Alejandro había dicho que se organizarían juegos para celebrar el tratado con Tebas, que a juzgar por su criterio constituía una especie de triunfo personal. Macedonia sería grande por el hecho de que ahora gozaba de la amistad de la confederación beocia y de su gran dirigente Pelópidas. Toda mención de rehenes fue prudentemente escamoteada.
El rey persistía en considerar a su hermano menor como un niño y no le permitió competir, ni siquiera en las carreras de caballos, que, como todos sabían, habría podido ganar fácilmente. Pérdicas, por el contrario, era ya casi un hombre además de haber sido nombrado heredero, pero no tuvo suerte, acabó último en el lanzamiento de jabalina; luego, le tiró el caballo en la segunda carrera y quedó bastante contusionado. Marchó a casa a sudar su humillación en los baños, lamentándose de que Alejandro le mostrara menos respeto que al propio Filipo.
El hijo de Tolomeo, habido de su primera mujer, compitió por primera vez y quedó cuarto en jabalina, que era el arma favorita de su padre. Se comentó que había estado muy bien, pero hay que señalar que los cortesanos buscaban complacer la vanidad de Tolomeo.
Praxis pasó casi desapercibido, pese a que después se dijo que aquel día había llevado una espada, sin participar, no obstante, en ningún juego.
Alejandro estuvo magnífico; ganó la carrera pedestre y la de caballos, y hubo quien dijo que por eso había excluido a Filipo, por temor a que su hermano pequeño fuese el primero; en la lucha quedó tercero. Alguien dijo posteriormente que había afirmado que aquel día había sido el mejor de su vida.
En aquella ocasión, el rey mantuvo la antigua costumbre que prohibía la presencia de mujeres y extranjeros entre el público. En teoría, en los juegos podían participar todos los hombres libres de Macedonia, pero de hecho sólo competían los miembros de la corte; todos se sentían entre amigos y se bebía desaforadamente. Hasta los criados estaban borrachos. A mitad de la jornada, uno de ellos cayó del caballo que conducía a las cuadras reales para cepillar y dar de comer a los caballos y nada más caer resultó muerto como si el golpe le hubiese partido el corazón. Pero, a pesar de tan adverso augurio, los juegos continuaron.
Si Filipo no podía competir, al menos era espectador. No quiso hacerse el ofendido por la prohibición de Alejandro, a pesar de ser injusta, y se divirtió inmensamente animando a sus hermanos y amigos y emborrachándose como los demás.
Pérdicas volvió a tiempo para cenar al aire libre, como si estuvieran de campaña; tenía la rodilla morada y caminaba con un bastón, pues realmente debía dolerle más de lo que admitía. Estuvo sentado al lado de Filipo, quien le trató con consideración y en todo momento le sirvió vino para paliar su padecer.
—Esta clase de juegos son como una reliquia de tiempos brutales —comentó Pérdicas cuando ya estaba muy bebido—. Eso de que los hombres compitan como niños…
—Los juegos mantienen despierto el espíritu marcial… además, hermano, a ti te desagradan porque no destacas. Pero coincido contigo en que estos juegos son pueriles.
Filipo apenas había probado el vino, pero últimamente sólo se sentía con ganas de decir las verdades; pensó que era una de las compensaciones por ser el pequeño de los tres hermanos y tan alejado de la sucesión.
—¿Por qué? ¿Porque Alejandro y sus amigos se comportan como crios?
Pero Filipo, tras un instante de fingir pensárselo, meneó la cabeza.
—No. Son pueriles porque celebran una derrota como si fuese un triunfo.
—Luego crees que la alianza con lebas no es buena.
—Sí, porque es necesaria… aunque, en cualquier caso, más que una alianza es una capitulación. Lo que lamento es la política que la ha hecho necesaria. En eso Tolomeo tiene mucha razón. Alejandro cometió una patochada al querer expansionarse en Tesalia.
—Pero Tolomeo no ha dicho…
Filipo se limitó a sonreír, pero su sonrisa reflejaba tan despechado desdén que Pérdicas no osó terminar la frase.
—Pérdicas, como es posible que seas rey un día, mejor harás en escuchar lo que no se dice.
Cuando comprendió que con sus palabras no hacía más que atormentar a su hermano, Filipo volvió la cabeza y comenzó a apartar los trozos de carne del plato con un trozo de pan, bien que en ese mismo momento sintió disgusto por la comida.
—Creo que me voy a emborrachar terriblemente —dijo—. Creo que me voy a ahogar en este vino de Lemnos hasta que orine color rojo, y luego vomitaré encima de uno de los favoritos de Alejandro para que me lleven a la cama y me dejen roncando hasta mañana por la noche. Creo que, para un macedonio leal, será la manera adecuada de celebrar el más reciente de los gloriosos triunfos de nuestro rey.
—Calla, Filipo, que es peligroso hablar así.
—¿Peligroso? ¡Tonterías! —replicó Filipo pasando el brazo por los hombros de su hermano y zarandeándolo campechanamente—. ¿Qué peligro puede imaginar nadie en un borracho leal? Mira a tu alrededor, Pérdicas.
Con un gesto de la otra mano abarcó aquel banquete celebrado al aire libre, una maraña de mesas y bancos, que cubría una superficie de quince pasos cuadrados, a la luz de las antorchas en pértigas de hierro. Efectivamente, los compañeros del rey organizaban tal escándalo, que los dos hermanos habrían podido tratar una conspiración a voces sin que nadie les oyera. Los que un mes atrás mandaban un ejército en Tesalia, estaban ahora lanzándose copas de vino y trozos de cordero.
—Yo pongo todas mis esperanzas en que en el nuevo reinado se hagan celebraciones como ésta. Espero convertirme en un aguerrido soldado de mesa, el clásico arquetipo del cortesano moderno. Que creas que hay algún peligro en tan inocente anhelo es prueba de que no has bebido lo bastante.
La mirada de Filipo se clavó en Tolomeo, que estaba a unas mesas de distancia del rey, y sus ojos se entornaron.
—Ahora sí que hay peligro, si tienes ojos para verlo —dijo, acercando a Pérdicas hacia sí para musitar en su oído—. Mírale, hermano. Yo hace media hora que no dejo de observarle y aún no ha vuelto a llenar su copa. Un hombre que se mantiene tan sobrio en esta clase de banquete es de temer… Tolomeo está tan ebrio de ambición que es incapaz de relajarse. Es como una serpiente enroscada preparada para atacar.
Y, efectivamente, Tolomeo tenía a mano su jabalina con la punta hacia el suelo. Al verla, Filipo tuvo una leve premonición, pero después de una jornada de juegos había muchas armas abandonadas por todas partes y desechó la idea un tanto avergonzado.
—Ya veo que tú sí que estás bebido —dijo Pérdicas sarcástico.
—No, hermano, si estuviese tan bebido, pensaría que nuestro primo Tolomeo es el mejor hombre del mundo. Sólo cuando tengo la cabeza clara desconfío de él.
Pero Pérdicas no pareció oírle, pues se echó a reír, de pronto, al ver que en la mesa del rey, su favorito de turno, Aristómaco, se había levantado para entonar una canción obscena sobre un burro y la hija de un posadero. El efecto cómico quedaba realzado por el hecho de que Aristómaco se hallaba tan beodo que olvidaba la letra y enrojecía y se enfadaba cuando los comensales se la apuntaban a voz en grito. Finalmente, se puso tan furioso que se le fue de las manos el borde de la mesa en que se sostenía y le fallaron las piernas. No terminó la canción, pero a nadie le importó porque todos la conocían y durante el resto del banquete se dedicaron a cantarla a retazos.
Momentos después, Creón de Europos se subía a hombros de Parmenos, hijo de Arcos de Tirisa, desafiando a todos los presentes. Unos cuantos aceptaron el reto y comenzaron a arrojarse trozos de pan mojado en vino; el conflicto no tardó en generalizarse y como los impactos dejaban una marca roja en rostros y pechos, parecía como si todos hubiesen sufrido una docena de sangrientas heridas. Sólo se restableció la paz cuando a los contendientes se les acabó el pan, y cuando los criados trajeron panes de repuesto ya se habían cansado de la refriega.
Filipo, que no había participado en el entretenimiento, estaba ya por entonces ebrio al punto de hallarse apaciblemente dormido, con la cabeza apoyada en los brazos sobre la mesa. No se despertó hasta el final del banquete, cuando le quitaron el banco para encender la hoguera con que siempre finalizaban los jolgorios al aire libre del rey. Le dolía la cabeza y tenía la lengua como un trapo mientras contemplaba cómo las llamas lamían el montón de muebles.
Y cuando el fuego alcanzó la altura de un hombre, comenzó el baile.
La danza guerrera se ejecutaba no en celebración de un gran triunfo concreto, sino en honor de la guerra; era un acto religioso, una sumisión ritual al amor, al valor y a la crueldad de los dioses, y sólo los que habían luchado junto al rey, despojándose de su terror mortal, podían entregarse a ella. Por lo tanto, una vez más, Filipo se tuvo que contentar con ser espectador.
Era, por tradición, una ceremonia feroz y telúrica, realizada al ritmo frenético de los tambores, los címbalos y los gritos que rasgaban la noche como cuchillos. Si los participantes estaban muy borrachos, llegaban a saltar por encima de las llamas, cayendo al otro lado, si es que caían, chamuscados y con el pelo ardiendo.
Y siempre se iniciaba después de que el rey diera despacio una vuelta al fuego con los brazos estirados y la cabeza echada hacia atrás, propiciando el olvido delirante que ahuyenta el temor a la muerte.
Alejandro, desnudo y con el cuerpo brillante untado en aceite, con su largo pelo color miel flameando al aire como fuego, Alejandro, señor de Macedonia, era como un hermoso dios glorioso danzando solo a los sones siniestros y vibrantes de la música. Era como si estuviese en éxtasis, evadiéndose de su existencia terrena…
La hoguera arrojaba sombras fantasmagóricas sobre los rostros de los que poco a poco iban uniéndose al rey en su arrobamiento extático.
Sentado en el suelo junto a su hermano Pérdicas, marcando los dos con palmadas el enloquecido ritmo de los danzantes, que aullaban y gritaban entre convulsiones de su frenético júbilo, Filipo había olvidado sus sombríos presagios. Estaba contento y en paz consigo mismo y se dejaba llevar por el momento. Apenas advirtió que sucedía algo hasta que oyó que el tambor dejaba de sonar.
Pero el silencio fue como agua helada que le despertó de inmediato y en seguida vio a Alejandro caído en tierra, llevándose la mano al costado y con un reguero de sangre entre los dedos. De pie ante él estaba Praxis, con una espada ensangrentada, mirando triunfalmente en derredor a los rostros de los que ni a moverse se atrevían.
Por fin, quizás para disipar su mudo horror, alzó la espada y gritó, haciendo gesto de volver a golpear:
—¡Muera el tirano! ¡Gloria a…!
De pronto, enloquecido, Filipo se puso en pie de un salto. Mataría a aquel traidor, aunque fuese con sus propias manos. Pero apenas había dado un paso cuando la voz de Praxis se apagó ahogada en el estertor provocado por el golpe mortal de la jabalina que se había clavado en su pecho. Estaba muerto antes de que sus rodillas dieran en tierra.
Praxis había muerto. Ya no contaba. Alejandro agonizaba en el momento en que Filipo se arrodilló a sostenerle la cabeza en sus manos.
—Tengo frío —musitó con sus labios secos—. Filipo, tengo frío.
Filipo le cubrió con su capa.
—¿Es así la muerte? ¿Es esto…?
De pronto puso los ojos en blanco y falleció.
Por un instante, Filipo sintió como si se le helara el corazón sin ser consciente de nada más. Luego, apartó la mano del cadáver, vio que tenía los dedos manchados de sangre y en ese momento toda la aflicción de sus negros presagios se concentró en su pecho y de sus labios brotó un fiero lamento animal de dolor.
Se puso en pie tambaleándose y miró en derredor. A un paso de él yacía Praxis, con las manos aferradas a la jabalina que le había quitado la vida. Filipo recogió la espada, aún bañada en la sangre del rey.
—¿Quién le ha matado? —inquirió, con las mejillas cubiertas de lágrimas—. ¿QUIÉN LE HA MATADO? —repitió como un reto, al ver que nadie contestaba.
—Yo le he matado.
Del corro de espectadores salió Tolomeo, quien entornó los ojos al ver la expresión de Filipo.
—Me pareció que iba a golpear de nuevo y creí… ¿El rey está muerto?
—Sí —contestó Filipo, sopesando la espada de Praxis en su mano y venciendo el imperioso impulso de avanzar un paso y atravesar a aquel hombre. ¿Sería porque era el que tenía más cerca?—. Los dos han muerto. Los dos están silenciados.