Morir por la espada de un enemigo habría sido digno; pero que un hombre, sea quien fuese, muriera así…
Cuando el dardanio vio lo que le esperaba, comenzó a gritar; un grito infrahumano que pronto sofocaron. Filipo sólo supo ponerse en cuclillas y mirar, demasiado aterrado para moverse y, al mismo tiempo, tan estupefacto que era incapaz de apartar la mirada.
Los lugareños le hicieron pedazos con piedras afiladas; le despedazaron del mismo modo que unos hambrientos habrían dado cuenta ansiosamente de un asado, y su furiosa venganza no concluyó hasta dejar apenas unos cuantos huesos quebrados y destrozados.
Cuando terminaron, y el olor a sangre flotaba en el aire como un palio, uno de ellos entregó a Filipo una copa de cerveza para que bebiera.
—No nos juzguéis, señor —dijo el más anciano—. Si no habéis vivido bajo el yugo de los dardanios, no juzguéis lo que acabamos de hacer. Venid a mi choza a descansar.
Por la mañana encontró a Alastor trabado afuera. De los dardanios no quedaba rastro.
—Hemos degollado a sus caballos y los hemos enterrado con ellos en un sitio en que nadie los puede encontrar. No habéis estado nunca aquí, señor…, y a esos hombres tampoco los hemos visto. Los dardanios nos crucificarían a todos, hasta a los niños de pecho, si llegaran a enterarse de lo que ha sucedido.
—Jamás lo sabrán de mis labios. No hablaré de ello ni de este lugar a nadie.
—Lo sabemos, señor —y su mirada decía: «si no fuese así, estaríais enterrado con ellos».
Filipo reprimió el estremecimiento de terror que sintió al dar la mano al anciano.
—Id en paz, señor, por habernos dado el gozo de la venganza.
Filipo montó en su corcel y prosiguió hacia el Sur sin volver la vista atrás.
Al día siguiente, por la mañana temprano, llegaba al paso de Vatokhori y entraba en el reino de Lincestas.
Su rey Menelao estaba en rebelión más o menos abierta contra el rey de Pela, pero al menos era macedonio; Filipo no deseaba seguir a merced de extranjeros.
Acampó a descubierto por primera vez desde su salida de la ciudad de Bardilis y osó darse el lujo de un fuego. Sabía que, no por haber cruzado la frontera, se hallaba seguro, pero llevaba dos días sin advertir ninguna señal de que le siguieran y le parecía que era el único habitante de aquella montaña yerma.
Pero durmió con la espada a mano.
Al día siguiente se encontró en una planicie boscosa a una hora a caballo del reducto de Pisoderi del rey Menelao. En el umbrío bosque, el camino cruzaba a veces hermosos claros bañados de luz. Una hora después, oía a lo lejos el sonido de cuernos de caza.
Alastor fue el primero en sentir la presencia del peligro; dando un relincho nervioso, el caballo se detuvo en medio de un claro. Filipo se inclinó a acariciarle el cuello.
—¿Qué has olido, diablo negro? —musitó—. ¿Qué me dirías si pudieses hablar?
Pero en aquel momento en tensión y alerta no sucedió nada; sólo el silencio premonitorio de que iba a ocurrir algo.
Y casi al instante lo oyó. Sabía lo que era aunque el bosque le impedía verlo y sólo se escuchaba el roce que hacía en la maleza su huida despavorida. Sacó la espada, pasó una pierna por la grupa de Alastor y desmontó.
Cuando por fin irrumpió en el claro, se quedó estupefacto al ver su tamaño. Era un jabalí enorme, de tal vez dos codos de alto y tan grande como dos hombres. Sus colmillos blancos relucían y sus crueles ojillos brillaban de furor. Al ver a Filipo en su camino se detuvo en seco, escarbando el suelo con la pezuña y bajando la negra cabeza dispuesto al ataque.
Filipo asió la espada con la punta hacia abajo, consciente de que no tendría más que una oportunidad. Cara a cara con aquella bestia asesina, sentía un extraño gozo.
—Vamos, bonito —musitó con la voz cantarína que se emplea con los niños—. Ataca y sabremos quién estará vivo de aquí a un minuto.
Como respondiendo a sus palabras, el jabalí lanzó un gruñido de enojo y cargó contra él. Filipo se plantó firme, tratando de no pensar, aguantando con el brazo tenso, dirigiendo la punta al centro de las escápulas del animal, como si fuese sólo ese punto el que se le venía encima y no cinco o seis talentos de músculo y hueso. Fueron los cinco peores segundos de su vida.
El choque fue tremendo. Filipo sintió como si le llevaran en volandas, cual si fuese una mota de polvo que se sacude de una prenda. No sabía si la espada había penetrado en el sitio previsto, no sabía nada… Ni siquiera recordaba el haber caído.
Debió quedar inconsciente un instante cuando menos, y al abrir los ojos se sorprendió de seguir vivo. El jabalí estaba muerto, casi a sus pies, con la espada hundida hasta la empuñadura entre las paletillas.
Aquello le hizo sentirse mejor; al menos no había perdido los nervios en el último momento. Casi había merecido la pena el corte que tenía en el muslo, tan largo como el meñique y casi igual de profundo. El puerco salvaje había logrado alcanzarle.
Casi en el preciso momento en que se percataba de la herida, un agudo dolor le subió desde la rodilla hasta la ingle. Se quedó momentáneamente sin respiración, pero luego el dolor cedió y lo sustituyó una fuerte quemazón. Sangraba, pero no mucho. Y se dijo que no era mortal.
Luego, al mover la pierna, volvió a sentir el dolor; esta vez tan agudo que estuvo a punto de desvanecerse. El caballo estaba a unos doce o catorce pasos, pastando la menuda hierba, y se le antojó una distancia infranqueable.
—¡Alastor, ven aquí!
El corcel alzó la cabeza y le miró como diciendo: «¿Qué es lo que quieres, ahora?», pero se llegó al lado de su amo.
Filipo logró ponerse en cuclillas sin apoyarse en la pierna herida, después se alzó y logró asirse a las crines del caballo, para, con gran esfuerzo y un intenso dolor que llenó la cabeza de sudor, lograr incorporarse completamente.
Pero en seguida vio que montar en el animal era superior a sus fuerzas; estaba pensando qué hacer, cuando en el claro irrumpieron tres jinetes al galope, frenando los caballos al verle. Llevaban las lanzas en posición de ataque.
—Es un delito cazar el jabalí del rey —dijo uno de ellos en el precipitado dialecto de los pueblos de las montañas—. Un delito que se castiga con la muerte.
—El que quería cazarme era el jabalí a mí —replicó Filipo, sonriendo la humorada.
Durante un buen rato, nadie habló y fue como si se hubiese llegado a una situación en tablas.
—¿Por qué has desmontado?
Era otro el que había roto el silencio. Filipo dirigió a él su mirada, sin entender lo que quería decirle.
—¿Por qué te has bajado del caballo? Es más seguro seguir montado.
—Sí, pero para el caballo no —contestó Filipo al entenderlo—. Además, no llevo lanza…, sólo espada.
Todos miraron el cadáver del jabalí.
—Parece una espada iliria, a juzgar por la empuñadura.
—Es una espada iliria, pero soy macedonio —contestó Filipo, entornando los ojos, como si se considerase ofendido.
—Le has abatido limpiamente —dijo el otro al cabo de un momento, haciendo caso omiso de la afirmación de Filipo—. De todos modos, muchacho, has sido muy loco. Y todo por un caballo.
—Es mi caballo y lo estimo mucho.
Filipo sostuvo la mirada hasta que el otro la apartó, preguntándose quizás por qué aquel mozalbete se mostraba tan altivo con él.
Se había hecho un silencio agrio y agobiante. Filipo seguía en pie junto al caballo, asido a las crines; la pierna le dolía y ya comenzaba a sentirse muy mal, pero estaba firmemente decidido a sostenerse en pie. Lo único que temía era desvanecerse, lo que habría sido una vergonzosa debilidad.
Tras un intervalo que pareció durar eternamente, y que no debió pasar de unos minutos, en el claro desembocaron otros dos hombres, uno de ellos a la zaga del primero. Los que vigilaban a Filipo levantaron las lanzas en saludo, pero aunque no lo hubieran hecho habría reconocido al hombre de la barba castaño rizada que no tapaba del todo un antojo morado de la mejilla izquierda. Había visto a Menelao siete años antes en Pela, durante uno de los períodos de paz entre Macedonia y su vasallo, rey de Lincestas.
—Mi señor, hemos sorprendido a éste cazando furtivamente —exclamó el hombre que había reparado en que la espada de Filipo era iliria—. Dice que él lo que hizo fue defenderse porque el jabalí le atacó, pero…
—¿Acaso has visto alguna vez a alguien que salga a cazar el jabalí con una espada? —replicó Menelao picado.
Le faltarían uno o dos años para cumplir cuarenta y llevaba mucho tiempo reinando, y daba la impresión de que era hombre que sabía cómo hacer las cosas.
—¿Es que eres tonto, Lisandro? —insistió.
Dicho lo cual, pareció olvidarse de la existencia del tal Lisandro y fijó la vista en Filipo.
—¿Quién eres, muchacho? No es precisamente un rasguño lo que se te ve en el muslo… Puede que estuvieras mejor sentado, sin apoyar la pierna.
—Soy macedonio, señor —contestó Filipo, aún de pie, aunque ya las piernas comenzaban a renquearle—. Soy pariente tuyo, hijo de tu hermana.
Menelao le observó un instante, cual si dudara de su cordura, pero en seguida abrió exageradamente los ojos al reconocerle.
—¡No me digas que eres Filipo!
Al ver que el muchacho asentía con la cabeza, el rey de Lincestas se echó a reír.
—Esa barba es un buen disfraz —dijo, dándose eufórico con la palma de la mano en el pecho—. La última vez que nos vimos tendrías siete u ocho años…, eras un niño que aún jugaba a los soldaditos de juguete.
Volvió a reír al evocar el recuerdo y se puso serio, de pronto, mirando la espada clavada entre las paletillas del jabalí.
—Bien, sobrino, ya no eres un niño. Esta noche, cuando cenemos, te sentarás a la cabecera de la mesa con los compañeros, aunque te quede pendiente matar a tu primer adversario. Pero haber matado a una fiera como ésta con una espada es igual de honorable.
El rey Menelao se quedó de una pieza cuando el hijo de su hermana soltó de pronto una carcajada casi histérica.
—Tu hermano está persiguiendo sombras en Tesalia —dijo Meneleao distraídamente, rascándose la barba, como si el antojo le picara—. Jasón de Feres ha sido asesinado y los alévadas han aprovechado la ocasión para sublevarse contra su sucesor, recurriendo a Alejandro, naturalmente, quien ha sido tan necio que ha respondido a la solicitud. Me he enterado de que no le van muy bien allí las cosas.
Sonrió, mostrando unos dientes fuertes y uniformes. Alejandro era pariente suyo y le había tenido en mucha estima, pero el rey de Lincestas no podía querer al rey de Macedonia. Era como un principio de lógica.
—¿Y Tolomeo va con él? —inquirió Filipo como quien no quiere la cosa, dando un sorbo de vino para encubrir la aprensión que surgía en su pecho como pánico; pero Menelao se limitó a encogerse de hombros.
—Es de suponer que sí… La pulga no anda nunca muy lejos del perro.
La carcajada por el chiste fue general y estentórea, pues los cortesanos de Lincestas eran buenos aduladores de su rey. Filipo, dado que era el hermano del perro, se contentó con una cortés sonrisa.
—Alejandro debería andar con cuidado con ése —dijo el rey, bajando la voz e inclinándose confidencialmente hacia Filipo, que tenía sentado a su derecha—. Tolomeo es la clase de amigo que un hombre prudente tiene siempre a su lado… sin confiar en él. Por cierto, ¿cómo está mi hermana?
Menelao mantuvo una expresión impenetrable adrede, pero Filipo sabía perfectamente lo que eso significaba. Luego hasta en Lincestas sabían que Tolomeo no atendía el lecho de su esposa para servir al de su madre. No obstante, Filipo se limitó a dirigirle una inclinación de cabeza, como agradeciéndole la atención.
—Muy bien, que yo sepa. He estado fuera y no tengo nuevas de Pela desde principios de invierno.
No había razón para que Menelao no mostrase sorpresa, pues ¿cómo no iba a conocer el reciente intercambio de rehenes diplomáticos, que se había producido prácticamente a las puertas de su casa? Pero se limitó a sonreír con aquella sonrisa fría y taimada que aflora a los labios de los hombres que se saben dueños de la vida y de la muerte.
—¿Qué te han parecido los ilirios? —inquirió, como si ya supiera la respuesta—. ¿Son tan salvajes como te imaginabas?
Por un instante, en virtud de un imperceptible reflejo en sus ojos, el rey de Lincestas dejó escapar que, por primera vez, la respuesta que le daban no era la que él había previsto.
—Sí. Son tal como me había imaginado.
Filipo reanudó de buena gana su viaje —ya que, en realidad, su tío Menelao no dio grandes muestras de hospitalidad— y, aunque tardó diez días en tener la pierna curada para montar a caballo, en cuanto pudo siguió la ruta hacia el Sur.
A última hora de la tarde dejaba las montañas atrás y penetraba en las vastas llanuras de Macedonia. Pela quedaba aún a jornada y media, pero cabalgando ya por aquella planicie de altas hierbas se sentía en casa.
La primera noche la pasó con unos pastores que, a cambio de una de sus monedas de plata más pequeñas, compartieron con él su cena y le hicieron sitio en su cabaña de piedra para que extendiera la esterilla de dormir, pero que, como orgullosos macedonios, le trataron como a un igual. Para ellos no era más que un mozalbete con un buen caballo y una buena bolsa, cosas bien valiosas pero que no conferían particular dignidad. No le preguntaron de qué familia era ni su nombre, y él tampoco se lo dijo. Se imaginaba Filipo que todo seguiría igual y pensó con cierta alegría que sus paisanos no eran esclavos de nadie.
Pero como la hospitalidad era un deber a los dioses, y dado que cualquiera acoge complacido a un compatriota, se mostraron muy amables. Y él les requirió noticias de Pela.
—¿Conoces Pela?
Se lo había preguntado con cierto recelo, pero no más que el normal ante un forastero. «Pela», al fin y al cabo, sólo podía significar una cosa, y el que se lo había preguntado, pese a que su rostro curtido de campesino no se inmutó, era como si diera a entender que con qué derecho aquel jovenzuelo se interesaba por los asuntos del rey.
—Tengo familia allí —contestó Filipo, complacido por haber evitado decir una mentira. Luego, sonrió y se encogió de hombros como si admitiera haber cometido una falta.
El pastor, que era un hombre de edad madura y parecía haber sido soldado, quedó satisfecho con la respuesta. Lanzó un carraspeo y escupió al crepitante fuego frunciendo el ceño.
—¿Has visto últimamente a tu familia? —inquirió. Y al ver que Filipo meneaba la cabeza, él asintió con la suya, como si se lo esperara—. Pues te dirán que hay un nuevo rey. El viejo Amintas murió este verano… en su lecho, los dioses sean loados. Me han dicho que el hijo está ya en el Sur haciendo la guerra.
Su desaprobación tácita era evidente, pero cuando otro se echó a reír, el hombre puso cara de irritación y se volvió realmente enfadado.
—Duskleas, si crees que el rey hace mal, ve y díselo en la cara. Tienes derecho si tienes redaños para ello, pero no pienso aguantar tus risitas a espaldas de nuestro señor Alejandro.
—Sí, Kaltios, ya lo sabemos…
Pero lo que Duskleas habría replicado murió en sus labios al ver que el llamado Kaltios torcía el gesto.
—Sé perfectamente el respeto que se debe al rey de Macedonia y me basta. Es suficiente para que un hombre no se avergüence ante los dioses inmortales.
No hubo réplica a aquellas palabras y durante un buen rato los que estaban junto al fuego mantuvieron un tenso silencio.
Finalmente, sintiéndose obligado, Filipo buscó algo que decir.
—¿Es que no va bien la guerra del rey?
Kaltios le miró un instante, como preguntándose si él también decía una impertinencia, pero luego volvió la cara y miró ensimismado al fuego.
—¿Cuánto tiempo hace, me digo yo, que las armas de Macedonia no salen triunfantes? ¿Y cuánto tardarán en hacerlo?
Estaba anocheciendo cuando Filipo llegó a las murallas de Pela. Ya habían encendido los fuegos en la entrada y el capitán de guardia tuvo que alzar la antorcha para verle el rostro.
—¿Eres realmente tú, mi joven señor? Así que no te han matado los ilirios… Habrán pensado que ese diablo de caballo negro les ahorraría el trabajo.
Filipo sintió un frío glacial en las entrañas, pero rió con los demás.
—¿El rey sigue en Tesalia? —inquirió.
—¿Te has enterado, pues? —contestó el capitán, meneando despacio la cabeza como turbado—. Sí, allí sigue. Los tebanos han entrado en guerra y exigen duras condiciones para aceptar la paz.
—¿Van al mando de Pelópidas? —Sí.
Filipo, sin hacer ningún comentario, taloneó al caballo para cruzar la puerta. Pelópidas el Invencible, el adalid de Tebas, considerado por muchos el mejor general del mundo…, era casi un alivio. Ser derrotado por Pelópidas no era denigrante.
Y Alejandro sería derrotado sin lugar a dudas si era tan tonto como para entablar batalla con los tebanos.
A pesar de que había oscurecido la ciudad estaba muy animada. Casi había acabado el invierno, pero aún hacía un tiempo seco y los habitantes de Pela, que eran muy sociables, llenaban las calles comprando y vendiendo, hablando, discutiendo y cotilleando. Había tenderetes con toldos de tela en los que el que tuviera unas monedas podía comprar vino, carne asada, higos, patos vivos, melones de Lesbos, espadas y corazas de Frigia, caballos de Tracia y hasta manuscritos de Atenas y Jonia. Las putas hacían buen negocio, pues había bastantes hombres ebrios y por doquier se oían risas.
Era la ciudad natal de Filipo, príncipe de la casa real de los argeadas, pero su regreso era bien modesto. De vez en cuando, alguien que le conocía le nombraba y le saludaba con la mano y algunos se le quedaron mirando como si fuese algo curioso, pero en términos generales pasó desapercibido. Cruzando las estrechas calles abarrotadas de gente, su presencia no llamaba la atención de nadie, pues no sobresalía, cosa que él mismo era el primero en reconocer.
La gente andaba preocupada de sobra con sus vidas para prestar atención a los príncipes, y al rey, que estaba lejos arruinándose en guerras extranjeras, tampoco le prestaban mucha atención.
Sólo al entrar en el barrio real, con sus calles empedradas, advirtió Filipo el profundo silencio, presagio de la derrota. Sí, allí sí que se notaba el efecto de las noticias de Tesalia.
Dejó a Alastor al cuidado de los mozos en las cuadras reales.
—¿Está el mayordomo del rey en palacio? —preguntó en la cocina, pues, acostumbrado como estaba a hacerlo así, había entrado en el palacio de sus padres por el ala de servicio.
—Supongo que estará en casa —contestó una pinche, que le había enseñado a comer trocitos de manzana cuando apenas sabía andar. Y él advirtió el modo en que la mujer miraba a sus compañeros, como si todos compartieran un secreto que él ignoraba.
—Pues iré a verle allí. Gracias, Kinissa —dijo a aquella mujer que conocía de toda la vida.
Nada más dar la vuelta a la esquina y entrar en la calle en que había jugado de niño, supo lo que significaba aquella mirada. Al alzar la vista al tejado de la casa de Glaukón sintió una especie de pánico, como si de pronto no reconociera el lugar.
De la chimenea no salía humo. Habían dejado apagar el fuego que Alcmena mantenía constantemente encendido desde que entró en aquella casa al desposarse.
Filipo abrió la puerta sin hacer ruido, casi con la cautela de un ladrón, y lo primero que vio fue a Glaukón sentado en un escabel junto al fuego, con los brazos desplomados sobre las rodillas. Tenía aspecto de no haber dormido en varios días.
Cuando, por fin, advirtió su presencia, alzó la vista.
—Tu ma… —comenzó a decir, pero tragó saliva como para librar su boca de un sabor amargo—. Alcmena ha muerto.