El rey de Macedonia reunía en su persona todas las flaquezas y locuras de la juventud: elegía mal los favoritos, no escuchaba consejos y sobreestimaba ridiculamente su fuerza y su talento. Antes de que hubiera tenido tiempo de superarlos, sus defectos, unidos a su inclinación a la guerra, acarrearían la aniquilación de su país. El reciente desastre de Tesalia había convencido a Tolomeo de que, ambiciones personales aparte, tendría que buscar el medio de deshacerse de Alejandro. Prácticamente era un deber disponer su asesinato.
No había que desperdiciar las oportunidades; en Tesalia, Alejandro había estado a punto de contener la amenaza de las potencias del Sur, Jasón de Feres había atacado a Larisa y había expulsado a los alévadas, que, como era sabido, eran una familia de bandidos perversos y traidores sin igual, que se dedicaban a saquear a sus vecinos, y los larisanos los habían visto marchar con sumo deleite. Pero, luego, Jasón fue asesinado y su sucesor envenenado, y los alévadas habían recurrido a Alejandro para que los restableciera en el poder.
Alejandro había hecho bien en responder a su llamada. En Feres reinaba el caos y, una vez que la familia dinástica dejó de asesinarse entre sí y nombró un nuevo tirano, habría sido un adecuado baluarte a su poder el regreso de los alévadas a Larisa como vasallos de los macedonios. Y no podía negarse que la toma de Larisa por Alejandro había sido una brillante acción militar. La dificultad estribaba en que el alocado joven no tenía la menor noción de hasta dónde podía llegar.
Lo que habría debido hacer, tras lograr su modesto triunfo, era retirarse; pero eso no cuadraba con sus criterios de lo que debía llevar a cabo un gran conquistador, y había comenzado a asentar guarniciones a lo largo del río Péneos, sin darse cuenta el imbécil de que no tenía fuerzas de reserva, que las fronteras del Norte, región de mayor peligro, habían quedado desguarnecidas por culpa de su modesta aventura y que no había necesidad de fortificar el Sur ni contaba con tropas suficientes. ¿No se lo había señalado Tolomeo, su pariente y amigo, que había matado a su primer adversario diez años antes de que naciera Alejandro? Sí, naturalmente…, hasta la saciedad. Pero el rey sólo escuchaba a quienes le decían que era Aquiles redivivo y estaba destinado a dominar Grecia entera como un coloso.
En fin, las guarniciones no habían servido para nada salvo para unir a toda Tesalia contra los «invasores del Norte» y dar a Tebas un pretexto para intervenir con una fuerza al mando de una figura militar como Pelópidas. Al cabo de dos meses de avance hacia el Sur, Alejandro se vio obligado a volver a cruzar la frontera, sólo que esta vez con un ejército beocio hostil en territorio macedonio.
Pero al menos vio por fin su locura en toda su magnitud, y, tras pasar dos días malhumorado y deprimido en su tienda, sin atreverse a salir para enfrentarse a sus soldados, envió a Tolomeo al campo de Pelópidas a inquirir sobre las condiciones de la paz.
Los tebanos poseían la ventaja de ser más numerosos, pero eran lo bastante cautos en territorio enemigo y sus patrullas de caballería interceptaron a Tolomeo a más de una hora a caballo de su perímetro defensivo. Les sorprendió encontrar a un hombre solo, pero era él quien había rehusado la escolta pues no concordaba con el ambiente de súplica y, además, prefería que a Alejandro no le llegase otra versión de aquella entrevista más que la suya propia.
Detuvo el caballo y dejó que los jinetes tebanos le rodeasen.
—Soy emisario del rey de Macedonia —dijo Tolomeo, mirando en derredor de aquella manera ligeramente molesta que es la defensa natural de los parlamentarios contra el miedo—. Vengo a entablar conversaciones con el beotarca.
Nadie respondió, pues eran simples soldados y, a su entender, él era un prisionero más. Uno de ellos, cuyos modales, más que el uniforme, le distinguían como capitán de la patrulla, acercó su caballo para asir las riendas del de Tolomeo. El emisario del rey las soltó sin decir nada y dejó que le condujesen al campamento tebano.
Durante el camino tuvo tiempo de sobra para considerar la abrumadora humillación de verse conducido de aquella manera ante un hombre como Pelópidas… Pelópidas, que, apenas sin armas, salvo su audacia y la ayuda de un puñado de amigos igual de decididos, había vuelto del exilio para librar a su ciudad del yugo del conquistador y se había sacudido, al parecer para siempre, el yugo del poder espartano. ¿Qué pensaría un hombre como él de Alejandro, el rey-niño de Macedonia, que había llevado a su país al desastre por un arrebato de adolescente? ¿Con qué desprecio no recibiría a su embajador?
Que le hubiese impuesto aquella mortificación era otro de los agravios que acumulaba contra Alejandro. Aunque había cierto consuelo en recordar que el contencioso se liquidaría algún día. Un día que no había de tardar.
Pero entretanto era necesario decidir cómo mejor representar su papel. ¿Qué esperaría el beotarca? ¿Un rústico del Norte, fiel como un perro de caza de su señor? ¿O el cortesano intrigante, dispuesto a establecer un trato personal ventajoso a espaldas de su rey? ¿O una mezcla de ambos, ya que, como bien saben los dioses clarividentes, el resto de los mortales consideraban a los macedonios taimados inocentones?
O quizás, simplemente al estadista de barba canosa, principal miembro de la dinastía, fiel servidor del estado, de la casa real y del rey, en ese mismo orden. Un hombre que siente el imperativo de la leatad hereditaria pero no está ciego al punto de no ver la cruda realidad. Un patriota. Sí. En definitiva, Tolomeo pensó que el papel le iba como anillo al dedo.
Aunque, a decir verdad, la elección dependía de Pelópidas. Ya vería qué es lo que el beocio deseaba encontrar.
El campo tebano era una obra defensiva magistral. Las murallas eran de adobe con torres de madera cada cuarenta pasos aproximadamente, y estaban rodeadas por un doble perímetro de fosos; el externo, no muy profundo, pero guarnecido de estacas puntiagudas, y el interno asombrosamente profundo, de manera que si los atacantes no se abrían en canal en el primero podían verse enterrados vivos al intentar trepar por el empinado y desmenuzado talud del segundo. Aunque hubiese contado con tropas suficientes, Alejandro habría podido pasarse muy bien un par de meses intentando abrir brecha, y mientras tanto Pelópidas le habría hecho pedazos. Y aquella fortaleza prácticamente inexpugnable había sido erigida en apenas tres días.
Pero así era el ejército tebano, considerado probablemente el mejor del mundo. Los tebanos combatían con valor y vigor sobrehumanos y no dejaban nada al azar.
La única entrada al campamento era un puente levadizo que franqueaba una puerta de madera; dentro había un patio de armas y, a continuación, filas y filas de tiendas de lino blanco. En el centro, con más espacio en derredor y algo más grande que las demás, había una con dos lanceros de guardia en la que flameaba el pendón del beotarca. Los que escoltaban a Tolomeo se detuvieron ante ella.
El batiente que cerraba la entrada se abrió y a la luz del sol apareció un hombre. Tendría unos cincuenta años y vestía una capa artesana descolorida que otrora habría sido marrón o negra. Ni siquiera llevaba espada, pero tenía aspecto de quien está habituado de antiguo a ejercer el mando. Al principio no dijo nada. Sus ojos azul claro, tan crueles como los del halcón, examinaban el rostro de Tolomeo con curiosidad no exenta de ironía.
—Soy Pelópidas —dijo finalmente—. Imagino que seréis el señor Tolomeo. Pasad; me temo que no puedo ofreceros más que un vino corriente…
—El rey vuestro señor muestra decoroso gusto por la gloria —dijo Pelópidas una vez que hubo vuelto a llenar la copa de su huésped—. No obstante, pienso que en este caso un poco de prudencia habría sido más decoroso. No me cabe duda de que se habrá dado cuenta de que se ha excedido.
—Si no lo ha hecho no es por falta de que se lo hayan dicho —replicó Tolomeo, encogiéndose de hombros y evitando mirar a la cara al hombre que tenía enfrente. Era un gesto que esperaba le diese a entender su inequívoco y turbado disentimiento, pues no consideraba conveniente criticar explícitamente a Alejandro.
El beotarca respondió con una brevísima carcajada, como diciendo: «Sí, nosotros dos somos veteranos, ¿no es cierto? Y ya sabemos lo que son los niños cuando se envanecen en demasía».
¿Qué restaba hacer sino fruncir el entrecejo y mostrar cierto aire de dignidad herida?
—El rey tiene un carácter generoso y heroico —añadió Tolomeo, en un tono que daba a entender que el reproche iba dirigido más a él mismo que a Pelópidas—. Y los alévadas hace tiempo que gozan de la protección de nuestra real casa.
En el silencio que siguió, durante el cual los ojos fríos y calculadores de Pelópidas no dejaron de mirarle, a Tolomeo le invadió la molesta sospecha de que aquel hombre leía sus pensamientos. Aquellos ojos decían: «No eres lo que pareces. No se me ocultan tus secretos».
—Los alévadas son una raza de canallas —dijo el beotarca por fin, con una leve sonrisa—. Y embaucan a vuestro señor por su buen carácter. Pero pueden quedarse con Larisa… de momento. Estoy dispuesto a hacer esta concesión porque admiro al rey de Macedonia y quisiera ser su amigo.
—Mi rey necesita amigos —replicó Tolomeo, devolviéndole la sonrisa, al sentir que recuperaba seguridad, cual si realmente entendiera la esencia de la conversación—. Y la buena voluntad de mi señor Pelópidas no es de despreciar. No obstante, ¿puedo preguntar qué espera el beotarca, cuyos impulsos no son personales sino de quien, por encima de todo, protege los intereses de su ciudad, a cambio de tal generosidad?
No…, no había entendido nada. Lo notó al ver cómo cambiaba el brillo en los ojos de Pelópidas. Hay almas que son un misterio insondable, como la voluntad de los dioses.
—Tebas y Macedonia tienen un interés común —contestó con voz pausada el beotarca, como si estuviese explicando algo a un niño listo—. Paz y tranquilidad en los estados del Norte. Nada de aventuras ni disturbios… En ese sentido estamos dispuestos a ofrecer al rey Alejandro una alianza…
Mientras regresaba cabalgando por las desiertas praderas hacia el campo macedonio, Tolomeo sentía dentro de su pecho el aleteo de un terror vago y frío, como si la muerte negra hubiese abierto las alas para arrojar la sombra sobre su vida.
Pensó en Filipo… ya seguramente muerto, aunque no había tenido noticia. Había sido muy acertado enviar fuera a aquel muchacho precozmente peligroso para que le cortasen el cuello, pese a que no podía ni imaginar lo que harían si tenían que declarar la guerra a los ilirios.
Aún resonaban en sus oídos las palabras del beotarca cual una implícita profecía de perdición. Era como si los dioses hubiesen dispuesto destruirle con las mismas armas que él había forjado.
«Deseamos recibir rehenes que garanticen la paz que esperamos conservar entre nosotros. Vivirán en Tebas, en casa de ciudadanos de prestigio, y serán tratados como aliados y huéspedes de honor. Será una oportunidad para ellos, una introducción al mundo que existe allende las fronteras de vuestro reino, una ocasión, me atreveré a decir, que pocos de vuestros nobles macedonios jóvenes habrían podido soñar. Y me satisfaría, señor, como signo de vuestra amistad y confianza, si entre ellos incluyeseis a vuestro propio hijo».
Al día siguiente de su regreso a Pela, cuando el cielo era aún de un gris claro argénteo, Filipo fue con Glaukón al cementerio fuera de las murallas. No habían marcado la tumba de Alcmena, que había muerto hacía casi un mes, por lo que la tierra que cubría su urna funeraria comenzaba ya a estar erosionada y deshecha por el viento. En medio año, cuando la hierba estuviera crecida, el túmulo habría desaparecido.
Se sentaron los dos junto a ella y Filipo puso la mano en el montón de tierra, casi en gesto de caricia. No había dormido y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Desde que te fuiste no andaba bien —dijo Glaukón—. Un día se sentó junto al fuego y la encontramos muerta. Ni Nicómaco sabe de qué murió, pero yo creo que ha sido de pena.
—Yo, que tan contento partí…, me siento como si la hubiese matado.
Glaukón meneó la cabeza, con el ceño fruncido, como incomodado por sus palabras.
—No fue decisión tuya sino del rey. Y la culpa no la tenéis ninguno de los dos —dijo, cerrando los ojos con gesto de dolor—. Cada vez estoy más convencido de que los dioses han querido castigar a Alcmena por su arrogancia.
Filipo fue a decir algo, pero no le salieron las palabras. ¿Qué habría podido decir, al fin y al cabo? De pronto, sintió que se hallaba ante el umbral de un gran secreto que no debía forzar.
Quizás, después de todo, callar y escuchar fuese lo mejor.
—Alcmena no entendía —prosiguió Glaukón, casi como si estuviese hablando consigo mismo—. Para ella eras el niño que había amamantado a sus pechos… y nada más; una criatura de carne y hueso a quien quería más que a sí misma. Fuiste el sustituto del hijo que había perdido, y creía que por el amor que te tenía eras suyo. Y ése fue su error.
—¿Ah, sí? —replicó Filipo, con voz tan ahogada por la emoción que apenas podía hablar—. Aunque no fuese mi madre, yo la quería como tal. ¿Quién podrá alegar en el otro mundo mayor cariño por un hijo? ¿La reina Eurídice? Ya ves cuan débiles son los lazos de la sangre.
Glaukón le miró y sonrió desmayadamente, pues el joven siempre se refería a su madre como algo lejano y ajeno.
—No hablaba de la sangre —dijo—. Perteneces a tu madre la reina tan poco como a Alcmena… del mismo modo que jamás pertenecerás a ningún hombre ni mujer. Perteneces a Macedonia y a los dioses inmortales que protegen tu vida con algún fin que ellos saben. La misma noche de tu nacimiento dejaron ver que tenías la bendición de Heracles; y ha habido desde entonces signos y portentos… tú sabes que es cierto lo que digo. Por eso sabía que permitirían que volvieses con vida del país de los ilirios.
Con un imperceptible encogimiento de hombros, Glaukón quiso distanciarse de su profundización en lo milagroso, dando a entender que era tan evidente que ni una persona como él podía dudar de que fuese verdad.
—Alcmena era incapaz de ver que todo estaba en manos de los dioses —prosiguió, cual si confesase una vergüenza personal—. No podía verlo porque la cegaba su amor por ti, y por ello comenzó a sentir miedo, y ese miedo acabó con ella. Su miedo era debilidad y blasfemia al mismo tiempo, pues debía haber confiado en la voluntad divina.
Filipo no sabía si creer lo que decía Glaukón, pero sus palabras tuvieron por efecto aclararle la mente. Recordó a Tolomeo, y ello le hizo sentir vergüenza por haber cedido a una aflicción privada. Había que prevenir a Alejandro, su hermano y rey.
Y fue en busca de Pérdicas.
—Me ha nombrado heredero —dijo éste, casi a guisa de saludo—. Y con toda justicia, pues le sigo en edad —añadió sonriendo, como si se tratase de un triunfo propio; casi como si esperase que Filipo sintiese envidia.
—Puede que le sucedas antes de lo que esperas.
Estaban en el dormitorio de Pérdicas, que estaba junto a los aposentos privados de la madre, y éste desayunaba, tranquilamente sentado, un trozo de pan mojado en vino. Escuchó la narración que le hizo Filipo de sus aventuras en el Norte sin impresionarse mucho, al parecer.
—Eres como una mujer —dijo finalmente—. Ves conjuras por todos lados. Si alguien quería matarte, es mucho más probable que fuese el viejo Bardilis y no Tolomeo, que es pariente nuestro y amigo. Es un absurdo.
—Nada hay de absurdo en que un rey de Macedonia sea asesinado por un pariente. Los argeadas se han matado entre sí durante generaciones… es como una tradición.
Pero Pérdicas se contentó con quedársele mirando.
—Ven conmigo —dijo Filipo finalmente—. Podemos salir esta misma mañana y llegar al campamento real en dos días. Buscaremos a Tolomeo, nos encararemos con él delante de Alejandro y sabremos la verdad.
—¿Vas a encararte con él? —inquirió Pérdicas, tan aterrado que apartó el desayuno y se puso en pie—. ¿Vas a acusarle de tratar de asesinarte… y cara a cara? ¿Y si él…?
—Si él ¿qué? ¿Lo niega? Claro que lo negará.
—Entonces, ¿qué sentido tiene que lo hagas? —dijo Pérdicas casi gritando.
Pero Filipo pareció no tener prisa; y, como si de pronto hubiese recordado que tenía hambre, cogió la rebanada de pan que había dejado su hermano, partió un trozo y se lo llevó a la boca. Luego, se sirvió una copa de vino y se sentó.
—Acaba el desayuno —dijo, señalando la silla que su hermano había dejado vacía—, que tenemos que cabalgar muchos estadios.
Pérdicas se limitó a repetir la pregunta.
—¿Para qué? —inquirió, esta vez con voz más calmada—. Si niega la acusación… no podremos hacer nada, y habrás perdido el tiempo.
Filipo dejó la copa de vino, se enjugó la boca y suspiró con fruición animal.
—Tolomeo piensa que estoy muerto —dijo mirando con ganas la cama de su hermano y pensando que había hecho mal en beber vino, pues se sentía muy cansado—. Si le sorprendemos antes de que algún idiota incluya la nueva de mi regreso en la bolsa de un emisario, no creo que pueda negarlo con mucha convicción.
—¿Y luego, qué?
—Luego, Alejandro le matará —respondió Filipo, reprimiendo, no sin esfuerzo, añadir: «o le mataré yo».
Pérdicas no había vuelto a sentarse y cuando Filipo le miró apartó la vista.
—Alejandro no creerá en su culpabilidad. Yo no creo que sea culpable y no quiero tomar parte en semejante acusación.
—¿Por qué? ¿Porque, si estoy en lo cierto, temes que se vengue en ti?
El silencio que siguió confirmó lo acertado de lo que Filipo había dicho medio en broma.
Y quizás, pensó Filipo, quizás Pérdicas no esté tan errado negándose a hacerlo. Al fin y al cabo, Pérdicas era el heredero… y quizás fuese mejor que no se mezclara en ello.
—¿Qué vas a hacer? —dijo Pérdicas finalmente, mirándole casi implorante.
—¿Hacer?
Los dioses han protegido tu vida con algún fin que ellos saben. Filipo sonrió al recordarlo, pues ciertamente Glaukón era un viejo tonto y crédulo hablando de esas cosas. Sin embargo, tal vez fuese necesario actuar como si fuera así.
—¿Hacer? Encontraré a nuestro hermano Alejandro y le diré al rey de Macedonia que anda con una serpiente enroscada en su seno.
La guerra en Tesalia había entrado en fase diplomática, pero la diplomacia, en opinión del rey de Macedonia, era oficio de cobardes, un simple método para perder batallas sin molestarse en combatir. Alejandro trató de participar lo menos posible en las negociaciones entabladas sin caer en la cuenta que iban por buen camino sin su intervención.
Lo que no pudo evitar fue la molesta sospecha de que estaba dejando entrever su debilidad, de que el control se le escapaba de las manos y de que todo lo que le importaba era cada vez más irrelevante. Esto le producía ira y temor al mismo tiempo, y centraba ambos sentimientos en Pelópidas de Tebas.
Todo era absurdo. Nada era como debía ser y nadie daba a entender que lo vieran así o les preocupase. Se suponía que Pelópidas era un gran héroe, y, sin embargo, lo único que parecía interesarle era la relación de levas y la producción de trigo. Alejandro estaba profundamente desilusionado, mientras que Pelópidas, por su parte, parecía complacido con su persona y le trataba con una mezcla de interés y paciencia propias de la relación que pudiera darse entre un adulto y su sobrino adolescente. Era para volverse loco.
Todas las noches, Tolomeo, que no mostraba remilgos por acudir a la mesa de negociaciones, iba a la tienda de Alejandro a explicarle cómo avanzaban las conversaciones. El rey le escuchaba en silencio, asintiendo con la cabeza de vez en cuando siempre que era necesario por su parte un signo de aquiescencia, diciéndose para sus adentros: «¿qué gloria hay en esto?».
En silencio, porque lo había dejado todo en manos de Tolomeo y no se atrevía a manifestar su desdén.
—Entonces, ¿hay que darles rehenes? —inquirió, cuando casi estaban ya determinadas las condiciones de las capitulaciones con Tebas.
—Sí, mi señor —dijo Tolomeo, asintiendo gravemente con la cabeza, ya que su hijo iba a ser uno de ellos—. Desde el principio sabíamos que iba a haber rehenes y un tributo en dinero. Lo único que se ignoraba era la cuantía que exigiría Pelópidas de ambos.
—Pero esta vez no entregamos a Filipo ¿eh? Me remuerde la conciencia y no voy a hacerle emprender nuevos viajes una vez que nos lo devuelvan los ilirios.
—No se ha hablado de Filipo. Creo que puedo asegurarte que Filipo no estará entre los que emprendan viaje al Sur.
Mientras así decía, en los ojos de Tolomeo había un brillo parecido al de un hombre que se ha tomado venganza. ¿Pero cómo era posible? Alejandro podía haberlo olvidado, de no ser que…
Como siempre que estaba en campaña, el rey comía de la misma cazuela y bebía el mismo vino que el más pobre lancero de su ejército. A su alrededor estarían los nobles más importantes de la nación, pero ellos también vivían y comían como simples soldados. Durante aquellos días, Alejandro bebía quizás un poco más, y sus compañeros no le iban a la zaga, pero al atardecer sólo habían bebido lo bastante para olvidarse algo del baldón de la derrota y, si acaso, para hallarse un poco atolondrados. No podía explicarse de otro modo lo que sucedió cuando Alejandro alzó inopinadamente la cabeza y vio acercarse a un jinete.
—Conozco ese caballo —pensó—. ¡Conozco ese caballo! —exclamó, poniéndose en pie. Sí, no se equivocaba.
—Hermanito… Por los dioses clarividentes, ¿cómo estás aquí?
Pero Filipo se contentó con dirigirle una mirada y pasar de largo. Una mirada que habría atravesado a un hombre, como el sol el agua, para quemarle el alma.
—Tolomeo, mira quién…
Alejandro se volvió un poco, lo justo para ver lo que su hermano acababa de ver: a Tolomeo con el rostro tenso y la mirada entre aterrada y resentida, clavándola en Filipo cual si hubiese visto el instrumento de su propia muerte.