Filipo vio en seguida que su amistad con Filoxeno no iba a durar mucho. Casi todos los macedonios que había en Tebas procedían de familias partidarias de Tolomeo —al fin y al cabo, el tiempo empleado como rehén diplomático se consideraba un capítulo importante en la vida de un joven— y ninguno de ellos ignoraba la hostilidad de Filipo hacia el regente. Además, nadie podía tener la seguridad de que la regencia no fuese el preludio de otro magnicidio a fin de hacerse proclamar rey. Por ambos motivos, se consideraba prudente adoptar una actitud de sutil animadversión hacia el hermano del rey. Para Filoxeno, que nunca había descollado por su originalidad, no fue más que simple cuestión de seguir aquella corriente que únicamente él habría podido disipar con su prestigio. Por ello, Filipo no tardó en comprobar que era más agradable pasar el tiempo con los tebanos que con sus compatriotas.
Lo cual no le apenó demasiado, ya que, aunque era príncipe, él nunca se había encontrado especialmente a gusto entre la aristocracia macedonia. Filipo prefería la compañía de soldados y mozos de cuadra, artesanos, mercaderes e intelectuales, hombres que, como en cierta ocasión le había comentado a su hermano Pérdicas, «sabían algo además de mondarse los dientes». Su madre siempre había dicho que esa tendencia a tener amigos humildes era consecuencia de haber sido criado en casa del mayordomo de palacio, y puede que no estuviera muy descaminada, pero él era de una inteligencia inquieta y aguda y no se complacía en la presumida contemplación de su linaje; él quería entender el mundo y las artes y aprendía en donde podía. En Macedonia había aprendido política y comercio por boca de su padre adoptivo Glaukón; el viejo Nicómaco le había enseñado rudimentos de medicina; de los albañiles, carpinteros y otros artesanos que trabajaban en los edificios reales había adquirido conocimientos de mecánica. Además de asimilar toda la poesía que le agradaba. En Tebas se dedicaba a aprender el arte de la guerra.
La temporada de campaña estaba en su apogeo, pero Tebas sufría el inconveniente de hallarse en paz en aquel momento, por lo que sus ejércitos desahogaban su feroz energía efectuando arduas maniobras en las llanuras de Beocia, ejercicios que poco se diferenciaban de la guerra, con la única salvedad de que no había bajas.
Filipo las observaba desde las murallas, ya que nadie se lo impedía y a Pammenes le divertía aquel interés del muchacho. Y llegó a conocer tan bien a los soldados que contemplaba, que ellos algunas veces compartían con él el rancho de mediodía, y él, sentado a sus pies, escuchaba los relatos que hacían de antiguas batallas.
Pero era la instrucción militar lo que le fascinaba. Al principio la observaba lleno de perplejidad, pues eran ejercicios de infantería y los macedonios eran un pueblo de jinetes, cuyas formaciones de infantería las constituía poco menos que una chusma; al contrario de los tebanos, que habían ganado guerras importantes con sus famosos hoplitas, reputados de ser los mejores soldados del mundo, por encima de los espartanos. Sí, Filipo tenía sumo interés en aprender el uso óptimo de las tropas de a pie.
Cierto día, descubrió que no estaba solo en su puesto preferido de observación, encima de la puerta de las murallas; no había oído subir a nadie por la estrecha escalera de piedra que desembocaba encima del arco, pero resultó que, al volverse, vio a sus espaldas a un hombre delgado con una cicatriz que le cruzaba desde la sien izquierda hasta la barba, ya un poco canosa. Fruncía su boca arrugada y sus ojos, que eran profundamente negros, parecían brillar de ira, pero Filipo comprendió inmediatamente que era un gesto habitual que no iba dirigido a él. Efectivamente, su mirada estaba fija en la llanura en donde el ejército al que Alejandro se había visto obligado a pedir la paz estaba dispuesto en tres largas columnas, cual tres dedos de una mano gigantesca.
—Me habían dicho que los macedonios tienen un espía entre nosotros —dijo, sin molestarse en mirar a Filipo—. Hasta este puesto de observación hay una buena subida… pero me he decidido a llegar hasta aquí para ver qué es lo que miras con tanto interés.
—Es que desde aquí se ve mejor la lógica del movimiento y las órdenes para el combate se vislumbran como si surgieran de la mente del comandante —contestó Filipo, que ya se había dado cuenta de con quien hablaba y estaba decidido a no dejarse amilanar—. ¿Por qué ha reforzado Epaminondas el ala izquierda con filas de cincuenta en fondo?
—Porque los espartanos siempre sitúan sus mejores tropas en la derecha para luego presionar en giro hacia el centro como una puerta que se abre y arrollar al enemigo. Quiero que se estrellen contra un muro y por eso refuerzo el ala izquierda.
Una especie de alegría iluminó el rostro del hombre que tres años antes había vencido a Cleómbroto en Leuctra.
—Pammenes me había advertido que plantearías sagaces preguntas. ¿Qué más quieres saber?
—Los que están en primera fila y en el centro del ala izquierda llevan uniforme distinto. ¿Quiénes son? —inquirió Filipo.
—Es el batallón sagrado —contestó el beotarca, entornando los ojos levemente como tratando de distinguir los rostros de aquellos guerreros—. Haces bien en observarlos, pues son la columna vertebral de nuestras fuerzas. Si ellos perecen, Tebas está perdida.
—Sagrado… ¿Por qué se llama así?
—Porque han jurado vencer o morir. Se les recluta en parejas de amantes y luchan hombro con hombro, por lo que su valor en combate es producto del arrojo con que defienden a quien les es más querido.
—Y no retroceden.
—Jamás lo han hecho.
—Tal valor podría ser un costoso lujo para un general.
Por un instante pareció que Epaminondas iba a molestarse, pero pareció cambiar de idea y se echó a reír.
—Puedo asegurar que haremos buena amistad, Filipo de Macedonia. Tienes el don poco frecuente de ver más allá de lo aparente —dijo el beotarca, poniéndole la mano en el hombro—. Sí, claro, tienes razón. Cuando el combate es adverso, es conveniente ceder y plantear batalla otro día. Sin embargo, es una conveniencia de la que los griegos casi siempre nos hemos valido muy liberalmente. Por eso digo que el batallón sagrado es nuestra «columna vertebral», pues aguanta y nos estimula a seguir su ejemplo. Se pierden muchas batallas por la impaciencia en arrancar una derrota de las fauces de la victoria.
Sus ojos volvieron a posarse en el ejército con gesto suave como una caricia, y durante un buen rato estuvo callado.
—¿Te gustaría bajar de este puesto de observación y ver de cerca cómo es el ejército tebano? —inquirió finalmente—. Lo primero que debe aprender un espía es que no hay secretos… salvo el secreto de los propios hombres.
Cuando descendían del adarve, las tropas habían roto filas y los soldados se habían sentado en el suelo; muchos habían puesto el escudo apoyado en las lanzas para hacerse un sombrajo y echar un sueño, y otros se dedicaban a arreglarse las correas de las sandalias, a afilarse las espadas cortas de punta ancha o a las mil y una tareas de la vida militar. Conforme Epaminondas, acompañado de Filipo, pasaba entre ellos, había quienes miraban al general con cara de aburrimiento, pero la mayoría hizo caso omiso. Le tenían muy visto.
—Supongo que el ejército macedonio es muy distinto —dijo Epaminondas, con un gesto que abarcaba todo el campo y sin el más leve indicio de sonrisa en sus labios, cual si estuviese enseñando una valiosa propiedad digna de codicia.
—Lo es; los macedonios son jinetes.
—Ah, sí, te comprendo —replicó el beocio, como divirtiéndose por haberle hecho contestar eso—. Pero la caballería es inútil contra tropas disciplinadas, y el suelo de Grecia es tan pedregoso, que los caballos se quedan cojos.
—Sí, pero la disciplina no es perfecta, aun en los ejércitos griegos, y me han dicho que Pelópidas utiliza muy acertadamente la caballería. Además, los caballos macedonios son más grandes.
Epaminondas reflexionó al respecto unos segundos y luego se agachó a coger uno de los pesados escudos de los hoplitas para dárselo a Filipo.
—Ten, cógela —dijo, tendiéndole también una lanza que era dos codos más larga que él—. Yendo a caballo, ¿cargarías contra un muro de soldados con esas armas? Ese escudo tiene cuatro capas de piel de buey, forradas con tiras de bronce y dispersa las flechas como el viento la paja, y pocos lanzadores de jabalina habrá que puedan perforarlo. ¿Cómo atacarías montado a caballo? ¿Cómo impedirías que te atravesaran con las lanzas?
Abochornado, Filipo metió el antebrazo izquierdo por las correas del escudo y lo sopesó. Herido en su amor propio, había osado replicar a uno de los mejores militares del mundo y ahora Epaminondas estaría pensando que era un novato con menos cerebro que un pavo real.
Desde luego, los que aguantaban un escudo así durante toda una batalla no eran alfeñiques.
—Comprendo —dijo, carraspeando para disimular su bochorno—. Una falange con guerreros así debe ser tan inexpugnable como una tortuga.
No acababa de entender por qué Epaminondas se reía.
—Joven Filipo de Macedonia, creo que tienes dotes de general, visto que en seguida has entendido lo que los espartanos llevan trescientos años sin comprender. Tan inexpugnable como una tortuga; eso es, e igual de lento.
Epaminondas fue muy explícito en cuanto a las limitaciones de la infantería hoplita:
—Sus armas son tan pesadas que, realmente, no pueden combatir más que en terreno liso, y todas las batallas que se recuerdan entre tropas griegas no han sido más que paradigmas de cómo uno de los bandos intenta arrollar al otro para deshacer su formación y hacerle huir. Apoderarse del campo de batalla era la única victoria a que un general podía aspirar, por lo difícil que resulta la persecución para unos soldados cargados con escudo y coraza. Y, en consecuencia, el enemigo era capaz de reagruparse y presentar batalla otro día; nada quedaba zanjado definitivamente y, por lo tanto, la situación siempre era ambigua; victoria y triunfo eran igual de hipotéticos. Como puedes fácilmente imaginarte, todo se reducía a una especie de juego de niños. Mientras que yo he consagrado toda mi vida a hacer de la guerra un instrumento decisivo.
»Un ejército no queda verdaderamente derrotado si no se le destruye, infligiéndole las suficientes bajas para que no vuelva a representar una amenaza. Y ahí es donde la infantería con armamento ligero demuestra su valía, pues esos soldados sí que pueden perseguir al enemigo, manteniendo la formación a la carrera para arrollar al adversario presa de pánico como una rueda de molino.
—¿Y no serviría mejor la caballería? —inquirió Filipo. Estaban cenando en casa de Pammenes y había bebido vino de sobra para recobrar ánimo.
Epaminondas frunció el ceño y Pammenes, que había guardado silencio durante casi toda la conversación, se echó a reír.
—Filipo, joven amigo, espera a que regrese Pelópidas del Norte para oír hablar de caballería —terció, cesando en su risa—. A Epaminondas le cuesta mucho admitir incluso que el caballo sea un buen animal de carga.
—No es cierto —replicó Epaminondas, cogiendo su copa y volviéndola a dejar sin llevársela a los labios. Era evidente que se esforzaba por no mostrarse ofendido, pero se notaba que lo estaba—. Pelópidas ha demostrado infinidad de veces que el papel de la caballería puede ser concluyente en el resultado de una batalla. Yo, que he luchado a su lado contra los espartanos, minimizaría sus logros menos que nadie.
—Te pido perdón, viejo camarada —dijo Pammenes, poniéndole una mano en el brazo—. No quería insinuar que…
—Lo sé.
Los dos hombres, que compartían la autoridad suprema en Tebas y en el seno de la liga de estados en que era hegemónica, se dieron la mano a través de la mesa en gesto de reconciliación que demostraba con mayor elocuencia que ninguna palabra su mutua confianza. Fue un momento fugaz, pero hizo estremecerse profundamente a Filipo de Macedonia, pues demostraba lo que era posible cuando la generosidad de espíritu sustituía a la ambición.
En Pela ya habrían llegado a las manos.
—No obstante —prosiguió Epaminondas—, creo que el mismo Pelópidas, si estuviera aquí, admitiría el papel preponderante de la infantería. La caballería puede desencadenar la ola de la victoria, pero actúa con muchas desventajas para ser poco más que una simple fuerza auxiliar.
Cogió la copa de vino y esta vez bebió de ella. Aún la tenía en la mano cuando un amago de ira contenida agitó su mano.
—Pero es evidente que lo pones en duda, príncipe.
Filipo se vio momentáneamente a salvo de dar una respuesta gracias a la risotada de Pammenes.
—Mi amigo Epaminondas cree que por haber vencido a los mejores ejércitos del mundo nadie tiene derecho a poner en duda sus criterios militares.
—A mí, como a cualquiera, ese convencimiento me parece totalmente justificado —replicó Filipo, mirando a Pammenes, pero atisbando con el rabillo del ojo una sonrisa en los labios de Epaminondas—. Y no soy tan novato ni tan necio como para cuestionar la estrategia de uno de los mejores generales del mundo. Lo que sucede es que me sorprende, pues la tradición en mi país es favorecer la caballería en detrimento de la infantería. Ojalá pudiese aprender…
Ahora era Epaminondas quien se echó a reír.
—Es bien evidente que los servicios de nuestro joven huésped a Macedonia serán tanto diplomáticos como militares —dijo, alargando el brazo y dando un campechano cachete en la cabeza a Filipo—. Muchacho, llevo ya años en este mundo para saber cuándo me adulan, pero bien demuestras tu prudencia tratando con cautela la vanidad de quienes tienen fama de grandeza.
El héroe de Leuctra sirvió con su propia mano la copa de Filipo, y cuando volvió a tomar la palabra lo hizo en el tono confidencial de un viejo amigo.
—Puede que con lo que digo esté propiciando un desastre para Tebas a unos diez o viente años vista; pero, pese a ello, lo único que hago es explicarte lo que con unos cuantos meses entre nosotros tú mismo descubrirías. Así que voy a exponerte la exacta relación entre infantería y caballería…
El calor del estío era insoportable en la llanura beocia y hacía temblar el aire. Se sentía el abrasador sol en la espalda como una carga, y alzar la vista hacia él era como recibir un mazazo. Las tropas se levantaban temprano para concluir el entrenamiento antes del mediodía, y a media tarde, en la ciudad de Tebas, toda la población estaba a resguardo de la menor sombra posible. Era una ciudad aletargada.
A Filipo le gustaba pasar el tiempo en una taberna llamada el Higo Amarillo; le agradaba porque no aguaban mucho el vino y porque a la dueña, una viuda que no tendría mucho más de veinte años, parecía gustarle coquetear con él, aparte de que allí gran parte de la clientela eran mercenarios.
Abundaban en Grecia los hombres sin otra profesión que el servicio de las armas, que combatían por el mejor postor. Eran hombres sin patria, prejuicios ni lealtades más que para sus comandantes, y, como sus vidas les llevaban por doquier —los había que habían luchado en las filas del rey de Persia, contra las tropas de sus propias ciudades—, no mostraban animadversión por los extranjeros.
Al joven Filipo le habían acogido con evidentes muestras de preferencia, dada su admiración por aquellos rudos soldados de infantería con polvo de mil caminos en sus sandalias, cual si las virtudes del guerrero fuesen las únicas que le importaran. Aparte de que le gustaba oír las historias que contaban. Y un soldado siempre agradece que escuchen sus relatos.
—… Jasón, con ése sí que valía la pena combatir —comentó Teseo, un musculoso etoliano de rostro como cuero, que había «seguido la lanza», como se decía, desde los quince años. Estaba abundando en su tema preferido: los méritos y deméritos de los distintos comandantes con los que había tenido el placer de guerrear—. Él siempre nos pagaba sin retraso. Los tiranos son los mejores patrones. Cuando supe que le habían asesinado, ofrecí un sacrificio de vino por el reposo de su espíritu. ¡Por los dioses, que le tenía afecto!
—Ya te vi. Estabas borracho de ese horroroso vino de Tassos que sabe a orines, y al salir a vomitar tiraste un odre. Todos convinimos en que fue un detalle enternecedor.
El grupo se echó a reír, incluso Gobrias, que era el mejor amigo de Teseo, quien también secundó las risas.
—Teseo es muy estrecho de mente —terció Gobrias—. La única virtud que ve en un general es que posea un buen tesoro.
—No hay otra —añadió Teseo, dando una palmada en la mesa con la mano, haciendo saltar las copas de vino.
—¿Y la indecisión?
Gobrias sonrió al ver que Teseo asentía con la cabeza a regañadientes. A diferencia de su amigo, era delgado y huesudo, con unos ojos que parecían perderse en las profundas órbitas.
—Sí —contestó Teseo, con aire de estar de acuerdo con lo evidente—, hay mucho que decir a favor de la indecisión. Un comandante que sabe lo que piensa, muchas veces vence o pierde en seguida y de una forma u otra te quedas sin trabajo. A mí me gusta la guerra prolongada con muchas treguas para poder gastarte los cuartos. ¡Por Afrodita calipigia, que si cayese en un combate con la bolsa llena de dracmas, sería bien lamentable!
—Los mejores generales son los políticos atenienses, que prefieren discutir a pelear y generalmente no saben lo que hacen.
—Pero hay que ser tonto para estar a sueldo de los atenienses. Dos de cada tres veces, esa asquerosa reunión que llaman asamblea no aprueba los fondos para la guerra y ya puedes echarle un galgo a tu dinero. ¡Qué asco de democracia!
Se oyó un murmullo general de asentimiento en aquel cuarto, en el que hacía tanto calor como en la calle, aparte de lo apretados que estaban todos. Filipo, que aún se hallaba relativamente sobrio, miró aquellos rostros con el gesto frío e impasible con que su amigo Aristóteles solía abrir ranas para medir la longitud de su intestino. Sabía que estaba aprendiendo cosas muy interesantes respecto a la necesidad de tener en cuenta las motivaciones de los soldados. Quizás si Alejandro las hubiese aprendido aún estaría con vida. O tal vez no, ya que, cuando menos, las motivaciones de los mercenarios son bien simples.
—¿Cómo es el ejército ateniense? —inquirió, cuando vio que ya no se hablaba más del tema y sus compañeros estaban a punto de caer en un confortable sopor.
—¿Que cómo es? —repitió Gobrias, mirándole fiero, cual si la pregunta fuese un insulto—. Muy distinto. Sobre todo, muy distinto a un ejército.
—Es como —terció Teseo— una solterona que defiende su virginidad… con poco entusiasmo e innecesariamente.
La agudeza tuvo tanto éxito, que el propio Teseo la rió más que nadie, y cuando terminó tuvo que enjugarse las lágrimas.
—Entonces, ¿cómo es que Atenas ha sobrevivido si casi siempre está en guerra con alguien? ¿Cómo es que los otros estados no la han vencido hace ya tiempo?
Los dos soldados se miraron mutuamente un instante y, al unísono, volvieron la vista hacia Filipo, que empezaba a pensar si no habría tocado un punto delicado.
—Atenas apenas necesita ejército —dijo por fin Teseo, en un tono rayano en la indignación—. Tiene sus barcos y uno de los mejores puertos del mundo, por lo que es imposible rendirla por hambre. Su riqueza proviene del comercio y no le resulta trágico ver sus campos arrasados. Aparte de que sus murallas no ceden fácilmente ya que sus ciudadanos las defienden con coraje. Los atenienses pueden permitirse el lujo de ser malos soldados.
—¿Tú has combatido alguna vez con un comandante ateniense?
—Filipo, ¿por qué preguntas tanto? —inquirió Gobrias, entornando los ojos antes de que le brillaran de indignación—. Vives en casa de Pammenes y te vemos con frecuencia con Epaminondas… ¿es que te han mandado a espiarnos?
—Ellos me acusan de espiar para los macedonios —contestó Filipo, sin poder evitar una sonrisa.
—Cosa que haces, naturalmente, siendo un macedonio.
—Naturalmente —añadió Filipo, encogiéndose de hombros, como diciendo: bien claro está.
—¿Y por qué pasas tanto tiempo con gamberros como nosotros?
Gobrias, ya no se mostraba suspicaz, sino curioso.
—Porque quiero aprender el arte militar —contestó Filipo—. Y porque, aunque las guerras se plantean en la cabeza de los generales, los combates se desarrollan en el suelo, y ahí suceden muchas cosas de las que Pammenes y Epaminondas no saben nada a pesar de su genialidad. O quizás las hayan olvidado. Perdonadme si he ofendido vuestra natural modestia, pero me da la impresión de que con los «gamberros» como vosotros se aprende tanto sobre la guerra como con el mejor general… aunque sea tebano.
Teseo se inclinó sobre la mesa para agarrarle de las orejas.
—Filipo, me encantas por lo listo que eres —dijo, dándole un burdo beso en la cabeza antes de soltarle—. Es una verdadera lástima que hayas nacido príncipe, porque tienes buena madera de mercenario.
Dicho lo cual, miró en derredor, como si en ese mismo instante reconociera dónde estaba.
—¡Madzos, so furcia! ¿Dónde está ese vino?
La dueña, que era bonita y bastante joven, salió de la trastienda con un ánfora que rezumaba agua por abajo de haber estado todo el día refrescándose en el pozo. Traía también la túnica mojada y se le pegaba a los pechos y al vientre de un modo que hacía la boca agua a los hombres. Sonrió a Filipo y dejó el ánfora en el centro de la mesa, al tiempo que le rozaba el hombro con la cadera.
Todos contemplaron arrobados sus pasos de regreso a la trastienda.
—¡Qué tetas! —musitó Gobrias en tono admirativo—. Tiene unos pezoncillos duros y afilados como punta de lanza. Seguro que hay que tener cuidado de no pincharse.
—Voluntario para el riesgo —dijo Teseo con un profundo suspiro, volviendo a centrar la atención en Filipo—. Le gustas tú —añadió, con aire de hacer un descubrimiento—. Lo que daría por estar en tu lugar… si hubiera tenido la suerte de que yo le gustara, habría dejado las armas. Me quedaría aquí en Tebas y dedicaría mis energías al vino y a ese precioso trasero.
—No son dos cosas muy compatibles —terció Gobrias—. No es fácil mantener la daga enhiesta con un odre de vino en el cuerpo. Déjasela a Filipo.
—Sí, pero él es príncipe y encontrará mejor manera de pasar su vida que en brazos de una moza de taberna.
—¿Qué mejor manera? No hay mejor manera.
Todos se echaron a reír, menos Filipo, que enrojeció como una amapola, cuál si aún sintiese el contacto de la carne de Madzos contra la suya.
Y en aquel momento recordó la dulzura de otras caricias y sus propias palabras, balbucidas en la oscuridad… «Quisiera estar siempre así. Nunca te dejaré».