Era poco después de mediodía cuando Filipo divisó Tebas. Aún estaban a más de una hora de caballo, por lo que apenas veía más que las murallas bañadas por el sol, brillantes como mármol pulimentado.
Había desembarcado con su escolta en el puerto de Rhamnus al rayar el alba, después de un agitado viaje de dos días. No había habido despedida en Pela; a medianoche le había sacado de la cama un mensajero de palacio para conducirle a presencia de Tolomeo.
—Vuelves a viajar —le había dicho el regente—. Al amanecer zarpa un barco para Beocia y en él embarcarás. Te gustará Tebas, Filipo. El clima es agradable y un joven con ansias de ser soldado allí puede aprender mucho. Te sentará bien.
Filipo pensó en Arsinoe, de cuyos besos aún conservaba el sabor en los labios, y sintió como si una astilla de hielo se le clavara en el corazón.
—No quiero irme de Pela. Estoy harto de que me envíen de un lado para otro como una valija diplomática. Envía a otro.
—No hay otro. Los tebanos no quieren recibir esclavos de figón.
—No tienes derecho a hacer esto, señor. Apelaré al rey.
—Hablo en nombre del rey, Filipo. El rey no te recibirá… el rey estará aún dormido cuando tu barco ya no aviste tierra.
Le bastó con ver cómo el regente sonreía para saber que no bromeaba y que nada podía hacer.
—Dame una hora o dos para despedirme.
—No hay tiempo, Filipo.
Permanecieron los dos un instante mirándose. Ambos sabían lo que pensaban, y se entendían perfectamente sin decirse palabra.
Filipo giró sobre sus talones y salió del cuarto.
En la puerta le esperaba la guardia que le condujo directamente a casa de Glaukón en donde en menos de un cuarto de hora tuvo que prepararse para el viaje. El mayordomo del rey, que no perdía el tiempo en preguntar inútilmente, le contempló en silencio mientras llenaba una cesta con algunas prendas.
—Si alguien viene a preguntar por mí, di que me habría quedado de haber podido.
—¿Quién ha de venir, príncipe?
Filipo se miró las manos, que doblaban la túnica de invierno que Alcmena le había hecho antes de que marchara con los ilirios. De nuevo emprendía el camino de la cautividad diplomática. ¿Encontraría al término del viaje otro asesino?
—Nadie, Glaukón —contestó, meneando la cabeza. Quizás amara a la esbelta muchacha de suaves brazos que se le había entregado en el campo del dolor; era incluso posible que ella correspondiese a su amor. Pero no tenía derecho a implicar a nadie en su destino—. Nadie.
Nadie. La palabra resonaba en su mente al mirar desde el paso de montaña la vasta llanura de Beocia. Incluso en aquellas alturas, el calor había sido insoportable, y ante su vista se extendían praderas abrasadas por el sol. Era un lugar inhóspito y se sentía solo.
Los que le acompañaban eran soldados de caballería del ejército tebano ligeramente armados; habían aguardado su llegada en el puerto y se comportaban más como una guardia de honor que como una fuerza que escolta a un prisionero. Pero su actitud era distante, ya fuese como muestra de respeto o por otro motivo que no acertaba a adivinar. A mediodía había comido con el oficial, mientras que los soldados, sentados aparte, habían dado cuenta de su rancho sin apenas mirarle. Le había chocado aquel extraño comportamiento en soldados de una democracia, pues en Macedonia el propio rey compartía el rancho con sus más humildes subditos.
No dejaba de pensar en Arsinoe. ¿Qué pensaría ella? Probablemente pensaría que él sabía que tenía que marchar, y que había hecho el amor despreocupadamente para escabullirse sin despedirse. Le odiaría seguramente.
Y allí, al fondo de la planicie, reluciente bajo el sol, estaba Tebas, su lugar de exilio. Le hacía daño a la vista.
—¿Preciosa, verdad, príncipe? —dijo el oficial que mandaba la escolta, un tal «Ganelón», que, aunque apenas tendría veinte años, contaba en su haber con cuatro campañas y había estado en Macedonia con Pelópidas—. Es la reina de las ciudades, tan culta como Atenas y tan guerrera como Esparta. Encontraréis muchas cosas admirables dentro de sus murallas.
—Habría preferido seguirla admirando desde lejos —contestó Filipo; respuesta que a Ganelón pareció divertirle, pues su risa cubrió lo que habría podido ser un embarazoso silencio.
En las montañas habían tenido una brisa que mitigaba el calor, pero nada más internarse el camino en la llanura, el aire se tornó caliente e irrespirable. Había terminado la siega y los escasos rastrojos de los campos que atravesaban dejaban ver la tierra desnuda. Sin embargo, Filipo advirtió que las acequias tenían en el fondo un barro negro, y supuso que debía haber habido mucha agua. Las granjas por las que pasaban estaban bien cuidadas, rodeadas de vides y olivos, y el ganado, que pastaba por doquier cuanto las guadañas habían perdonado, estaba gordo y lustroso. Era evidente que los beocios eran un pueblo próspero.
Y era evidente que habían tomado sus medidas para proteger aquella prosperidad. El camino, estrecho y recto, era ideal para que las familias del campo huyesen rápidamente, buscando el amparo de las murallas de la ciudad, pero para un ejército invasor era poco conveniente, pues estaba expuesto fácilmente a emboscadas. Y en aquellas murallas, que se alzaban sobre el mismo borde de un escarpado, sería difícil abrir brecha. Todas las ventajas del terreno y la situación de la ciudad favorecían la defensa, al extremo de que los tebanos podrían rendirse por hambre tras un largo asedio, pero, mientras su ejército permaneciese intacto, era muy difícil tomar aquella ciudad.
El camino se empinaba tanto al aproximarse a ella, que Filipo estuvo tentado de desmontar y seguir a pie para no forzar al caballo. Sin embargo, su escolta continuó sobre aquellos ágiles corceles, más pequeños que los de Macedonia, al punto que parecían potros, pero se los veía acostumbrados a las pendientes.
Al llegar a la puerta, un hombre surgió de la sombra y se les acercó. Era de mediana edad y, salvo por la vivaz inteligencia que irradiaban sus ojos, de aspecto anodino. Vestía una sencilla capa militar marrón que, conforme a la moda de los griegos meridionales, dejaba al descubierto el brazo derecho pero tapaba el izquierdo hasta la muñeca. Tendió la mano derecha a Filipo para ayudarle a desmontar.
—Bienvenido, joven —dijo, a la manera de un amigo de familia—. Serás mi huésped durante tu estancia. Soy Pammenes.
Naturalmente, Filipo conocía su nombre. Su anfitrión formaba parte del triunvirato que en poco menos de una década había creado un ejército sin igual en el mundo, haciendo de Tebas una potencia cuyo único rival era la propia Atenas.
Pelópidas, Epaminondas y Pammenes, cuando aún eran jóvenes, tras haber marchado al exilio obligados por la oligarquía apoyada por Esparta que gobernaba Tebas, habían regresado en secreto y, disfrazados de mujer, habían irrumpido en un banquete en el que los tres polimarcas celebraban el primer año de mandato y los asesinaron. Aquella misma noche se dio muerte en la ciudad a los otros oligarcas pro-espartanos.
Siguieron cuatro años de guerra en los que los espartanos intentaron reinstaurar su dominio en Beocia, al final de los cuales vieron todos con asombro que eran derrotados y humillados. El mejor ejército de Grecia sucumbía ante una pequeña fuerza ciudadana apresuradamente reunida, y generales de probada experiencia y fama sin par se veían vencidos por unos desconocidos a quienes ni siquiera se habrían dignado considerar soldados. Tebas emergía como una potencia y todo era obra de aquellos tres hombres.
Pammenes descendía de la rancia aristocracia tebana, pero su familia lo había perdido todo durante los años de dominación espartana; no parecía lamentar su pobreza ni advertirla, cuando aquella primera noche ofreció a su huésped una modesta cena de carne de cabra y mijo hervido.
—Pelópidas me hablaba de ti con frecuencia en sus cartas —le dijo a Filipo, volviendo a llenarle la copa con un mísero vino sin aguar tan espeso como sangre de caballo—. Le impresionaste; y también el señor Tolomeo, aunque de modo muy distinto. Es una lástima que tu hermano el rey haya muerto tan joven, y más amargo aún que haya sido a manos de un amigo.
Cuando hablaba, su rostro era suave como la leche y sus palabras parecían sugerirlo todo y nada a la vez. Aquel Pammenes debía ser una persona que se escudaba en su mediocre aspecto como un disfraz.
—Amargo, sí. Pero no inesperado.
Pammenes hizo como si le sorprendiera la respuesta, pero después se contentó con encogerse de hombros y lanzar un suspiro, cual si fuese el último de una serie de desencantos.
—No, no inesperado —dijo, por fin, mirando al vacío—. Quizás Pelópidas estuviese acertado en insistir en que el hijo de Tolomeo formase parte de los rehenes que nos enviaron, ya que a todos nos interesa poner coto a las ambiciones del nuevo regente.
Probó el vino, torció el gesto y fue como si el tema de la ambición de Tolomeo se hubiese esfumado de su mente hasta que volvió a tomar la palabra.
—Quisiera hablar con franqueza, príncipe. Me sorprende un tanto verte aquí en Tebas. El regente debe estar adormilado, o quizás desee mostrar que sus intenciones son inofensivas.
Filipo debió hacer un gesto de perplejidad, porque vio que su anfitrión sonreía.
—Debes saber —prosiguió Pammenes, como si explicase la solución de un acertijo— que tu presencia aquí es la mejor garantía de la vida del nuevo rey. El cariño del señor Tolomeo hacia su hijo no debe ser muy grande, pero mientras estés con nosotros respetará la paz y no intentará destronar a tu hermano Pérdicas.
Ahora fue Filipo quien sonrió. Partió un trozo de pan y rebañó con él el plato.
—Creo que os equivocáis. Cortadme el cuello, mi señor, y el regente os será el resto de vuestros días como un hermano querido.
Y, como para subrayar lo que decía, se llevó el trozo de pan a la boca y lo tragó sin masticar.
Pammenes meneó la cabeza.
—Supon, mi joven amigo, que el regente no se contenta con detentar el poder y dice: «Quiero ser rey». ¿Qué es lo que haría?
—Asesinar a Pérdicas —respondió Filipo, frunciendo el ceño como si no atinase a adivinar el sentido de la pregunta.
—¿Igual que asesinaron a Alejandro, para que nadie pudiera acusarle?
—Claro… desde luego. La asamblea no perdona la traición.
—Pero supon que tu hermano muere durmiendo. ¿Se sentiría Tolomeo seguro de ceñir la corona?
Filipo entornó los ojos. Comenzaba a entenderlo.
—No, no se sentiría seguro —contestó despacio—. Muchos se le opondrían al haber un pariente más próximo…
—¿Y ése eres tú?
—Ése soy yo.
—Y estás en Tebas, Filipo —añadió Pammenes, alzando la copa de vino, como si probase la fuerza de sus dedos—. Y Tebas puede decidir que le interesa apoyar tus derechos al trono de Macedonia. Todo esto lo sabe el regente; por consiguiente, la vida de tu hermano está a salvo. Lo único que cabe preguntarse por qué el temor que te tiene el señor Tolomeo es más fuerte que su ambición.
—Posiblemente por el simple hecho de que sé que tiene manchadas las manos con la sangre de mi hermano.
—Pero tú estás vivo —dijo Pammenes sonriendo no con tanta condescendencia, después de volver a dejar la copa sin probar el vino—. ¿Cómo es eso, príncipe?
Filipo notó que enrojecía profundamente, no de vergüenza sino por alguna razón que no podía ni imaginarse.
—Tolomeo es el esposo de mi madre —dijo finalmente. Había constatado que si respiraba despacio y profundo, podía pronunciar las palabras con aparente calma—. Me consta que ella le calienta bastante bien la cama, pero quizás no esté tan ciega de amor como para no darse cuenta del asesinato de otro hijo suyo. Quizás el regente, cuando se queda dormido por la noche, cifre sus esperanzas en despertarse a la mañana siguiente en este mundo y no en el otro.
Por un instante, Pammenes le miró en silencio, y cuando le contestó no quedaba rastro de la sonrisa en sus labios.
—Ahora entiendo, príncipe, por qué impresionaste tanto a Pelópidas —dijo—. Es evidente que tienes dotes de gran hombre. No he conocido a nadie tan joven que tenga tanta sangre fría.
Por la mañana, Filipo desayunó y le dijeron que fuese a ver la ciudad.
—No estás en Tebas prisionero —le dijo Pammenes—. ¿Cómo vas a estarlo si no tenemos interés en que tu vida peligre y todos tus enemigos están en Pela? Eres mi huésped y puedes ir y venir cuanto te venga en gana sin que nadie vigile tus movimientos.
Y era cierto. Esta vez no había ningún Zolfi que fuese su sombra y ni siquiera los centinelas de las puertas le prestaban atención. Era como si no supieran quién era, y por primera vez en su vida descubría el placer de deambular por una ciudad de calles llenas de gentes, como un extranjero anodino.
La plaza del mercado le decepcionó por lo pequeña, pero cuando la recorrió vio que no carecía de interés para un joven que aún conservaba, en una bolsa atada al cinturón, los dracmas que le había dado Bardilis. Siempre había llevado una vida parca, sin costumbre de ir con dinero, y se sentía inmensamente rico.
Naturalmente, lo primero que compró fue una espada. Era una espada de infantería con una hoja que no alcanzaba un codo; era flexible y equilibrada y, al esgrimirla por la empuñadura forrada de cuero, notó que se le acoplaba bien.
Había pasado la niñez acompañando a Glaukón al mercado en Pela y sabía regatear. Cuando el mercader recibió por fin la moneda de plata, la palpó minuciosamente como si sospechara algún engaño por parte del cliente.
Había tenderetes con manuscritos, pero resultaba más barato escuchar a los recitadores profesionales que congregaban al público ante las tabernas, entreteniendo a la gente por unas monedas de cobre con escenas de Esquilo, en las que hacían las voces de los distintos personajes, o bien declamando la Teogonia de Hesíodo o párrafos de Homero. De pie al sol, escuchando la muerte de Héctor, Filipo pensó en su amigo Aristóteles que se hallaba en Atenas estudiando filosofía. Aristóteles se sabía de memoria a Hornero y hasta aquellas listas de guerreros que a cualquiera le producían sueño. El recuerdo revivió su añoranza.
Recordó a Arsinoe y el sabor de sus labios y pensó, cabizbajo, mirando el empedrado de las calles de Tebas, que los recuerdos de Pela podían hacerle morir de melancolía.
—¡No supliques! —decía el recitador alzando la voz como un graznido, repitiendo las palabras de Aquiles—. No supliques en nombre de mi anciano padre, perro. ¡Haré que los dioses me concedan tal ira que te arrancaré la carne de los huesos para devorarla!
Filipo revivió mentalmente la muerte de su hermano por la espada de Praxis y la melancolía se le secó en el pecho.
Quizás, pensó, cuando matase a Tolomeo arrastraría su cuerpo nueve veces alrededor de las murallas de la ciudad hasta que casi no quedasen restos que quemar.
Pero habría que esperar. El espíritu de Alejandro tendría que aguardar la venganza. De momento, Macedonia era del regente.
—No es más que poesía, Filipo. Se diría que estás a punto de matar al mismísimo Héctor.
Volvió la cabeza, sin reconocer al principio la voz; era la de un joven alto y delgado que le obligó a alzar la mirada unos cuatro dedos: Filoxeno, su primo e hijo único de Tolomeo.
Filoxeno era justo un año mayor que Filipo y, aunque parecía haber superado la desmaña de la infancia, no había llegado a adquirir el encanto de modales y físico característico de su padre; y tampoco tenía la capacidad de simulación del regente, pues cuando sonreía, como hacía en aquel momento, descubría sus sentimientos.
Los dos se habían detestado de siempre.
—Venía buscándote —dijo—. Tebas te debe resultar extraña al lado de Pela, y pensé que te apetecería ver una cara conocida.
Hasta podía haber sido el caso.
Finalmente, una vez convencido de que Filipo no iba a contestarle, Filoxeno dejó de sonreír.
—Mi padre me ha escrito diciendo…
—Y tú le has escrito —le interrumpió Filipo—. Se ve que el regente tiene espías por todas partes.
—Dice que estabas haciendo demenciales acusaciones de traición.
—Oh, ni eso, primo. Insinué sencillamente que él estaba detrás del asesinato del rey.
Un gesto de profundo horror cruzó el rostro de Filoxeno y casi pareció retroceder como si hubiese visto una serpiente ante él. Finalmente, con visible esfuerzo, volvió a sonreír.
—¿Quién puede creer semejante cosa? —inquirió en un tono que daba a entender que era una afirmación—. Filipo, creo que te ha trastornado la aflicción.
Y en aquel momento Filipo se dio cuenta de que el hijo no sabía nada de la maldad del padre. Si alguna vez Tolomeo comparecía para ser juzgado por la asamblea, Filoxeno sería condenado con él, pues era la ley. Pero aquel muchacho era completamente inocente; no sospechaba nada.
¿Por qué iba a sospechar? Filoxeno era de los que siempre creen lo normal, y el regente no iba a sincerarse con él.
Darse cuenta de ello le producía una especie de vergüenza, y, de repente, sintió un irrefrenable deseo de corregir criterios.
—Claro que no; tienes razón —contestó, sonriendo a su vez, complacido al ver que su primo parecía tranquilizarse—. Y claro que apetece ver una cara conocida —añadió, pasándole el brazo por el hombro—. Anda, vamos a comprar un odre de vino y a buscarnos una buena sombra para brindar juntos por las delicias del exilio.