—Salgo para Atenas por la mañana. Tenemos que renovar un tratado y no tengo más remedio que emprender el viaje. Los atenienses nunca otorgan a sus delegados suficiente autoridad, y por eso es mejor ir allí para no incurrir en retrasos sin cuento. ¿Quieres venir conmigo?
Pammenes le hacía aquella invitación con toda naturalidad, en plena cena, mientras rebañaba el fondo del cuenco con un trozo de pan. Su rostro, dominado por sus largos labios superiores y su nariz algo gruesa, ofrecía en aquel momento un ceño fruncido, reflexivo, pues era un hombre que comía tomándoselo en serio.
—Sí… claro. Gracias. Me encantará.
Pammenes alzó la vista y sonrió con aire algo travieso.
—Bien. Tal vez cuando la hayas visto, pensarás que Atenas vale mucho más que Tebas y te irás de aquí más tranquilo. Hay un día de viaje por tierra y dos por mar, pues, si no, sería un trayecto muy duro a través de terreno montañoso. Además, la mejor vista de Atenas es desde el mar.
Cogió el jarro de vino y estuvo a punto de volver a llenar la copa de Filipo, pero cambió de idea.
—Saldremos mucho antes de que amanezca para evitar cuanto podamos el calor del mediodía, y no apetece despertarse sin luz con la cabeza como un nido de avispas… creo que ya hemos bebido bastante.
Una hora más tarde, Filipo estaba en la cama, con la cabeza zumbándole, no del vino sino de cavilaciones sobre el viaje a Atenas. En su imaginación, se representaba una ciudad blanca y perfecta, impoluta y llena de luz; sus columnas brillaban bajo un sol que era una bendición de los dioses, sus calles estaban llenas de filósofos, poetas y estadistas; en sus templos y ágoras resonaba el eco de su sapiencia. Atenas le parecía tan distante del mundo que conocía como el propio Olimpo, morada de los dioses.
Una distancia cuyo primer tramo fueron horas y horas de camino polvoriento y pedregoso, hasta que al final alzaron la vista y vieron ante ellos planear una golondrina.
—Pronto estaremos en Rhamnus —dijo uno de la comitiva—. Esta noche cenaremos pulpo y mejillones… Casi huelo el mar.
Poco después alcanzaban una cumbre y divisaban el golfo eubeo brillante al sol del atardecer.
El viaje por mar les llevó primero a Karistos, en donde hicieron noche, y, luego, describiendo una amplia curva frente a la península ática, a la misma Atenas.
Llegaron una hora antes de ponerse el sol y su luz rojiza bañaba la gran fortaleza de la Acrópolis, y su arquitectura de mármol gris claro amarillento parecía manchada de sangre.
—¿Qué es eso? —inquirió Filipo, haciéndose visera con la mano y señalando una construcción baja de columnas en lo alto.
A Pammenes debió hacerle gracia la pregunta.
—Príncipe, eso es el templo de Palas Atenea, protectora de la ciudad. Vale la pena subir a verlo, pues quizás sea el edificio mejor ornamentado de toda Grecia, y la estatua de la diosa es una de las maravillas del mundo.
—Pues iré mañana y ofrendaré sacrificio a la diosa de los ojos glaucos.
—¿Es que también la has elegido como protectora, Filipo? ¿Te dará su amor como se lo dio a Heracles? ¿Eres ambicioso también en tu devoción?
Si Pammenes pretendía tomar el pelo al joven no lo logró, pues Filipo volvió hacia el beotarca un rostro de expresión indescifrable.
—Yo no he elegido nada, sino que he sido elegido —dijo finalmente, midiendo despacio sus palabras.
Era evidente que los atenienses no eran partidarios de hacer minuciosos preparativos para comodidad de los diplomáticos extranjeros, pues el séquito tebano tuvo que buscarse alojamiento por cuenta propia en una hospedería próxima al puerto, en la que nadie parecía tener la menor idea de que Pammenes y su joven compañero fuesen algo más que unos viajeros corrientes. Aquella noche cenaron con el patrón de un barco mercante de Siracusa y un mercader lidio de esclavos que hacía un viaje de compras para una cadena de burdeles egipcios, y cuya conversación no sólo resultó entretenida sino bien instructiva.
—La vida en sí no es más que un burdel —comentó el lidio con su sonoro griego de fuerte deje—. Se paga a la entrada, se elige, basándose en la simple apariencia, y se sale pensando en que la experiencia no estaba a la altura de las expectativas. Y ésa es la pauta de la vida humana repetida a la saciedad: quedar decepcionados y sorprendernos al comprobarlo. Somos tontos, pero más lo son los atenienses creyendo en la posibilidad de sabiduría. ¿Habéis oído hablar a sus filósofos? Feliz me considero de ser un hombre honrado dedicado sencillamente al comercio de putas.
—No está tan mal Atenas —replicó el marino, que tenía sesenta años y debía ser de algún remoto lugar de la península itálica. Cogió la copa de vino con la punta de los dedos, sujetándola del borde como sopesándola y volvió a dejarla—. Pero antes preferiría ser un labrador con los dedos de los pies llenos de estiércol que vivir en una ciudad. Cuando paso en una ciudad más del tiempo necesario para despachar la carga, siempre acabo ante los tribunales. Yo creo que la mitad de los que viven en la ciudad que sea entre Cartago y Antioquía no se dedican a otra cosa que a plantear querellas contra los extranjeros. Las ciudades son un nido de corrupción. Por cierto, si has llenado tus rediles dentro de un par de días, te ofrezco viaje a Naucratis por buen precio, porque tengo que recoger allá un cargamento de papiros.
El lidio entornó los ojos, reasumiendo su papel de avezado comerciante.
—¿Cuánto pides?
Era como si hubiese planteado una pregunta que requiriese meditado discernimiento filosófico, pues el patrón miró un instante al vacío, cual si escuchase alguna voz interna, y, finalmente, respondió:
—Medio dracma por cabeza.
—Seguro que no sacas eso ni con mucho por la carga actual —replicó el lidio sonriente y muy seguro de sí mismo—. ¿De qué has dicho que era, de vino?
—Cierto, pero el vino, una vez descargado, deja la bodega limpia y con buen olor; mientras que las mujeres son una carga sucia. A un barco que transporte esclavos durante un año no hay modo de quitarle el olor, y al cabo de tres años no queda más remedio que vararlo y quemarlo.
—Las muchachas que llevo son jóvenes y sanas. La mitad aún no tienen el menstruo.
—Las jóvenes son las peores; a los dos días de estar en la bodega huelen como hurones.
—Te ofrezco un dracma por cada tres, y no se hable más.
El patrón frunció el ceño un instante, y se habría dicho que se lo había tomado como una ofensa, pero en seguida suavizó el gesto y se notó que aquel cambio momentáneo de expresión se debía a otra cosa.
—Dos dracmas por cada cinco. —De acuerdo.
Hecho el trato, los dos hombres permanecieron callados, cual si ya no confiasen en entablar la más inocua conversación. Pammenes, que había guardado silencio durante la cena, miró a Filipo y sonrió.
—Me hace gracia siempre que se habla de la crueldad de la política —dijo, una vez que se llegaron al puerto huyendo del calor; ya hacía rato que se había ocultado el sol, pero todavía hacía calor dentro de las casas y se agradecía un poco de brisa marina—. Y, sin embargo, ¿qué es la política, sino las relaciones de la vida cotidiana llevadas a una escala superior? He hecho tan largo viaje para tratar con los atenienses asuntos de comercio y de política militar, y estoy obligado a pensar únicamente en los intereses de Tebas. Pero supongamos que sustituyo los intereses de Tebas por los míos propios, y me convierto en mercader lidio que comercia con carne de muchachas, o en maestro de retórica que enseña a sus alumnos el mejor modo de pervertir las conclusiones de un jurado. Por el contrario, el estadista es un hombre abierto y generoso que sólo usa del engaño con extranjeros.
—Luego el lidio tenía razón: la vida es un burdel. —Digamos, más bien, que es una guerra, y que la esencia de la felicidad es no tener que combatir a solas.
Por la mañana, una vez que Pammenes hubo salido a reunirse con los negociadores del tratado, Filipo se encontró con entera libertad. Llevaba varios meses fuera de su patria y la idea de vagabundear solo por otra ciudad extranjera le abrumaba, pues ansiaba ver algún rostro conocido. Por lo que sabía, en Atenas sólo había uno: el del amigo de su infancia Aristóteles. Así, al llegar a la plaza del mercado, preguntó dónde estaba la escuela del filósofo Platón.
—Ah, sí, pues estará a un cuarto de hora fuera de las murallas. Sigue el camino hasta llegar al jardín de la Academia; no tiene pérdida. ¿Vas a inscribirte en ella, joven, para volver a tu país dentro de un par de años y derrocar al gobierno?
Al viejo cantero a quien se había dirigido parecía divertirle enormemente la idea, y dejó las herramientas sobre el trozo de columna que trabajaba para reír más a gusto su gracia.
—¿Enseñan política allí? —inquirió Filipo, cuando el hombre cesó en sus carcajadas—. No tenía yo entendido eso.
—Es una escuela de traición y blasfemia, según dicen —replicó el cantero, enjugándose los ojos. Lo había dicho sin reticencia alguna—. Pero no sé yo… Conocí a Sócrates, de quien Platón se dice discípulo, porque tenía su caseta aquí mismo, cerca de la mía, cuando yo era aprendiz de mi padre, y no vi yo nunca en él nada peligroso, aunque sí que era perezoso y mal trabajador. Los capiteles que esculpía siempre le salían algo torcidos, pero eso no es prueba de que un hombre sea malhechor. Fue después de la guerra con Esparta cuando le hicieron beber la cicuta. Tiempos de intolerancia, en los que los locos que se complacen en oír su propia voz corren peligro.
Filipo le dio las gracias y tomó en dirección a la puerta principal de las murallas. No acababa de saber qué le había impresionado más, que en Atenas ejecutasen a los filósofos o que se molestasen en preocuparse por esos asuntos. Cierto que no había muchas ciudades en las que un simple obrero supiera indicar el camino de la casa del sabio más famoso. No era de extrañar que Aristóteles tuviese tantas ganas de vivir en Atenas.
El camino que se adentraba en el campo era recto y estaba muy transitado, y el finísimo polvo que en seguida cubría los pies era consecuencia de los miles de carretas de bueyes que por él circularían. Apenas era media mañana y ya el sol quemaba en la nuca, y pensó en si Aristóteles tendría un buen jarro de vino, o a lo mejor los filósofos no notaban el calor.
El jardín de la Academia era un agradable lugar. Las moscas zumbaban a la sombra de unos plátanos plantados en filas rectas, ya bien crecidos y con las ramas entrelazadas formando tupido dosel; había por doquier grupos de dos o tres personas y hasta algunos de diez o quince alumnos, sentados a los pies de los profesores y tomando nota de lo que decían en tablillas de cera. Un murmullo de voces lo invadía todo.
Dio con Aristóteles sin necesidad de preguntar: estaba sentado apoyado en un tronco, leyendo un rollo. El filósofo alzó la vista al oír su nombre sin acusar sorpresa alguna.
—Tuve carta de mi padre diciendo que te habían enviado a Tebas de rehén —dijo, poniéndose en pie, con el rollo colgando de la mano de modo que su extremo casi rozaba el suelo—. A juzgar por tu presencia aquí, no debe ser muy estricto tu cautiverio.
—No, no lo es. Ni siquiera es cautiverio. Podría regresar mañana mismo a Macedonia y los tebanos simplemente me recriminarían mi precipitación, deseándome buen viaje. Son todos muy amables, y Pammenes, que ha venido aquí por asuntos diplomáticos, me invitó a hacer el viaje con él.
—¿Pammenes? —dijo Aristóteles, mostrando cierta admiración—. Me gustaría conocerle, si es posible. Aquí tenemos buen concepto de los oligarcas tebanos, y Platón los pone como modelo de gobernantes ilustrados y desinteresados… tan sólo lamenta que no presten más atención a la filosofía.
—¿Es necesaria la filosofía para un gobernante?
—Eso dice Platón. Ven que te lo presente. Siente debilidad por la realeza y, siendo tú príncipe, a lo mejor nos invita a almorzar. Ya verás cómo te parece entretenido…
Sí que era entretenido. Hombre que ya había cumplido los sesenta años, Platón tenía el pelo blanco, era de actitud afeminada y de sensual gordura. El criado que estaba de pie a su lado junto a la mesa y mantenía llena su copa de vino tendría unos doce años y, de vez en cuando, sin dejar de perorar sobre Sócrates, el ideal de la bondad o las ingratitudes con que le habían pagado sus discípulos, el gran filósofo pasaba descuidadamente las manos por los hombros y el cuello del muchacho. Pese a aquella pequeña distracción, su charla, desgranada en el tono ronroneante de quien ha satisfecho todas las pasiones, era fascinante.
—Va contra todo principio de razón que un gobierno que está a merced de los elementos más ruines de la sociedad alcance coherencia de propósitos y dignidad de expresión. Ni los mejores hombres pueden hacer oro del barro apretándolo entre las manos, y de igual manera hasta los más desinteresados patriotas se ven con las manos atadas y caen en la corrupción convirtiéndose en agentes del gobierno de la canalla. Sólo se alcanza una política racional ideal confiriendo la autoridad en un solo individuo: un rey filósofo. La democracia ha sido una maldición para los griegos y más para los atenienses, que condenaron a mi maestro Sócrates por el simple hecho de ser incapaces de entender la complejidad de su pensamiento. Mi querido príncipe, pon un poco de miel en los higos y verás cómo su sabor mejora enormemente.
—Pero, maestro, ¿no es todo gobierno expresión de la naturaleza humana y, por lo tanto, no hemos de ser indiferentes a su forma? —inquirió Aristóteles, con un esbozo de maliciosa sonrisa—. Tu propia experiencia con Dión de Siracusa…
A un buen observador no se le habría escapado la breve mirada entre discípulo y maestro, un levísimo brillo de indignación en los ojos de éste, que inmediatamente se apagó ahogado por una carcajada y un gesto despectivo de la mano, y Filipo comprendió, con aquel leve estremecimiento que siempre acompaña en nuestro espíritu cualquier cambio apreciativo de lo conocido, que Platón, pese a su edad y gran fama, sentía cierto temor ante Aristóteles y que éste se percataba de ello. Y al mismo tiempo, le decepcionó el hecho de sentirse sorprendido. Platón debía saber que el hijo del físico de Pela era su discípulo más dotado y, en un ambiente en que lo que más contaba era la agilidad mental, ¿cómo no iba a tener algo de prevención?
—Ah, sí, aquel miserable… ¡qué decepción! —exclamó Platón, suspirando como un actor en una tragedia mediocre, consolándose con un sorbo de vino y una mirada al criadito—. Hablaba en puridad del gobierno ideal. Un tirano puede ser listo o tonto, virtuoso o malvado, una bendición para sus subditos o una maldición. Todo es posible, incluso la perfección. Sin embargo, la democracia es siempre, necesariamente, una catástrofe. Atenas es ahora igual que los que la gobiernan y nuestra política ha adquirido la naturaleza de la esposa de un portero… codiciosa, pendenciera, ruin y contradictoria. Nuestros aliados y nuestros enemigos tienen en común el odio que sienten por nosotros y de todo eso hemos de dar las gracias a la democracia.
Cuando terminaron de almorzar, Filipo convenció a Aristóteles para que le acompañase a ver el templo de Atenea en la Acrópolis.
—Llevo en Atenas medio año y aún no lo he visto —comentó Aristóteles ya en el camino que conducía a la ciudad—. No conozco muy bien las ideas de Platón respecto a los dioses, pero, desde luego, en la Academia no se fomentan las manifestaciones devotas. No obstante, tengo entendido que es un hermoso edificio. Además, la estatua de la diosa está considerada como la mejor escultura del mundo.
—Magnífico. Pues ofrendaré sacrificio a mi protectora y tú admirarás la armonía de proporciones de la imagen. Me parece que el placer estético y el temor religioso son simples aspectos de la actitud del espíritu ante lo divino, así que puede que la diosa no se sienta ofendida.
—Hablas ya como un alumno de Platón.
—¿Ah, sí? Será cosa del clima.
—¿Sabías que Arrideo está en Atenas?
Al oír el nombre de su hermanastro, Filipo sintió un estremecimiento que atribuyó a simple sorpresa.
—No —respondió—. No lo sabía. ¿Le has visto? ¿Está bien? —No le he visto, ni te aconsejo que lo hagas. Para regresar tranquilo a Macedonia lo mejor es no comprometerse en compañía de traidores declarados.
—Arrideo no es un traidor —replicó picado Filipo, asombrado por su airada reacción—. No se es traidor por buscar cobijo a salvo de las sospechas de nuestro regente. Sabes tan bien como yo que si no hubiese huido de Tolomeo le habrían implicado en el asesinato de Alejandro.
—Creo que he dicho que es un traidor declarado, no que le acuse de nada.
La expresión del rostro de Aristóteles daba a entender que le divertían las palabras de Filipo sin ofenderle, pese a que no fuese necesariamente preferible. Filipo pensó que lo mejor era hacer caso omiso.
—¿Cómo vive? —inquirió.
—Bastante bien, imagino —contestó Aristóteles encogiéndose de hombros, como si le molestase hablar de algo tan evidente—. Qué duda cabe de que tendrá sus protectores… Un príncipe extranjero siempre es una baza.
Al ver que Filipo ponía cara de perplejidad, Aristóteles sonrió y Filipo comprendió que iban a darle una lección de política enrevesada. No le hacía mucha gracia que su amigo se sintiera inclinado a tratarle como un patán inculto, procedente de una ciudad perdida del orbe, pero, aunque le veía venir, optó por callar para fruición de Aristóteles.
—Atenas tiene intereses en el Norte, una zona en la que Macedonia es una amenaza latente —comenzó diciendo, con voz sin duda copiada de algún maestro—. Posee colonias en la Calcídica y en Tracia, y ha de preocuparse constantemente por conservar el acceso al mar Negro. Mientras Macedonia sea débil y sufra disturbios, Atenas puede hacer su voluntad y la dinastía argeada no tendrá más remedio que ceder debido a las continuas conjuras y el asesinato de quien ocupa el trono. Por eso a Atenas le interesa tener a Arrideo de reserva y así contar con alguien que pueda poner en peligro la posición de Tolomeo… o del que le suceda. Un pretendiente es tan útil como un pequeño ejército y mucho más barato de mantener.
Miró a Filipo y volvió a sonreír.
—Por eso, al menos ahora, no está tan equivocado Tolomeo en sospechar que Arrideo traiciona, pues, aunque no ha hecho nada que amenace a la paz de Macedonia, sí que puede hacerlo.
Filipo sintió un leve vértigo en la boca del estómago. Era de pesar, y sabía que se le notaba. En aquel momento, y por primera vez en su vida, descubría que realmente detestaba a aquel Aristóteles que disfrutaba con su angustia. Se le pasaría aquella sensación y se disiparía su enfado, estaba seguro, pero no era óbice para que, en aquel momento, se sintiese tan profundamente afectado.
—No se es traidor por la fuerza de las circunstancias —fue lo único que atinó a decir.
—Permite que te haga una pregunta, Filipo; me tomaré esa libertad dado que nos conocemos de toda la vida —el comedimiento de Aristóteles era simple muestra de cierta compasión respetuosa, cual si comprendiese que con su cruel raciocinio hubiese incidido en algo rayano en la tragedia—. Si tú te hubieses visto obligado a huir por las intrigas de tus parientes, ¿te habrías puesto a disposición de los enemigos de Macedonia?
Viendo que no contestaba, el filósofo meneó la cabeza.
—No, creo que no. Tú, al menos, habrías preferido morirte de hambre al borde de un camino.
Mientras continuaban en silencio, pasaron junto a un grupo de esclavos, una fila de ocho o diez figuras esqueléticas que caminaba penosamente por la orilla del camino, sujetos a una cadena que pasaba por la argolla del collar que llevaban al cuello y se enganchaba a la parte trasera de una carreta cargada de piedras; al pescante iba un hombre fornido, y detrás de los esclavos marchaba un guardián que no parecía tener gran necesidad del látigo que llevaba en la mano. Aquellos seres daban pena y hacía tiempo que habían renunciado a la posibilidad de rebelión.
—Esclavos urbanos —comentó Aristóteles, como contestando a una pregunta—. Se nota por el modo en que tienen cortada la parte de arriba de la oreja.
—Serán posiblemente prisioneros de guerra cuya familia no pudo pagar el rescate. Qué absurdo destino ser víctima de semejante destino por el solo delito de ser del bando de los vencidos.
—Eres demasiado compasivo, Filipo. Y más para ser príncipe. Un esclavo no es más que una herramienta con vida.
—¿Y un exiliado, qué es? Esos hombres, seguramente lucharon por su país, mientras que Arrideo ni siquiera tiene eso que dignifique su condición de perdedor.