castigo que recae sobre las ciudades que se niegan a rendirse.

—¿Y por eso…?

—Por eso le traicioné —añadió, mientras por su rostro angustiado corrían las lágrimas—. Cuando sale de la ciudad, él me cede los poderes y la gente está acostumbrada a cumplir mis órdenes. Y con más ganas aun en este caso…

—Naturalmente, pues sabían que era su salvación.

Filipo miró en derredor, contemplando las pinturas de las paredes para evitar mirarla a ella mientras no recobrara la presencia de ánimo. Y casi estaba vuelto de espaldas cuando habló.

—Señora, eres noble y sabia… cosa poco frecuente. Casi haces que me alegre de que tu hermano haya escapado con vida.

Eane aceptó la conquista sin remilgos, y no se produjo ningún disturbio aquella noche ni en los días siguientes. Filipo promulgó un bando estipulando que los cautivos de las incursiones al otro lado de la frontera quedasen en libertad en virtud de presentarse a pedir su libertad, y, así, poco a poco, unos doscientos, en su mayoría mujeres jóvenes, fueron pasando al campamento macedonio. Casi todas ellas procedían de las grandes fincas, a cierta distancia de la ciudad, pero nadie impidió que recuperasen la libertad. Nadie se habría atrevido a burlarse de Filipo.

Pero el principal propósito no era la justicia sino la reconciliación. Durante varios días el aire estuvo ennegrecido por el humo de las piras funerarias. Los macedonios habían perdido apenas ciento cincuenta hombres, pero los elimios habían sufrido más de mil bajas en las escasas horas de batalla. Filipo dio orden de que sus restos fuesen devueltos a sus respectivas familias sin pagar rescate y que los que no fueran reclamados recibiesen honrosa sepultura junto a sus propios soldados.

Todo esto causó buena impresión en los elimios, que nunca se habían distinguido por su sentido de la clemencia, y, conforme transcurrieron los días, los nobles de Derdas, en grupos, y a veces de uno en uno, fueron llegándose a palacio a presentar sus respetos al vencedor y prestar juramento de lealtad al rey Pérdicas, del mismo modo que hicieron los soldados de la guarnición de la ciudad.

Pero como los soldados son a veces más leales al cuerpo a que pertenecen que a quien los manda, Filipo decidió que el ejército elimio quedase incorporado al nuevo ejército que había creado para combatirlos. No resultó difícil con la infantería, ya que en su mayor parte eran campesinos conscriptos que no ansiaban más que regresar a las tierras de sus padres, pero la caballería planteó problemas particulares. Por una parte, eran más numerosos. De los elimios que habían cargado aquel día contra los soldados de Filipo, habrían salvado la vida unos doscientos; pero no tenía oficiales suficientes para ponerlos al mando de compañías elimias, y Derdas no había tenido tiempo de congregar a toda su caballería para hacer frente a los macedonios y habría guarniciones dispersas que no se enterarían de la derrota hasta transcurridas dos semanas.

Además, Elimea estaba dividida por luchas intestinas como toda Macedonia; los habitantes de la llanura pensaban que los montañeses del oeste no eran más que bestias bárbaras y los del otro lado del paso de Siatista hablaban una lengua tan plagada de expresiones ilirias, que resultaba casi ininteligible para los demás. Todos esos habían seguido a sus señores a la batalla y guardaban lealtad sobre todo a éstos.

Lo que hizo Filipo fue mezclar a los supervivientes como sal con arena para enseñarles el nuevo arte de la guerra entre caras nuevas y que aprendiesen a ser macedonios.

Un mes después de la batalla, un grupo de nobles elimios solicitó audiencia privada con Filipo. Él sabía lo que querían y los esperaba.

—Derdas se ha ido —dijeron— y no volverá, pues después de lo sucedido no queremos que vuelva. Pero como él no tenía descendencia, queremos un nuevo rey.

—Lo tenéis: se llama Pérdicas —replicó Filipo.

—Pérdicas está en Pela y no le conocemos, y un rey no sirve si reside a cuatro jornadas de marcha. La gente quiere un rey al que podamos ver.

—¿Qué proponéis?

—Queremos proponer tu nombramiento a la asamblea elimia. Te has ganado el derecho por la fuerza de las armas y tienes sangre real. Además, ya eres más fuerte que ningún otro rey y la gente sentirá menos oprobio por la derrota si te juran lealtad a ti en vez de a un extranjero. Queremos saber si aceptas.

—¿Están los demás nobles de acuerdo o habláis por vuestra cuenta?

—No somos tontos, príncipe Filipo. Necesitamos un rey o comenzaremos a destrozarnos unos a otros… como siempre. La victoria hace respetable a un hombre; así que mejor tú que otro.

—Tendré que escribir a mi hermano para pedir su consentimiento. Rey o no rey, sigo siendo subdito suyo.

—Lo comprendemos.

—Pues escribiré.

Al principio, cuando Pérdicas recibió la carta de su hermano, no sabía qué pensar. «Es más que nada una cuestión de formas y sensibilidad hacia el amor propio de los elimios», decía Filipo. «Como cualquier pueblo, prefieren ser gobernados por un rey elegido por ellos que verse sometidos a la ocupación extranjera. En cualquier caso, habré de estar aquí un tiempo, pues la reorganización y la nueva instrucción de las tropas de Elimea serán lentas. Quizás a finales del verano podamos intercambiar algunas compañías por una de las guarniciones de la frontera oriental, por ejemplo…». Era como si Filipo considerase el asunto estrictamente desde un punto de vista práctico, y daba la impresión de no tener interés en ser rey de los elimios, aunque no cabía duda de que debía halagarle. ¿Qué se propondría?

Había marchado hacia el oeste con un ejército de mil hombres, en su mayor parte soldados de infantería y ahora, al parecer, había recogido —como quien encuentra una moneda de cobre en la calle— unos trescientos más de caballería. Y, además, su fama como general se había acrecentado increíblemente, pues todos hablaban del conquistador de Elimea, y Pérdicas ya estaba más que harto de oír elogios de su hermano. Y ahora quería ser rey. Claro que quería. ¿Cómo no iba a quererlo?

Pérdicas, que hacía poco que había salido de la sombra proyectada por su hermano mayor, se encontraba con que le había salido un rival en el pequeño que, además, estaba creando un ejército. ¿Qué pensaría hacer con él?

«Si alguien, yo u otro, no mantiene un firme control de esta región propiciaremos un desastre. Los nobles tienen envidia y miedo unos de otros y si los dejamos a merced de su egoísmo, ¿cuánto tardarán algunos en buscar la protección de una alianza con otros pueblos? O controlamos Elimea con firmeza y desde aquí mismo, o poco a poco se nos escapará de las manos».

Pues sí, Filipo tenía razón. Los elimios debían tener un rey y ese rey debía estar vinculado a Macedonia.

Pero no Filipo; cualquiera menos Filipo.

¿Y quién, entonces?

Se dice que un rey no debe confiar en nadie. ¿A quién podía enviar a Eane que no incurriera en fantasías de independencia? Nadie; nadie en absoluto.

Salvo Filipo. Pues lo cierto es que cuando ahondaba en sus sentimientos respecto a su hermano, Pérdicas sabía que Filipo nunca le traicionaría. Con Filipo proclamado rey de Elimea, tendría seguridad en la frontera oriental.

Y había motivo para tener a Filipo en Eane, embrollado en las querellas de aquellos montañeses salvajes, mejor que en Pela, gozando de su fama de vencedor. ¡Qué honores no esperaría! Tendría que enaltecerle para que el pueblo no le juzgase desagradecido e incluso llegase a pensar que estaba celoso de él. No, en Pela no podía estar.

Sí, dejaría que fuese rey en aquel reino pedregoso. Y, así, Pérdicas decidió contestar inmediatamente dándole su autorización.

Después de la huida de su hermano, Fila había continuado viviendo en el palacio y, como nadie se lo había prohibido, aún dirigía todas las actividades domésticas como había hecho desde la muerte de su padre. El príncipe Filipo utilizaba el palacio como cuartel general, pero no lo habitaba, prefiriendo dormir en una tienda militar que sus soldados habían levantado fuera de las murallas mientras ampliaban los cuarteles reales, en los que se alojaría una vez terminadas las obras.

Por eso le veía pocas veces y sólo esporádicamente cuando se cruzaban. Parecía que la rehuyese.

Por ello su perplejidad fue aun mayor cuando una mañana recibió la invitación —una invitación que, naturalmente, equivalía a una orden— para comer con él en el salón de consejo de su hermano.

La muchacha no había vuelto a pisar el salón desde que el príncipe Filipo había tomado la ciudad, y ahora apenas lo reconoció; en tiempos de su hermano era una pieza vacía y triste, pues Derdas tenía poca inclinación a los asuntos de estado y rara vez lo usaba, pero ahora se veían muchas de sus mesas amontonadas unas sobre otras en la pared del fondo y, de las dos que quedaban, una estaba llena de papeles y mapas. Detrás de ella se encontraba el príncipe Filipo con un grupo de oficiales macedonios y elimios. Fila estaba a diez o doce pasos y él hablaba con voz demasiado baja para que ella entendiese lo que decía, pero notaba su tono vehemente y, a juzgar por los rostros atentos de los que le rodeaban, debía ser algo de gran interés.

La escena era como un paradigma, la quintaesencia de la impresión que ella se había hecho de él la primera vez que había venido a convencer a Derdas de hacer la paz. Estaba serio; se notaba que en nada le preocupaban las apariencias y prefería ver el mundo tal como era y decir lo que veía con palabras certeras, casi crueles. Era un hombre a quien los demás seguirían instintivamente.

Transcurrió un instante hasta que se percató de su presencia y entonces alzó la vista y, sin sonreír, dijo:

—Señores, ya continuaremos en otro momento.

Un criado trajo una bandeja con comida y la puso en la otra mesa. Había pan y queso, un cuenco con higos y un jarrito de vino. Sin sentarse, el príncipe Filipo cogió un higo y lo abrió con un cuchillo.

—Siéntate, por favor, señora —dijo, casi absorto en el proceso de sacar la pulpa del higo—. Ten la bondad de servir el vino.

Fila llenó dos pequeñas copas y dejó el jarrito en la mesa. Pero ni bebió ni tocó la comida.

—¿Por qué me has mandado venir, mi señor?

—¿Mandado? —replicó, mirándola y sonriendo al fin, como si la palabra le hiciera gracia—. ¿Sabes lo que va a suceder dentro de cinco días?

—Se reunirá la asamblea.

—¿Y luego?

—Te elegirán rey.

Filipo se sentó, partió un trozo de pan y lo mojó en vino, haciendo como si no la hubiese oído.

—¿Te molesta que sea rey? —inquirió, y, como ella no contestaba, se inclinó un poco de lado, tocando la pared con el hombro, y durante un buen rato permaneció callado, masticando el trozo de pan y mirándola, como si siguiera esperando la contestación.

—Seré rey no por mi propio deseo, sino porque es necesario —añadió finalmente—. Aunque Derdas regresase y mi hermano fuese indulgente, no podría volver a gobernar, pues los nobles no le perdonarían la humillante derrota a que los condujo. No te gustará oírlo, pero es la verdad. Voy a ser rey porque no hay otro.

Fila era incapaz de alzar la vista para mirarle. Sabía que se hallaba a punto de llorar, pero no eran sus palabras lo que la apenaban. Era que, sencillamente, no podía aguantar aquella mirada. ¿Qué querría de ella?

—¿Qué quieres?

La pregunta, al menos, le hizo apartar la mirada. Y, de pronto, sólo tenía ojos para el pan y el queso; Fila pensó, no sin sorpresa, que estaba azorado.

—Quiero ser un buen rey, leal a mi hermano y al pueblo de Elimea. Quiero gobernar en paz y poner fin a las disensiones y enemistades.

—¿Y qué tiene eso que ver conmigo?

Ahora sí que se le veía turbado, y hasta se ruborizó. Fila tuvo una leve sensación de triunfo; al menos de momento, le llevaba esa ventaja.

—El deber de un rey es proteger a su pueblo —respondió como si recitase un discurso aprendido— tanto en vida como después de muerto. Un rey necesita un heredero y quiero tomarte por esposa, señora.

Por un instante se quedó pasmada. Si alguien le hubiese preguntado cómo se sentía, habría sido incapaz de contestar. En realidad, no sentía nada, salvo una enorme sorpresa que dejaba borroso todo lo demás.

¿Seguía diciendo algo? Ah, sí.

—… lo siento, no deseo ofenderte y estoy seguro de que el asunto te resultará penoso, pero como no tienes parientes con quienes negociar el acuerdo, al menos que puedan hacer de intermediarios, no he tenido más remedio que proponértelo directamente. Pero no creas que te obligo a ello. Si no te satisface, o si piensas que tu honor te impide aceptar, te concederé una de las fincas reales para que vivas en ella a tu gusto. No obstante, lo mejor sería que aceptases, pues eres la última de la dinastía.

—¿Es eso lo único que deseas, la legitimidad? —inquirió ella.

—He ganado mi «legitimidad», como tú dices, con la punta de la espada —replicó Filipo, apretando entre los dedos el borde de la copa, con expresión tan ofendida que Fila pensó que iba a hacerla trizas—. Voy a ser rey por la votación de la asamblea elimia, que considera que hago un gran favor aceptando. Y tienen razón. Pero estoy decidido a acabar con las viejas rencillas… por el bien de la nación.

—¿Por el bien de qué nación? —replicó ella, sin siquiera saber por qué se sentía tan herida—. ¿La elimia o la macedonia?

Sentada allí, bajo la mirada de sus hermosos ojos gris azulado, tan fríos e inteligentes como los de un gato, sintió de nuevo que el corazón se le anegaba en lágrimas.

Pero no debía llorar. Las mujeres de la casa real elimia no lloraban ante extranjeros. Antes morir que mostrar al príncipe Filipo lo que sentía.

—Los elimios son macedonios —respondió Filipo, relajando su presa en la copa, que alzó sin llevársela a los labios—. Somos un solo pueblo. Debemos ser un solo pueblo. Considera mi oferta —añadió, cual si estuviesen tratando del precio de un caballo—. Quisiera una respuesta antes de que se reúna la asamblea. Y una cosa, si aceptas debes excluir la lealtad a tu hermano.

—Ya le he traicionado. ¿No es suficiente garantía?

—No —replicó él, meneando la cabeza—. Cuando una mujer se casa deja una familia para unirse a otra. Y los enemigos de su esposo son los suyos. Sólo quiero que tengas bien claro tus posibilidades.

Fila se puso en pie y, antes de que pudiera impedírselo, le hizo una reverencia.

—Gracias, mi señor. Tendrás mi respuesta antes de la reunión de la asamblea.

Una vez sola en su aposento, en donde nadie la veía, Fila se echó a llorar. Derramó lágrimas como si el pecho fuese a rompérsele, hasta que le anegaron la garganta, hasta que ya no tuvo más.

Y tumbada allí en su cama, con la puerta bien cerrada por dentro, dio en pensar lo débil e insignificante que era una mujer. ¿La quería el príncipe Filipo? ¿Le quería ella? Hasta era posible que él sí, pero para él sería lo mismo aunque no la quisiera; su propuesta era una alianza dinástica, la clase de desposorio para el que la habían criado y que sabía sería su destino, pero resultaba tanto más amargo que se lo propusiera él. Abandonar el país, dejar su casa para ser esposa de un extranjero habría podido aceptarlo mejor, pero ser esposa de Filipo de Macedonia por el sólo hecho de que él lo consideraba lo mejor «por el bien de la nación»…

Porque ella le amaba. Quizás le amase desde el primer momento en que le había visto en el jardín de su padre… no estaba segura. Lo único que sabía es que habría sido capaz de cometer cualquier crimen que él le hubiese pedido.

¿Era por eso por lo que había cerrado las puertas a Derdas? En su momento, no lo había pensado, pero ahora ya no estaba tan segura. Nunca lo estaría.

«Sí, tómame si quieres», pensó. «Te amaré con el amor abyecto e innoble de una mujer. Aunque nunca me mires y aunque nunca me sonrías, te amaré hasta la muerte».