Filipo se despertó sobresaltado. Aguardó un instante, a la escucha, mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. Conocía todas las sombras de aquel cuartito y no se oía más que el respirar pausado de Madzos tumbada a su lado.
Tal vez había sido un ruido afuera y debiera ir a ver. Se bajó de la cama y abrió las maderas de la única ventana. Había habido luna llena dos noches antes y se veía bastante bien: los bloques de piedra de la muralla y la calle, abajo, a unos diez o doce codos. No se oía nada, pues era medianoche y la gente decente de Tebas dormía.
Y en ese momento volvió a oírlo.
El tejado de la casa de enfrente estaba casi a la altura de la ventana y, en el caballete, tan cerca que no entendía cómo no lo había visto antes, estaba posada una lechuza, mirándole con sus grandes ojos amarillos. Era su grito lo que le había despertado.
Durante un rato el ave se estuvo quieta, pero de pronto abrió sus alas, batiéndolas como para llamar la atención antes de lanzarse al vacío y alzar el vuelo. Giró en redondo en lo alto y luego desapareció rumbo al norte.
No necesitaba indagar el significado de la extraña aparición; la intención de la diosa era clara.
—¿Te has levantado?
Filipo se dio la vuelta y sonrió, pese a que no estaba muy seguro de que Madzos pudiera verlo a oscuras. Después de lo que acababa de suceder, hasta sonreír le parecía una perfidia.
—Sí, me he levantado.
—¿Qué sucede?
¿Le había traicionado la voz? Después de tanto tiempo, Madzos podía leer su pensamiento como si fuese un pergamino, pese a que no supiera leer. Y una muchacha que ha crecido en una taberna conoce bien las debilidades y perfidias humanas. No valía la pena mentirle.
—Tengo que regresar —dijo, preguntándose por qué sus palabras sonaban tan huecas.
—¿A dónde?
Ya se había sentado en la cama; no tardaría en encender una lámpara y vería entonces su larga melena negra cayéndole sobre los hombros y casi tapándole los pechos. Llevaba durmiendo con ella casi dos años y, a pesar de ello, el deseo de aquella carne, de aquellos muslos pegados a los suyos, era más fuerte que nunca.
—A Macedonia, a mi país.
Al principio, ella no dijo nada. Cuando la luz de la lámpara comenzó a arrojar sombras sobre su cuerpo y pudo verle el rostro, comprobó que no mostraba sorpresa. ¿Qué iba a sorprender a una mujer que había llegado allí cuando tenía ocho años y había trabajado de esclava hasta casarse con el dueño de la taberna? Esposa a los quince años, viuda a los diecisiete y dueña del negocio desde hacía diez; casi los que le llevaba a Filipo, pero la ventaja de su experiencia nada tenía que ver con los años.
—Pero no esta noche —dijo ella, soplando la lámpara, como pensando que encenderla había sido un error—. Vuelve a la cama… a calentarme hasta que amanezca.
En cuanto amaneció, Filipo fue a casa de Pammenes y halló al gran hombre en el jardín trasero, desayunando.
—¿Dices que tienes que regresar? —inquirió el beotarca después de escucharle, sirviéndole una copa de vino mezclado con cinco partes de agua como exigía la hora—. Pero ver una lechuza en plena noche no es tan extraño como para interpretarlo como voluntad de los dioses.
—Se puede ver la cosa más corriente y notar en las entrañas que es un aviso de los dioses —replicó Filipo sonriendo, como admitiendo la necedad de su respuesta—. Es un aviso y no me queda más remedio que obedecer.
—Qué supersticiosos sois los macedonios. No obstante, aparte de tu fervor en responder a la llamada divina, ¿has calculado lo que puedes durar vivo una vez que te encuentres de nuevo a merced de Tolomeo?
Filipo se contentó con encogerse de hombros, y Pammenes, viendo que era la única respuesta que iba a darle, asintió con la cabeza.
—Bien. ¿Y has pensando acaso lo que vas a hacer?
—He pensado en salir a caballo esta mañana como si fuese a cazar. Después, puedes comunicar al regente que me he escapado. Siempre has sido amigo mío, señor, y no deseo crearte un problema diplomático.
Pammenes puso cara despectiva mientras mojaba una rebanada de pan en vino.
—Macedonia no es una gran potencia como para que Tebas tenga que temer la ira de Tolomeo… No pretendo ofender tu patriotismo, Filipo, pero es lo cierto.
Sus ojos se entornaron, contemplando la cara de Filipo, y a continuación sonrió.
—De todos modos, no conviene alertar a los espías de tu padrastro. Supongo que viajarás por tierra…
—Sí, será el mejor modo de entrar desapercibido en Macedonia.
—Pero el viaje a caballo, sobre todo en esta época del año, te llevará doce días por lo menos, y una carta por barco tarda en llegar a Pela sólo tres. No hay tantos caminos a través de las montañas que el regente no pueda tener vigilados. Yo creo que la fuga quizás no sea el mejor plan.
Estaban sentados a la sombra de un emparrado, y Pammenes frunció el ceño mirando a un pardillo posado en una rama; alargó la mano para coger un puñado de piedrecillas, que lanzó furioso al pájaro, que echó a volar sin que le alcanzase.
—Mi mujer les da de comer —dijo con voz casi gruñona— y no paran de venir. Y cuando se hartan de migas de pan, picotean la uva.
Filipo pensó que conocía a Pammenes hacía más de dos años y era la primera vez que le oía nombrar a su esposa. Pero no iba a enterarse de mucho más, porque el beotarca en seguida volvió al tema.
—Mañana marcha un delegado a Delfos —añadió—. Su cometido aparente es consultar al oráculo, pero se le ha encomendado algo más práctico que no te concierne. Podrías viajar con él media jornada, hasta estar bien lejos de la ciudad, y luego dirigirte hacia el norte solo. Daré órdenes para que el comandante de la escolta no entorpezca tus planes y te entregaré un salvoconducto que te valdrá hasta Tesalia; pero tal vez sea mejor que no lo lleves encima cuando cruces la frontera de Macedonia.
—Desde luego, no se lo voy a enseñar al regente —añadió Filipo, pero si había contestado así en broma, quedó frustrado, pues Pammenes frunció el ceño como si el joven hubiese picoteado las uvas de la parra.
—Más me preocupa que lo encontrasen sobre tu cadáver, príncipe. Tu regreso será para Tolomeo un desafío demasiado directo para que pueda ignorarlo, y los dos sabemos que no siente muchos escrúpulos por el derramamiento de sangre. Por eso no considero muy grandes las posibilidades de que salves la vida.
—Está en manos de la diosa —replicó Filipo con una naturalidad que no dejaba lugar a dudas de que era totalmente sincero—. Espero que Atenea me tenga destinado a alguna empresa.
—Sí, desde luego… la devoción es buena cosa —dijo Pammenes, aún con el ceño fruncido, mirando la parte alta del emparrado, como si una nube de pájaros fuera a posarse en ella—. Y, si pasado mañana, vuelvo a tener noticias tuyas, Filipo, creo sinceramente que tendrás una vida venturosa.
La cabalgata hacia el norte fue como huir de la cárcel. Entre otras cosas, Filipo comprendió que había sido un auténtico rehén, ya que no de los tebanos, sí de su propio convencimiento de futilidad. En Tebas se había sentido como testigo de una catástrofe que él no podía evitar. Uno de sus hermanos había perecido asesinado y el otro vivía a merced de serlo en cualquier momento. Era intolerable, y, sin embargo, en cierto modo había que contemporizar. Sin saber qué iba a hacer, Filipo siempre había vivido con la sensación de que su forzada ociosidad era una claudicación vergonzosa producto de su propia debilidad y cobardía.
Y ahora la diosa le liberaba. Sabía bien lo que esperaba de él… que regresara a Pela y matase a Tolomeo o muriese en el intento, que era el desenlace más probable. Pero Pela estaba a ocho o diez jornadas y mientras cabalgaba por las vastas y herbosas llanuras del norte de Grecia disfrutaba con fruición de su libertad, cual si hubiese tenido que adoptar una sola decisión en su vida y ya la hubiese tomado.
Aunque seguía la ruta principal, había jornadas en que no se cruzaba con ningún viajero. El invierno tocaba a su fin y ya llovía en abundancia; por las tardes, a veces inesperadamente, los cielos descargaban su agua durante una hora y en esos casos, lo único que podía hacerse era buscar dónde guarecerse y esperar, cosa que en descampado sin árboles no era a veces tan fácil.
Dos horas antes de divisar las torres vigía de Farsalia, le sorprendió en plena llanura una lluvia helada que le caló hasta los huesos; hasta la manta de dormir estaba mojada. Por deferencia a Pammenes, que, sin decírselo, le había dado a entender que prefería que utilizase lo menos posible el salvoconducto, había viajado evitando entrar en las ciudades, comprando comida y pienso para el caballo en las granjas que encontraba por el camino; pero aquella noche, la perspectiva de ir a una taberna donde poder cenar carne asada y dormir en una habitación caliente en una cama seca, era una tentación imposible de resistir.
Los que estaban de guardia en la puerta de la ciudad jugaban a los dados cuando la cruzó y ni siquiera levantaron la vista. Habría podido ir a la cabeza de un ejército invasor y no lo habrían advertido.
En la primera taberna que encontró entregó el caballo al mozo de cuadras y entró con la bolsa con la esterilla de dormir. Nada más abrir la puerta, las risas y el agradable olor a comida le hicieron casi caer en trance. En el fuego se asaba medio cordero, que giraba en el espetón chisporroteante y chorreando jugo. Ya ni se acordaba de la última vez que había sentido tanta hambre.
Poco después, con las ropas secas, la panza llena y la cabeza algo obnubilada por el vino, se sentó en un taburete frente al fuego a esperar la hora nona, en que apagarían las lámparas y los clientes de la ciudad marcharían a su casa; luego, el dueño le extendería una manta en el suelo y podría dormir en paz. Notaba el calor del fuego en la barba y le iba invadiendo un cansancio casi voluptuoso, cuando notó una corriente de aire frío en la nuca y oyó cerrarse la puerta a sus espaldas. Se volvió a mirar, sin mucho interés, y vio que acababa de llegar otro viajero.
—Algo de comer posadero, y un jarro de vino espeso de Tesalia, que llevo toda la tarde cabalgando con viento y necesito calentarme la garganta. Por los dioses que, con este tiempo, no dejaría afuera ni a un perro.
Filipo se dio cuenta en seguida de que era un tracio, pues hasta para un macedonio su acento era disonante, aparte de que llevaba una capa verde oscuro que denotaba su pertenencia a una de las tribus de la costa. Era un hombre alto, como casi todos los de su raza, de unos treinta años, y lucía una barba negra muy rizada. Los tracios, cuando no se dedicaban a robar ganado ajeno, eran grandes mercaderes por todo el norte de Grecia.
¿De dónde vendría aquél? Estaban a unas cuatro jornadas a caballo de la frontera con Macedonia; quizás hubiese pasado por Pela camino del sur. Y fue con una mezcla de ilusión y temor que el joven se dijo que a lo mejor estaba a punto de saber noticias recientes de su país.
—Mientras el posadero te trae el vino de la bodega, toma del mío, amigo —dijo Filipo en el dialecto campesino que había aprendido de niño con Alcmena, y, sin levantarse del taburete, alzó la copa para que la viese el recién llegado—. Espeso como jarabe y rojo como la sangre… se le pegan las moscas.
El tracio cogió la copa que le ofrecían y, tras saludar a Filipo con una traviesa sonrisa, la vació de un trago.
—Qué bien me ha sentado, amigo —dijo, ocupando otro taburete al lado de Filipo—. Te lo agradezco, porque estos griegos tienen menos sentido de la hospitalidad que una vaca con el culo lleno de moscas. ¿Llevas mucho tiempo fuera de casa?
—Más de dos años. He estado en Tebas, estudiando para médico, pero me temo que no he aprendido mucho.
Filipo sonrió como quien descubre sus propias debilidades; hacía tiempo que había aprendido que la gente se cree lo malo que uno dice de sí mismo, y no quería que el otro le empezara a hacer preguntas. Por eso le complació ver que el tracio asentía comprensivo con la cabeza.
—Me lo imagino… Habrás dedicado más tiempo a estudiar anatomía con las putas que con tus maestros, ¿eh? ¡Ja, ja! Bueno, sólo se es joven una vez. ¿No me darías otro sorbo de esa grasa de ejes…?
Media hora después, cuando hubieron apurado el jarro de Filipo, el del tracio, iban ya por la mitad de otro, y Filipo sabía todos los intríngulis del comercio de pieles —pues el tracio las vendía en toda la región norte, desde Calcídica a Acarnania— la conversación tomó un giro prometedor.
—Bueno, supongo que no volverás muy contento a tu país, ¿eh? —dijo el vendedor de pieles, asintiendo con la cabeza como contestándose—. Supongo que eres de Pela, pues el resto de Macedonia es puro terruño. Qué aburrida es Pela.
—¿Hace poco que has estado allí?
—¿Poco? Oh, sí. Estuve a principios del mes pasado. Y hasta hice un par de buenos negocios; compré cien pieles de caballo. Los macedonios, eso lo reconozco, saben cuidar los caballos… ni una piel con un solo defecto. Pero me marché con ganas.
—¿Y qué tal sigue el rey? —inquirió Filipo, consciente de su impaciencia por oír la respuesta.
—Bien, que yo sepa. ¿Por qué? ¿Es que le tienes mucha admiración? —añadió el tracio, dando una palmada a Filipo en la espalda y riendo con ganas—. Sí, está bien. Le vi en una ocasión cruzando a caballo la puerta de la ciudad… Iría de caza, imagino. Dicen que caza muy bien. Un hombre apuesto.
Y qué caballo…
El tracio dio un meditativo trago, como si reviviera aquella aparición del rey de Macedonia. O quizás pensara lo bien que quedaría la piel del caballo estirada en su secadero.
Pero había algo raro. Pérdicas, de no ser que hubiese mejorado enormemente en aquellos dos años, era un torpe jinete que daba constantemente la impresión de estar a punto de caer.
—A lo mejor no era el rey ése que viste —se aventuró a decir Filipo—. Quizás…
—Oh, sí que era el rey —replicó el tracio, con enérgicos asentimientos de cabeza—. Recuerdo que uno dijo «ahí va el rey». Era un hombre de unos cincuenta años montado en un corcel negro. Tolomeo.
Filipo sintió un estremecimiento de pavor en las entrañas casi doloroso. Aunque un extranjero podía equivocarse…
—El rey es joven —replicó Filipo pausadamente, como si hablasen de un tema anodino—. No será mayor que yo. Cuando marché de Pela acababan de nombrar un regente… creo que se llamaba Tolomeo. Si ha habido un cambio, me extraña no haberme enterado.
—Pues yo oí que uno le llamaba «rey» —replicó el tracio en tono beligerante, cual si Filipo le hubiese llamado mentiroso, pero casi de inmediato cambió de humor—. Bueno, quizás aquel picaro se equivocase… porque un regente vale tanto como un rey para la mayoría de la gente. A mí me interesó más el caballo que ese Tolomeo. ¡Por los dioses, qué gran caballo! Y tan fiero que parecía respirar fuego. Si Tolomeo no es el rey, habría merecido serlo con un caballo como aquél.
Aquella noche, durmiendo en la taberna, al calor de las brasas del fuego, que arrojaban un lívido fulgor sobre el suelo, Filipo trató de apaciguar sus temores y ver las cosas tal como eran. Al fin y al cabo, sólo hacía cuatro días que había dejado Tebas, y si Tolomeo se había proclamado rey, Pammenes habría recibido noticia en el primer barco que hubiese llegado de Pela. Aquel vendedor de pieles borracho, que en aquel momento roncaba de espaldas al fuego, le estaba dando noticias de hacía mes y medio. Por consiguiente, Pérdicas seguía vivo y no había habido cambios.
Lo que el tracio le contaba era simplemente la opinión del vulgo. «Para la mayoría de la gente, un regente vale tanto como un rey». Lo que sucedía es que la gente se había acostumbrado a que el regente asumiese el papel de rey.
Y él no había hecho nada por cambiar la situación, pues no tenía intenciones de ceder el poder. Sin duda, ahora a nadie le extrañaría que Pérdicas quedase relegado y Tolomeo fuese rey de hecho.
Eso es lo que pretende hacer, pensó Filipo. Y pronto. Pérdicas tendrá dieciocho años dentro de dos meses y entonces tendría que concluir la regencia. La única alternativa que tiene Tolomeo es que muera o matarle, porque si Pérdicas asume el poder, seguro que ordena ajusticiarle, no por asegurar su reinado ni por vengar a Alejandro, sino por efecto de la venganza que engendra el miedo. Pérdicas acabará con él simplemente por demostrarse a sí mismo que ya no le tiene miedo. Y eso, Tolomeo lo sabe mejor que nadie.
Por la mañana, cuando el cielo en el oeste era aún noche cerrada, Filipo estaba vestido y sentado ante las cenizas frías del fuego, desayunando los restos de la cena que habían quedado en un puchero. El posadero, al encontrarlo así, supuso que intentaba marcharse sin pagar mientras todos dormían.
—El dinero está en esa bolsa colgada en el espetón —dijo Filipo—. Dos dracmas atenienses de plata; no creas que pensaba robarte.
El hombre, una vez vaciadas las monedas de la bolsa en la palma de la mano, dijo que por su mente no había pasado tal sospecha, y, como desagravio —y dado que con dos dracmas de plata se podía pagar un banquete— le ofreció una copa de vino para que se aclarase la garganta y le preparó una bolsa con comida y un jarrito de su mejor vino de Lemnos. Por dos dracmas de plata hasta habría podido consentir que Filipo se acostase con su hija.
Cuando, al salir el sol, abrieron las puertas de la ciudad, el caballo de Filipo fue el primero en cruzarlas.
Viajaba con tanta prisa, que la tercera noche de su salida de Farsalia, dormía en la última de las colonias griegas del norte, la ciudad de Metona; por la mañana, siguiendo el camino de la costa, se cruzó con un labrador que iba con la azada al hombro, y al preguntarle el nombre del pueblo próximo, el hombre le contestó con el marcado deje cortante del dialecto de los campesinos macedonios. En ese momento supo que ya estaba en su país.
A primera hora de la tarde se encontraba en la ciudad de Aloros. Habría sido sencillo contratar una barca para cruzar el golfo de Pela, pero en los muelles de la capital le conocían bastante y seguro que alguien se fijaba en él y lo más probable es que Tolomeo no tardase ni una hora en saber que había regresado. Había hecho un viaje demasiado largo para echarlo todo a perder por falta de paciencia. Y así, aunque ansiaba llegar a casa, decidió seguir a caballo por la ruta que bordeaba la costa en forma de anzuelo. Aquella noche durmió en el suelo y a la tarde siguiente, cuando comenzaba a reconocer el paisaje y a darse cuenta de que estaba a unas horas de Pela, salió del camino y continuó cabalgando por el interior. Aquella noche la pasó en las llanuras en que había cazado y jugado de niño, para despejar su mente y decidir qué iba a hacer.
Ya era de noche cuando encontró un lugar para acampar; se hizo la cena en medio de un robledal ya tan cercano a su ciudad natal, que podía ver el fuego en que se calentaban los guardias de la puerta principal. Resultaba extraño estar tan cerca y no atreverse a entrar, pues Pela era la ciudad del regente y todos sus leales se volverían contra él. Regresando a su país sin permiso se había convertido en un proscrito.
Permaneció sentado junto al fuego hasta que se consumió, tratando de hallar alguna artimaña que le permitiese acercarse a Tolomeo para matarle antes de que nadie pudiera impedírselo; pensó en entrar a caballo en el patio de palacio y llegarse a él mientras desayunaba, pero Tolomeo no era tonto y no se permitía a nadie entrar armado en el recinto real, y, por lo tanto, aunque no le arrestasen, tendría que dejar la espada y el regente se encargaría de no dejarle otra oportunidad. Seguramente acabaría en una mazmorra… o en una fosa.
No, tenía que hacerlo abiertamente, cogiéndole desprevenido para que no le quedase otro recurso que responderle a la cara de hombre a hombre, sin subterfugios ni tretas. Y tendría que ser un desafío en público para que no pudiese eludirlo más que a expensas de su reputación como hombre valiente y de honor.
Pero ¿dónde? Y, lo que era más importante, ¿cómo? No hallaba la solución. Tendría que dejarlo en manos de los dioses.
Hasta que no se despertó por la mañana —tarde, pues el sol llevaba ya dos horas sobre el horizonte cuando abrió los ojos— no reconoció el encinar. Era allí donde cuatro años antes la lechuza había volado desde la copa de los árboles para marcarle la cara. En cierto modo, allí se había hecho hombre.
—¿Por qué me has conducido de nuevo aquí, Atenea? —musitó—. ¿Para qué? Muéstrame lo que deseas de mí.
Su ruego fue satisfecho nada más brotar de sus labios, pues, a lo lejos, en dirección a Pela, vio lo que al principio no era más que una mancha borrosa en el horizonte y que luego se configuró como una tropa a caballo. Ya los veía, y al poco pudo oírlos: voces mezcladas con ladridos de perros, el gañido suave de la trompeta del mestre de jaurías. Era una partida de caza. Y, a juzgar por su importancia, una cacería real.
Filipo se puso en pie de un salto con el corazón latiéndole como un zorro caído en una trampa. A la sombra de una encina, para que no le vieran, escrutó las figuras de los lejanos jinetes. Al primero que reconoció fue al viejo Gerón, el encargado de las caballerizas, y, luego, en el gran corcel negro que había dicho el tracio, al propio Tolomeo.
—Eres sabia, diosa de los ojos glaucos —dijo Filipo, cual si la diosa estuviese allí a su lado—. Gracias por poner en mis manos a mi enemigo.
Y casi al instante exclamó:
—¡Alastor! ¡Ese hijo de puta me ha robado el caballo!
«¡Qué caballo! Y tan fiero que parecía respirar fuego», había dicho el tracio. Y Filipo pensó cómo no habría comprendido que se trataba de su caballo.
—Mi caballo. Por los dioses, ¿cómo se habrá atrevido?
Bien, se dijo. Su cólera se había adormecido algo con los años, pero ahora aquello la hacía revivir. Y es lo que necesitaba: cólera.
Segundos después, reconocía a su hermano. Al menos, no llegaba demasiado tarde.
Había dejado el caballo trabado a unos pasos de allí; lo desató y le pasó la brida por el cuello, cogió la espada y montó de un salto. Los cazadores se encontraban a cosa de un cuarto de hora de donde él estaba. Salió de la arboleda a la luz y supo el momento exacto en que le reconocieron, pues toda la comitiva, como obedeciendo a una sola voluntad, tiró de las riendas y se detuvo. Aguardaban con una extraña quietud, como si le viesen salir del fondo del tiempo. Se habían parado todos menos Tolomeo, que hacía grandes esfuerzos por contener al corcel negro para que no rompiera la formación.
Aguardaron a que Filipo se acercase y, cuando se hallaba a unos setenta y cinco u ochenta pasos, fue él quien gritó el desafío:
—Tolomeo Alorites, te acuso de traición. Te acuso de complicidad en el asesinato del rey Alejandro. Te acuso de tramar el apartamiento del príncipe Pérdicas y usurparle el reino.
Al principio, no hubo respuesta, pero, de pronto, Tolomeo echó la cabeza hacia atrás riendo.
—No es la primera vez que oímos al príncipe Filipo decir esas cosas —replicó—. Todos recordaréis que mi hijastro me acusó en cierta ocasión de haber urdido su asesinato —añadió, volviendo la cabeza hacia Pérdicas, que estaba a su derecha, y riendo otra vez; pero si pensaba que el rey iba a secundar su risa, se equivocaba. Pérdicas apartó la mirada con gesto entre miedo y turbación. Todos los demás guardaban silencio, a la espera.
—¿Qué prueba tienes, Filipo? —prosiguió Tolomeo, al ver los rostros de los que le rodeaban—. Me acusas de horribles crímenes, de los que habría de responder con la vida. ¿Qué prueba tienes?
—La prueba se esconde en tu propio pecho traidor, Tolomeo. Te acuso ante los preclaros dioses a quienes nada se les oculta y te ofrezco la prueba de mi espada. Voy a vengar a mi familia, Tolomeo, y creo que no osarás negarte, pues gritaré tu traición a los cielos mientras la vida aliente mi cuerpo. Tolomeo Alorites, te desafío a singular combate.
Filipo desmontó y, al echar pie a tierra, desenvainó la espada y dio una palmada en la grupa al caballo, que se alejó al trote.
—¡Filipo! —gritó Pérdicas en el acto, como si saliera de un trance—. Filipo, te prohíbo que… esto no…
—Esto ha llegado demasiado lejos para prohibirlo —le interrumpió Tolomeo, arrancando su jabalina de las manos a un criado—. ¡Filipo, hijo de Amintas, joven estúpido, tú te has buscado la muerte!
Y espoleando al caballo con tanta fuerza que hizo brotar sangre de sus flancos, hizo que el corcel negro, con ojos de furia y quejándose enloquecido, saliera disparado.
Por un instante, allí a pie en el suelo, fue como si la mente de Filipo se agarrotase de miedo. Aquel hombre no pretendía luchar: iba a abatirle como quien aplasta un sapo en la carretera.
Pero al miedo sucedió la cólera: el señor Tolomeo era un cobarde que renunciaba al honor.
Pues bien, no estaba dispuesto a morir bajo los cascos de su propio caballo.
—¡Alastor —gritó—, alto, Alastor!
Años más tarde, algunos de los testigos presenciales que relataban la escena, dirían que el gran corcel negro debió ser poseído en aquel instante por un dios, pues el caballo no es como un hombre que conserva lejanos recuerdos. Hasta un perro reconoce al amo aunque no vuelva a verlo hasta el fin de su vida, ¿no escribió Hornero que el perro de Odiseo, viejo y débil, lamió la mano del mendigo que todos despreciaban, reconociendo en él al amo de la casa, que regresaba al cabo de catorce años? Pero un caballo no. La memoria de un caballo es como una copa hecha de arena, que no puede conservar nada. Por lo tanto, decían, tuvo que ser un dios que llenara el corazón del animal con su voluntad.
Pues, al oír la voz de Filipo, Alastor hizo honor a su nombre deteniéndose en pleno galope, encabritándose furioso. Tolomeo cayó a tierra y cuando intentaba alejarse a rastras, el corcel giró en redondo y le golpeó con los cascos en plena espalda hasta tres veces seguidas, cual si quisiera triturarlo.
—¡Alto, Alastor! —gritó Filipo, llegándose a todo correr, arrojando la espada ya inútil y con gesto de horror—. ¡Detente!
El caballo se calmó inmediatamente, sometiéndose a la caricia de Filipo en el cuello, sin alejarse cuando el joven se acercó a su malparado enemigo, que había logrado rodar sobre sí mismo y hacía vanos esfuerzos por agarrar la jabalina caída en tierra y fuera de su alcance.
—No siento las piernas —dijo, en el momento en que Filipo se arrodillaba a su lado—. Esa bestia me ha matado. Me ha roto la columna… ya había dicho tu madre que un día me mataría si no lo hacías tú.
Intentó sonreír, pero sus labios se contrajeron en un rictus de dolor.
—Por los dioses, ¿es éste el final? —continuó diciendo en un susurro entre dientes—. Remátame… ten piedad. ¿Y tu espada? Búscala y venga a tu hermano a quien, inducido por mí, mató ese idiota de Praxis. Lo sabías. Remátame, maldito muchacho. Lo habías adivinado desde siempre. Pon el florón a tu triunfo.
Una sombra cubrió el rostro del regente. Si Filipo hubiese alzado la vista, habría visto a su hermano Pérdicas de pie ante ellos, con la jabalina de Tolomeo en la mano.
—Ese honor es para mí, mi señor —dijo con insidia.
Al oírlo, Filipo miró hacia arriba, y, al ver lo que iba a acontecer, alzó el brazo como tratando de impedirlo, pero ya era demasiado tarde. Con las dos manos, Pérdicas clavó la jabalina en el pecho de Tolomeo, partiéndole el corazón.