—Nunca olvidaré esto, Filipo. Me has hecho un favor.
—No deberías haberle matado.
Filipo y su hermano, de pie ante el cadáver del regente, estuvieron solos un breve instante, pues en seguida otros miembros del séquito desmontaron y echaron a correr hacia ellos.
—¿Por qué no habría debido matarle? Era un traidor… lo oíste de sus propios labios. ¿O es porque querías matarle tú?
—No sólo eso. Muriendo a mis manos era una pelea entre los dos, pero muriendo a manos del rey, según la ley, es un traidor. Y ahora la sentencia de traición recae sobre toda su familia. Puedes salvar a nuestra madre, pero hay un hijo.
—¿Filoxeno? ¿Es que es amigo tuyo? Por mi parte, no tengo ningún inconveniente en no volver a verle.
—Me alegro, porque acabas de condenarle.
Nadie lo oyó, incluso tal vez ni el propio Pérdicas. Los hombres comenzaban a rodearles, con los ojos fijos en el rostro del muerto, sin mirar otra cosa, cual si les costase acabar de creerse que aquel hombre hubiera sido uno de tantos mortales.
Filipo se alejó del grupo sin que nadie lo advirtiese. Sólo le quedaba otro deber pendiente para con su hermano y ansiaba cumplirlo. Quizás con ello se borrase aquella siniestra escena de su corazón.
Halló su espada y, entre los pertrechos de la comitiva de caza, un escudo pequeño de bronce. Al volver a acercarse al grupo de los que continuaban mirando en silencio el cadáver de su señor, comenzó a golpear el escudo con la espada de plano.
—El rey ha actuado virilmente y se ha desembarazado del traidor Tolomeo —gritó—. ¡Larga vida y honor al señor Pérdicas, rey de los Macedonios! ¡Viva Pérdicas!
Al principio, todos se le quedaron mirando como si estuviera loco. Pero luego, uno tras otro, comprendiendo de qué se trataba, fueron desenvainando las espadas y golpeando con ellas sus escudos.
—¡Pérdicas! ¡Pérdicas rey de Macedonia! —gritaban.
Y en su alegría casi se olvidaron del regente cadáver.
Aquel día no habría cacería. Lo que subieron a lomos de una acémila fue el cuerpo de Tolomeo como si fuese un jabalí abatido. Ya era hora de regresar.
Filipo se dirigió a donde Alastor pastaba apaciblemente; el gran corcel negro se dejó acariciar sin moverse y cuando finalmente alzó la cabeza, Filipo le quitó el freno de la boca.
—Te prometo no volver a ponértelo —musitó en la oreja del caballo, mirando el cruel trozo de hierro aguzado—. ¿Tanto miedo le inspirabas? Tú que eres tan tierno como un cachorro.
Cogiéndose a las crines de Alastor con las dos manos montó de un salto y nada más sentir la presión de las rodillas, el caballo arrancó al paso, luego se puso al trote y después aceleró a medio galope antes de detenerse. De nuevo, igual que antes, caballo y jinete volvían a fundirse en una sola voluntad.
—Nunca más te abandonaré —dijo Filipo, acariciando el reluciente cuello del caballo. Nunca hasta aquel momento había sentido tanto amor, mezclado de gratitud y desahogo, por todos los seres vivientes—. Mientras vivamos, serás mío y de nadie más. Lo juro.
El camino, Pérdicas y Filipo, rey y príncipe, lo hicieron cabalgando un poco apartados de los demás.
—Dentro de dos meses seré mayor de edad —dijo Pérdicas, con evidente euforia—. Entonces seré rey de verdad y no sólo de nombre. Dentro de dos meses, pídeme lo que quieras y tendrás tu recompensa.
Filipo volvió la cabeza para mirar a su hermano, y por su gesto de disgusto, cualquiera habría pensado que acababa de ofenderle.
—Eres rey de hecho ya, no sé si te das cuenta. Hoy has proclamado tu mayoría de edad y no habrá ningún regente más.
—¿Tú crees?
—Claro. Después de lo sucedido, ¿quién podría osar?
La respuesta pareció complacer inmensamente a Pérdicas, quien, con una sonrisa tirante, como tratando de contener su júbilo, asintió con la cabeza.
—Pues pide tu recompensa.
Filipo no contestó, y durante unos minutos siguieron cabalgando sin hablar.
—Empezaré a purgar inmediatamente a los amigos de Tolomeo —dijo, finalmente, Pérdicas, como si hubiese olvidado lo de la promesa—. Convocaré el consejo…
—Sé prudente, hermano. En el consejo hay muchos hombres buenos con quienes no debes enemistarte y que no han cometido delito alguno.
—¿No es delito servir a un traidor? —inquirió Pérdicas casi a punto de enfadarse muy en serio, pero Filipo se contentó con menear la cabeza.
—Si así fuera, todos los macedonios serían traidores. A unos cuantos sí que habrá que desterrar… A Lukio, desde luego, porque es tan bobo que causaría complicaciones si se quedara en Pela; pero no mandes ejecutar a nadie. Ya está más que debilitado el país.
—Al parecer, olvidas que el rey soy yo, y no tú, Filipo.
Pero Filipo, que nunca había tenido miedo de su hermano, se limitó a mirarle con tal desdén que Pérdicas se ruborizó.
—Desterraremos a ese Lukio —dijo con voz tensa e inquieta—. A su joven esposa no le gustará… Imagínate, la pobre, encerrada en una fortaleza de montaña con ese zoquete. Pero tienes razón; ese hombre es un tonto peligroso.
—¿Es que se ha vuelto a casar? —inquirió Filipo sonriente, asumiendo el comentario de su hermano—. ¿Quién ha podido aceptarle?
—Nuestra prima Arsinoe. ¿No es una lástima capaz de hacer llorar a los dioses? Y ya ha tenido un niño, aunque se sospecha que no es de Lukio. Fue Tolomeo el que organizó esa boda, porque la consideraba de lo más divertido. Pérdicas echó la cabeza hacia atrás riendo, como si hubiese olvidado la parte que había tenido Filipo en la historia, y por eso no advirtió los esfuerzos que hacía su hermano por sobreponerse.
En aquel momento ya se veían los soldados de guardia haciendo la ronda en el adarve. Había que decir algo más.
—¿Ves cómo nos miran? —inquirió Filipo, señalando a los centinelas de las torres—. Les extraña que el regente regrese tan pronto de la cacería. Y ya se han dado cuenta de que soy yo quien cabalga a tu lado y no Tolomeo. En seguida divisarán el bulto de la acémila, se imaginarán que es un cadáver y dentro de un cuarto de hora correrá por la ciudad la noticia de que ha muerto Tolomeo. Más vale que vayas pensando qué vas a decirle a nuestra madre.
—Cuando sepa la verdad, lo comprenderá —contestó Pérdicas, tragando saliva, cual si la verdad también a él le resultase amarga—. Era un hombre malvado… y no puede haber estado tan ciega como para no saberlo. Cuando se entere de que mató a Alejandro…
La frase se desvaneció en el aire, mientras él se imaginaba la escena cuando se lo dijera. Era casi digno de lástima.
Filipo no replicó de momento. No le ligaban a su madre lazos de cariño y era capaz de ver con mayor claridad el asunto. La naturaleza de la pasión de Eurídice por Tolomeo era para él tan incomprensible como para Pérdicas, pero al menos él sabía que no lo entendía.
—Tal vez debas adelantarte a comunicárselo —dijo finalmente.
Pero Pérdicas meneó la cabeza.
Ya comenzaba a reunirse una muchedumbre fuera de las murallas. No se distinguían sus rostros a aquella distancia, pero Filipo se dio cuenta que por la manera de apiñarse en grupos, sabían que había muerto el regente. Había algo trágico en ello. Tolomeo nunca había inspirado afecto en sus subditos, pero eso no hacía al caso. Estaban afligidos no por él sino por ellos mismos. ¿Qué sabían de Pérdicas? Nada. Para la gente del común, que a veces es más sabia que los gobernantes, el cambio siempre era malo.
—Voy a retrasarme para cabalgar junto a los demás —dijo Filipo—. Tú eres el rey. Ahora, Pela es tu capital y debes tomar posesión de ella.
Pérdicas no contestó, pero su rostro experimentó un cambio; una mezcla de ansiedad y triunfo, y fue la sensación de triunfo la que prevaleció. No, aquel momento no quería compartirlo con nadie.
Pero fue un breve triunfo. El rey y sus acompañantes cruzaron la puerta de la ciudad entre una muchedumbre taciturna y temerosa. Nadie arrojó barro al cadáver del regente y no hubo vítores. Para no enemistarse con Tolomeo, Pérdicas había evitado lo más posible mostrarse en público, y la inmensa mayoría no sabía quién era, y los pocos que le reconocían ignoraban qué clase de gobernante sería. Lo que veían era el futuro pasar a caballo con el pasado cargado en una acémila. Era un futuro incierto y, en términos generales, preferían el pasado.
La misma sensación de aprensión sobrecogía a muchos de la comitiva de caza, pues la mayoría desapareció en el camino entre la puerta de entrada y el patio del palacio; quizás por miedo a ser objeto de represalias o por preferir quedarse un tiempo en sus casas a ver cómo reaccionaba Pérdicas. O tal vez temiesen un suceso dramático cuando se anunciase la muerte de Tolomeo, y no querían ser testigos de lo que aconteciera cuando el rey entrara en palacio. En cualquier caso, cuando los mozos salieron a encargarse de los caballos, la comitiva había quedado reducida a unos pocos.
La reina Eurídice aguardaba ya en el centro del patio, demudada, pese a las lágrimas que había derramado, e inmóvil como una estatua.
—Mostradme su cadáver —dijo con una voz que no traducía emoción alguna, pero lo bastante alta para que todos la oyeran y en el tono autoritario de quien había sido esposa y madre de reyes.
Bajaron el cadáver de Tolomeo del caballo y lo depositaron en tierra a sus pies. Seguía envuelto en la manta, y ella se agachó para destaparlo por una punta.
Los muertos siempre tienen cara de sorpresa. Eurídice se arrodilló ante el cadáver y con una mano, que un atento observador habría visto temblar levemente, le cerró los ojos y le tocó el rostro y la barba, como habría hecho mil veces cuando estaba vivo. Era un gesto mezcla de pasión y ternura y al mismo tiempo muestra de su terrible aflicción. Sus dedos rozaron aquel pecho cubierto de sangre y mirándolo, allí de rodillas, un atisbo de locura cruzó sus ojos.
Pérdicas se acercó y la cogió por los hombros. El acto de más valor de su vida.
Y ella alzó inmediatamente la vista hacia su hijo; unos ojos que parecían inánimes, intemporales, inmersos en una realidad propia.
—¿Cómo ha muerto?
—Era un traidor, madre. Mató a Alejandro y habría…
—¿Cómo ha muerto? —repitió ella, recalcando las palabras—. ¿Quién le ha matado?
Pérdicas la soltó de los hombros y retrocedió un paso. Su valor se había acabado. No le quedaba ni el suficiente para mentir.
—Yo —respondió, frunciendo el rostro como si fuese a llorar—. Madre, tuve que hacerlo. Yo…
Se puso en pie de un salto como una serpiente que ataca, alzó las manos, con los dedos contraídos como garras y parecía que iba a echársele encima para destrozarle la cara, pero no lo hizo. Temblaba de rabia como una posesa y su rostro dibujaba una expresión infrahumana.
—¡Maldito seas! —clamó—. ¡Maldigo la hora en que te traje al mundo y no te estrangulé con el cordón umbilical! ¡Maldigo los días de tu vida! ¡Ojalá mueras como él ante extraños! ¡Que tu reinado acabe en desastre y no tengas hijos! ¡Te maldigo, Pérdicas! ¡Vive con la maldición de una madre! —Eurídice giró sobre sus talones y entró en palacio, sin advertir a Filipo que se acercaba.
—¡Está loca! —gritó Pérdicas, apoyando su mano en el hombro de Filipo, quizás temiéndose que las piernas no le sostuvieran.
—Hace tiempo que está loca… ¿Es que no lo sabías? Sólo los dioses saben lo que hará ahora. Quizás sea mejor no dejarla sola.
—Me ha maldecido. Me ha vaticinado la muerte y el desastre —el rey de Macedonia, profundamente aterrado, se aferraba a su hermano menor como un niño de pecho a la nodriza—. Tiene que retractarse.
Pero Filipo meneó la cabeza, profundamente conturbado.
—No se retractará. No se retractará aunque la hicieras pedazos. Esa mujer es toda odio.
Suavemente, casi con delicadeza femenina, Filipo desasió la mano de Pérdicas de su brazo.
—Alguien debe ir con ella —musitó—. Iré yo.
Hacía más de dos años que no entraba en aquel palacio. Sabía el camino, pero el lugar le resultaba, como en un sueño, extraño y a la vez conocido. Discurrió por pasillos ante criados, tan atónitos de verle, que olvidaban hacerle reverencia.
Cuando llegó a los aposentos del regente vio que la puerta estaba cerrada por dentro.
—Madre, ábreme. Soy Filipo.
No contestaba. Y un momento después oía un grito; pero no parecía de Eurídice.
—¡Madre, abre ahora mismo la puerta!
Dio puñetazos en las gruesas planchas de madera y echó todo el peso de su cuerpo contra la puerta, pero era tan resistente como un muro.
«Necesito ayuda antes de que sea demasiado tarde», pensó, sintiendo en lo más profundo de su ser que era ya demasiado tarde.
Encontró en el gran vestíbulo a Glaukón que venía a su encuentro, pero no había tiempo para abrazos.
—Que vengan dos hombres con ese banco —dijo, atrepellándosele las palabras—. Y manda llamar a Nicómaco… por si hace falta un físico.
El pasillo era estrecho y la puerta muy gruesa, y tuvieron que efectuar varios intentos para sacarla de sus goznes. Nada más cruzar el umbral de los aposentos del regente, Filipo olió la sangre.
Bajo una mesa estaba acurrucada una criada, temblando y sollozando, y tan atemorizada que era incapaz de contestar; tenía la túnica salpicada de sangre en el pecho, pero no se la veía herida. Sólo los dioses sabían lo que habría visto.
Filipo entró solo en el cuarto de su madre y allí la encontró, boca abajo en la cama, con la cabeza en un charco de sangre. Ella misma se había degollado. A su lado estaba el cuchillo.
—Tu hermana ha muerto también.
Filipo se volvió y vio en la puerta al físico Nicómaco con las manos manchadas de sangre.
—¿Meda?
—Sí… Meda —contestó Nicómaco, meneando la cabeza como si no acabara de creérselo—. Yo que la traje a este mundo…
Filipo ya no sentía nada. Sabía que más tarde, cuando cobrara el sentido de la realidad, le acosaría la pena, pero en aquel momento la honda impresión le impedía hasta llorar. Cogió el cuchillo ensangrentado que estaba junto al cadáver de su madre.
—Debe haber matado a Meda y luego se ha suicidado. ¿Cómo habrá podido hacer eso?
El físico callaba, sin encontrar respuesta.
—Es como si hubiese una maldición sobre mi familia —dijo Filipo, sorprendiéndose de sus propias palabras—. Y aún no se ha cumplido por entero.