Capítulo 15

Como regente de un rey menor de edad que casi temía mirarle a la cara, Tolomeo gozaba de toda la autoridad de un soberano. Era sumo sacerdote y oficiaba los ritos sacrificiales diaríos que garantizaban la seguridad de la nación; era comandante del ejército en caso de guerra, y, en los juicios por traición ante la asamblea, él era el único con poder para acusar, aparte de que en asuntos de menor importancia era el único juez. No obstante, sus enemigos no habían cometido delitos que pudiesen incluirse en la más elástica definición de traición; Macedonia estaba en paz y los ritos religiosos le aburrían. Había robado la esposa a Amintas y matado a su hijo; había usurpado la corona, satisfaciendo su ambición de treinta años tan sólo para darse cuenta de que su logro era en vano y que vengarse de los muertos hedía a carroña. De no haber sido por Filipo habría perdido todo interés.

Filipo era el único temor pendiente y sólo el temor le recordaba la dulzura de la existencia. Pero Filipo estaba lejos.

Filipo a la escucha de Pelópidas. Sólo de pensarlo, Tolomeo sentía que algo le roía las entrañas como si fuese un zorro que escarba su madriguera. De todos modos, nada de lo que Filipo pudiera contar en Tebas era ni la mitad de peligroso que lo que había dicho en Pela; al regente le bastaba mirar a Pérdicas a la cara para ver que apartaba la mirada como si se muriese de vergüenza y darse cuenta de que el rey, en lo más profundo de su ser, sabía que Filipo estaba en lo cierto. Enviarle a Tebas había sido lo mejor; seis meses más en Macedonia, y se habría visto obligado a asesinarle. Era demasiado peligroso tener a Filipo en el país.

No obstante, era curioso cómo le echaba de menos. Cuando el muchacho había girado sobre sus talones para marchar al exilio, Tolomeo había experimentado algo parecido a una derrota. Era humillante sentir tal temor ante un simple muchacho, y mucho peor experimentarlo casi como un placer sensual.

Por eso quizás no fuese por pura casualidad que una tarde, aproximadamente una semana después de la marcha de Filipo, al regresar de una jornada de caza y salir de las cuadras reales, Tolomeo se detuvo a oír las coces de un gran corcel negro que intentaba derribar la puerta del establo.

—Debe ser el caballo del príncipe Filipo, mi señor —le dijo el jefe de cuadras—. Es nervioso como un demonio y nota la falta de ejercicio desde que el príncipe volvió a salir de viaje.

—¿Y por qué no lo saca a pasear algún mozo?

El jefe de cuadras se echó a reír. Era un hombre alto y desgarbado con una especie de cicatriz nudosa en el pómulo izquierdo que tenía desde los catorce años, cuando el caballo de guerra del rey Amintas había intentado partirle la crisma.

—No hay nadie tan loco que ose arriesgar su vida en ese animal, señor —contestó, meneando la cabeza y riendo otra vez—. No deja que se le acerque nadie. Y eso que con el príncipe era más dócil que un cachorro… yo he visto cómo comía en su mano trozos de manzana; pero no reconoce ningún otro amo. El que intente montarle se juega la vida.

—¿Cómo se llama el caballo?

Alastor, mi señor.

El sol del atardecer entraba por las puertas de las cuadras y el aire estaba cargado de olor a heno fresco y sudor de caballo. Tolomeo había tenido buena cacería y llevaba los brazos manchados de sangre de venado; se sentía cansado, pero era como el cansancio que se siente en la juventud: señal de reservas de energía.

Alastor. Era muy propio de Filipo poner el nombre de una de las Furias a su caballo. Casi un desafío.

—Mañana le sacaremos —dijo Tolomeo, casi sorprendiéndose de sus palabras—. Es una pena dejar en el establo tan buen corcel… Le montaré mañana cuando el mío se haya cansado.

—Mi señor, yo…

—Le montaré, Gerón. Encárgate de que esté preparado.

—Sí, mi señor.

Al hacer la reverencia, el rostro del servidor se ensombreció, cual si se viese obligado a cometer un sacrilegio.

En la luz glauca del amanecer, viendo cómo los mozos de cuadra montados sacaban al patio al gran corcel —le llevaban sujeto con dos sogas y entre dos caballos castrados para apaciguarle— Tolomeo tuvo un momento de duda. «Es un caballo asesino», musitó para sus adentros. Pero, igual que la sombra de un pájaro al vuelo que surca rauda el suelo, la idea se desvaneció de su mente. Sólo perduró un leve recuerdo desapacible y medroso.

No, no esperaría, pues el miedo es una carga que en seguida doblega.

—Gerón, en cuanto salgamos de la ciudad, en donde no me pueda golpear contra un muro, te encargas de mi caballo que yo montaré el del príncipe Filipo.

El jefe de cuadras no dijo nada, pero frunció el ceño.

Nada más desmontar Tolomeo, los mozos saltaron de los caballos castrados y comenzaron a tensar las sogas hasta el suelo para que el corcel negro no pudiera alzar la cabeza; luego, Gerón se llegó a él con el bocado de doma que sólo se usaba con los caballos más cerriles, un terrible artefacto de hierro forjado que rajaba las fauces del animal que quisiera resistírsele, y se la pasó a Alastor por la cabeza. Tras lo cual, volvió a donde aguardaba el regente.

—Es una bestia que aprovechará cualquier descuido, mi señor. No seáis complaciente y enseñadle en seguida que sois el amo.

—Buen consejo.

Tolomeo esbozó una leve sonrisa, indicio de lo ofendido que se sentía, y el jefe de cuadras le dirigió una medrosa reverencia.

—Gerón, mi padre me puso sobre un caballo antes de que supiera andar y, cuando aún no había cumplido diecisiete años, mandaba el ala derecha de la caballería real. No es más que un caballo con exceso de fuego en la sangre. Lo dominaré.

—No quería ofender, mi señor.

—Y no me he ofendido —replicó, dejando de sonreír—. Cuando esté a horcajadas, que vuelvan a montar tus mozos, pero que mantengan las cuerdas tensas. Creo que es mejor dejarle que se vaya acostumbrando a mi peso para irle enseñando con el bocado.

—Como mandéis, mi señor.

Sabía perfectamente lo que el criado pensaba: Filipo había montado la primera vez aquel caballo sujeto por un solo mozo con una cuerda, y se decía que el caballo respondía a un simple susurro suyo y a la presión de las rodillas en los flancos, pero Tolomeo no era tan intrépido como para arriesgar innecesariamente su vida. Si podía dominar al animal ya era un buen triunfo.

Al principio, al sentir el bocado, el caballo se mostró nervioso y asustado y coceó a los dos castrados. Sin embargo, se fue calmando poco a poco y el regente pudo acercársele.

Tolomeo había vivido siempre entre caballos y conocía la increíble gama de emociones que eran capaces de expresar; por eso, comprendió que el profundo relincho que lanzó Alastor no significaba miedo sino más bien algo parecido a resentimiento contenido.

¿Se resentiría un caballo por una ofensa? Eso parecía, pues se habría dicho que el caballo de Filipo se ofendía al ver que otro pretendía domeñar su voluntad. Tolomeo sintió casi alegría.

—No sé qué haría Filipo para dominarte —musitó, poniendo suavemente la mano en el cuello del corcel—, pero me imagino que esta vez la fuerza bastará. Yo no soy un muchacho que aguante tus caprichos.

Alastor puso los ojos en blanco y apartó la cabeza, pero con extraña calma.

Tolomeo se agarró a manos llenas de las crines y montó de un salto. Cuando estuvo bien a horcajadas, cogió las riendas y dio un fuerte tirón hacia arriba, al cual el corcel respondió con un bramido de dolor.

—¿Nos entendemos bien ahora?

Los mozos se pusieron a caballo a ambos lados, Tolomeo taloneó los flancos de Alastor y el corcel salió disparado.

No se sometía fácilmente; luchaba con el bocado y el jinete, encabritándose y manoteando en el vacío, pero al final, cuando, con la boca sangrante, el menor tirón de las riendas le hundía el bocado en carne viva, tuvo que rendirse.

Al cabo de media hora, Tolomeo decidió que los mozos soltaran las cuerdas para cabalgar solo, y al cabo de unos minutos ponía al corcel al trote y luego a medio galope, sintiendo por primera vez la formidable potencia del animal.

Al final, cuando cobró confianza en el dominio, lo puso a galope tendido y se lanzó a una carrera tan desenfrenada que el paisaje desfilaba borroso como un torbellino.

En el último momento, Alastor respondió al freno y aminoró hasta un dócil trote.

Tolomeo volvió la cabeza hacia los servidores.

—Llevadle a las cuadras —dijo, desmontando de un salto y entregando las riendas a Gerón. Alastor chorreaba sudor y bajo la piel de sus flancos se notaban sus músculos temblorosos—. Que reflexione sobre la lección de hoy. Volveré a montarle antes de que la haya olvidado, pero hoy tiene la boca demasiado castigada para participar en la cacería.

Volvió a montar en su caballo y se alejó complacido.

Cuando regresaba de cazar, a Tolomeo le gustaba tomar una copa de vino y algo de fruta y echar una cabezada de media hora. Siempre se despertaba de buen humor, pero había comprobado a lo largo de los años que el grosero compañerismo con otros hombres embotaba su alegría, y prefería pasar las horas que precedían a las francachelas nocturnas con los compañeros del rey solo o en compañía de mujeres. Eurídice, cuando quería, era agradable compañía y su orgullo no le permitía aprovecharse de su buen humor para pedirle favores. Así, la tarde solía pasarla con su esposa.

Pero aquel día, después del episodio con el corcel negro de Filipo —su hijo— se sentía extrañamente remiso a estar con ella. No habría podido decir por qué, ni él mismo se lo explicaba, pero el caso es que no le gustó nada, tras el breve sueño habitual, encontrársela ante él con una de aquellas enigmáticas sonrisas que siempre eran como reflejo de alguna duda que se hubiera esforzado en ahogar en su pecho.

Y al instante supo, nada más verle la cara, que le habían contado algo. Era de esperar; para la esposa del regente no había secretos.

—¿Qué hora es? —inquirió, restregándose exageradamente los ojos, pensando en por qué se molestaría en fingir semejantes menudencias y sintiéndose avergonzado.

—Está anocheciendo.

La reina Eurídice le tendió una copa de vino y, aunque no le apetecía, dio un trago y la dejó en el suelo junto a la cama.

Ella se levantó del sitio que ocupaba en la cama junto a él y fue a encender una lámpara, cuya luz difundió un halo sobre su brazo cual si fuese el manto de una diosa.

—Bien cansado debías estar —dijo sin mirarle—. ¿Ha ido bien la caza?

Lo decía en un tonillo que le molestaba, y aguardó un buen rato antes de contestar.

—Regular.

—Pues estarías cansado de cabalgar.

—Te han contado lo del caballo.

—¿Te extraña?

—Ya no hay nada tuyo que me sorprenda —replicó, sabiendo que mentía y picado porque su ofensa no ejercía efecto, pues Eurídice hacía como si no le hubiese oído.

—Te prevengo de que no te diviertas con el caballo de Filipo —dijo ella.

—Filipo no está —contestó, casi como si se le escaparan las palabras. ¿Por qué se le antojaba que había contestado con miedo?—. Permanecerá mucho tiempo en Tebas y poco puede importarle lo que haga con su caballo.

—Todo lo que tú haces le importa, y la distancia no es ninguna seguridad. Pero no estaba pensando en Filipo. No creas que lo que pretendo es defender los derechos de mis hijos.

Estaba casi en el centro del pequeño dormitorio, ligeramente vuelta, de forma que él sólo le veía parcialmente la cara. Quién iba a saber lo que sentía por su hijo, que era carne de su carne y por quien decía sentir odio, un sentimiento a veces más fuerte que el amor.

—¿Pues qué he de creer?

Ella movió la cabeza, como mirándole por encima del hombro, y Tolomeo se dijo que jamás olvidaría aquella expresión. Estaba asustada, pero no como de costumbre; era como si pudiese leer el futuro con sólo mirar el discurrir del tiempo por una ventana. Era una especie de temor reverencial lo que le infundía aquel terrible gesto.

—No creas nada —contestó al fin—. Basta con que sepas que protegeré egoístamente tu vida. No te acerques al caballo de Filipo. Teme a su caballo del mismo modo que temerías caer en sus manos. Comprende, esposo mío, que no debes arriesgarte fuera de ciertos límites… Si juegas con Filipo acabará contigo.

—Creía que estábamos hablando de un caballo —replicó Tolomeo, cogiendo la copa del suelo y apurándola de un trago. Tenía la garganta seca, pero optó por atribuirlo exclusivamente a su enojo.

—¿Eres tan ciego que no sabes reconocer que ambos son parte de lo mismo? Los dioses te muestran el instrumento que han elegido para destruirte. ¿Es que no lo ves?

Cuando volvió a hablar la reina Eurídice, lo hizo con voz de hastío.

—Soy una mujer malvada y los dioses me castigarán —añadió—. Ya me han castigado en cada hora de mi vida. Y aún me espera lo peor.

Aquella noche, en el banquete, el regente decidió que necesitaba el consuelo de la compañía de viejos amigos e invitó a Lukio a su mesa. Generalmente su compañía le irritaba al cabo de unos minutos, ya que la conversación de Lukio no versaba más que sobre caballos y comida, y, desde que había muerto su esposa el año anterior, esos dos temas tendían a desaparecer anegados en los beodos silencios a los que cada vez sucumbía con más frecuencia. Pero al menos podía decirse en su favor que era un hombre carente de talento y de ambición y, por tanto, nada peligroso. Aparte de que se conocían desde niños.

Hacia la mitad de la cena, Tolomeo comenzó a darse cuenta de que estaba bebiendo demasiado, pues, en un momento dado, se había puesto a hablar con Lukio de su hazaña con el corcel de Filipo.

—Confiamos demasiado en los caballos —decía—. Todos dicen muchas tonterías sobre su espíritu y casi pensamos que exhalan fuego por los belfos, pero yo te digo que hay mujeres que tienen más espíritu que ningún caballo. Ese demonio negro de mi hijastro es un animal estupendo, pero le he doblegado a mi voluntad en una sola tarde. Creo que lo utilizaré para cazar… no creo que tenga carácter para ser caballo de combate.

—Lo que dices de las mujeres es sabio y cierto —contestó Lukio, asintiendo pesadamente con la cabeza—. Hay mujeres estupendas.

—Hablaba de caballos, mastuerzo.

—Sí, claro.

—A lo mejor te vendría bien volver a casarte —añadió el regente un tanto arrepentido; al fin y al cabo, Lukio estaba más que borracho y era ya un milagro que le escuchase.

—Quizás debiera.

—¿Qué clase de esposa querrías?

—Una joven… lo demás me da igual.

—Muy bien. Le diré a Eurídice que te busque una.

—Siempre tan buen amigo, Tolomeo —dijo Lukio, profundamente emocionado. Sus ojos se llenaron de lágrimas y, luego, de pronto, pareció olvidarlo todo. Como si estuviese a punto de quedarse dormido.

—Hay quien piensa que soy imprudente en arriesgarme con ese caballo —prosiguió el regente, sin saber muy bien por qué volvía al tema del corcel de Filipo—. ¿Tú qué crees?

Lukio eructó, acto seguramente atribuible al deseo de despejar su cerebro.

—Yo creo que si un niño puede montarlo tú también puedes. Es más fácil montar un caballo que una mujer.

Y se echó a reír aparatosamente por lo que había dicho hasta que Tolomeo le dio un tortazo y le hizo callar.

—El semen se te está poniendo rancio y te embota el cerebro —dijo Tolomeo, como quien hace un reproche—. ¿Es que no tienes criadas con quien desahogarte?

—Mi mujer era celosa y me llenó la casa de viejas.

—Ah, qué desgracia.

—Sí, sobre todo ahora que ha muerto.

—¿Has visto el corcel de Filipo?

—No —contestó Lukio, volviendo la cabeza para mirarle y parpadeando como cegado por una luz—. ¿Por que no dejas de hablar del corcel de Filipo? Te pareces a mi mujer cuando se irritaba porque había mirado a otra. ¿Es que le tienes envidia al chico?

«El vino hace decir la verdad. Este bestia borracho ha calado en mi alma», pensó Tolomeo; quiso responder algo, pero no llegó a hacerlo.

Un cuarto de hora más tarde, Lukio dormía plácidamente con la cabeza apoyada en los brazos cruzados.

Concluido el banquete, antes de irse a la cama, Tolomeo fue a pasear por las cuadras reales. No sabía por qué, pero pensó que dormiría mejor si volvía a ver al caballo, quizás para comprobar que un caballo es simplemente un caballo.

Lo que halló no fue paz para su espíritu, sino una manta estirada, tapando en el suelo lo que sin lugar a dudas era un cuerpo humano. Y el silencio estupefacto que acompaña a la muerte.

Alastor ha matado a un mozo —dijo Gerón—. El animal estaba inquieto y el muchacho fue a ver si podía calmarle.

—¿Y entró en el establo?

—Sí… Era un chico nuevo que había llegado del campo. Seguramente estaría acostumbrado a cuidar bueyes de labranza. Es una verdadera lástima. El príncipe Filipo se disgustará mucho cuando sepa que hemos tenido que sacrificar a su corcel.

Tolomeo miró el bulto que tapaba la manta. Por la cantidad de sangre que la empapaba, el caballo debía haber dejado al muchacho reducido a pulpa.

—Te prohíbo que lo mates —dijo, escapándosele las palabras—. Ha sido culpa del chico, no del caballo. No vamos a sacrificar un buen corcel porque un gañán haya cometido un descuido.

Caminando por el patio a oscuras hacia sus aposentos, Tolomeo sintió un agudo dolor en el vientre. Al ver que no podía seguir andando, cayó al suelo y vomitó violentamente.

En aquel momento, de rodillas en la oscuridad, tembloroso y sudando por efecto de esa debilidad que acosa a una persona cuando ha vaciado el estómago después de una noche de mucho beber, el regente sintió un acervo terror.

—¿Por qué no he permitido que matasen al caballo? —se dijo—. ¿No será que no he tenido valor?

Se puso en pie tan pronto como pudo para que nadie le viese en aquella postura y se apresuró a llegar a la cama para que el sueño le hiciese olvidar.