Capítulo 17

—Así que tu madre me dice que no has podido esperar a que te busque esposo. ¿De cuánto estás, muchacha?

Arsinoe se puso encendida como una amapola de rabia y de vergüenza. No podía soportar aquella sonrisita de la reina Eurídice que, sentada y con las manos en el regazo, aguardaba a que contestase. Por tal motivo, y otros muchos, no quería mirarla y mantenía los ojos fijos en el suelo.

No era lo que ella esperaba cuando había acudido a su madre, sin saber qué hacer ni a qué atenerse. Llorar, quizás. O maldiciones a sus espaldas cuando la echaran de casa. Pero, desde luego, no aquel rostro frío e impertérrito y aquel silencio glacial en el que sus súplicas quedaban ahogadas. Y, al final, aquella voz sin un ápice de lástima.

—Tendrás que hablar con la reina Eurídice, ya que Amintas era primo de tu abuelo y dices que el padre es hijo de ella. Que ella te lo arregle.

«Y dices que el padre es hijo de ella». ¡Cómo le había herido la frase!

Menos mal que la entrevista tenía lugar en la intimidad del salón privado de la reina; al menos así se evitaban las sonrisas y las burlas de la corte. De momento, al menos.

—Un poco más de dos meses, señora.

—¿Tanta exactitud? Me sorprendes.

—He tenido dos faltas, señora. Y mi señor Filipo marchó ocho días después de las dos lunas. La última vez que le vi fue la noche antes de su marcha.

—Una marcha muy conveniente, pues así no puede negar el acto… Mi hijo es muy joven, Arsinoe. ¿No has tenido ningún otro amante desde entonces? —No, señora.

—Pero hay otros antes que él.

Ni siquiera le daba tono de pregunta. Arsinoe alzó tímidamente la vista e inmediatamente se dio cuenta de que para aquella mujer no existían secretos. La reina Eurídice lo sabía todo. Su propia madre podría haberlo sospechado, pero la reina Eurídice lo sabía. El modo en que la miraba no dejaba lugar a dudas.

—Uno sólo, señora; pero no es el padre. —¿Cuánto hace de eso, hija mía?

La reina aumentó ligeramente la sonrisa y, con un sobresalto de sorpresa, Arsinoe comprendió que la había hecho delatarse. Claro, ¿qué puede una jovencita ante la astucia de una mujer madura?

Pero ya no podía mentir.

—Hace seis o siete meses, y sólo una vez. No soy una ramera, señora.

Miraba a aquella mujer con profundo odio. Todos sabían que la reina había estado engañando al anciano rey desde años antes de que muriese, y muchos decían que le había matado ayudada por el señor Tolomeo, ¿qué eran sus pecadillos comparado con aquello? Sin embargo, era la reina Eurídice quien juzgaba y dictaminaba como si hablase la propia Hera.

—Claro que no, hija mía. Si dices que no eres una puta, pues no lo eres. Pero se me perdonará si no acabo de convencerme de que lo que llevas en las entrañas es obra de mi hijo.

—Pero sois pariente…

Arsinoe aguardó durante el silencio que siguió, incapaz de dominar la sensación que la invadía de que ya poco importaba lo que fuese de ella. Su suerte estaba echada… había pensado en que habría podido ser la esposa de Filipo, pero había perdido. Esposa de Filipo…

Los ojos de la reina Eurídice brillaron de perversa alegría. ¿Por qué le complacía tanto aquel asunto? ¿De quién se imaginaba estar destruyendo la felicidad?

Sí, mucho odiaba a su hijo.

—Sí, somos parientes y no puedo consentir tu desgracia —dijo la madre de su amante, irguiéndose como un gato que se estira al sol—. Tenemos que buscarte un marido para que tu hijo no sea bastardo. Tendrás un esposo, aunque no como el que tú deseabas. No uno que halague tu vanidad como lo habría hecho mi hijo.

Como rey, Pérdicas tenía que ser padrino de la boda de su primo, pero, afortunadamente, con su presencia bastaba. No había nada de placentero en aquel deber de familia, aparte de que antes de que le dijeran que iba a casarse con Lukio, la existencia de Arsinoe casi no había contado para él.

Lukio, pese a ser un buey y tonto, era buen amigo de Tolomeo y más ahora que el regente le había encontrado una esposa que tenía menos de la mitad de sus años. Era casi vergonzosa la gratitud del hombre por su lascivia y era espantoso ver cómo sobaba a la muchacha durante el banquete nupcial, acariciándola con codicia los hombros como si, concluida la ceremonia, no pudiera esperar el momento de echársele encima. Ella lo soportaba todo con una calma que parecía insensibilidad. Casi inspiraba lástima.

—Mírale —musitó Tolomeo, inclinándose hacia Pérdicas, sentado a su lado, y llenándole la copa de vino—. Cuanto más bebido más enamoradizo… y es muy enamoradizo. La noche de bodas será divertida. Lástima no poder verlo.

Cada día que transcurría de su reinado, Pérdicas tenía más miedo a su padrastro, y más cuando éste se mostraba amistoso y confidencial. Era como ver a una serpiente ondulante, mostrando su hermosa piel.

—Tal vez lo veas —replicó Pérdicas en el tono más indiferente que fue capaz—. Fíjate, Lukio parece dispuesto a consumar el matrimonio en público.

El comentario provoco la risa de Tolomeo, que echó la cabeza hacia atrás y lanzó una sonora carcajada que hizo que se le saltaran las lágrimas. Tras lo cual, pasó el brazo por los hombros de Pérdicas para acercarle.

—Aún no lo sabe, pero la unión ya ha fructificado. La novia ya está preñada.

El regente rió de nuevo y al cesar, los dos vieron cómo el novio manoseaba un pecho a la novia y la besaba en el cuello.

—Parece ser que tu hermano ya había sembrado el campo.

—¡Qué! ¿Alejandro? —exclamó Pérdicas sinceramente asombrado—. No pensaba yo…

—No seas tan obtuso, hijo mío. Alejandro hace cuatro meses que ha muerto; el honor es de Filipo. —¿Filipo?

Tolomeo asintió gravemente, esbozando una sonrisa.

—Filipo. Se lo dijo ella a tu madre.

—¿Filipo? —en su momentánea confusión de emociones, Pérdicas no sabía si lo que predominaba era la sorpresa, la indignación o la envidia. Filipo era un año menor que él. ¿Por qué siempre Filipo…?—. ¿Y qué hará Lukio cuando se entere?

—A lo mejor, como Lukio es tan tonto, ella sabrá convencerle de que el niño nace antes de tiempo, pero si no, ¿qué puede hacer? —dijo el regente apartando a su hijastro y dándole una campechana palmada en la espalda—. A lo mejor le da por pegarle, pero no la repudiará a ella ni al mocoso. Tan tonto no es. Al fin y al cabo, yo le he concertado esta boda y nunca sabrá quién es el verdadero padre. No debe saberlo y no hará nada. De momento, Lukio se siente muy en deuda conmigo —añadió, riendo otra vez—. ¿Qué broma tan curiosa, no, hijo mío?

Pérdicas sintió en el acto un estremecimiento de terror que se le enroscaba en las entrañas como una serpiente. Aquel hombre engañaba por puro placer, pensó. Si engaña a su amigo, ¿cómo no va a engañar al hijo de su esposa? ¿Cómo no va a engañar al rey?

Hijo mío. ¿Qué podía importarle a un hombre como Tolomeo los derechos del parentesco y dinásticos?

Y en aquel momento vio con claridad meridiana lo que siempre había sabido pero no había querido ver; que Filipo tenía razón y que de un modo u otro era Tolomeo el responsable del asesinato de Alejandro. Praxis no había sido más que el instrumento, y por eso había muerto sin tener tiempo de dar el nombre del cómplice.

Y antes de que sea mayor de edad y le prive de la regencia me matará.

Su propia vida se le escapaba entre los dedos como granos de arena. Soy hombre muerto, pensó.

La noche de bodas de Arsinoe fue, al menos en ciertos aspectos, menos horrenda de lo que había imaginado. Cuando les llevaron a la cámara nupcial, el novio estaba demasiado beodo para reclamar sus derechos conyugales; de hecho, tuvo que ayudarle a acostarse e inmediatamente se quedó dormido, agarrándole un pecho con su mano blandengue y echándole vahos etílicos en la cara. Pese al fracaso, por la mañana se despertó muy contento y alardeó ante sus amigos, que le esperaban para desayunar, diciéndoles que perdonasen porque los grititos de placer de la novia les hubieran molestado aquella noche. Y parecía creérselo.

La segunda noche y la siguiente no la tocó, sin dar explicación alguna por su falta de interés, pero la cuarta noche sí que mostró suficiente entereza masculina para penetrarla y quedarse acto seguido profundamente dormido. No tardaría Arsinoe en comprobar que la práctica de su deber conyugal ejercía siempre dicho efecto en Lukio, que en seguida comenzaba a roncar sin haberse bajado de ella.

No tardó en tratar a su marido con indiferencia. Se dice que la costumbre es madre de la tolerancia, y su manera de hacer el amor, que al menos tenía la virtud de la brevedad, al cabo de un tiempo le resultó tan sólo un poco desagradable. Además, era demasiado viejo y le gustaba mucho el vino para poder ser ardiente, y Arsinoe vio que no la molestaba más que una o dos veces al mes. El resto del tiempo, apenas le veía.

No obstante, era muy desgraciada. La amargura la devoraba, envenenando cada hora de sus días. Filipo la había abandonado y su familia había urdido aquel absurdo matrimonio, en parte para acallar a su madre y en parte —de eso estaba segura— a guisa de broma de mal gusto. Los odiaba a todos, pero a Filipo más que a nadie. A veces deseaba que Lukio no fuese tan blandengue para haberle dicho la verdad y que él se vengase. Aunque la hubiese matado, habría valido la pena morir sabiendo que luego moriría Filipo. Pero estaba casada con un memo tolerante que además debía ser un cobarde, y, por eso, cuando transcurrió un mes y consideró necesario decirle que estaba encinta, no se molestó en desengañarle de que fuera obra suya.

—Cuánto me satisface —dijo él—. Si nace y es niño, le pondremos el nombre del regente, artífice de nuestra felicidad.

Y no comprendió por qué Arsinoe palideció y salió del cuarto.

Había comenzado el invierno y en las llanuras al norte de Pela la alta hierba, agostada hacía tiempo, se cubrió con un palmo de nieve. Aquel año había habido abundancia de caza y el regente y su séquito habían salido casi todos los días.

Generalmente, no regresaban hasta el anochecer, momento en que entraban en el patio de palacio, manchados de sangre y dando voces, y Tolomeo mandaba llamar al mayordomo para hablar de los preparativos del banquete de la noche y, a veces, para mostrarle algún magnífico venado que había abatido. Siempre que volvía de caza, Tolomeo, que actuaba de dueño y señor como si fuese el mismo rey, solía estar de buen humor.

Pero aquel día no. No pasaría de una hora de mediodía cuando el regente, acompañado tan sólo por un reducido grupo, cruzó la puerta de la ciudad. Aunque lucía un buen sol invernal, cabalgaba bien abrigado con la capa.

Glaukón, como mayordomo real, no faltaba nunca en palacio al regreso del regente de sus cacerías, pero aquel día, como había vuelto tan inesperadamente pronto, no llegó a tiempo de presentarle sus respetos. Poco importaba, pues Tolomeo pasó intempestivamente a su lado por el patio sin siquiera advertir su presencia.

—¿Qué sucede? ¿Se encuentra mal?

No había ninguno de los habituales compañeros, sólo unos mozos de cuadra que atendían los caballos y Gerón el encargado, por eso Glaukón se dirigió a él.

—No es que se encuentre mal —contestó Gerón, meneando la cabeza—. Sólo está asustado, y es comprensible porque le ha sucedido una cosa extraña.

—¿El qué?

Y lo que Gerón contó era realmente extraño. Por lo visto, una enorme lechuza había bajado volando cuando estaban de cara al sol, ensombreciendo, al acercarse, la cara del regente para acto seguido remontar el vuelo.

—Voló tres veces en círculo sobre el señor Tolomeo, lanzó un horrible grito, como una maldición diabólica y desapareció volando. Un maléfico presagio.

—Quizás no —dijo Glaukón, frunciendo el ceño y desmintiendo con ello su propia afirmación—. Al príncipe Filipo le sucedió igual hace poco más de un año. La lechuza le hizo incluso un corte en la mejilla con las garras y desde entonces ha superado incontables peligros. Quizás sea también en este caso una bendición de los dioses.

—Yo creo que no —dijo Gerón, abriendo la mano izquierda. En la palma tenía un trozo de bronce pulimentado roto por el extremo más ancho y aguzado por el otro—. Llevaba esto en las garras y, antes de remontar el vuelo, lo dejó caer entre las patas del caballo del señor Tolomeo.

—¿Y eso qué es?

—La punta de una lanza de caza —respondió Gerón, mirando en derredor, como asegurándose de que no le oía nadie—. No voy a decírselo a nadie más, Glaukón, mas nosotros servimos en palacio desde que éramos niños… Para mí, que el señor Tolomeo ha recibido la advertencia de que su muerte está próxima. Y creo que él así lo interpreta.

Glaukón se contentó con poner cara de no haber comprendido, haciendo como si pensara en otra cosa.

—¿Qué caballo montaba hoy? —inquirió finalmente.

—Pues el del príncipe Filipo —contestó Gerón, con un gesto por el que era difícil determinar qué le asombraba más, si la pregunta o las posibles consecuencias—. El gran corcel negro.

Alastor.

—Sí, Alastor. El mismo caballo que montaba Filipo cuando…

—Exacto. ¿Y qué hizo el animal? ¿Se asustó también?

—Pues es lo que esperábamos, pero no. El caballo se quedó quieto y alerta, como si lo entendiera todo.

—Exactamente —añadió Glaukón, como para sus adentros.

Se dio la vuelta y se dirigió hacia las puertas del recinto de palacio y, aunque el encargado de las cuadras le gritó algo, no pareció oírle.

Al llegar a su casa, Glaukón se sentó junto al fuego en el escabel de Alcmena, que, desde que ella había muerto, usaba cuando tenía preocupaciones, y allí estuvo un cuarto de hora sin apenas moverse.

—¿Qué se proponen los dioses? —balbució al fin, y fue como si le despertase el sonido de su propia voz. Se levantó y fue al antiguo cuarto de Filipo.

Cuando el príncipe se había visto obligado a partir por segunda vez al exilio, apenas había tenido tiempo de coger algo de ropa, por lo que todas sus demás cosas seguían en aquella habitación, guardadas en un arca a los pies de la cama. Glaukón levantó la tapa y sacó la gruesa capa que llevaba Filipo a su regreso del país de los ilirios.

Se la echó al brazo y salió del cuarto. A aquella hora, las cuadras estaban casi desiertas; no habría más que seis o siete caballos y no se veía ningún mozo. Aunque, en cualquier caso, nadie habría impedido la entrada al mayordomo real.

Oyó al corcel antes de verle; un relincho suave, nervioso, más aviso que amenaza. Alastor estaba en el último establo, tras una puerta que parecía haber sido reforzada en fecha reciente; no cabía duda de que era un animal al que los mozos trataban con suma prevención.

El corcel negro puso los ojos en blanco al ver a Glaukón, infló los belfos amenazador e inmediatamente sonó una coz que hizo temblar la gruesa puerta de madera como si fuera de paja.

Como servidor que era de la casa real, Glaukón había vivido siempre rodeado de caballos; de niño había sido mozo de cuadra y había jugado en aquellas mismas dependencias, corriendo entre las patas de los corceles de guerra como si fuesen simples e inofensivas patas de mesa. Los caballos eran para él unos seres conocidos que no le daban miedo y a los que no tenía la menor aprensión. Salvo al corcel negro de Filipo.

El caballo relinchaba con un barboteo seco y profundo preñado de amenazas; Glaukón veía sus potentes músculos tensarse nerviosos bajo el negro pelaje, y notó que el miedo le atenazaba la garganta. No había realmente peligro, pues el animal se hallaba en un establo de troncos de roble gruesos como un brazo, pero daba pavor. Hay seres que, lo mismo que sucede con ciertos hombres, tienen un nimbo amenazador.

Llevaba al brazo la capa de Filipo que había cogido del arca; la echó sobre la puerta y retrocedió un paso.

El efecto fue inmediato: Alastor se calmó y se acercó a olerla.

—Así que te acuerdas de él —dijo Glaukón—. Recuerdas a tu amo. No le has olvidado.

Sacó una manzana del bolsillo de la túnica y cortó un trozo con el puñal para dárselo a comer en la mano al caballo, que se dejó acariciar el hocico.

—Algún día volverá. Y entonces veremos cómo se cumple la voluntad de los dioses.