Capítulo 23

El cadáver de Tolomeo fue trasladado a Egas, la antigua capital del reino de Macedonia en la que estaban enterrados todos sus reyes, y allí fue crucificado sobre la tumba de Alejandro. Su hijo Filoxeno, condenado como consecuencia de la traición del padre, fue conducido ante la asamblea que le condenó a muerte y murió atravesado por las lanzas de los mismos que, menos de tres años antes, habían votado regente a su padre.

Pérdicas, como cabeza de familia, prendió la pira funeraria de su hermana, cuyos huesos fueron envueltos en un paño púrpura y oro para guardarlos en una caja de oro en la antecámara de la tumba de su padre. Eurídice, como suicida que era, fue quemada de noche para que el acto no constituyera ofensa a los ojos de los dioses y la urna crematoria fue a parar a una tumba anónima fuera de las murallas.

Todo lo que se hizo en los días que siguieron a la muerte de Tolomeo se ciñó a las leyes y la tradición, pero nada podía borrar la mancha que marcaba el inicio del reinado de Pérdicas. El pueblo decía que sería un rey desgraciado, maldecido por las últimas palabras que pronunciara su madre.

Y, al principio, Pérdicas parecía llamado a confirmar esa impresión, pues sus actos fueron los de una persona amedrentada; se rodeó de los que habían estado marginados durante el mando de Tolomeo y éstos se vengaron de los tres años de agravios instando al rey a represaliar a los partidarios del regente. Y la asamblea juzgó numerosos casos de traición, tantos, que los macedonios bajo el servicio de las armas se hartaron y comenzaron a negarse a juzgar a unos hombres cuyo único delito era haber sido leales a una autoridad aceptada por todos. Finalmente, al ver que la gente repudiaba aquellos juicios y que constituían un peligro, Pérdicas puso fin a los mismos.

Pero no por eso se libró del miedo.

Hasta de su hermano Filipo habría tenido miedo de ser posible. Pero la lealtad de Filipo era de tal naturaleza que ni el propio Pérdicas podía ponerla en duda y, además, Filipo no mostraba interés por el poder; era como si la muerte de su madre y de su hermana le hubiese acobardado.

Tenía cariño a su hermana Meda, pese a que poco la había visto después de casarse con Tolomeo; su madre le había aborrecido y marginado y, por ese motivo, su muerte fue para él tanto más lamentable, pues resultaba un martirio para el espíritu condolerse por alguien a quien no se ha tenido afecto. Fue él, el último e indeseado hijo de Eurídice, quien cavó la fosa con sus propias manos, haciendo libaciones para que su espíritu hallase reposo.

Filipo comenzó a pensar que la maldición de Eurídice, más que motivada por su desesperación y locura, era en algún extraño aspecto, mensaje de los cielos. Pensaba que la dinastía de los argeadas había perdido el favor de los dioses y se veía condenada al desastre y al exterminio. Primero Alejandro y después Meda y su madre, habían caído víctimas de la traición y la locura; de la familia real sólo quedaba Pérdicas, y Pérdicas era un rey celoso y aprensivo, con quien no tenía relación y mantenía un distanciamiento callado. La influencia sobre su hermano era esporádica, y la mayoría de las veces era preferible no hablar con él.

Pero al menos podía congratularse de una cosa: de que con una palabra dicha en el momento oportuno había conseguido que Lukio no fuese condenado más que al simple destierro a su finca; pues, no menos de seis de los más allegados al regente habían sido condenados —otros, previendo el juicio ante la asamblea, se habían clavado la espada o habían huido— y Lukio, que era compañero de Tolomeo desde la infancia y había puesto el mismo nombre a su hijo, sin duda habría sido uno de aquéllos si Filipo no le hubiese mencionado, casi por azar, como ejemplo de moderación del rencor real.

Porque Lukio no habría perecido solo; la condena por traición conllevaba el exterminio de la familia del convicto: esposa, hermano, hijos, incluidos los niños de pecho. La ley no hacía distingos entre culpables e inocentes, y nadie, ni el mismo rey, podía cambiar la ley.

Sin pretenderlo, ni siquiera saber que iba a producirse, Filipo estuvo entre la multitud que contempló la marcha de Lukio de la ciudad. El noble caído en desgracia cruzaba las calles de Pela camino del destierro sin mirar a nadie, sumido en sus propias reflexiones; y tras él marchaban sus criados, apoyándose en los cayados como si fuese el fin del viaje en vez del inicio, y, en un carro cubierto con un toldo de lino, su familia. Así vio Filipo por última vez a Arsinoe.

Estaba tan hermosa como siempre… Quizás más, pues la ira, en algunas mujeres, tiene por resultado reafirmar los rasgos faciales. Al pasar, sus ojos recorrieron la multitud, lanzando destellos al ver a uno o a otro, como marcando a los destinados a una futura venganza.

Al ver a Filipo —¿quién sabe si no sería a él, precisamente, a quién buscaba su mirada?— su rostro se endureció aún más, alargó el brazo para coger al niñito que estaba a su lado y lo apretó contra su pecho, acariciándole el pelo y besándole, pero sin apartar los ojos de Filipo.

«Sí, es hijo mío», pensó Filipo. «Y me lo da a entender. Es la única venganza que le queda y buena que es».

En cierto modo, aquello era el florón a la derrota.

Después de aquello, Filipo fue encerrándose en sí mismo. Si no tenía nada que le obligase —y eso sucedía raras veces— no acudía a la corte de su hermano. Aunque disponía de aposentos en palacio, siguió viviendo con el viejo Glaukón como había hecho desde niño; pasaba el tiempo con gente corriente, soldados y artesanos. Y, de hecho, pasaba tanto tiempo en las construcciones en torno a Pela, que corrió el rumor de que se había hecho aprendiz de albañil.

Era un rumor erróneo a medias, pues era precisamente el destino que Filipo, príncipe de Macedonia y heredero del trono, soñaba tan ardientemente como otros sueñan con la riqueza o el amor. Habría dado cualquier cosa por olvidar que corría por sus venas sangre de reyes, pues su cuna le ligaba al terrible destino que parecía ser el único legado de su familia.

Ser albañil y pasar la vida endureciéndose los callos de las manos; o, mejor aún, embarcarse con aquellos mercaderes que llegaban del mar Negro… eso sí que sería magnífico: ¡alejarse con el viento matinal y no volver a ver Pela!

Pero no sería así, pues era hijo no sólo de los argeadas sino de Macedonia. Era cuanto tenía. Y lo sabía, aunque tratara de negárselo a sí mismo. Y le fue recordado cuando, por fin, fue convocado a presencia de su hermano el rey.

Pérdicas estaba en la habitación que había sido despacho de su padre, una pieza en la que Filipo habría entrado un par de veces en su vida, por lo que era como un continente desconocido. El rey estaba sentado detrás de una imponente mesa y, junto a él, explicándole algún detalle de un mapa, se hallaba un chambelán que Filipo no conocía. Pérdicas estaba serio, pero últimamente esto era casi habitual en él, por lo que no quería decir que realmente estuviera enfadado. Tardó un rato en advertir la presencia de Filipo y cuando lo hizo frunció aún más el ceño.

—¿Dónde has estado escondido? —le dijo de buenas a primeras—. ¿Jugando en el arroyo con tus amigos del vulgo?

Filipo no contestó ni miró a su hermano, sino que fijó la mirada en el chambelán, como si estuviera pensando qué hacía allí aquel hombre. Finalmente, Pérdicas comprendió e hizo un gesto al hombre.

—Bien, Skopos, déjanos solos, que tengo que hablar con el príncipe Filipo.

Aguardaron en silencio a que el chambelán saliera, cerrando la puerta.

—Llevo casi un mes sin verte —dijo Pérdicas—. No vienes nunca a la corte… y la gente empieza a hacer comentarios.

—¿Es que no vas a ofrecerme asiento? ¿O es que he caído en desgracia?

Pérdicas interrumpió sus meditaciones para señalarle con gesto impaciente la única silla que había en el cuarto, como si aquello también le molestara.

—Quiero que empieces a asistir a las reuniones del consejo.

—¿Por qué? Tienes tus consejeros.

—¡Porque eres el heredero!

—¿Es que tienes alguna premonición de muerte?

Filipo sonrió al comprobar lo fácilmente que había irritado a su hermano, y en seguida se avergonzó un poco.

—No me necesitas para nada, Pérdicas. Por eso no vengo. Envejeceré siendo heredero.

—No obstante, tu ausencia en la corte da la impresión de que estamos enemistados. Ya sabes cómo son esas cosas… No quiero que tu comportamiento dé origen a facciones.

A Filipo sólo se le ocurrió echarse a reír, lo que enfureció todavía más a Pérdicas.

—No es para reírse —añadió acalorado—. Macedonia es tan débil que no podemos permitirnos el lujo de estar dividos en el centro.

—Pues no iban a pasarlo poco mal mis partidarios. ¿Qué harían? ¿Ayudarme a llevar piedras a lo alto de los muros del nuevo granero de la ciudad? Con un par de días que estuvieran haciéndolo seguro que no olvidarían el deber para con su rey —dijo Filipo, encogiéndose de hombros, como dando a entender lo absurdo de la idea.

—Además, no me has avisado para que venga a los consejos. Las pocas veces que vine no escuchaste nada de lo que dije, y por eso decidí dejar de molestarte. Así que, a ver si haces el favor de decirme lo que quieres.

—¿Qué sabes de Elimea?

Pérdicas, que con toda evidencia se alegraba de tener un pretexto para dejar de discutir con su hermano, empujó hacia él el mapa que había en la mesa, y Filipo apenas lo miró.

—¿Qué es lo que hay que saber?

—Tienen un nuevo rey y se ha sublevado.

Filipo sonrió, como quien piensa en un chiste.

—No te lo tomes como ofensa personal, hermano… pero los reyes de Elimea llevan sublevados más de cien años.

—Sí, pero éste ha ido a mayores; envía tropas a hacer correrías por la llanura y hay que convencerle para que cesen. Tienes que convencerle.

—¿De qué me hablas?

Ahora fue Pérdicas el que sonrió. Era evidente que había logrado su propósito de sorprenderle.

—Quiero que vayas a Eane y veas qué puede hacerse con ese bandido que se dice rey. Necesito que haya paz en la frontera oeste, y espero que tú lo consigas. Sobórnale, amenázale, haz lo que creas necesario, pero convéncele para que cese en sus incursiones.

—No —dijo Filipo, meneando la cabeza—. Envía a otro. Envía un embajador… para eso están.

—Seguro que Derdas me devolvía el embajador en pedazos.

—¡Ah, pues muchas gracias!

—Oh, tú no correrías peligro —replicó Pérdicas, con un gesto de desdén de la mano izquierda, como quien espanta una mosca—. Él sabe que habría guerra si te matara y, además, existe relación familiar. ¿Puedes salir mañana?

Filipo estaba a punto de negarse otra vez, pero se dio cuenta de que no lo deseaba. No acababa de confiar demasiado en los sentimientos familiares de Derdas, pero algo era cuando menos.

Y por primera vez en semanas sintió una chispa de interés por la vida.

—Bueno, muy bien… mañana por la mañana.

Filipo partió tan temprano, que los únicos que le vieron salir fueron los guardias de la puerta de la ciudad. Pérdicas le había ofrecido una escolta militar, pero él la había rehusado, pensando que solo cabalgaría más deprisa. Además, una vez que llegase a Eane, veinte o treinta soldados no le servirían de nada si Derdas se empeñaba en quitarle la vida.

Había previsto tres días de viaje.

—Soportaré dos noches de su bárbara hospitalidad —le dijo a Pérdicas—. Lo que no pueda obtener en ese plazo de tiempo no lo lograremos nunca. Regresaré al cabo de esos dos días. Así que si no he regresado dentro de diez días, puedes darme por muerto.

—Y serás vengado —añadió Pérdicas complacido—. Pero no se atreverá…

—¿No? A mí siempre me deja perplejo de lo que son capaces ciertas personas.

La primera jornada viajó deprisa y acampó en las llanuras del oeste, al pie de las montañas, bien lejos del mar. A partir de allí el terreno se hacía más accidentado y su marcha fue más lenta; había menos campos de cultivo y más rebaños, pero aunque hubiera cerrado los ojos habría sabido que entraba en la Macedonia septentrional, con sólo oír el ruido de los cascos de Alastor pisando el suelo pedregoso.

Se detuvo en algunos pueblos a comprar comida y reponer el agua. Los viejos se acercaban a saludarle, para saber noticias y presentar sus quejas y cuitas a un forastero. Si le preguntaban el nombre, él respondía: «Filipo, hijo de Amintas» y ellos asentían con la cabeza. Un nombre a secas no significaba nada, y para aquellos campesinos era un desconocido. Ellos le hablaron de las incursiones a través de la frontera.

—El rey debería hacer algo. Aquí hace falta una guarnición para que los elimios no salgan de su territorio.

—¿Han causado muchos destrozos?

—La hermana de mi mujer estaba casada con uno de un pueblo a dos horas de camino. A él le mataron y les quemaron la casa. Montarán buenos caballos, pero esos nobles no son más que ladrones.

Miró el caballo de Filipo y se turbó un poco, pero Filipo se echó a reír y cambió de conversación, preguntando si esperaban buena cosecha. Lo que había oído de las incursiones era cierto. Aproximadamente una hora antes de ponerse el sol cruzaba por un pueblo que habían incendiado tan sólo cuatro días antes; habían matado a varios lugareños, entre ellos tres niños, y casi todo el ganado se lo habían llevado a las montañas. Filipo les dio dinero en nombre del rey, pero no pudo prometerles seguridad ni venganza. Se alejó de allí resonándole en los oídos los lamentos de las mujeres.

La segunda noche acampó a los pies del monte Bermion, que marcaba el límite del reino de su hermano. Al día siguiente estaría en tierras de los elimios.

¿Iría allí para morir? ¿Esperaba Pérdicas que le matasen? Son ideas que acosan a quien remueve las brasas del fuego, lejos del bienestar de su casa, a pesar de que no acabe de darles crédito. Pérdicas no tenía nada que temer de él y su muerte en nada le beneficiaba; además, el país era demasiado débil para sostener una guerra, ni siquiera contra Derdas de Elimea, y el ejército la exigiría si mataban al heredero. No obstante, Pérdicas arriesgaba la vida de su hermano basándose en el cálculo de que el rey de una reducida tribu de las montañas pensase como un estadista y no como un jefe de bandidos. Alejandro le había enviado de rehén a Bardilis de Iliria, dejando que su vida pendiera de un hilo. ¿Qué sucedía con su familia, pensó Filipo, que tan poco afecto se tenían?

Abajo, en la llanura, era verano, pero en las alturas casi se sentía la nieve en el frío viento que soplaba. Filipo había encontrado un reducido abrigo bajo un saliente rocoso y, envuelto en la manta, no se estaba tan mal. Peores noches había pasado al aire libre.

Se dedicó a pensar en algún plan para iniciar las negociaciones, pero finalmente desistió y optó por confiar en su instinto. Sólo los dioses sabían lo que hallaría en Eane. Sólo los dioses sabían la clase de hombre que sería Derdas, que había sucedido a su padre menos de un año atrás y que fuera de su modesto reino apenas era conocido. Mejor no llevar ningún plan que pudiera entorpecer su actuación.

Y mientras le daba vueltas en la cabeza, dio en pensar que era feliz. Tenía algo en qué pensar que no suscitara inevitablemente remordimientos y aflicción. Volvía a mirar al mundo; había salido de aquel ensimismamiento y eso era tal vez lo más parecido a la felicidad que podía imaginar.

Por la mañana, unos minutos antes del mediodía, vio al primer centinela elimio a caballo, al sur, sobre una cresta que destacaba contra el cielo como la hoja de un cuchillo, quizás a una hora de distancia. Caballo y jinete se mantuvieron inmóviles un buen rato y, luego, desaparecieron en el horizonte. Ya había cumplido con su deber, demostrando a Filipo que le habían visto.

Pero Filipo ya hacía rato que sabía que le vigilaban; habría que haber estado muerto para no notarlo. Aquel jinete no era más que el primero que se dejaba ver; habría más. Filipo calculaba que serían diez o doce los que formaban la patrulla que le había estado siguiendo en las últimas tres horas. Todo se rige por un determinado protocolo. No se habían acercado, pero querían darle a entender que le vigilaban, aunque sólo fuese para afirmar la autoridad del rey. Ya habría uno cabalgando hacia Eane y no harían nada hasta recibir instrucciones. Probablemente no sabrían qué hacer con él. No llevaba acémila, luego no era comerciante; su caballo y los arreos denotaban que era noble, pero los diplomáticos, o los miembros de la nobleza que viajan para visitar a algún familiar, suelen hacerlo con más pompa. Quizás hubiesen pensado que era un fugitivo, en cuyo caso su llegada al reino de Derda podía ser beneficiosa o crear problemas políticos. No habrían llegado a ninguna conclusión, pero hasta que entrara en la capital, los ministros del rey no dejarían de darle vueltas a la cabeza.

«Bien, que estén en ascuas», pensó Filipo, complacido de tener de su parte la ventaja de la sorpresa.

Después de cruzar la frontera había pasado por dos o tres pueblos grandes, pero no se había detenido; las mujeres y los niños echaban a correr al verle y hasta los hombres bajaban la vista como escondiéndose. En las montañas daban buena acogida a los forasteros macedonios, pero allí no. Tal vez los habitantes se sentían también vigilados por los soldados del rey y estaban atemorizados.

A primera hora de la tarde cruzó un vallecillo y vio que se apostaban a derecha e izquierda, en fila por los senderos que surcaban las laderas. Contó once; el duodécimo estaría ya informando en Eane. Estaban tan cerca que habría podido hablar a voces con ellos. Le habría gustado, aunque sólo fuese por ponerles nerviosos, porque ahora ya trataban de intimidarle, aunque guardaban silencio, pero no habría sido cortés.

Ya estaba oscureciendo cuando avistó Eane. Alzó la vista y, de pronto, la tenía ante él: una muralla y unas torres sobre una colina baja achatada. Se decía que albergaba cuatro o cinco mil personas, pero la primera impresión que daba la capital de Elimea era la de un pueblo fortificado.

Los que le vigilaban, debieron pensar que ya estaba lo bastante cerca de la ciudad y se le acercaron por ambos lados, al galope, aunque sin necesidad, pues Filipo había detenido a Alastor y les aguardaba. Minutos después se hallaba rodeado por un círculo de soldados armados.

—Entrega la espada, extranjero, y di qué te trae por aquí —gruñó uno de ellos, probablemente el oficial, en dialecto macedonio bastante aceptable. Era un hombre de aspecto fiero y se mostró desapaciblemente sorprendido cuando Filipo le sonrió.

—Me trae un asunto con tu rey, patán, no contigo. Y si me obligas a desenvainar la espada, es muy seguro que no vivas para lamentarlo.

La respuesta hizo que algunos soldados lanzaran alguna que otra carcajada, pero en seguida contuvieron su hilaridad al ver cómo se enfurecía el que había interpelado a Filipo.

—Entonces, ¿afirmas ser embajador? —inquirió, tratando de ganar terreno sin perder la cara, pero Filipo no estaba dispuesto a consentírselo.

—No afirmo nada, salvo que me estás estorbando. Así que sigue mi amistoso consejo y apártate.

Fue una de esas decisiones que surgen espontáneas. Filipo iba solo; sus pruebas de autoridad eran una simple carta de Pérdicas con el sello real y su propia audacia. Nada más. Y él pensó que la audacia era seguramente lo mejor, pues si no imponía respeto a aquellos bandidos montaraces no se lo tendrían.

Además, por mucho que aquel oficial avasallara a sus soldados, Filipo consideró que no debía ser más peligroso que un perro ladrador; habría seguramente alcanzado el rango gracias a una equilibrada mezcla de fanfarronería y servilismo, pero en lo más profundo de su ser debía ser un cobarde, y no iba a actuar tan neciamente como para matar a alguien que podía ser un emisario extranjero —a quien Derdas tendría ante su presencia antes de que anocheciera— ni tan valiente como para arriesgarse a luchar con uno que no parecía tenerle el menor miedo. Filipo se habría apostado la vida a que el tipo aquel no aceptaba su desafío.

Realmente, la vida, se la estaba jugando.

—Debo anunciarlo al capitán de guardia —dijo el oficial, frunciendo el ceño cual si acabara de despertarse con dolor de cabeza—. Al menos querrá saber tu nombre.

—Ya me lo preguntará.

Las mejillas del oficial se encendieron, pero no dijo nada. Acto seguido, dio media vuelta al caballo y se alejó al galope. Filipo taloneó suavemente los flancos de Alastor para ponerle al paso, sin secundar las risas de los soldados, ni dar a entender que las oía.

Y los hombres le siguieron, de modo que parecía que era él quien dirigía la patrulla de vuelta a la ciudad.

En la puerta le esperaba un grupo armado de unos cincuenta hombres. Algunos ya tenían la espada desenvainada, como dispuestos a defender sus vidas. Se adelantó un oficial, pero Filipo se detuvo sólo cuando los belfos del caballo casi le rozaban el pecho.

—Ahora os lo pregunto: vuestro nombre, mi señor —dijo.

Filipo pasó una pierna por encima del cuello de Alastor y echó pie a tierra.

—Filipo, príncipe de Macedonia —respondió con toda naturalidad, metiendo la mano en la túnica y sacando un pequeño rollo—. Comprobarás que lleva el sello de mi rey. Quiero hablar con Derdas de Elimea, vasallo y servidor de mi señor.

Filipo consideró bueña señal que nadie tuviese la osadía de reírsele en la cara.