Capítulo 20

Si vivía, Pérdicas, rey de los macedonios, alcanzaría la mayoría oficial en el verano del segundo año de su reinado. Nadie parecía tener en cuenta la proximidad del hecho, y menos el regente que continuaba gobernando como si fuese el rey por derecho propio; en cuanto a Pérdicas, no se mostraba muy inclinado a recordárselo. Estaba convencido de que su padrastro iba a asesinarle antes que cederle el poder, y vivía en un temor constante. El recuerdo de la muerte de su hermano le angustiaba y había noches en que se despertaba en medio de una pesadilla, a punto de gritar, por no saber si la sangre en que había visto tinta la espada del asesino era la de Alejandro o la suya propia.

Aquella noche era la peor de todas. Estaba sentado en el borde de la cama, temblando, mojando la barba con sus lágrimas y mirando en la oscuridad como si esperase la irrupción de un enemigo.

Finalmente, se levantó y, a tientas, dio con la jofaina y el jarro de agua que había en una mesa junto al arca de la ropa. No había que hacer ruido. La única puerta conducía al dormitorio de su madre y aquella noche dormía en él Tolomeo. Se lavó la cara con la cautela del que roba las ofrendas del altar de un templo.

Ya se sentía mejor y pudo sentarse de nuevo en la cama a reflexionar sobre el problema que poco a poco había dilucidado era la clave de su propia supervivencia: cómo matar al regente.

No era tan sencillo como parecía. Tolomeo dormía en el cuarto contiguo, pero Pérdicas sabía que no era simple cuestión de entrar en él con una pica de caza y atravesarle. Al fin y al cabo, su madre yacía en el mismo lecho y no podía matarle a la vista de ella. Se imaginaba la horrible escena de gritos, maldiciones y su cuerpo desnudo salpicado de sangre.

Con tal de hacerlo sin que ella lo viese, se decía Pérdicas, y dándole ocasión de considerarlo, su madre comprendería que era lo mejor —lo más viril— y le perdonaría. Estaba seguro de que comprendería que no había más remedio; no iba a querer a aquel hombre más que a su hijo. Le lloraría y pasado un tiempo, comprendería la necesidad y haría las paces con el hijo. Después de todo, los lazos de la sangre eran más fuertes que los del deseo.

En la oscuridad de aquellas noches en vela, Pérdicas lo había planeado todo. Su madre le perdonaría. Él lo veía como algo inevitable y justo, pero en el fondo de su corazón dudaba. Quizás era la duda lo que detenía su mano, pensaba.

Pero no era únicamente el temor a su madre. Tolomeo era un avezado guerrero, curtido en numerosas batallas, y Pérdicas era torpe con las armas. No sería fácil matarle por las buenas y de eso precisamente dependía su honor de rey. Nadie le reprocharía que un buen día desenvainase la espada y rajara el vientre del regente. Un rey debe matar a quienquiera que considere enemigo, con tal de hacerlo como un derecho, como algo que está dispuesto a asumir delante de todos. El sigilo quedaba descartado.

Pero atentar así contra la vida de Tolomeo —en público y ante testigos— era correr un enorme riesgo. Pérdicas no era cobarde, pero tampoco era bobo.

Era cuestión de oportunidad, y la oportunidad aún no se había presentado.

¿Se imaginaría Tolomeo lo que urdía su mente? Noche tras noche, ambos se sentaban juntos en la mesa del banquete, a veces intercambiaban una mirada, palabras, con la misma naturalidad que si los dos pudieran ver lo que sentía su corazón. Pérdicas era incapaz de acudir a aquellos banquetes sin antes tomarse dos o tres copas de vino puro en su habitación. Era como cenar con un escorpión.

Porque si el regente llegaba a sospecharlo, Pérdicas sabía que no viviría un solo día más; su única seguridad radicaba en el desprecio que por él sentía Tolomeo, convencido de que era inofensivo.

Hubo días en que Pérdicas se esforzaba en desechar de su mente aquellas ideas de violencia y actuaba como la persona que el regente se imaginaba que era, un necio sumiso y confiado, incapaz de matar una mosca, aunque quizás…

Pero no servía de nada, pues el peligro subsistía, quisiera verlo o no. Si Tolomeo sospechaba, la sola sospecha sería como si tuviera ya dispuesta la pira mortuoria.

En una ocasión —una sola ocasión— insinuó sus temores a su madre, y ella sonrió.

—No corres ningún peligro por parte de Tolomeo —replicó ella—. Tú le proteges.

—¿De qué? ¿De quién necesita protección el regente? —De tu hermano, bobo. Tolomeo sabe que si algo te sucediera, Filipo volvería.

—Bueno, eso lo entiendo —dijo Pérdicas, asintiendo con la cabeza, a pesar de que se imaginaba que no entendía nada—. Si yo muero, los tebanos…

Pero la risotada de Eurídice interrumpió sus palabras.

—¡Eres memo! —gritó con inusitada ferocidad—. ¿Es que crees que a Tolomeo lo que le asusta es que Filipo regrese al mando de un ejército extranjero? Si tu hermano vuelve con un cuchillo de cocina envuelto en la manta de dormir es lo mismo. Es el temor al propio Filipo el que le atenaza las entrañas… Vive aterrado de volver a echarle la vista encima.

Era casi tan malo tener la vida supeditada al temor al hermano como vivir constantemente aterrado por el miedo a perderla. A veces era peor.

Tenía que matar a Tolomeo. Así se libraría de los dos. Por un destello de luz por debajo de la puerta, Pérdicas se dio cuenta de que había alguien despierto en el cuarto contiguo. No era nada tan inhabitual que pudiera alarmarle; quizás al regente se le resentía la vejiga por la edad. Sería agradable poder pensar que a él también le acosaban pesadillas, pero lo dudaba. Por lo que decía su madre, le costaba creer que a Tolomeo le asustara algo.

La luz se apagó y Pérdicas volvió a tumbarse, experimentando la calma aciaga de la desesperación. Y no volvió a dormirse hasta poco antes del amanecer.

No era el regente quien había encendido una lámpara en plena noche, sino su esposa. Tolomeo siguió durmiendo de lado, vuelto a la pared y no advirtió que Eurídice se levantaba sigilosamente.

Ya casi no dormía, pues el sueño requiere paz de espíritu o al menos cierta indiferencia ante el destino, y, dadas las circunstancias, su vida era cada vez más insoportable y no podía ignorarlo. Su hijo, angustiado y de mal humor, planeando los dioses sabrían qué temeridad; su hija pugnando por concebir fruto del hombre que se había divorciado de ella y que ahora la utilizaba como una criada. Y Tolomeo que bebía más de lo que le convenía y tenía más miedo aún que Pérdicas. Todos iban siendo arrastrados hacia un torbellino del que no había posibilidad de escapar.

Alzó la lámpara para contemplar a su marido, pero no veía más que una nuca de brillante pelo negro, aunque la barba ya comenzaba a encanecérsele.

Con solo mirarle sentía un estremecimiento en el pecho, como si tuviera quince años y fuese su primer amor. No, peor que eso: el amor que sentía por aquel hombre la consumía, cual si los dioses se lo hubiesen enviado como instrumento de perdición. Tolomeo era pérfido y malvado y capaz de sacrificar a quien fuese en aras de su ambición. No creía ella, como muchos sospechaban, que hubiese tomado parte en el asesinato de su hijo —no permitía que la certeza se apoderara de ella, pues le habría amargado la existencia— pero no podía ignorar que ningún escrúpulo le habría disuadido. No había ignominia de la que no fuese capaz; y, a pesar de que lo veía claramente, le daba igual. Era una maldición del destino amarle sin ilusiones, y tan ciegamente que, a veces, se sentía a punto de deshacerse, en trizas, como un puchero que se estrella contra el suelo. Y había ocasiones en que creía volverse loca.

Tolomeo se revolvió en sueños, balbuciendo angustiado algo ininteligible, y ella, instintivamente, cubrió la lámpara con la mano para que no le diera la luz. Pero no era la luz lo que le molestaba: Tolomeo sufría terribles pesadillas y a veces se despertaba bañado en sudor y con ojos de terror. Decía que era el vino, pero no era cierto. Nunca le diría qué es lo que soñaba.

Ni era necesario porque ella se lo imaginaba.

Eurídice fue con la lámpara a la antecámara y se llegó a la puerta de su hija; sabía que Meda no estaría dormida.

Y no lo estaba, aunque no se veía luz por debajo de la puerta.

—¿Eres tú, madre?

—Sí, hija —contestó Eurídice, alzando la lámpara para mostrar su rostro sonriente—. ¿Te he despertado? —inquirió innecesariamente.

Meda, sin molestarse en contestar, se hizo a un lado de su estrecha cama para que su madre pudiera sentarse.

Era un cuarto muy pequeño, tan pequeño que la tenue luz amarillenta de la lámpara iluminaba hasta los rincones del techo. No había más que la cama, un arca y un taburete de tres patas en el que nadie se sentaba nunca. Meda bajó la vista como si la luz le molestase.

—¿Está dormido? —inquirió.

—Sí. Si se despierta cogerá el jarro de vino. No se dará cuenta de que estoy aquí.

Meda pareció más tranquila, aunque no sabía por qué había de temer que su ex marido descubriera que estaban juntas. Meda tenía absurdos criterios sobre la propiedad de las cosas… como si hubiese que preocuparse de la propiedad en aquella casa.

Era extraño, pero Eurídice tenía mucha más intimidad con su hija después de haberle usurpado el marido. La reina nunca había tenido mucha paciencia con los niños y Meda se había casado muy joven, desapareciendo así de su vida casi como si hubiese muerto. Luego, Tolomeo la había repudiado y se había casado con la madre.

Eurídice dejó la lámpara en el suelo y Meda volvió a quedar en lo oscuro, al parecer, más tranquila.

—Creo que estoy encinta —dijo con un tembloroso balbuceo—. Había luna llena la noche antes de cuando vino a mi cuarto, y creo que es signo de que he vencido a mi esterilidad.

Eurídice se limitó a sonreír, pues cada cierto número de semanas venía oyendo algo parecido. Sería una bendición que Meda quedase embarazada, porque la distraería; pero no se quedaría.

—Ya verás, si le doy un hijo volverá a quererme.

—Él no quiere a nadie —replicó Eurídice, alargando el brazo para acariciar el pelo a su hija—. No quiere ni a su propio hijo. Se casó contigo por ambición y después, cuando yo le servía mejor, me remplazó por ti. Él no quiere a nadie.

—¿Cómo puedes decir eso, tú que eres su esposa?

—¿Y quién mejor para saberlo? Te ha tratado tan mal que no puedes ignorar su verdadera naturaleza. Es un malvado.

—Pero le amas.

—Sí. Es la maldición que me han enviado los dioses.

Al rozar con su mano la mejilla de su hija, Eurídice notó que lloraba.

—No llores —dijo—. Olvida tus ilusiones y será mejor que aprendas a odiarle, que bien se lo merece. No llores nunca por él.

—Tú lloras por él.

En aquel momento, Eurídice sintió como si se le desgarrara el corazón, y casi lo deseó para acabar de una vez.

—No, yo nunca lloro —dijo.