Capítulo 19

Era ya tarde avanzada cuando Filipo y Aristóteles, al regreso del templo de Palas Atenea, vieron que Pammenes no había vuelto a la hospedería, aunque había enviado recado para que Filipo acudiera a cenar a la casa de Aristodemo cerca de la puerta Dipilon.

—¿Te importa que te acompañe? —inquirió Aristóteles, con aire de quien sabe que no van a negárselo—. Aristodemo es uno de los hombres más ricos de Atenas, aficionado a la política y coleccionista de hombres famosos; sus banquetes son célebres por el gran número de comensales. Ni advertirán mi presencia.

—En ese caso, ¿cómo va a importarme?

Fueron a los baños públicos a quitarse el polvo del paseo y ya comenzaba a oscurecer cuando llegaban a la puerta Dipilon, pero no tuvieron necesidad de preguntar por la casa de Aristodemo pues les bastó el barullo para guiarse.

Un hombre salía de estampida en el momento en que se disponían a entrar; se volvieron a mirar y vieron que se apoyaba en el muro de la casa para vomitar.

—¡Qué cerdo! —murmuró Aristóteles, mientras Filipo meneaba la cabeza, riendo.

—No seas tan severo, amigo, que con ello das a entender que no estás hecho a las costumbres de los grandes. Además, si hubiésemos estado en la corte de mi padre en Pela, ni se habría molestado en salir a la calle pues le habrían despedido con una lluvia de huesos de cordero medio roídos.

—En cualquier caso, es evidente que han comenzado sin esperarnos.

Y así era. Un banquete —igual que un hombre— tiene un desarrollo que va de la infancia a la juventud y, alcanzada su plenitud, entra en el inevitable declive que lleva a la extinción. Y era evidente nada más entrar que aquel jolgorio ya estaba bien avanzado. El estruendo de cien conversaciones distintas ahogaba de tal manera el sonido de la música, que las danzarinas parecían bailar a los acordes de algún ritmo interior sólo oído por ellas. Incluso en el gran salón que, de haber estado vacío, habría hecho honor a sus proporciones, el vaho de tantos cuerpos planeaba sobre el ambiente y la atmósfera olía fuertemente a vino.

La mesa de honor se hallaba al fondo, y Filipo tardó un poco en divisarla. Allí estaba Pammenes, sentado al lado de un elegante regordete cuyo pelo y barba eran de un plateado artificial y de exagerados rizos. Debía ser el anfitrión. Sin embargo, Pammenes dedicaba toda su atención al que estaba a su derecha, un hombre de mediana edad, vestido con la sencillez de quien desea pasar desapercibido.

—¿Es ése?

Al asentir Filipo con la cabeza, Aristóteles sonrió satisfecho.

—Ya me lo imaginaba. El de su izquierda es Aristodemos, el que parece un gato viejo consentido, y el otro es Anitos, miembro del comité de los cincuenta, un hombre poderoso, a pesar de ser un simple carpintero. Veo que tendremos que apañárnoslas nosotros porque no hay sitio junto al huésped de honor. Es igual. Por una noche estoy dispuesto a olvidar que soy filósofo y emborracharme inmoderadamente.

—¿Tú crees que alguien va a notarlo?

A Aristóteles no pareció gustarle la broma.

Habría transcurrido una hora cuando Filipo comenzó a lamentar no haberse quedado en la hospedería cenando pan con cebolla; le molestaba el ruido y el que tenía a su lado no hacía más que volcar la copa, vertiendo el vino sobre los compañeros de mesa.

«Nadie se ofenderá si me marcho», pensó. «Aristóteles conoce la ciudad mejor que yo y no necesita guía, y Pammenes está ocupado de sobra con sus asuntos para percatarse. Este banquete no es nada divertido… mejor será que vaya a dormir en mi cama».

Fue muy sencillo. No tuvo más que levantarse y salir, y si alguien se había fijado en él, seguramente pensaría que salía a orinar. Sorteó a los criados que llevaban ánforas aún húmedas de la bodega y se abrió paso entre los invitados que, por motivos que no acertaba a adivinar, bloqueaban el vestíbulo como hojas secas en un sumidero. Cuando estaba ya en la escalinata de la casa, en un pequeño círculo de luz que salía por la puerta, la primera bocanada de aire fresco que sintió, por el simple hecho de no estar cargada de olor a vino y a humanidad, le pareció fría como la nieve. Pero la oscuridad parecía hacerle señas.

—¿Ya te marchas, Filipo? ¿O te vas de burdeles? Filipo, príncipe de Macedonia, no era persona que se mostrase sorprendido, pero se estremeció al oír aquella voz procedente como del vacío e hizo esfuerzos por recordarla… —¿Arrideo? ¿Eres tú, Arrideo?

Algo se movió en la oscuridad del muro de la casa de enfrente; no estaba seguro de si lo veía o era sólo una impresión. Luego, la sombra se transformó en la orla de una túnica y a continuación en un hombre.

Era su hermanastro, que le sonreía con cierta tristeza. Filipo se echó a reír y corrió escalones abajo a abrazarle, besándole en la mejilla, entre mutuas carcajadas.

—¿Cómo has sabido encontrarme? —inquirió, entre sorprendido y complacido.

—No te buscaba —contestó Arrideo, tirándole en broma de la barba—. Ni siquiera sabía que estuvieses en Atenas, pero tarde o temprano uno acaba por venir a casa de Aristodemo. Ha sido el destino…

De las sombras surgió otra figura; era un joven alto y delgado de unos veinte años. Su boca dura y petulante denotaba una actitud de humorístico desdén, cual si se considerase por encima de los lazos del parentesco. Miró enderredor sin interés unos segundos y luego posó la vista en Filipo, por quien, de inmediato, pareció sentir antipatía. Cabía casi pensar que sentía celos.

—El destino —repitió Arrideo, retrocediendo un paso—. Filipo, te presento a Demóstenes, que cuando habla en la asamblea es como si libara miel.

—Pues me gustaría oírle algún día —dijo Filipo tendiéndole la mano.

Ni el cumplido de Arrideo ni la mano de Filipo parecían tener buena acogida. La mano fue aceptada con un flojo y breve apretón, como si hubiese asido los dedos de un cadáver y el cumplido de Arrideo cayó en saco roto.

—Encantado.

No dijo más, pero la palabra lo daba a entender todo. Fue como si la tuviese dispuesta en la garganta y la hubiese hecho brotar con un impulso que la proyectaba a distancia. Era evidente que los dioses habían castigado al gran orador haciéndole tartamudo.

Filipo trató de mantener una mirada neutra y una sonrisa boba inocua, pero quien tiene un defecto en seguida advierte cuando se lo han notado, y las arrugas de la boca de Demóstenes se endurecieron.

—¿Vais a entrar? —dijo Filipo, volviéndose hacia su hermanastro—. Yo me marchaba, pero…

—No, no, no. Seguro que Demóstenes nos perdona; él quiere conocer al gran Pammenes y mi presencia podría resultar embarazosa.

Arrideo rió nervioso, como quien desea que le contradigan, pero Demóstenes se contentó con fruncir el ceño y apartar la mirada.

—Haz co… como gustes —dijo, y, sin aguardar la respuesta, comenzó a subir la escalinata de la casa de Aristodemo y pronto desapareció entre la multitud que llenaba el vestíbulo.

—Bien… parece que nos dejan en plena libertad —dijo Arrideo sonriendo y pasando el brazo a Filipo por los hombros—. ¿Seguimos tu plan inicial de buscar un burdel?

—Mi plan inicial no era eso ni mucho menos, sino volver a mi cama que, desgraciadamente, está vacía.

—Pero puede cambiarse el plan.

—Pues sí.

Aunque no acabaron precisamente en un burdel, el ambiente era de lo más parecido. Arrideo conocía una taberna al pie de la colina de Colonos a la que acudían los jóvenes más elegantes de la ciudad; en la parte de arriba había habitaciones reservadas en donde servían el vino con tres partes de agua solamente, la comida era excelente y había servicios para todos los gustos.

—La última vez que vine estuve con un chico —dijo Arrideo, acariciando la espalda desnuda de la muchacha que tenía a su lado y que fingía ocuparse del vino, no haciendo otra cosa que rozarle el pecho con los pezones—. Por variar. Las mujeres se cansan de los hombres si no se cambia de vez en cuando.

—Pues yo no lo he advertido —comentó Filipo.

La muchacha que lavaba las piernas de Filipo tenía pelo leonado y las escasas veces que hablaba lo hacía con acento jónico, por lo que probablemente procedía de alguna de las ciudades griegas de la costa asiática; tenía unos ojos grandes y marrones como de liebre que era lo que más le gustaba a él y cuando alzaba la vista y le sonreía, notaba una opresión en la garganta.

Arrideo frunció el entrecejo.

—Eso es porque no sabes lo que es el exilio. Cuando se vive entre extranjeros…

—Yo vivo entre extranjeros —dijo Filipo, poniendo suavemente la planta del pie en el vientre de la muchacha con intención de apartarla, pero la placentera sensación de aquella carne le hizo desistir.

—Sí, pero si vuelves a Macedonia no te cortarán el cuello.

—No estoy yo tan seguro… al menos mientras viva Tolomeo.

—Ya, pero en mi caso es seguro —desde que había dejado Macedonia, Arrideo había engordado y tenía papada; cuando hablaba se le hundía la barbilla en el pecho y el cuello se le hinchaba—. Tú quizás perezcas en alguna intriga palaciega, pero a mí me ejecutarían en público y crucificarían mi cadáver en el túmulo funerario de Alejandro. Por cierto, Filipo, yo nada tuve que ver en el asesinato de tu hermano.

—Si hubiera creído que habías tomado parte en él, haría horas que estarías muerto —replicó Filipo con afable sonrisa—. El cómplice de Praxis sigue en Pela… casado con mi madre.

La muchacha de los ojos de liebre alzó la vista, como si el súbito silencio atrajese su atención, pero al ver la expresión de aquellos dos rostros volvió a bajar la mirada.

De pronto, Arrideo pareció perder interés por el tema.

—Me gusta Atenas —dijo, pasando admirativo la mano por la espalda de la muchacha y, efectivamente, era como si hablara de ella—. Siempre había sido objeto de mi veneración, pero no podía imaginar el placer que es vivir en la ciudad más civilizada del mundo. Por otra parte, aquí no hay placer, de mente o de cuerpo, que no se satisfaga, y nadie me impide hacerlo. Tengo tiempo de sobra y, gracias a mis amigos, dinero. Sí, tengo todo el tiempo que quiero.

—Me pregunto yo qué querrán de ti tus amigos cuando tu ocio concluya.

Arrideo alzó los ojos y miró a Filipo como si le considerase el mayor bobo del mundo.

—Es posible que algún día mis amigos logren hacerme rey de Macedonia —respondió con una serenidad que traicionaba su enojo más que disimularlo.

—El rey es nuestro hermano Pérdicas —replicó Filipo, con una sonrisa que daba a entender que ya no le sorprendía ninguna traición—. Y si muere sin descendencia, su sucesor sería yo. ¿O es que los planes de tus amigos prevén dos asesinatos?

Arrideo, a su vez, no se mostró ofendido y se contentó con encogerse de hombros.

—Mis amigos no piensan asesinar a nadie. Supongo que dan por descontado que lo hará Tolomeo.