Capítulo 25

Pérdicas creyó que Filipo estaba loco cuando dijo que quería coraza y armas para setecientos soldados de infantería.

—Derdas tiene casi trescientos soldados de caballería, ¿qué vas a hacer en esas montañas con una chusma de soldados a pie?

—En primer lugar, las montañas no son terreno adecuado para la caballería; segundo, cuando la tenga lista, mi infantería no será una chusma sino un ejército. La mayor parte del ejército tebano es de infantería.

—Ah, claro, ¿qué remedio? Los caballos griegos son como perros grandes.

—Entonces, ¿por qué tanto miedo a presentarles batalla?

Pérdicas frunció el ceño ofendido, pero los herreros comenzaron a hacer lanzas y corazas. Y como de la guarnición de Pela se podían retirar sin gran inconveniente cien caballos para el nuevo ejército, lo único que tuvo que hacer Filipo fue reclutar los soldados de infantería.

Para ello se dirigió a las montañas, las tierras que los elimios saqueaban, pues quería hombres de acendrado valor conocedores de que iban a defender sus hogares.

Estuvo un mes recorriendo los pueblos de la franja de la llanura regada por el río Haliacmón, en muchos de los cuales habían sufrido los ataques de la caballería elimea. Llevaba órdenes de conscripción y habría podido elegir los hombres y llevárselos a la fuerza, pero no las empleó. No hacía falta. Había muchos pastores a quienes habían arrebatado el ganado y que no sabían si iban a poder sobrevivir aquel invierno, y Filipo les ofreció paga en dracmas de plata atenienses y la posibilidad de venganza.

Y era un verdadero acontecimiento la llegada a las aldeas del príncipe Filipo con una simple escolta de dos o tres jinetes; compraba corderos y cerveza para invitar en nombre del rey a la población que, en su mayor parte era muy posible que no hubiese probado carne en medio año.

Tenía el don de hacerse agradable a las gentes pues, aunque era príncipe de la casa real y eso le confería el aura de respeto que la gente del común sentía por los descendientes de los argeadas, él nunca daba la impresión de considerarse por encima de los demás; bromeaba con los jóvenes, y aun con los niños, y aceptaba el consejo de los ancianos, replicando raras veces y escuchando con respeto filial.

Por las noches, cuando los nombres estaban con la panza llena y el corazón animoso, él se ponía en pie junto al fuego, cuya luz roja y amarilla proyectaba en su rostro reflejos que le hacían parecer más un faro que un hombre, y, casi con timidez, llamando la atención por la simple fuerza de su presencia, comenzaba a hablarles con el tono de voz de un vecino o un amigo.

—A medio día de caballo al oeste de aquí —les decía, alzando el brazo y señalando hacia los últimos y débiles rayos del sol muriente— hay una aldea de casas quemadas que ya nadie habitará. Era una modesta población de gentes pobres, y como los elimios no encontraron qué saquear, para mostrar su despecho mataron a los hombres y se llevaron mujeres y niños como esclavos. Ahora crece hierba en el quicio de las puertas y el viento sopla sobre los huesos descarnados de los muertos; las muchachas que esperaban ilusionadas casarse, pasarán el resto de su vida en casa de extranjeros, envejeciendo antes de cumplir veinte años porque por el día trabajan hasta reventar y por las noches son simples esclavas de la lujuria de los asesinos de sus padres. ¡Cómo deben envidiar a los muertos!

Se oía un murmullo de asentimiento en torno al fuego, pues aquellas palabras traducían el lenguaje de sus propios corazones, convenciéndoles por primera vez de que no se habían equivocado en sus sentimientos. Los hombres decían que escuchar al príncipe Filipo era como oír murmurar la voz de los hados al oído.

—En todas estas montañas, esta noche hay llanto, hay lamentos y hambre, pues los elimios son cual plaga de langosta que a su paso deja los campos arrasados. Saquean y destruyen y ¿quiénes son? ¿Acaso no son hombres como nosostros? ¿No son hermanos nuestros? ¿No son… macedonios? Entonces, ¿cómo es que han hecho que los temamos? ¿Por qué? Nosotros, la estirpe de Makedon, hijo del dios Zeus, no somos como los otros hombres —continuaba, con voz de sacerdote que recita un ensalmo—. Las gentes del sur están gobernadas por tiranos o consejos de cincuenta o lo que se le antoje a la mayoría, pero nosotros hemos sido fieles a nuestros reyes desde tiempos inmemoriales, y sobre todos los reyezuelos de Macedonia, los dioses eligieron la dinastía de los argeadas, descendientes de Heracles, para que nos gobiernen. Han sido nuestra gloria, y a veces nuestra aflicción, pues no siempre el hombre es sabio, valiente, justo o virtuoso por el simple hecho de ser rey. Un mal rey lleva a su pueblo a la vergüenza y a la ruina, incitándole a hacer la guerra contra sus hermanos, convirtiéndole en una maldición. Semejante hombre es Derdas, rey de los elimios, un hombre ruin, malvado y loco. ¿Pero es que no se da cuenta de que hay un rey en Pela? ¿Es que se imagina que el señor Pérdicas, su amo y señor, como lo es nuestro, padre de todos los macedonios, va a soportar en silencio el asesinato y la violación de sus subditos? ¡No! ¡Yo os digo que no! Enviará el fuego y la espada contra el que asóla su reino. ¡Y los elimios acabarán en las tierras oscuras de la muerte, porque el rey Pérdicas vengará a su pueblo!

Y los aldeanos, que hallaban en aquellas palabras el eco de sus corazones, aclamaban las intenciones del príncipe, y, los hombres le suplicaban por doquier les concediese el honor de ir con él al combate, y así, por cada uno de los que escogía, se veía obligado a rechazar a muchos.

—No creáis que es fácil ser soldado —decía a los muchachos que se apiñaban a su alrededor—. El entrenamiento será muy duro y el combate es aun peor. En la guerra siempre hay riesgo. Sabréis lo que es el sufrimiento y el dolor, y muchos hallaréis la muerte sin alcanzar el triunfo. Pero con el sacrificio de vuestras vidas habréis ganado la bendición de la paz para los supervivientes, y vuestros hermanos y hermanas vivirán en su tierra sin temor y elogiarán vuestra memoria, considerándoos padres de las generaciones venideras.

Así reclutó Filipo casi ochocientos hombres de las montañas occidentales; estableció un campamento a unas horas a caballo desde Pela —pues no era nada conveniente someter a aquellos jóvenes campesinos a las tentaciones de la capital—, los mezcló con un centenar de soldados de la guarnición y se entregó a la obra de hacer de ellos un ejército.

Pero un ejército requiere más que simple instrucción: hay que alimentarlo y pertrecharlo y, así, nada más regresar a Pela, antes incluso de presentarse a su hermano, Filipo fue al hogar de su infancia a ver a Glaukón.

—Necesito tu ayuda —dijo—. Quiero una persona que se ocupe de que mis soldados tengan comida decente y botas que no se les caigan a pedazos al cabo de una jornada en la nieve. Tengo que exprimir al máximo cada dracma. Pérdicas no ha sido muy espléndido.

Y Glaukón se sentó en silencio junto al fuego, que desde la muerte de su esposa apenas se encendía, y le escuchó con la cabeza gacha. Cuando alzó la mirada, había lágrimas en sus ojos.

—Sí… naturalmente —contestó—. ¿Cómo no iba a seguirte, príncipe mío? Pero soy el mayordomo principal de la casa real y necesito el permiso del rey.

Filipo asintió con la cabeza y en aquel momento ardió en sus ojos una resolución que ni un rey habría osado discutir.

—Yo me ocuparé.

Pérdicas no se negó. A decir verdad, Pérdicas comenzaba a sentirse amedrentado de su hermano, pues Filipo estaba como poseso. Verle entrenar a los reclutas era como ser testigo de la transformación de un hombre que ha encontrado el destino para el que está llamado.

Y si no acudía a la llanura a verle con sus soldados, era imposible verle, porque Filipo apenas se alejaba de sus hombres. Se levantaba con ellos antes del amanecer; comía de su rancho, y, cuando salían de marcha por las mañanas, allí estaba él, sin caballo, a pie entre sus filas, desgastando sus sandalias como cualquiera de ellos. Por las tardes les enseñaba el empleo de las armas, haciéndoles manejar una espada de madera hasta que el brazo se le caía de cansancio. Y cuando habían aprendido lo suficiente para comenzar a formar al modo de las falanges tebanas que tanto asombraban a los oficiales —¿cómo iban a poder combatir los hombres en filas tan apretadas?— él, Filipo, formaba en primera fila. Y cuando los soldados se dieron cuenta de que quería ser uno más y arriesgar su vida en combate con ellos, su moral creció.

La caballería constaba de cien jinetes, procedentes en su mayoría de familias nobles pero que eran, como Filipo, jóvenes que no tenían grandes perspectivas, hombres para quienes la guerra era una posibilidad de fortuna, y Filipo los entrenó en las tácticas que había aprendido de Pelópidas, añadiendo detalles propios, aprovechando la ventaja del mayor tamaño de los caballos macedonios y la habilidad de sus jinetes. Los dividió en compañías de cuarenta, ejercitándolos juntos de manera que llegasen a formar un todo compacto para que, en el momento preciso, fuesen capaces de romper las formaciones enemigas sin deshacer la suya y efectuar la persecución sin desbandarse. Fue una tarea difícil, pues los macedonios nunca habían luchado así.

Y lo más difícil de todo fue enseñarles que era necesario compartir el honor de intervención con la infantería, inculcarles que no eran más que un arma más a emplear con la otra y que su cuna y condición no significaban nada. Y, en cierta ocasión, simplemente para demostrarles que hablaba en serio, Filipo mandó azotar a un oficial de caballería por insultar a un soldado de infantería, y cuando estuvo con la espalda en carne viva, mandó montarle en el caballo y que recorriese el campamento para que todos lo vieran. Y nunca más tuvo que volver a recurrir al castigo porque el incidente no se repitió.

A veces, cuando los hombres habían hecho ejercicio hasta casi caer extenuados, Filipo les daba un día de descanso, mandaba asar ocho o diez bueyes, celebraba una fiesta y, por la tarde, tenían lugar unos juegos en los que él mismo participaba en el lanzamiento de jabalina y en las carreras pedestres; no intervenía en las carreras de caballos, pues sabía que su victoria demostraría lo que todos sabían: no que él fuese buen jinete, sino que el negro Alastor era más rápido que Pegaso. Sólo ganó el laurel una vez en las carreras pedestres, y aquel día sus hombres le pasearon en triunfo a hombros por el campamento, pues, como tanto afecto le tenían, consideraban que era un triunfo de todos.

En cierta ocasión, un día después del primer temporal de invierno, Pérdicas pasó por el campamento al regreso de una partida de caza; los soldados de Filipo se imaginaron quién era cuando vieron que su comandante abandonaba las filas y caminaba hacia un grupo de jinetes, ayudando a desmontar a uno de ellos.

—Me han dicho que has hecho milagros —dijo el rey, mientras con su hermano contemplaba un enfrentamiento ficticio entre dos compañías de infantería formadas en falanges—. Parece que has agilizado mucho a la tropa en esta nueva estrategia de combate.

—No son acróbatas pero por lo menos no se caen en la nieve —dijo Filipo, dando una patada a un penacho que estaba medio enterrado en la nieve.

—¿Dónde tienes las botas? —inquirió Pérdicas, escandalizado e indignado—. Se te van a congelar los pies con esas sandalias.

—Si no dejas de moverte, el frío no es más que una incomodidad. Llevo sandalias porque ellos llevan sandalias. Cuando vayamos a las montañas les daré botas, porque quiero que piensen que, comparado con esto, la campaña será una diversión.

Se echó a reír, pero a Pérdicas no pareció hacerle gracia.

—¿De verdad que piensas llevar a estas tropas bisoñas a Elimea?

—No todos son bisoños. Hay soldados de guarnición que estuvieron con Alejandro en Tesalia. Pero sí, pienso llevarles a Elimea, porque si no lo hiciera casi se amotinarían por las ganas que tienen de entrar en combate.

Filipo miró a su hermano entornando los ojos. No se había vuelto a hablar del dispositivo de guarniciones en el norte desde el día en que Pérdicas le había dado permiso para formar el nuevo ejército, pero los dos pensaban en ello.

Pérdicas apartó la mirada.

—Derdas ha incrementado las incursiones a lo largo del Haliacmón —dijo finalmente—. Algunos miembros del consejo opinan que quiere anexionarse todo el valle.

—Ya lo ha hecho, hermano. En definitiva… él es quien cobra el tributo.

—¿Cuándo estarás preparado para emprender la campaña?

—Después de las fiestas de Xandikos.

—¿No esperarás hasta primavera?

—No. Aprovecharemos para maniobrar en las montañas antes de que las lluvias lo llenen todo de barro. Y Derdas se lo pensará dos veces antes de arriesgar demasiado su caballería estando el terreno aún helado. Ya te escribiré en primavera diciéndote cómo van las cosas… Te escribiré desde Eane.

Lo había dicho sonriendo, pero Pérdicas se imaginó que hablaba en serio.

El rey dirigió su atención a las falanges en combate; una de ellas deshacía ya las primeras líneas de la otra. De haber sido una batalla real, habría sido el momento crucial.

—Supongo que no queda otro remedio —dijo.

—Ninguno.

Durante las fiestas de Xandikos nevó, y, como solía suceder en Macedonia, la última nevada de la estación fue la peor. El peso del hielo quebró las ramas de los árboles y el viento acumuló la nieve en ocasiones hasta la altura del vientre de los caballos. Y era nieve dura que cortaba las piernas de los hombres al caminar por ella.

Al día siguiente, Filipo sacó el ejército del campamento, situando los carros de los pertechos en vanguardia para que fueran abriendo camino para la tropa. Al anochecer no habían recorrido siquiera cien estadios. Al día siguiente comenzó el deshielo, pero aún tardaron seis jornadas en llegar al pie del monte Bermion.

—Estamos en territorio de Elimea —dijo a sus hombres—. La frontera está todavía a un día de marcha hacia el oeste, pero últimamente Derdas no ha hecho mucho caso de los límites. En cualquier momento podemos encontrarnos con una gran tropa de caballería, por lo que hemos de adoptar una formación tal que al enemigo no se le pase por la imaginación atacarnos. Por lo tanto, esta noche y todas las noches hasta que durmamos en Eane, levantaremos líneas de defensa.

El suelo estaba aún helado bajo la nieve y los soldados maldecían excavando trincheras y taludes. Filipo envió numerosas patrullas, que regresaron al crepúsculo con rostro lívido e inquieto, pues del enemigo no habían visto más que siniestros rastros.

—En un pueblo a menos de una hora de aquí —dijo un capitán—, hemos contado cincuenta cadáveres tirados en la nieve. Ancianos, mujeres y niños… Deben haberlos matado a todos. Olía a sangre por doquier.

Aquella noche, un soldado que era de aquel pueblo, se volvió loco de pena y se arrojó sobre su espada.

Al día siguiente, una patrulla comunicó haber entrado en contacto con el enemigo. Filipo había dado órdenes de evitar encuentros, pero se había producido una escaramuza en la que habían perecido dos hombres.

—¿Ha muerto algún elimio?

—Uno cayó del caballo, príncipe. No sabemos si herido o muerto.

—Espero que estuviese borracho y regrese con el culo morado a contarle a su rey que corríamos como conejos. Quiero que Derdas se confíe, y hay que dejar aproximarse a sus patrullas para que puedan contarnos.

Nueve días después de salir de Pela, los soldados de Filipo establecieron un campamento a la vista de Eane. Habían visto tropas de caballería vigilándoles, que, en ocasiones, se acercaban a proferir insultos, pero no hubo más escaramuzas, y aquella tarde excavaron las defensas sin que les atacasen.

Por la noche, acompañado por Glaukón, Filipo recorrió el perímetro.

—Tengo miedo —dijo Glaukón en tono tan solemne que Filipo no pudo por menos que sonreír.

—No lo tengas. Ya habrá tiempo mañana; antes no atacarán. Nos atacarán cuando nos pongamos en marcha.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Porque sé lo que piensa Derdas. Ve que somos inferiores en número y querrá un triunfo sonado, a plena luz del día y ante las murallas de la ciudad. Y con ello comete una estupidez, dejándome elegir día y lugar para la batalla.

—¿Notas el viento? ¿Es más frío o es que yo me hago viejo? —dijo Glaukón, abrigándose con la capa.

Filipo, que ni siquiera llevaba capa, hundió su sandalia en el terreno reblandecido por la nieve derretida.

—Se ha vuelto más frío —dijo, con evidente satisfacción—. Tal vez, si los dioses nos son propicios, caiga otra nevada antes del amanecer… y eso dificultará las maniobras de la caballería de Derdas.

Y lanzó una carcajada. Un sonido que a Glaukón le resultó aun más frío que el viento que soplaba.

—Nunca he intervenido en un combate —dijo—. Toda mi vida la he pasado en palacio y no sé lo que es la guerra.

—Ni yo —añadió Filipo, con un ademán que abarcaba todo el horizonte—. Ni ninguno de nosotros… y puede que Derdas tampoco.

—Pero no tienes miedo.

—No.

¿Le sorprendía oírselo? Glaukón comenzó a darse cuenta de lo poco que conocía a aquel muchacho a quien había criado y quería como a un hijo.

—No, no tengo miedo —añadió Filipo—. Mañana, si veo que os he traído hasta aquí para morir, quizás sepa lo que es el miedo.