Capítulo 11

Filipo durmió aquella noche en la tienda de su hermano, y al despertarse por la mañana se revistió con una túnica limpia y se lavó la cara en agua que aún olía a nieve. Aquel día iba a ser presentado al gran Pelópidas, un honor destinado a consolarle de no haber sido autorizado a matar a Tolomeo.

Porque Alejandro tampoco le creía… o al menos eso dijo.

—Le tienes miedo —dijo Filipo, finalmente, después de agotar todos los razonamientos—. ¿Por qué? No es más que un hombre. Nunca pensé que te vería asustado de alguien.

—No le tengo miedo y no es un traidor. Tolomeo, que es pariente nuestro, por si lo has olvidado, lleva al buen servicio de nuestra familia desde antes de nacer nosotros.

—Sí, es nuestro pariente, está casado con nuestra hermana y se acostaba con nuestra madre aun en vida de nuestro padre. Me abruman esas demostraciones de lealtad.

Por un instante, Alejandro no dijo nada. Estaba sumamente enojado. El asunto de la relación de Tolomeo con la reina Eurídice no era tema de su devoción. Además, no acababa de encontrar una respuesta.

—No deberías haberle amenazado —dijo por fin.

—No habría tenido que hacerlo —gritó Filipo, dando una patada en tierra como un niño enojado—. Debería haber estado ya muerto, y por tu mano, no por la mía. Además, no ha sido una amenaza decirle que quería ver si tenía sangre o veneno en las venas… una amenaza es algo que no piensas hacer, y yo sí que quería matarle. No deberías habérmelo impedido, hermano. Únicamente espero que Tolomeo permita que vivas lo bastante para lamentarlo.

Un centinela alzó el batiente de la entrada de la tienda y miró al interior con expresión entre alarmado y turbado.

—No sucede nada, Creón —dijo Alejandro en voz baja—. El príncipe Filipo sufre una rabieta.

Filipo dirigió al soldado una mirada que le hizo soltar la tela de la entrada como si se hubiera prendido fuego.

—Deberías haberme dejado matarle —musitó con los dientes apretados.

—Has cambiado, Filipo —dijo Alejandro, mirándole pensativo y ladeando un poco la cabeza, cual si estuviese juzgando la edad de un caballo—. Te enviamos a que pasases un invierno con los bárbaros, un bandido intenta matarte —con el solo intento, seguramente, de robarte la bolsa— y vuelves totalmente cambiado.

—He crecido, mi señor. He perdido la inocencia y me he hecho un hombre. Te aconsejo que hagas igual.

Por un instante, Alejandro le miró como si no supiera si sus palabras le habían ofendido o hecho gracia. Los dos permanecieron inmóviles y podría haber pasado cualquier cosa. Luego, el rey de Macedonia echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.

—Muy bien dicho, hermanito —dijo con la respiración entrecortada, al cabo de un rato y pasó un brazo por los hombros de Filipo, como si toda la conversación sostenida no tuviese trascendencia alguna—. No sé si mañana tendrás el descaro de ser tan franco cuando conozcas al militar más importante del mundo…

El noble Tolomeo fue uno de los testigos de la presentación de Filipo, que tuvo lugar en el campo tebano, cuando el rey y su guardia de honor llegaron a él pocas horas después del amanecer. Como era costumbre siempre que el rey de Macedonia le honraba con una visita, Pelópidas esperaba en la puerta, solo, con las manos entrelazadas a la espalda. No se inclinó ante Alejandro —nadie habría esperado semejante gesto de un gran hombre cuyo poder era probablemente superior al de cualquier rey— pero se adelantó a sostener la brida del caballo de Alejandro mientras desmontaba. Luego, se abrazaron como padre e hijo, y Alejandro le condujo, cruzando las filas de sus servidores, hasta donde aguardaba Filipo.

—Tengo el placer de presentaros al menor de los hijos de mi padre —dijo Alejandro, pasando al joven un brazo por los hombros—. Mi hermano Filipo, que acaba de regresar de una estancia entre los ilirios y que, como niño que aún es, nos ha traído muchos relatos de aventuras.

Todos se echaron a reír, salvo Filipo y Pelópidas. Filipo se ruborizó intensamente y Pelópidas se limitó a esbozar una sonrisa.

—No sé qué relatos son, pero os animo a que escuchéis con respeto sus aventuras —dijo Pelópidas finalmente, con aquella costumbre suya de bajar la voz de un modo que obligaba a la mayor atención—. Veo que tiene ojos muy vivos, que no son los de un niño sino los de un hombre. No creo que se le ocurra fanfarronear.

Sus palabras causaron un tenso silencio, pues todos los presentes habían sido testigos de la escena la noche anterior, cuando Filipo había acusado a Tolomeo en la cara, llamándole traidor y desenvainando la espada. Se habría derramado sangre de no haber el rey asido a su hermano por el brazo, arrebatándole el arma. Incluso en aquel momento, en presencia de tan distinguido extranjero, los ojos implacables de Filipo estaban clavados en Tolomeo, que sentía un nudo en el estómago como de hierro.

No. No eran ojos de niño.

Pelópidas hizo una broma y todos rieron, cesando la tensión del momento, del que nadie había imaginado el desenlace. Tolomeo apenas oyó las risas, pues, bajo su coraza, sudaba de miedo.

Aquel muchacho lo sabía todo. Había regresado sano y salvo de las fauces de la muerte y lo sabía todo. Era más peligroso que cien Alejandros. Todos se habían reído de sus sospechas, pero al final acabarían por creerle y entonces sería él, Tolomeo, quien mordiera el polvo.

Pero una vez muerto Alejandro, Filipo sería inofensivo.

En el curso de aquella jornada, Tolomeo se reunió con los lugartenientes de Pelópidas para redactar los últimos detalles del tratado entre Macedonia y Tebas. Era cuestión de limar asperezas para suavizar los posibles roces que pudieran producirse por ambos bandos al cabo de un año en ciertos lugares. Era la clase de tarea para la que Alejandro no tenía paciencia; una de las diversas razones por las que era un mal rey.

Por la noche se celebró un banquete. Pelópidas, como anfitrión, presidía la mesa y Alejandro se sentaba a su derecha. Lo que sorprendió sobremanera fue que Filipo se acomodase a la izquierda, y que el beotarca de Tebas conversara con el pequeño tanto como con el mayor.

Tolomeo estaba a una distancia que no le permitía oír la conversación, pero sí que pudo verlo todo y halló una especie de placer morboso en comparar el distinto modo de dirigirse de Pelópidas a un hermano y a otro. Con Alejandro era todo animación cordial, con chanzas y risas y hablaban poco, como quienes intercambian saludos formales y luego cesan de interesarse mutuamente. Pero con Filipo, el gran general y estadista agachaba la cabeza y hablaba al parecer en un susurro confidencial, como si se tuvieran confianza de años; sus diálogos duraban minutos y cuando Filipo tomaba la palabra —y a veces la conservaba mucho tiempo— el beotarca le concedía plena atención, hasta el punto de dejar de sonreír. Parecían sostener un diálogo de iguales.

Y, finalmente, después de observarlo durante quizás media hora, Tolomeo dio en pensar, como si fuese una auténtica sorpresa, que tenía envidia. Era de suponer que Alejandro fuese demasiado vano y estúpido para darse cuenta, pero a él no se le escapaba y sentía casi una angustia física. Envidiaba a Filipo por el respeto e interés que le mostraba aquel gran hombre, pues, desde luego, Pelópidas a él nunca le había tomado tan en serio. Y a la envidia se mezclaba el miedo —aquel miedo que ensombrecía su espíritu siempre que pensaba en Filipo— pues se veía obligado a preguntarse qué cualidades tendría aquel muchacho de las que él carecía.

Pero fuese lo que fuese, todo quedaría olvidado al poco de regresar a Pela, pues Filipo sin su hermano no era más que un jovenzuelo avispado del que no había que preocuparse y, cuando todos los hijos de Amintas volviesen a estar juntos, Tolomeo tenía una especie de sorpresa preparada para Alejandro.

Al final, Filipo renunció. No pudo convencer a su hermano de que Tolomeo era un traidor peligroso al que había que eliminar como se extermina un insecto. Él estaba seguro de sus sospechas, pero el peso de la negativa de Alejandro a creerlo, más el prestigio que Tolomeo adquiría como consecuencia de las negociaciones con el beotarca, le indujeron a no insistir. No le gustaba que le tomaran por tonto.

Muy bien, si Alejandro no valora su propia seguridad, no puedo obligarle a que sea prudente. El rey debe elegir personalmente aquellos en quien confía.

Y así, cuando estuvo concluido el tratado con Tebas y los nobles del rey, celebrando la derrota como si fuese victoria y hubieron vaciado la última copa de vino con sus vencedores, Alejandro, su hermano, su buen amigo y primo Tolomeo y todo el ejército macedonio emprendieron el regreso a Pela como si nada hubiese sucedido.

Cinco días después llegaban a la puerta de la ciudad, sanos y salvos. Y así, Filipo, con un disgusto casi indiferenciable de vergüenza, volvió a su vida habitual.

Pero no era el único. Se daba una sensación generalizada de alivio por haberse evitado una guerra con Tebas, y cuando mayor frivolidad existe es cuando una ciudad está llena de soldados humillados. Al regreso del ejército hubo innumerables borracheras y las putas trabajaron de lo lindo. Y las juergas de Alejandro y sus nobles alcanzaron su apogeo.

Filipo, reconcomido de ira, al principio, se dedicó a la caza. Deambulaba solo por las llanuras y a veces se pasaba dos o tres días seguidos haciendo una gran matanza de ciervos y jabalíes.

En cierta ocasión mató un jabalí casi tan grande como el de Lincestas; quemó la grasa y la piel en sacrificio para apaciguar los celos de los dioses, se asó la paletilla para comer y dejó el resto a los cuervos sin llevarse la cabeza a Pela, pese a que semejante trofeo le habría valido un lugar en la mesa entre los compañeros del rey. Y a nadie le contó la aventura, pues no había cedido su profundo enojo.

Cuando dejó la caza no fue porque se hubiese reconciliado con su hermano, sino porque su prima Arsinoe había entrado en su vida.

Y había vuelto a verla, como aquella otra vez, a la salida del templo de Atenea.

Aunque su templo era oscuro, a Atenea, la de los ojos glaucos, nunca le faltaban ofrendas de tortas y miel, y ello era debido a que Filipo, creyendo que vivía bajo la protección de la diosa, quería demostrarle gratitud. Así, iba todas las mañanas al templo a hacer sacrificios y orar. Sólo allí, en toda la ciudad de Pela, se sentía a gusto, cual si aquello confiriese un propósito a su vida; sólo dentro de aquella estrecha nave podía creer que la existencia no era lo que parecía, un profundo sarcasmo sin propósito. De allí salía siempre reconfortado.

No siempre es casualidad que dos jóvenes se encuentren en el mismo sitio. Un lugar que la suerte ha propiciado puede volver a serlo, como bien saben los cazadores y los amantes. ¿Y quién podría decir si los dictados de su corazón habían llevado a Arsinoe a ofrendar sacrificios a los Señores de la Vida, por devoción o por algún otro motivo?

El resto fue fácil. Una inclinación de cabeza, una sonrisa y la promesa de volver a verse. El amor brota en seguida en el pecho de los jóvenes, y Filipo, a poco, no pensaba en otra cosa. Con otros hombres, las palabras le salían fácilmente, pero en presencia de ella permanecía casi mudo. Le bastaba con mirarla para que su corazón latiese con fuerza y su garganta se atenazase por efecto de un anhelo que era más doloroso que placentero.

—¿No podrías…? —balbucía—. ¿No podría verte…?

—Ya me estás viendo —contestaba ella, sonriendo de un modo que era al mismo tiempo burlón y embrujador.

—Aquí no puedo hablar. Te comería con los ojos… Es que…

—Pues, entonces, mejor será que no nos veamos, si es que de verdad quieres devorarme.

Sí, claro que lo entendía, y el anhelo de su corazón de mujer era tan hondo como el suyo.

—Algún día quizás —le decía—. Pero ahora todavía no.

Y volvía a sonreírle, haciéndole la boca agua.

La había visto cinco veces o seis desde que eran niños y jugaban en la calle con una pelota de madera pintada. ¿Es que no había reparado entonces en aquellos ojos brujos y aquel pelo color hojas muertas? Quizás es que no se había fijado. Ahora le trastornaba, era incapaz de pensar en nada y no podía dormir. El amor es algo que los dioses nos envían cuando quieren atormentarnos.

O, quizás, para salvar nuestra alma cuando todo lo demás yace destrozado en el polvo.

Desde su regreso a Pela, Tolomeo había llegado casi al borde del agotamiento por las exigencias de sus dos lujuriosas amantes. La reina Eurídice le requería todas las noches en su cama y su lascivia no parecía satisfacerse jamás, más bien parecía ir en aumento; les daban las altas horas de la noche en el lecho fundidos en un estrecho abrazo, sudorosos y jadeantes. Aquella mujer parecía decidida a extinguirse en las cenizas del fuego de su propio deseo.

Y luego estaba Praxis con su pelo rubio y rizado y su corazón de esclavo, que le esperaba como un perro a la puerta de sus aposentos, al acecho en las sombras, a veces hasta el amanecer. En general, se contentaba con una buena zurra, pero de vez en cuando aumentaba sus exigencias de amor.

Durante el día, Tolomeo estaba de consejo con el rey y le resultaba un tormento permanecer sentado con la ingle dolorida. Había probado agua fría, zumo de limón, barro caliente; todo. Tenía el miembro viril reblandecido y contuso y cada noche le venían dudas de poder desempeñar el papel que se le exigía, pero lo conseguía.

La madre del rey y el rastrero pederasta. Pronto ambos desempeñarían su papel en el drama que planeaba: La muerte de Alejandro. El propio Eurípides no lo habría hecho mejor. Y tendría que ser muy pronto, pues de otro modo él perecería de cansancio o quedaría impotente sin haber tenido ocasión de recibir aplausos del público.

Sabía que su esposa lloraba sin cesar hasta quedarse dormida, pensando en qué habría pecado contra los dioses clarividentes al verse condenada a la indiferencia de su marido. Que llorase. Más lloraría cuando muriese su hermano. Y más aun después, cuando comprendiese que ya había dejado de servir para nada.

Y por fin llegó el momento de llevar a cabo el plan fuera del dormitorio, preparando a Praxis para que, por primera y última vez en su vida, cumpliera su deber de hombre.

—¿Has entendido lo que hay que hacer?

—Sí —contestó Praxis, tocando la mano de su amante que sostenía la espada.

—Un golpe rápido por entre las costillas hacia el corazón. No estará armado y se verá sorprendido. Podrás matarle sin que le dé tiempo a reaccionar.

—Sí.

—¿Has practicado? ¿Estás preparado?

—Sí.

Tolomeo sonrió y entregó la espada a Praxis, acariciándole el pelo. Estaban solos en una sala de vapor del cuartel de la guardia del rey a la que ambos pertenecían. Dos hombres desnudos y solos, dos figuras borrosas en medio de una nube de vapor tan densa que amortiguaba su conversación.

—Tú odias a Alejandro, ¿verdad? Sí, sé que le odias.

Bajó los dedos por el suave cuello del muchacho, pensando que nadie creería que aquel muñeco fuese capaz de ser un asesino. Sí, Praxis era tan vicioso como una perra en celo, e igual de peligroso. Y estaba entontecido de amor y de maldad, que no era otra cosa más que amor putrefacto.

—Pues así te vengarás. Y cuando lo hayas hecho, yo te protegeré. Cuando muera, el poder real será mío y me valdré de él para escudarte. Te encumbraré sobre los demás.

Tolomeo no tuvo más que bajar la vista para ver cómo se había excitado Praxis. Le abrazó y le acarició hombros y espalda.

—Nadie volverá a atreverse a despreciarte —musitó—. Serás temido y envidiado. Serás el hombre que mató al rey.

Praxis le besó con toda el ansia y sumisa lascivia de que era capaz y Tolomeo se lo consintió, devolviéndole el beso. ¿Por qué no darle un momento de gozo a este tonto?, pensó.

El perro rastrero cree que me ama, se dijo, pero no es cierto; su corazón es de Alejandro, aunque no lo sepa. Y mañana me habré deshecho de ambos.