Capítulo 24

Aquella noche había un banquete. Filipo lo supo por boca de uno de los chambelanes de palacio, quien le dio a entender que era una buena oportunidad de llenar la panza sin que nadie le preguntara si le habían invitado. Cuando preguntó si el rey asistiría, recibió por sola respuesta una mirada de perplejidad, como si el hombre no entendiese qué tendría eso que ver. En cualquier caso, Filipo se dio un baño, se puso la túnica limpia que había traído de Pela y al banquete se fue.

Nadie le esperaba y en cuanto entró en el salón y miró en derredor, comprendió que su misión era en vano. Habría unos ciento cincuenta hombres y era imposible saber quién de ellos era Derdas, y la hilaridad que reinaba daba a entender que todos debían llevar bebiendo por lo menos tres horas. Algunos aún vestían ropas manchadas de sangre, por lo que cabía suponer que habían estado de cacería por la tarde y no se habían cambiado. Los criados discurrían rápidos como ratas, y desaparecían en cuanto podían para evitar que les salpicasen de vino y comida. Aun comparado con el ambiente de la corte de su padre, a Filipo le pareció indecoroso.

Miró a su alrededor y advirtió que todos los comensales serían de su misma edad; no había hombres mayores ni una sola barba canosa entre aquellos juerguistas. Sabía que Derdas tenía veinte años, y debía ser que únicamente se rodeaba de sus propios amigos y los consejeros de su padre habían caído en desgracia. A pesar de que él también era joven, Filipo pensó que aquello era malo, malo para su misión y posiblemente peor para Elimea, pues los amigos de uno, sobre todo si son jóvenes, sólo le dicen lo que le gusta oír, y un rey, para gobernar bien, debe saber oír las verdades desagradables.

En una mesa cerca de la puerta, un noble elimio, uno de los compañeros del rey, apoyaba la cabeza en una mano, dibujando con el dedo en un charco de vino derramado. Estaba tan absorto en ello, que Filipo tuvo que asirle del cuello de la túnica y zarandearle para que le prestara atención.

—¿Quién de esos cerdos es Derdas? —inquirió, sonriendo con benevolencia.

El joven, sin mostrarse ofendido, se rascó la cabeza y frunció el ceño cual si la pregunta le dejase perplejo.

—Ese de allí —dijo finalmente, señalando una mesa casi en el centro del salón—, el de la barba rizada.

Filipo miró hacia donde indicaba y vio en seguida a quién se refería. Derdas era un joven alto y bien parecido, de pelo negro y ensortijada barba reluciente del mismo color. Su aspecto reunía todas las cualidades de un gran rey, salvo la de la inteligencia, y la expresión casi vacua de sus ojos debía ser producto de haber bebido en exceso más que de un defecto natural. Filipo pensó que quizás no todo estaba perdido.

Había tres jóvenes muy elegantes sentados en su mesa. El de la derecha parecía estar a punto de caer al suelo, a juzgar por el modo como se aferraba al borde de la mesa, y Filipo pensó que una persona tan beoda estaría seguramente más a gusto en el suelo, por lo que le dio un empujoncito para ayudarle; después ocupó su asiento, probó el vino y, tras pensar que el encargado de la bodega real engañaba a su amo, dejó la copa en la mesa y puso la mano en el hombro de Derdas.

—Señor, tenemos un asunto que tratar.

Derdas se quedó tan atónito como si al volver la cabeza se hubiese encontrado con un cuchillo en la garganta. Por fin, con una voz ronca de los excesos, fue capaz de musitar:

—¿Qué es de Dipsaleo, que estaba sentado aquí hace un instante? ¿Quién eres?

—Soy un emisario, mi señor, que trae el mensaje de que debes aprender a refrenar tu imprudencia, pues has ofendido al rey Pérdicas de los macedonios, provocando su cólera.

—¡Amigo, soy un nabo si sé de qué me hablas! —replicó Derdas, volviéndose hacia el que tenía a su izquierda y soltando una estruendosa carcajada—. Antinous, ¿has oído? ¡Soy un nabo!

La gracia fue acogida con grandes risotadas, al menos por parte de los compañeros del rey que conservaban aún suficiente raciocinio para saber lo que debían hacer. Filipo, sin embargo, se esforzó por mantener cierta compostura e incluso adoptó un aire más serio, pues comprendió que no sólo estaba hablando con un imbécil, sino que nadie se había molestado de informar al imbécil de su presencia.

—Si eres o no un nabo no es de mi incumbencia, mi señor, pero sugiero que no te retires muy tarde esta noche y te presentaré mis respetos por la mañana.

Derdas se le quedó mirando con la boca abierta, como quien no acaba de saber si le han dicho una gracia, pero está decidido a reírse. Filipo a duras penas pudo reprimir los deseos de asestar un puñetazo a aquel borracho, pero se contentó con levantarse de la mesa y abandonar el salón indignado.

Afuera, se detuvo en el claustro cuadrangular de un jardín; el aire fresco de la noche era delicioso.

—¿Qué desea el rey de Pela de mi hermano?

Se volvió y vio a una joven, apenas una niña. Era muy tranquila y modosa, vestía túnica blanca hasta los pies y era sorprendentemente bonita: pelo negro en tirabuzones y una tez impecable como la cera. Salvo en los ojos, que brillaban de inteligencia, se parecía mucho a Derdas, por lo que Filipo no tuvo necesidad de preguntarle quién era.

—Esperaba haber podido decírselo precisamente al rey —contestó, sonriendo complacido a su pesar—. ¿Cómo es que conoces mi misión y él no?

—Mi hermano no tiene esposa y soy yo quien se ocupa de su casa desde que murió nuestra madre. Y los chambelanes me lo cuentan todo.

—¿Y a él no le han avisado? —Él ni escucha.

Lo había dicho sin particular énfasis, afirmando un hecho irrefutable, y se notaba que deseaba hacérselo comprender sin criticar a su hermano. Era un equilibrio interesante que denotaba la tensión entre lealtad y prudencia a que debía verse obligada.

—¿Y por qué no escucha? —inquirió Filipo, más por el simple placer de oírla que esperando una contestación:

—Has llegado tarde, y a mi hermano no le gusta tratar de ningún asunto cuando está con sus amigos.

—Y los chambelanes te lo dijeron a ti con la esperanza de que tú le avisases.

—Sí. Y lo habría hecho por la mañana, porque las mujeres no pueden asistir al banquete del rey. Por la mañana le encontrarás… distinto.

—¿Y estarás tú junto a él para musitarle al oído lo que tiene que decir?

Filipo sonrió aviesamente y la hermana del rey bajó los ojos, cosa lamentable ya que a él le encantaba mirárselos.

—Mi hermano te recibirá a solas —contestó, en un tono que parecía de reproche.

Pero ella hablaría con él por la mañana, se dijo Filipo. Y quizás, dado que conocía su carácter, lo que le dijese podría predisponerle a ser razonable. Por consiguiente, era conveniente que la muchacha supiera más del asunto.

Además, le encantaba hablar con ella.

—Pues le hablaré de un modo que no lo haría estando presente su hermana —añadió, dejando que su sonrisa se desvaneciera—. Le diré que corre el riesgo de suscitar la cólera del rey Pérdicas, porque ha asolado pueblos del otro lado de la frontera, saqueándolos y causando muchas víctimas.

—¡El rey de Elimea no es un bandido! —replicó la muchacha con una vehemencia que daba a entender que no era corriente en ella.

—Mi señora, yo mismo he visto las chozas carbonizadas y las tumbas de los muertos… con mis propios ojos y a dos días a caballo de este delicioso jardín. Si tu hermano no es un bandido, es que sus soldados hacen maldades a espaldas de él, a sabiendas de que no serán ellos sino él el responsable de la sangre inocente que han derramado. ¿Tan negligente es acaso, mi señora? ¿Es rey o tan sólo anfitrión de banquetes? ¿Qué te causaría menos pena, saber que es un bandido o que es tonto?

La muchacha volvió a bajar la vista, sin saber qué contestar. Y ya se volvía para marchar, cuando Filipo la retuvo.

—Señora…

—Di, mi señor.

Al ver su rostro en aquel momento sintió la más tierna lástima, pues era como si lo alzase dispuesta a recibir otro reproche.

—Por favor, señora, ¿cuál es tu nombre?

—¿Mi nombre…? —repitió ella con auténtica sorpresa, como si no pudiera imaginar por qué lo ignoraba—. Me llamo Fila, mi señor.

Esta vez, cuando desapareció sin hacer ruido en las sombras, Filipo no hizo ademán de detenerla, pese a que la noche parecía ser más negra con su ausencia.

Fila se equivocaba. Al día siguiente, tarde por la mañana, condujeron a Filipo a presencia del rey. Pero no estaba solo.

Derdas se hallaba en las cuadras y, mientras los mozos preparaban otra jornada de caza, él y los mismos tres compañeros que compartían su mesa la noche anterior, se desayunaban con pan, queso de cabra y vino, dispuesto todo en una mesita a la entrada. Era una sobria colación —nadie en su sano juicio monta a caballo borracho para ir de caza— pero sus ojos denotaban la misma carencia de inteligencia que durante el banquete. Saludó a Filipo casi como si fuese un viejo amigo.

—Siéntate con nosotros, mi señor. ¿Has desayunado?

—Gracias, sí que he desayunado —contestó Filipo, mirando en derredor con cierta repulsa. Normalmente, se habría sentido ofendido por ser recibido por un rey extranjero en un sitio que olía a boñiga de caballo y a heno, pero pensó que a Derdas ni se le había pasado por la cabeza.

—Pues ven con nosotros de cacería. A unas horas de aquí hay jabalíes tan grandes como bueyes.

—Y si no encontramos jabalí —terció uno de sus acompañantes, al que la noche anterior Derdas había llamado Dipsaleo—, el rey sabe de la cabaña de un leñador que tiene cinco hijas. ¡Cinco! ¡De sobra para todos!

—Mi señor, te ruego que hablemos en privado —dijo Filipo, cuando las risas amainaron un tanto—. He hecho este viaje para tratar de asuntos que debes considerar más importantes que la caza.

—Oh… yo tengo confianza en mis amigos —replicó el rey, pasando el brazo por los hombros de uno de ellos—. Habla, príncipe, que te escucho atentamente.

Se hizo un momento de silencio, puntuado por una risita de Dipsaleo que en seguida abortó, una especie de rebuzno ahogado en un almohadón.

—Mi señor… —comenzó a decir Filipo pausadamente para que su cólera deviniera desdén—. Mi señor, tus soldados han estado haciendo incursiones al otro lado de la frontera, y el rey Pérdicas, en justa consideración por las vidas y el bienestar de sus gentes, exige…

—¿Exige? —terció el que en aquel momento aguantaba sobre sus hombros el real brazo—. ¿Quién osa exigir nada a Derdas, señor de Elimea? Puede que en Pela se consienta ese lenguaje con un rey, pero aquí esas palabras no…

Estaba haciendo un ademán despectivo cuando Filipo le asió por la muñeca con tal fuerza que el amigo del rey tuvo que apretar los dientes para no gritar de dolor.

—¿Osar? ¿Que quién osa? —dijo Filipo, soltándole la muñeca con un empellón que le hizo caer de espaldas en un montón de albardas—. El rey Pérdicas osa. Sabréis quién es. Pérdicas señor de toda Macedonia, cuyo tatarabuelo puso al primer Derdas en este trono… ese Pérdicas. ¿O es que los elimios han olvidado que son macedonios?

Fue un momento de gran tensión. Dipsaleo, de hecho, había llevado la mano a su espada, y no se sabía en qué habría acabado aquello si Derdas, cuyo gesto de perplejidad daba a entender que no tenía la menor idea de lo que todo el mundo decía a voces, no se hubiese echado a reír de pronto.

—Te está bien merecido, Antinous —exclamó, como si en ese momento se hubiese dado cuenta de la gracia—. Mi hermana me avisó que debíamos tratar con respeto al príncipe Filipo. ¡Ja, ja, ja!

Y, como si no contaran para nada, cogió un trozo de pan, lo mojó en vino y se puso a masticarlo con la morosidad de una vaca que rumia.

—Pero él tiene razón, ¿sabes? —añadió, mirando a Filipo—. Pela está lejos y reyes macedonios hay muchos… Pérdicas es uno de tantos. Además, yo no he oído nada de incursiones.

Derdas no tenía inteligencia que le permitiese ocultar sus pensamientos, y a Filipo le bastó con mirarle a la cara para darse cuenta de que mentía.

—Tal vez los nobles de esa zona no hacían más que recuperar lo que les habían robado —dijo Antinous con sonrisa taimada—. Ya se sabe lo ladrones que son los campesinos.

—Quizás sea eso —dijo Derdas con el rostro iluminado, como si hubiese tenido una gran idea—. Quizás, en vez de acusar a otros reyes, más vale que haga algunas indagaciones como es debido en los pueblos de su frontera.

Con aquello parecía quedar resuelta toda dificultad. Maravilloso. Filipo estaba más que convencido de que perdía el tiempo… aquellos patanes se burlaban de él, pero se sintió en la obligación de volver a insistir.

—Mi señor, ningún gobernante puede saber ni estar en todo lo que sucede en su reino —dijo, tratando de contener su ira—. El rey Pérdicas lo sabe y está dispuesto a olvidar lo sucedido… a condición de que prometas que esas incursiones no volverán a producirse. Escríbele una carta asegurándole que a partir de ahora se respetará la frontera y haz que tus nobles lo cumplan, y todo volverá a ser como antes. Por la mañana salgo para Pela. Entrégame esa carta antes de irme.

Filipo hizo una reverencia, decidido a marchar sin dar a aquel necio la ocasión de negarse. Que se lo pensase. Quizás su hermana pudiese influir… Había que dar tiempo.

—Aguardaré tu llamada, mi señor.

Pero no le llamó. Le trajeron la cena a la habitación y le dijeron que el rey y sus compañeros estaban celebrando el aniversario de una batalla famosa y que los extranjeros no participaban en el banquete; por la mañana, trató de ver a Derdas en sus aposentos, pero le dijeron que el rey estaba indispuesto y no recibía a nadie, y a media mañana, Filipo ya no aguantaba. Fue a pedir su caballo y abandonó la ciudad.

Esta vez no le vigilaba nadie; la guardia de la puerta principal ni siquiera le saludó al cruzarla. Sabían a qué había venido y seguramente no ignoraban que había fracasado su misión, por lo que no revestía ningún interés para ellos. Cuando ya estaba a cuatro horas de caballo de Eane, estaba seguro de que nadie le seguía.

Pasó la noche en una aldea fronteriza de pastores elimios y los lugareños también debieron notar que nadie le seguía, pues le recibieron de modo muy distinto; el jefe le invitó a dormir en su cabaña y, después de que Filipo comprase dos corderos para convidar a todos, celebraron una cena con cerveza y pasteles de miel.

Filipo y el jefe bebieron hasta casi emborracharse; su esposa había muerto cinco años antes y los hijos ya eran mayores, al hombre le alegraba tener compañía y la cerveza le soltó la lengua, o tal vez considerase a su huésped digno de confianza, porque no tardó en interrogarle con taimado gesto, entornando los ojos.

—¿Venís de la gran ciudad? —inquirió, y asintió con la cabeza al ver el gesto afirmativo de Filipo—. ¿Y habéis ido a ver al rey?

Filipo se percató inmediatamente de que estaba a punto de enterarse de algo; bastaba con dar un poco de estímulo al hombre. Y volvió a asentir con la cabeza.

—Sí —contestó—. He ido a ver al rey… por todo lo bueno que me ha hecho.

—¿Fuisteis a pedirle un favor? Si no, ¿a qué va a hacer un extranjero un viaje tan largo?

—Me enviaba el gran rey de Pela, porque el rey Derdas ha estado haciendo incursiones en los pueblos del otro lado de las montañas y me encargó que le persuadiera para que dejara de hacerlo. Pero no lo he logrado. —¿Y habrá guerra?

Lo preguntaba más que nada por curiosidad, ya que los pastores no participaban en la guerra, y era muy posible que de librarse una batalla cerca de aquellos parajes, los lugareños anduvieran a pie una hora para sentarse en unas rocas a buena distancia a contemplarla; se llevarían el almuerzo y darían cuenta de él viendo el combate, y, cuando todo hubiese concluido, se dedicarían al pillaje en los cadáveres de los caídos. Fuera de eso, les tenía sin cuidado.

—No lo sé —respondió Filipo.

El jefe de la aldea reflexionó un instante y, a continuación, dio un buen trago de cerveza.

—Bien, si hay guerra —comenzó a decir, limpiándose la espuma de la barba con el reverso de la mano—, espero que los de la llanura luchéis como decís. Necesitamos un nuevo rey.

—¿No os complace éste?

El hombre calló un instante, consciente de que era un tema peligroso.

—El padre era bueno, pero el hijo… —dijo, meneando la cabeza—. A veces los nobles entran a saco en nuestros propios pueblos. Un rey debe saber mostrarse fuerte… pues si no cualquiera que disponga de un caballo y espada hace lo que le viene en gana.

Durante los dos días siguientes de camino hacia Pela, Filipo cabalgaba dándose cuenta de que en su mente se iba abriendo paso una idea casi espontáneamente. Quizás fuese más bien una convicción, pero sabía que estaba llegando a una encrucijada crucial en su vida.

Y nada más regresar, antes de que hubiese transcurrido una hora, ya había explicado todo lo sucedido a Pérdicas.

—Tienes que enviar un ejército a Elimea para derrocar a Derdas —le dijo sin preámbulos.

—Así que tu misión diplomática no ha servido de nada —replicó Pérdicas, quien había adquirido la costumbre de echar una cabezada antes de cenar, y acababa de despertarse al llegar Filipo. Pero no estaba de mal humor porque había soñado con su madre.

—Pues sí. Ese hombre es un necio que cree que la vida es una partida con banquete nocturno; sus nobles son una pandilla de irresponsables y el pueblo está harto de él. Podemos derrocarle fácilmente.

—Derdas puede poner en pie un ejército de cuatro mil hombres. Necesitaríamos como mínimo seis mil para estar seguros de vencer, y no puedo mermar con ese número las guarniciones del norte arriesgándome a que los tracios y los ilirios se nos echen encima como lobos.

—Pues crea un nuevo ejército.

—No hay dinero. No puedo formar ningún ejército.

—Lo que no puedes es dejar de formarlo. Si no muestras tu fuerza y das un ejemplo con Derdas, no tardarás en sufrir la misma presión en las otras fronteras. Y si eso sucede, Macedonia se deshará como pan duro.

Pérdicas no contestó y estuvo un buen rato sentado en el borde de la cama, mirando a su hermano con gesto de odio, lo que venía a decir que sabía que Filipo tenía razón.

—No puedo darme el lujo de un ejército de seis mil hombres —dijo finalmente, como zanjando la cuestión.

—No necesitas seis mil hombres para enfrentarte a ese bandido con cabeza a pájaros. Si no puedes reclutar tantos, dame mil. Lo había dicho en el momento en que su hermano estaba a punto de enjuagarse la boca con un trago de vino. Pérdicas se quedó mirando fijamente la copa como si su contenido fuese sangre fresca y la dejó en la mesilla con gesto de asco.

—¿Estás loco? —replicó despacio—. ¿Acaso te ha picado una serpiente en esas montañas, o te has dado un golpe en la cabeza? Enviar un ejército de mil hombres a Elimea no serviría más que para adelantar la guerra con un desastre.

Filipo juntó las manos y apoyó en ellas la boca, mirando a su hermano con gesto casi suplicante.

—He pasado casi estos tres últimos años en Tebas —dijo, como hablando consigo mismo—. Allí saben del arte de la guerra más que nadie en el mundo, y yo he aprendido mucho. Hermano, créeme cuando te digo que un pequeño ejército, bien entrenado, puede derrotar a una chusma por numerosa que sea. Dame mil hombres y el verano y el invierno para instruirlos y destrozaré al elimio como a un tronco podrido.

Permanecieron los dos mirándose un instante, cual si cada uno tratase de leer los pensamientos del otro. En la mente de ambos pugnaban mil dudas y recelos acumulados desde la infancia. ¿Era Pérdicas demasiado débil para aprovechar la oportunidad? ¿Trataba Filipo de enaltecerse aún más ante los suyos? ¿Se podía confiar en él?

Finalmente, Pérdicas dio el sorbo de vino a que había renunciado, echando la cabeza hacia atrás como para mejor degustarlo con la lengua.

—Muy bien… Tendrás mil hombres y el verano y el invierno para prepararlos. Si, concluido ese plazo, has logrado un milagro, puedes conducirlos a Elimea. Si no, irán al norte a reforzar las guarniciones, y tú les acompañarás.

Era lo que Filipo deseaba. Cuando ya estaba casi fuera del cuarto, Pérdicas le hizo una pregunta.

—Oye Filipo… cuando venzas a Derdas, ¿te apoderarás de la ciudad para convertirte en señor de Elimea?

—No, hermano —respondió Filipo, forzando una sonrisa—. Cuando venza me convertiré en lo que tú gustes, pero el señor serás tú.