Los dioses no fueron propicios trayendo una nevada, pero al amanecer, la helada había endurecido el terreno como si fuera de piedra y el hielo estaba lleno de parches resbaladizos y cubrían el cielo unas nubes plomizas. Tanto podía abrirse pasó el sol en cualquier momento como desencadenarse una ventisca de varios días. Filipo estaba decidido a no perder la oportunidad.
A las primeras luces, envió ordenanzas por todo el campamento para que en media hora todos se hallasen listos para formar y entrar en combate. Muchos, convencidos de que habrían muerto a mediodía, desayunaron parcamente y amolaron por última vez la espada, mirándose en silencio. Nadie quería expresar su miedo y poca cosa más había que decir.
La infantería formó fuera de las defensas en cuatro falanges en fondo, mientras que la caballería no se dejaba ver con arreglo a las órdenes recibidas.
Justo en el momento en que el sol alcanzaba con sus primeros rayos las murallas de Eane, Filipo se destacó de la formación montado en su demonio negro. Nadie se sorprendió, dado que la nobleza macedonia siempre había combatido a caballo. Dirigió la palabra a sus hombres recorriendo las dos grandes alas de tropas, conteniendo con la brida a Alastor para que avanzara al paso.
—¡Los elimios esperan acabar hoy con vosotros! —clamó—. Son muchos y nosotros pocos, y se imaginan que van a echársenos encima para aplastarnos bajo los cascos de sus caballos como un campo de mies. Creen que nos harán abrir filas y dispersarnos porque eso es lo que hace su infantería. Si se salen con la suya, moriréis en esta tierra gélida, se os helará hasta la sangre de las heridas y cuando llegue el deshielo los cuervos se alimentarán de la carne putrefacta de los cadáveres. Es el destino de los vencidos, quedar insepultos hasta que las aves de presa les monden los huesos. Pero no cederéis. Mantendréis las filas cerradas y cuando corráis será para perseguir al enemigo. Recordad lo que habéis aprendido durante estos meses. Mantened la formación que es la clave para salvar la vida. Y si la caballería elimia comete el error de cargar, se destrozará como un jarro de cerveza contra una piedra. Que los compañeros de derecha e izquierda os protejan mientras vosotros hacéis lo propio. Mantened las filas prietas y no os avergoncéis de tener miedo. Un poco de miedo es bueno, pues aguza la mente. Es normal que un hombre sienta miedo el día de su primer combate, pero desterrad el pánico de vuestros corazones, pues el pánico sí que lleva a la muerte. Y ahora voy a desmontar —añadió, estirando el brazo para acariciar el reluciente cuello del corcel—. Ya sabéis que Alastor es más valiente que seis hombres y ansía aplastar al enemigo, pero no lo hará. Cuando ganemos la batalla, cruzaré montado en él las puertas de Eane para aceptar la rendición en nombre del rey Pérdicas, pero hasta ese momento lucharé a pie con vosotros. Dirigiré el mando desde la esquina interna de la falange izquierda, y cuando grite una orden la repetiréis a gritos. Lucharemos como un solo hombre, con una sola voz, una sola voluntad y mil corazones, y así aplastaremos a Derdas como si fuésemos una piedra de molino, vengando a los inocentes que han asesinado. Nada más pasar la pierna por el cuello del caballo y dejarse caer en tierra, grandes vítores brotaron de la garganta de los soldados. Todos sabían que en el lugar que Filipo había elegido, la bisagra de la primera línea, el combate sería encarnizado. Dio una palmada a Alastor en la grupa para que fuera hacia los mozos y unos cuantos soldados se apresuraron a ofrecerle sus lanzas y escudos y hasta las canilleras. ¿Qué no habrían de ofrecerle a él, que había descendido de la majestad de su estirpe para hacerse uno de ellos, ganándose así sus corazones?
Habían llegado en formación a unos cuatrocientos pasos de la puerta de la ciudad y Derdas seguía sin atacar. Los soldados de Filipo golpeaban los escudos con la punta de las lanzas en señal de desafío, gritando bajo el frío viento que llegaba de las montañas. Era un crudo día para morir.
El terreno descendía levemente desde las murallas, lo que, normalmente, habría sido ventajoso para los elimios, pero el hielo no había desaparecido aunque ya hacía dos horas que había salido el sol y los caballos cargarían con dificultad en aquel suelo duro y resbaladizo; el ímpetu de la carga podría resultarles un factor adverso.
Con su iniciativa de desafiarles, Filipo contaba al menos con la ventaja de haber elegido terreno de batalla. El día anterior había salido solo montado en Alastor, dedicándose durante dos horas a examinar la orografía del terreno, y ahora había dispuesto en consonancia las tropas en una amplia zona de terreno pedregoso por el que la infantería avanzaba bien pero que era dificultoso para los caballos, sobre todo lanzados a la carga. Al norte había arboledas y zonas de maleza, lo que significaba que el enemigo atacaría por el oeste, o por el sur si Derdas hacía girar a sus tropas en maniobra de flanco. Un arroyo helado discurría en diagonal por el frente de batalla, y era lo bastante ancho para que la caballería enemiga no se arriesgase a cruzarlo al galope; así, sólo dispondrían de cincuenta o sesenta pasos para reagruparse y arrancar cargando. Y todo ese tiempo estarían a merced de los arqueros y lanzadores de jabalina del ejército macedonio.
No era una trampa tan evidente que disuadiera a Derdas de presentar batalla, pero sí un grave obstáculo. Filipo estaba satisfecho del terreno elegido. Necesitaba la ventaja que le confería frente a la superioridad numérica de la caballería elimia. Pero no sería la caballería lo primero que tendrían que rechazar sus soldados. Cuando el sol comenzó a ascender, se abrieron las puertas y la infantería enemiga comenzó a formar ante las murallas.
Era una fuerza de al menos mil quinientos hombres, pero deslabazada: campesinos reclutados en sus aldeas, a quienes habían dado un escudo y una pica, arengándoles a luchar por su rey. No tendrían mucha moral de combate y Derdas no sería tan bobo como para confiar en que le dieran la victoria. Eran carne de sacrificio. Morirían por cientos con el simple propósito de obstaculizar a la infantería macedonia y tratar de obligarla a dar media vuelta y propiciar que la caballería actuase con la ventaja de la confusión creada y acabase con las tropas de Filipo.
Sabía que habría de repeler lo más rápido posible aquel primer ataque, sin que se deshiciera la formación o todo estaría perdido.
La infantería elimia estaba dispuesta en tres largas líneas, una a continuación de la otra; ni siquiera eran falanges, sino tres simples líneas que cargarían en oleadas. Filipo apenas daba crédito a su suerte.
Los elimios lanzaron el primer ataque con fuertes gritos de guerra y a la carrera. Era un ruido que ponía los pelos de punta, pero Filipo había prevenido a sus tropas. «Estarán sin resuello cuando lleguen a nuestras filas», les había dicho, y ellos se habían echado a reír. Ahora, notaba la tensión de sus macedonios a la espera del primer choque.
No habrían recorrido los elimios ni cien pasos cuando sus líneas comenzaron a romperse. No eran ya un ejército sino una horda de individuos con su arma, su valor y su profundo deseo de no morir.
Otros cien pasos y el primer elimio cayó abatido por una flecha macedonia en el cuello. Y así otros muchos; una y otra vez. No eran pocos los que, al morir, abrían los brazos como dando la bienvenida al impacto fatal.
Y en los últimos cien pasos se les vino encima una lluvia de jabalinas. El impacto de una jabalina da la impresión de que parte a un hombre por la mitad, y debía ser espantoso sentir un asta que te entra por el pecho hasta las entrañas.
Se había iniciado la segunda oleada del ataque, y, en ella, los elimios tenían que sobreponerse al horror de correr por un campo de batalla sembrado de cadáveres de sus propios compañeros. Pero lo hicieron, cayendo como los que les habían precedido.
Ya habían alcanzado por entonces el arroyo helado, por lo que tenían que cuidarse de cruzarlo sin resbalar y, una vez salvado, se encontraban con el enemigo a cincuenta pasos escasos; miraban en derredor y, quizás por primera vez, se percataban de los pocos que habían llegado hasta allí. Continuar era una muerte cierta, pues las lanzas de la primera línea macedonia era como un muro erizado, pero ya no había retroceso posible. Y así, se quedaban sin saber qué hacer y, presa de la indecisión, iban cayendo.
«Qué carnicería», pensó Filipo. «Qué carnicero el que envía a sus hombres a una muerte como ésta».
Pero inmediatamente volvió a ser el soldado, el comandante de corazón helado, y se dijo que aquel campo sembrado de cadáveres obstaculizaría aún más a la caballería de Derdas. Pero no sólo perecían elimios, porque éstos también sabían utilizar las armas. El que estaba al lado de Filipo cayó con una jabalina clavada en un ojo. Filipo apartó el cadáver con el pie, y el de detrás recogió la lanza y el escudo del muerto. Aquí y allá iba cayendo macedonios, pero mantenían la línea defensiva y cuando uno moría, otro cubría su puesto.
Y la disciplina dio sus frutos, pues por cada soldado de Filipo caído, en el campo de batalla iban quedando ocho o diez elimios.
Las dos primeras oleadas de la infantería enemiga se habían deshecho y la tercera estaba entrando a tiro de los arqueros macedonios cuando Filipo decidió que había que acabar con aquella insufrible agonía. Alzó la punta de su lanza y gritó «¡Ataque!», grito que fue repetido fila tras fila como en un oleaje; era la señal para que avanzasen las dos falanges del centro a paso ligero, mientras derecha e izquierda las seguían al paso.
El efecto fue devastador. Si antes los elimios se enfrentaban a un muro imbatible de escudos, desde detrás del cual les llovían flechas y jabalinas como una granizada, ahora el muro avanzaba por el centro dispuesto a aplastarlos. Para los hombres que habían visto a sus compañeros caer a diestro y siniestro, era demasiado. Giraron sobre sus talones y echaron a correr, y, en su confusa y aterrada huida, arrollaron a la tercera oleada de su propia infantería. Incluso los que en su avance apenas habían alcanzado el perímetro del campo de combate, al ver lo que sucedía —testigos del pánico con que regresaban los que les habían precedido— dieron la vuelta y emprendieron también la huida.
Al cabo de una hora, la batalla había concluido y los macedonios eran dueños del campo sin haber roto sus líneas.
—¡Que envíen la caballería! —gritó Filipo casi eufórico—. ¡Que vengan si se atreven y verán lo que les espera!
Dio la señal para rehacer la formación inicial y recomponer filas, escasos minutos antes de que la caballería elimia comenzase a formar ante las murallas. Iba a librarse la prueba decisiva. La caballería enemiga tardó casi una hora en ponerse en línea; su número no bajaría de setecientos u ochocientos jinetes, cuanto, en tan breve plazo, había podido reunir Derdas, que ahora sí que mostraba algún rudimento de táctica. Se advertía que había debido dividirla en dos grupos desiguales, de los cuales el más reducido iniciaba el avance en despliegue hacia el sur como si se dispusieran a efectuar un ataque simultáneo desde dos direcciones.
La gran distancia impedía a Filipo distinguir quién era Derdas, y habría sido conveniente saberlo, pues, si no se equivocaba, el rey de los elimios querría ir al mando del grupo que, según sus cálculos, asestaría el golpe decisivo.
La pregunta obtuvo respuesta por sí sola cuando la masa de caballería enemiga que iba a atacar de frente comenzó a concentrarse, formando con los jinetes dispuestos en filas sucesivas. La misma disposición de ataque que la infantería.
Filipo vio inmediatamente cómo iban a cargar: lanzarían un ataque directo por el mismo terreno en que yacían los cadáveres de los soldados de a pie, puede que en dos oleadas que entrarían en combate con los macedonios, mientras la fuerza más reducida irrumpía desde el sur. Las falanges de infantería eran notoriamente vulnerables a esta clase de ataque, y Derdas esperaba atenazarlos por dos lados, impidiéndoles dar media vuelta para proteger con los escudos el flanco amenazado. Luego, una vez rotas las líneas macedonias y desordenadas sus formaciones, lanzaría un ataque final para aniquilarlos.
En esencia, era un buen plan. No aprovechaba al máximo el terreno, lo cual, teniendo en cuenta que Derdas se había criado en aquellos parajes, era ya de por sí elocuente en cuanto al cerebro del que lo había concebido. Pero el error más grave, al menos en términos generales, era que Filipo lo había previsto.
La primera oleada de caballería se inició al paso y arrancaron a la carga cuando estaban a ciento cincuenta pasos. Cuando se hallaban a cien pasos, y ya a tiro de los arqueros macedonios, Filipo ordenó a las dos falanges de la derecha iniciar despacio un avance. Es lo que Derdas esperaría y, efectivamente, era su cálculo para alargar el flanco macedonio. Para qué decepcionarle.
Cuando los primeros jinetes elimios llegaron al arroyo helado que cruzaba el campo de batalla, no aminoraron la carga y varios caballos resbalaron, cayendo; los que les seguían, redujeron velocidad y, tras un instante de indecisión, comenzaron a cruzarlo con cuidado, constituyendo magníficos blancos en tal situación, y en ambas orillas comenzaron a acumularse cadáveres de hombres y caballos. «Qué estúpidos», pensó Filipo; no debían ni haber previsto que el arroyo estaría helado. Ahora ya tenían al enemigo a cuarenta pasos de distancia; demasiado cerca para los elimios para recuperar el ímpetu. Pero los elimios eran valientes y se lanzaron contra las tropas de Filipo con desesperada furia.
El aire se llenó de gemidos de caballos despanzurrados por las picas macedonias, pero aunque muchos caían, muchos otros lograron abrir brecha, y en las primeras filas de las dos falanges adelantadas hubo lugares en los que los soldados perecieron bajo sus propios escudos. A veces, caballo y jinete, al llegar al centro eran derribados, pero otras lograba abrirse paso causando destrozos en la infantería macedonia.
Parte de la caballería elimia, al desviarse para atacar por detrás a las dos falanges retrasadas, tuvo más terreno para tomar mayor ímpetu, compensando su escaso número, y causó grave daño.
Pero los soldados de Filipo no se dejaron dominar por el pánico; cuando caía uno le sustituía el de atrás y las filas se cerraban como las ondas concéntricas que provoca la piedra que cae en un estanque. Cuando la primera oleada había perdido ímpetu, Filipo gritó «¡Vuelta a la izquierda!» y las dos falanges retrasadas, como un barco que vira en redondo en medio de la corriente, iniciaron la media vuelta girando sobre su centro para repeler el siguiente ataque, que ya iniciaba el enemigo por el sur.
En esta maniobra, las tropas elimias tenían mejor terreno, un campo liso y despejado, y sólo cargaban contra dos falanges. Por vez primera, en ese momento, Filipo sintió el miedo, como el sabor que deja en la lengua una moneda de cobre.
«No hay dónde escapar», pensó viendo cómo se les echaba encima la caballería enemiga, que, a cincuenta pasos, parecían gigantes a la carrera, «De ésta no salimos». Pero de algún modo halló el valor para reflexionar y dar la orden crucial.
—¡Rodilla en tierra! —gritó, y la orden fue recorriendo las filas, mientras hombre tras hombre echaban rodilla en tierra, hundiendo detrás, en el suelo, el asta de la lanza, formando una erizada línea de puntas a la altura del pecho.
Ahora, los lanzadores de jabalinas tenían buen blanco y castigaron cruelmente al enemigo, desarzonándolo y haciéndolo caer hacia atrás como desmontándolo de un tirón, y los elimios morían aplastados por los caballos que agonizaban a su vez entre convulsas coces.
El contraataque frenó la carga pero no la detuvo. Muchos elimios lograron penetrar en las filas macedonias como piedras que rompen un cercado de mimbre y otros volvían grupas para aguardar una mejor oportunidad en medio de aquella confusión. Además, muchos de los caballos derribados cayeron dando tumbos en las primeras filas de escudos aplastando a muchos en su agonía.
Filipo vio que la pica se le partía en dos al atravesar el pecho de un caballo gris; el jinete le cayó casi encima y, de pronto, se encontró luchando a muerte, a punto de recibir un tajo del adversario. De forma instintiva e irreflexiva se echó hacia adelante cuando el adversario iba a asestarle un tajo, le derribó y cuando quiso darse cuenta, le había hundido el asta partida en la garganta. El rostro del elimio se tornó púrpura, abotargado de horror y ya, inánime, un borbotón de sangre le brotó por el oído derecho. Filipo no lo dejó hasta estar seguro de que había muerto, pero al ponerle la rodilla en el pecho, sintió tal estremecimiento de asco que estuvo a punto de vomitar.
Hasta que se puso de pie no advirtió que tenía la pechera de la túnica tinta en sangre: una profunda herida le cruzaba desde el hombro al esternón. Casi era preferible.
«No moriré por esto», pensó con súbito arrebato de alegría, sin poder evitar una carcajada. «No moriré por esto».
Encontró el escudo en el suelo a sus pies, un soldado le dio otra pica y regresó a la primera línea. Todo había sucedido en escasos minutos.
—¡Enderezad las líneas! —gritó, y los que luchaban a muerte fueron capaces de repetir el grito, obedeciendo la orden. Y en medio de aquel furioso ataque de los elimios, las falanges fueron reagrupándose y cerrando filas.
Ahora era la caballería elimia la que se descomponía: no podía volver grupas ni reagruparse y, tras la primera carga, las dos formaciones que habían atacado al ala derecha e izquierda de los macedonios, no eran más que una horda confusa. El terrible ataque, desordenado y sin objetivo concreto, se cebaba en las falanges como un enjambre de mosquitos.
La tercera carga se escindió para caer sobre las dos alas de las falanges de Filipo, que estaban casi en sentido perpendicular una de otra. Fue fuerte, pero las falanges lo aguantaron y la lucha entró en un sangriento estancamiento en el que los elimios eran incapaces de deshacer las filas macedonias y cuyo previsible resultado únicamente se sabría cuando quedase un solo combatiente en pie.
Y fue en ese momento cuando atacó la caballería macedonia.
Mantenida en reserva fuera de la vista del enemigo, tras los taludes del campamento, entraba en acción ahora que los elimios habían comprometido todas sus fuerzas en la batalla. Y llegaba a la carga. Al verla, los soldados de Filipo lanzaron vítores.
La sorpresa fue absoluta, cual si el enemigo hubiese olvidado que sus adversarios eran macedonios y tan buenos jinetes como ellos. No eran más que doscientos, pero cabalgaban en formación que abrió una inmensa brecha en la desbaratada caballería de Derdas. De pronto, el campo se llenó de cadáveres y casi se olía el pánico.
Pero aún les aguardaba otra sorpresa a los elimios, pues los macedonios no se contentaron con la primera carga; siguieron al galope hasta encontrar terreno para reagruparse, volvieron grupas sin deshacer la formación y se lanzaron de nuevo sobre ellos.
Pero la batalla ya estaba decidida antes de que hubiese finalizado la segunda carga, pues la caballería elimia había quedado reducida a una horda vencida presa del pánico, simple blanco de las jabalinas y flechas macedonias. Incapaz de ofrecer una resistencia ordenada, no le quedaba otra opción que emprender la fuga o dejarse matar. Y huyeron por centenares.
Sólo en aquel momento divisó Filipo a Derdas. El rey vencido estaría a unos cincuenta pasos, montado en un precioso corcel leonado que no parecía obedecerle; esgrimía la espada por encima de la cabeza y gritaba, como intentando reagrupar a sus hombres, pero en aquella barahúnda era imposible oír su voz.
Daba igual, porque nadie le escuchaba. La caballería elimia se retiraba hacia Eane con tal desorden que los caballos taponaban la puerta. Finalmente, el propio Derdas arrojó la espada y emprendió la huida.
Fue en ese momento cuando Filipo vio lo último que habría podido sospechar: las puertas de la ciudad comenzaron a cerrarse. Los grandes portones de madera impedían el paso de aquella masa histérica de hombres y animales casi en las mismas narices de Derdas. Alguien había dado orden de cerrar la ciudad, dejando abandonados a su suerte al rey y a los restos de su ejército.
¿Cuántos quedaban? Cuatrocientos o quinientos jinetes. Pero no tenían dónde refugiarse. Y sabían que si no pedían tregua, serían aniquilados. La única salvación era la huida.
Derdas dio media vuelta con su hermoso corcel y dijo algo a gritos, una maldición, a juzgar por la expresión de su rostro. Y a continuación se unió a los demás en su fuga hacia el norte, el único camino posible.
—¡Persecución! —gritó Filipo y su voz fue repetida por otras muchas. Inmediatamente, dos compañías de la caballería macedonia volvieron grupas para lanzarse al galope tras el rey y sus compañeros en derrota. Los caballos macedonios estaban menos cansados, pero Derdas conocía el terreno; Filipo quería que lo capturaran vivo, pero era muy posible que lograse escapar con sus soldados a las montañas hasta más ver.
Su huida dejó el campo de batalla en horripilante calma. Ni los macedonios eran capaces de lanzar gritos de victoria, mientras aguardaban en silencio a que los elimios fuesen arrojando las espadas en señal de rendición.
Uno de ellos, un hombre de unos treinta años, se adelantó a caballo hacia las filas de la caballería macedonia. Era evidente que quería parlamentar.
Filipo entregó la pica al que estaba a su lado. Había llegado el momento de actuar como comandante.
—¿Quién es vuestro capitán? —gritó el hombre, sorprendiéndose al ver que le contestaban desde las filas de infantería.
—Yo, Filipo, príncipe de Macedonia —respondió, sin apenas alzar la voz—. Di lo que tengas que decir.
El hombre se dirigió hacia Filipo. Era evidente que todo aquello le repugnaba.
—¿Qué condiciones nos das si abrimos las puertas de la ciudad? —inquirió.
—Mejor sería que preguntes qué condiciones os ofrezco si no lo hacéis —replicó Filipo con aviesa sonrisa.