Capítulo 13

Las cenizas del rey aún estaban calientes en la urna funeraria cuando los macedonios se reunieron en solemne asamblea para elegir sucesor. Sólo había un candidato, pero se consideró conveniente, en vista de la juventud e inexperiencia de Pérdicas, nombrar un regente. Y también para la regencia sólo había un candidato. Durante unos años, la sustancia del poder estaría en manos de Tolomeo.

Después de la asamblea se descubrió que Arrideo y sus hermanos, hijos del rey Amintas y su primera esposa, habían desaparecido de la ciudad. Sin duda fue una prudente decisión, pues era casi seguro que Tolomeo los habría considerado posibles rivales, hallando algún pretexto para ajusticiarlos; pero su huida dio lugar a la especulación de que podían haber estado implicados en el asesinato del rey.

Nadie pensó en la posibilidad de que la traición tuviera otras ramificaciones. Praxis había muerto y su cadáver quedó crucificado a la vista de todos y a merced de los cuervos; se sabía que hacía tiempo que estaba resentido porque Alejandro le hubiese repudiado, y ahí acababa todo.

Desde luego, nadie sospechó de Tolomeo. ¿No había tratado inútilmente de salvar la vida al rey, matando con su propia mano al traidor? ¿No le había nombrado la asamblea macedonia regente del nuevo rey, y no estaba tan encumbrado como si ciñera la corona? Aun después de que Tolomeo se divorciara de su esposa y se casara con la madre, viuda del rey Amintas, nadie pensó en acusarle.

Nadie, salvo Filipo.

¿Lo había sabido desde el primer momento? Era imposible dilucidar los pasos por los que la sospecha se había tornado convencimiento y luego certidumbre. Pero él lo sabía.

—Tolomeo mostró gran presencia de ánimo —le comentó a su hermano Pérdicas—. Tenía el arma dispuesta y a mano y mató al traidor tan rápidamente que casi se diría que estaba esperándolo… Me pregunto qué pretendía gritar Praxis antes de morir.

A Pérdicas, que nunca había querido mucho a Alejandro, y a quien la novedad de ser rey complacía enormemente, no le gustaban mucho los interrogantes que planteaba su hermano; no acababa de ver hacia dónde apuntaba la trama, pero lo que se imaginaba le hacía sentirse inquieto.

—Praxis era un amante celoso. La pasión frustrada induce al crimen hasta a las mujeres.

Miró a Filipo y sonrió amargamente, como si con sus palabras se resolviese todo.

—Pero llamó tirano a Alejandro, ¿recuerdas? Gritó: «¡Muera el tirano!», como si vengase algún agravio del pueblo. ¿Tú crees que esperaba la muerte? Yo no… creo más bien que contaba con que se congratulasen.

—Es sabido que el amor enturbia el sentido.

—Puede —replicó Filipo, frunciendo los labios, como considerando la posibilidad—. Pero era de dominio general lo necio que era Praxis. La idea de llamar tirano a nuestro hermano no puede habérsele ocurrido a él.

Pérdicas miró nervioso a su alrededor. Estaban sentados en el salón del rey, calentándose las manos en un brasero, pues, poco después de morir Alejandro, había comenzado a hacer frío por la noche. Se hallaban solos —que los dos príncipes estuvieran solos era indicio del modo en que Tolomeo se había adueñado absolutamente del poder— pero Pérdicas no pudo contener un estremecimiento de angustia. Era el rey y tenía miedo.

—Filipo, esa insinuación es casi una traición.

—¿Por qué traición? Estoy hablando a mi hermano el rey de cómo nuestro hermano el rey fue asesinado.

—Pero el regente es Tolomeo.

—Ya que le nombras, parece que has seguido el hilo de mi pensamiento, llegando a la misma conclusión. Fue Tolomeo quien dirigió la mano del asesino. Y, como correctamente señalas ahora, es el regente y detenta el poder en nombre tuyo.

Filipo esbozó una cruel sonrisa.

—Es el de Tolomeo, y no el de Praxis, el cadáver que habría debido ser crucificado sobre el túmulo del rey —añadió—. Vamos, Pérdicas… a veces eres cobarde, pero tonto no has sido nunca. Sabes que lo que digo es cierto.

Sí, Pérdicas lo sabía. No obstante, Filipo comprendía que jamás lo admitiría, ni siquiera para sí mismo. Le producía auténtico pavor.

—Tolomeo quería a Alejandro. Tolomeo es leal. Tolomeo nunca habría…

—Sí… ¿por qué no? —replicó Filipo, poniendo la mano en la rodilla de su hermano. Era un gesto de afecto y conmiseración a la vez—. Lo ha hecho. Tolomeo ha premeditado el asesinato del rey. Y si tú no te sobrepones y actúas contra ese hombre, pensará que tiene manos libres para cometer otro asesinato.

Pérdicas ya no sabía qué hacer con Filipo. Había cambiado y era casi irreconocible. Unos meses en las montañas con los bárbaros ilirios le habían transformado. Se le notaba en la mirada.

De niños, Pérdicas siempre se había sentido superior; le llevaba un año y consideraba lógico que su hermano le consultara. Y Filipo, tan terco en todo lo demás, había aceptado el papel ínfimo de último hijo del rey. Pero desde su regreso, aun en vida de Alejandro, era como si Filipo se hubiese hecho mayor que ellos. Casi daba envidia, pues cuando hablaba lo hacía con el dominio de un hombre, de un hombre consciente de su poder, un hombre curtido por la experiencia vital que había debido adquirir en el corto plazo en que había estado lejos de Pela. Un hombre a quien era arriesgado ignorar.

No era el mismo.

Al principio, Pérdicas se había sentido inclinado a mostrarse ofendido: ¿no era Filipo un niño, su hermano menor? Pero ahora, con Alejandro muerto, era extrañamente consolador escuchar la mesurada autoridad de su voz, aunque lo que dijera la llenase de angustia.

«Tolomeo ha premeditado el asesinato del rey». Aquello era increíble. Y sin embargo, cuando Filipo le miraba a los ojos, diciéndoselo, resultaba imposible no creerlo. Así, Pérdicas comenzó a sentir miedo a partir de aquella conversación con su hermano. Y, como siempre que su espíritu sufría de angustia, fue a hablar con su madre.

Pero también Eurídice había cambiado. La muerte de su hijo mayor la había ensombrecido y, al mismo tiempo, el casamiento con Tolomeo le infundía una energía desesperada. Parecía más decidida a ser feliz que contenta con su matrimonio, y su nerviosa vivacidad mental mostraba un amago de algo parecido a locura.

Es lo que sucede cuando los dioses nos envían el amor como instrumento de perdición, debió decirse Pérdicas.

Y escuchando a su hijo, los largos y ágiles dedos de Eurídice jugueteaban con las cuentas del collar de oro que Tolomeo le había ofrecido como regalo de boda, y ni siquiera la sorprendió oír que Filipo acusaba a su flamante marido de traición y asesinato. Ni siquiera podía decirse si ella no lo daba por cierto, ya que se contentó con escucharle inmutable como una máscara mortuoria, dando desahogo a su tensión interna con aquel nervioso movimiento de dedos.

—Filipo debería ser más cauto —dijo una vez que Pérdicas le hubo expuesto el asunto—. Y no olvidar que, aunque príncipe de la casa real y heredero tuyo, antes que nada es subdito.

—Dice que es mi subdito, madre, pero no de Tolomeo —replicó Pérdicas, bajando la vista al regazo, como si la lealtad de su hermano fuese una carga insoportable—. Dice que no tengo más que decírselo y matará a Tolomeo; que basta con que me declare mayor de edad para dar fin a la regencia y a la vida de Tolomeo. Le desafiará en la asamblea y le matará delante de todos. Y yo le creo capaz.

—Sí, claro que lo haría. O lo intentaría. A Filipo, a pesar de sus defectos, nunca le han faltado arrestos.

Eurídice hasta se permitió una sonrisa, cual si la idea le divirtiera, y por primera vez dejó las manos quietas.

—Pero hay que impedírselo, porque Tolomeo es leal servidor nuestro, igual que lo fue de tu hermano.

Su madre tenía un modo de mirarle apaciblemente a los ojos a cuyo poder Pérdicas no podía sustraerse. Como si le tuviese prisionero al mirarle así, pues le era imposible reprimir en lo más hondo de su ser un cariño incondicional. Era su madre adorada y habría sido un canalla de no creerse cuanto ella le decía. Tolomeo era amigo suyo, siempre lo había sido; su madre amaba a Tolomeo y, por consiguiente, él debía quererle. Tolomeo era un hombre bueno y Filipo tenía una mente podrida llena de ruines sospechas. Y en aquel momento lo pensaba así, aunque su razón repudiara la idea. Y luego, naturalmente, se vería en apuros.

—Sí, claro que es leal, pero…

—Y Filipo es un loco pensando lo contrario —le interrumpió Eurídice, sin dejar de mirarle—. Sólo cabe pensar que la pena le ha obnubilado la mente. Todos hemos sufrido mucho con la repentina muerte de Alejandro. Yo, como madre…

Sin finalizar la frase, apartó la mirada como ocultando un gesto de dolor.

—Claro, madre.

Cuando volvió a mirarle tenía los ojos bañados en lágrimas y sus labios sonrientes temblaban. Pérdicas sintió una profunda vergüenza por haber nombrado a Filipo.

—De esto no tenemos que volver a hablar —añadió ella, cogiéndole la mano.

Pero Eurídice no estaba tan ciega de pasión por Tolomeo como para no darse cuenta de su naturaleza. Bastaba con considerar la trama que había urdido para darse cuenta de hasta dónde era capaz de llegar. Para casarse con ella había tenido que divorciarse de su esposa —su hija Meda— una mujer que, repudiada por el marido, no tenía más amparo que su propia familia; pero como sus hermanos no eran mayores de edad, tan sólo podía recurrir a su madre —ella— que ahora era la esposa de Tolomeo, y así se veía obligada a seguir bajo el mismo techo que su ex marido.

Y seguía acostándose con ella; seguramente ahora más que cuando era su esposa por la ley. La utilizaba de vez en cuando como si fuese una criada, no porque le gustase, sino por el simple hecho de que ambas lo toleraban en humillante silencio, y a él le divertía invertir la situación y engañar ahora a la madre con la hija.

Eurídice nunca había tenido intimidad con su hija, que llevaba su nombre pero a quien siempre habían llamado «Meda», aparte de que no vivían juntas desde que la muchacha había cumplido catorce años y el rey Amintas se la había dado a Tolomeo de esposa. Eurídice siempre había considerado a Meda como un ser carente de ánimo, y le sorprendió, al volver a compartir el mismo techo, comprobar la profunda angustia de la muchacha.

Fue de labios de la propia Meda de quien supo que Tolomeo había vuelto a visitar su lecho; no lo había dicho con aire de triunfo, como habría podido esperarse, o con despecho, sino con remordimiento, como si la culpa fuese suya. Meda suplicaba el perdón de la madre y la instaba a que comprendiese que en cuanto aquel hombre la tocaba se apoderaba de su razón y de su voluntad. No es que la obligase, pues era innecesario: ella era incapaz de resistírsele.

Y Eurídice lo entendía. Sabía que era posible saber que un hombre era perverso y detestarle y, al mismo tiempo, ser esclava de sus deseos. Conocía el poder carnal de Tolomeo. Ella y la hija se habían sentado en un rincón de su habitación, abrazadas y sollozando; llorando una por la otra, sabiéndose atrapadas sin remisión en la tela de araña que los dioses habían tejido sobre su destino.

¿Cómo no iba a pensar Eurídice que Tolomeo estuviese detrás del asesinato de su hijo, salvo que creerlo habría sido para volverse loca? Tolomeo era capaz de cualquier cosa; estaba segura. ¿Qué habría cambiado de haber sido él personalmente el asesino de Alejandro? ¿Habría sido capaz de apartarse de él? Quizás, pero no habría tardado mucho en clavarse una espada. Creer una cosa semejante era morir, y, por lo tanto, no podía creerlo.

Pero una voz interior le susurraba que podía ser cierto, y no podía acallarla.

Por ello, en cierto sentido, casi agradeció la acusación de Filipo, aunque sólo fuese porque, en el silencio que dominaba la mayor parte de su vida, se decían en voz alta sus sospechas sin que las palabras tuvieran que salir de sus labios.

—Mi hijo Filipo cree que Praxis no actuó por iniciativa propia —dijo en un susurro, en la oscuridad del dormitorio cuando Tolomeo le puso la mano en el pecho.

—¿Te lo ha dicho él?

Sentía ya su respiración en el cuello y su corazón comenzó a latir furiosamente, como el de un animal enjaulado que se lanza contra los barrotes.

—¿Qué importa quién me lo haya dicho? —replicó, acariciándole el pecho hasta que sus dedos se detuvieron sobre la cicatriz dentada bajo el diafragma, en donde le había alcanzado de joven una flecha iliria—. Lo cree y basta.

—¿Ha nombrado a algún cómplice? —inquirió él, rozándole la mejilla con la barba. Aquellos duros pelos la pinchaban como trozos de perdenal y casi le hacían desmayarse de deseo.

—Sí. Dice que eres tú.

Selló con su boca hambrienta los blandos y complacientes labios como queriéndole devorar. Tenía hambre de él, un apetito insaciable. Pasándole una pierna por la cintura, le apretó contra sí para sentir todo su cuerpo desnudo contra el suyo.

—No toques a mi hijo —susurró a su oído, en tono de maldición—. Pon al menos este límite a tu ambición: no levantar la mano contra mi hijo.

—¿Por qué? ¿Tanto le quieres?

—No toques a mi hijo.

—¿Por qué?

—Es mi hijo y basta.

Cuando acabaron, uno en los brazos del otro, bañados en sudor, Tolomeo volvió la cabeza para mirar el techo envuelto en oscuridad.

—Nadie dará crédito a semejante acusación —dijo. Era lo más parecido a una negación que podía alegar.

—Al menos, nadie dirá que lo cree.

Apenas le dirigió una mirada, pero su rostro se endureció como si hubiese recibido un agravio. Se sentó en el borde del lecho, se sirvió una copa de vino y no volvió a hablar hasta haberse bebido la mitad.

—Soy el regente —dijo, de espaldas a Eurídice, por lo que ella sólo podía juzgar por el tono de voz, un tono que parecía de jactancia—. No puedo consentir murmuraciones de que soy culpable de una traición.

—Pues nada tienes que temer, ya que Filipo, cuando acusa a alguien, no lo murmura.

—¿Te estás burlando de mí, mujer?

—No —contestó Eurídice, tapándose el pecho con la manta al sentir frío de pronto—. No, no me burlo. Es que me sorprende.

—¿Qué es lo que te sorprende?

—Que todos te tengan tanto miedo y tú tengas tanto miedo de Filipo.

—Tú siempre me has prevenido contra él.

—Sí —contestó ella, asintiendo con la cabeza, aunque sabía que él no vería el gesto—. Tienes razón en tener miedo.

Tolomeo no contestó; acabó la copa de vino y la dejó en el suelo. Parecía estar decidiendo si levantarse o no de la cama.

Finalmente, volvió a tumbarse, pero mantuvo los brazos pegados al cuerpo sin intención de tocar a su esposa.

—Hay que enviarle lejos —dijo, en tono que daba a entender que acababa de ocurrírsele la idea.

—¿Vas a desterrarle?

—Desterrarle, no. Haré que se una a los rehenes en Tebas, para que esté a salvo y no moleste. El cambio le ayudará a que se le pasen esas grotescas fantasías. A Filipo le gustará Tebas. Tengo allí a mi propio hijo.

—No creo que por eso le guste más.

Pero Tolomeo ya había cerrado los ojos y era como si no lo hubiese oído.

¿Qué pensamientos rondarían por la cabeza de Tolomeo aquella noche? ¿Se vería acosado por el espíritu del rey que había asesinado, o era inmune al remordimiento? Filipo trataba de imaginárselo, pero no lo lograba.

Su único recurso era el duelo. Los restos de Alejandro ya habían sido llevados al panteón real de Egas y sobre ellos se alzaba el túmulo de tierra. Tan lejano ya como los dioses inmortales. El único consuelo de Filipo era hacer libaciones sobre la tumba de su madre adoptiva con la esperanza de apaciguar su atormentado espíritu, y el suyo propio.

Nada podía hacer. Habría matado de buena gana a Tolomeo, aun a costa de su propia vida, y así la casa de los argeadas quedaría libre de esa desmedida ambición que devoraba sus energías. Luego, Pérdicas tendría quizás la oportunidad de madurar reinando; porque Pérdicas, ahora, era prisionero de su miedo, y ese miedo se desvanecería al morir Tolomeo, pero era el miedo lo que le impedía liberarse. Filipo no podía decidirse a actuar contra la voluntad del rey pues hacerlo sería traición. Pérdicas sería un tonto débil, pero era el rey y sus deseos eran ley.

No parecía existir salida.

Deseaba reposar su cabeza en el regazo de Alcmena como lo había hecho de niño cuando se hacía daño en algún juego rudo. Sentía dolor en el alma, cual si el más mínimo contacto fuera a hacerla sangrar. Ya no quedaba ternura en el mundo.

—¿Vienes aquí a menudo?

Alzó la vista y se quedó atónito al ver a Arsinoe a unos pasos. Antes de que pudiera pensar una respuesta, la muchacha se acercó y se arrodilló a su lado, rozándole el hombro con el pelo.

—Mi madre está enterrada aquí cerca —dijo—. Te he visto y…

—¿Hace mucho que murió?

—¿Mi madre? Sí, ya hace más de un año.

—¿Y sientes todavía pena?

En lugar de contestar, Arsinoe le puso la mano en el brazo, justo por encima del codo, e inquirió:

—¿Y ahí, quién está enterrado?

—Mi ma… La mujer que me crió. Se llamaba Alcmena y murió mientras yo estaba con los ilirios.

Aun hablando, a Filipo le resultaba muy difícil mantenerse sereno. Amaba a Arsinoe, o al menos suponía que aquel extraño sentimiento que le atormentaba siempre que la veía era amor. Sin embargo, ahora no deseaba más que se marchase, pues su presencia le causaba aún mayor aflicción. Y al mismo tiempo pensaba que se moriría si le dejaba; se hallaba escindido en dos, como la piedra partida por el hielo que se ha alojado en una grieta. Sentía la gran tentación de echarse en sus brazos y llorar como un niño, como el hijo de Alcmena, pero ella le despreciaría si lo hacía. Y él mismo se despreciaría.

Así pues, no hizo nada. Se limitó a esperar, sin osar mirarla, hasta que fue ella quien decidió su destino.

—¿Quieres estar conmigo? —inquirió.

Al principio no entendió lo que decía. ¿Le preguntaba si quería que se quedara allí con él? ¿Cómo iba a contestarle si ni siquiera él lo sabía? Luego, sintió su mano dentro del cuello de la túnica.

—¿Quieres estar conmigo?

Le besó en los labios y él sintió tal vértigo de placer que casi se queda sin respiración.

—No estés tan solo, Filipo. Yo te amo.

Ya estaba anocheciendo y el cementerio se hallaba vacío. Sólo quedaban ellos al amparo de la oscuridad, a salvo de miradas indiscretas, pero les habría dado lo mismo. En aquel momento, el mundo y la existencia eran ellos dos y lo demás apenas una sombra.

Ella le cogió las manos y se las puso en los senos y, luego, echándole los brazos al cuello, le atrajo hacia sí.

Haciendo el amor en la húmeda hierba, sus almas se fundieron en una como el vino con el agua, y Filipo se sintió extrañamente transformado, aligerado de todo pesar, sintiendo de nuevo el corazón en el pecho, divinizado y dueño de una felicidad imperecedera.

—Te amo —musitó, como si las palabras brotasen por sí solas—. Lo único que deseo es estar siempre así. Nunca te dejaré.