La simple idea de la muerte puede hacer que un hombre siga adelante hasta reventar, pero a un caballo, que mentalmente no siente temor, hay que alimentarlo, darle de beber y dejar que descanse para que pueda seguir. Así, Filipo cabalgó algo más de trescientos stadioi hasta que la noche le obligó a detenerse.
Aun suponiendo que Bardilis hubiese logrado darle media jornada de ventaja, consideraba que a los hombres de Pleuratos no les habría sacado más que unas horas de ventaja; además, ellos podrían forzar los caballos al máximo y cambiarlos por otros frescos en las tres o cuatro aldeas ilirias por las que pasaran preguntando por el joven extranjero que iba solo en un corcel negro. La frontera con Lincestas, en donde el rey Menelao no estaría dispuesto a dejar que su sobrino pereciese a manos de extranjeros —aunque fuesen ilirios—, quedaba a no menos de tres jornadas. Al día siguiente, o quizás a la mañana del otro, sus perseguidores le darían alcance.
Media hora antes de ponerse el sol, Filipo abandonó el sendero de montaña que venía siguiendo y pudo hallar una hendidura en la roca en la que ocultarse; allí estaría a salvo hasta el amanecer. Trabó a Alastor, se envolvió en una manta y se dispuso a pasar la noche.
Cuando comenzaron a aparecer las estrellas por el Oeste, el frío era intenso, pero en aquellas circunstancias habría sido una locura encender fuego. Recordó haber oído que mientras uno se mantiene despierto no se corre peligro de helarse, por lo que buscó un sitio particularmente pedregoso e incómodo para mantenerse en vela, y se entretuvo tratando de analizar la envergadura de aquella conspiración contra su persona.
Porque, indudablemente, Pleuratos no tenía motivos personales que justificasen el riesgo que asumía; alguien le habría comprado para que le asesinara. Y tendría que ser con un precio considerable.
¿Qué habría podido ser? ¿Dinero? ¿Poder? No. Un hombre que está a punto de convertirse en rey de los dardanios no se compromete a una cosa así por algo tan trivial como dinero, y la única persona capaz de acrecentar el poder de Pleuratos era Bardilis. Por muchas vueltas que Filipo dio al asunto en su cabeza no daba con el motivo por el que Bardilis habría podido poner en marcha la conjura para luego volverse atrás. La única explicación posible era territorio.
¿Quién podía ofrecer a los dardanios territorio a cambio de la muerte de un príncipe irrelevante? Sólo alguien de Macedonia. Y, entre los macedonios, ¿quién podía hacer semejante oferta? Sólo Alejandro y su agente negociador Tolomeo. No le cupo la menor duda de que Tolomeo estaba implicado. Pero ¿y su hermano Alejandro?
Bien, eran cosas nada nuevas bajo las estrellas.
Si Alejandro quería que le matasen, la única posibilidad para salvar la vida era el destierro para nunca más volver. Amarga perspectiva.
¿Era ello posible? ¿Alejandro? Él quería a Alejandro y habría dado contento su vida por él. Y Alejandro lo sabía.
No…, no podía acabar de creerse que Alejandro fuese culpable de algo tan indigno.
¿Era, pues, posible que Tolomeo, por motivos que él solo sabía, hubiese actuado por iniciativa propia?
Filipo dio en pensar que apenas sabía cómo era Tolomeo, que su primo y cuñado, a quien conocía de siempre, era la clase de persona que resulta impenetrable aun para sus más allegados parientes y amigos. Le gustaba Tolomeo —era un hombre encantador con quien se podía hablar—, pero no podía aseverar que le conociera lo más mínimo. Hay personas que no tienen amigos íntimos y hay mentes más impenetrables que la piedra.
Sí; era posible. De pronto, con la fuerza de una revelación, Filipo comprendió que todo era posible.
Sentado allí en la gélida oscuridad, sintió súbitamente un vértigo de pánico. Y al mismo tiempo notó que se desvanecía su miedo, al menos ese terror exclusivamente íntimo que paraliza el espíritu. Los peligros que le aguardaban, su familia, su rey y su país eran asuntos de tal magnitud, que, al lado de ellos, su supervivencia resultaba algo baladí, incluso para él.
Quizás nadie en el mundo sospechase la verdad.
Jamás se había imaginado lo que era estar así tan solo.
En aquel momento, a lo lejos, oyó el ulular de una lechuza, y eso le recordó que no estaba tan desamparado.
«Madre de las batallas, diosa virgen de los ojos glaucos, escucha mi plegaria», musitó.
Al principio no estaba muy convencido de lo que iba a pedirle; quizás no importase, pues si le escuchaba le entendería.
—Prudente diosa Atenea, protégeme como hiciste con mi antepasado el divino Heracles. Concédeme algo de tu fuerza e ingenio.
La simple vocalización de las palabras le hizo sentirse mejor y su corazón se llenó de consuelo.
A la primera luz grisácea del amanecer, se sorprendió sin atemorizarse al ver que se había quedado dormido. Hete aquí que al menos no había perecido helado.
Pero no sentía los pies. Luego, cuando pudo menear un poco los dedos, las fuertes punzadas de algo que no era dolor le convencieron de que seguía vivo.
Tenía que marcharse de allí, pensó, si quería conservar la vida.
Alastor piafó indignado al quitarle la traba y pasarle la brida. Recorrieron con cuidado el breve y rocoso sendero que conducía al camino principal, cuando faltaría apenas un cuarto de hora para el amanecer.
¿Dormirían un poco más sus perseguidores? ¿Desayunarían antes de reanudar la marcha? ¿Harían fuego? Sabía que su vida dependía de tales minucias.
A las dos horas de cabalgar, se dio cuenta de que no sabía a ciencia cierta dónde se encontraba. El día anterior el camino le había resultado reconocible, pero ahora el paisaje no le parecía el mismo que había visto tres meses atrás. Y no cesaban de aparecer desvíos; aquello parecía una tela de araña.
Quizás fuese mejor. Sabía que mientras se mantuviera en dirección sureste no podía desviarse mucho de la ruta, y que los que le seguían irían retrasándose al perder tiempo en seguir su rastro. El viento había barrido la nieve a trechos, borrando las huellas, y el rastro de los cascos del caballo sería difícil de descubrir en la tierra helada endurecida.
Miró por encima del hombro, al sentirse por primera vez a salvo, e inmediatamente sus ojos se fijaron en un montón de excremento de caballo, que aún echaba humo, unos treinta pasos más atrás.
—Alastor, sé algo más discreto —musitó. Y, de pronto, tuvo una idea.
Desmontó y, con unas ramas de arbusto, recogió los boñigos en la manta de dormir y los guardó haciendo un paquete. Minutos después, había borrado las señales de su paso.
Sería fácil dejar una falsa pista y, aunque no podría hacerlo más que una vez, le serviría para ganar una hora de ventaja; además, si realmente iban a matarle, lo que parecía probable, mayor motivo aún para darse la satisfacción de fastidiarles un poco.
En cuanto al hecho de dormir por la noche en una manta sucia de mierda de caballo, bien valía la pena si lograba salvarse.
En el siguiente cruce, desmontó y dejó a Alastor con las riendas colgando; contó unos cincuenta pasos en el desvío de la derecha, tiró los boñigos y volvió a montar para continuar por la derecha.
Al final de la tarde llegaba a un pequeño valle boscoso, que tendría unas dos horas de camino de un extremo a otro. Había mucha sombra y los árboles de hoja perenne resguardaban del viento, por lo que la nieve se había apelmazado más en tierra. No había modo de encubrir el paso en semejante terreno y no lo intentó; se contentó con seguir cabalgando con la esperanza de cruzarlo antes de que anocheciera. Cuando lo hubo atravesado y el suelo volvió a ser duro, miró hacia atrás y advirtió que el valle se abría en varias direcciones; sabía que sus perseguidores debían hallarse a una hora o dos de él y si eran buenos rastreadores ellos también lo sabrían. Aquella noche no avanzarían más, ¿por qué iban a hacerlo si el tiempo estaba de su parte? Y, además, preferirían darle alcance a la luz del día. Acamparían en el valle al amparo del bosque.
Filipo se dijo que estaba harto de aquel juego. Pasaría a la ofensiva. En su mente comenzaba a abrirse paso una idea.
Se aseguró de camuflar su paso un trecho, desmontó y llevó al caballo por terreno pedregoso hasta que descubrió otro sendero en el valle, y justo antes de oscurecer halló un claro en el bosque en el que se veían unos brotes de hierba amarillenta en medio de los parches de nieve. Trabó a Alastor y le quitó el freno.
—Volveré a buscarte —musitó, acariciándole el lustroso cuello—. Tardaré unas horas. Quizás podamos salir de esta encerrona.
No tardó en dar con los dardanios. ¿Por qué iban a ocultarse si eran los perseguidores? Avanzando por el camino principal no tardó en sentir olor a leña quemada y en ver un fuego. Se agachó entre la maleza, en contra del viento, y les observó mientras preparaban la cena.
Eran cuatro; unas sombras borrosas agachadas junto al fuego. Estaba lo bastante cerca y oía cómo se quejaban de su malhadada suerte por estar tan lejos de casa, con unas voces que flotaban de un modo fantasmagórico en la oscuridad.
—Me he gastado la mitad de lo que me tocó del botín del verano pasado en una esclava, y cuando llevaba cinco días disfrutando con ella, el señor Pleuratos nos ordena salir de persecución.
—No te apenes…, ya encontrará alguien que la entretenga durante tu ausencia.
Unas carcajadas seguidas de un siniestro silencio y, a continuación, un carraspeo.
—Yo la vi el día antes de que la vendieran… ¿Pagaste por ella ciento veinte dracmas? Tiene en el vientre una verruga como mi dedo gordo y dentro de tres años le colgarán las tetas como pellejos de vino. Eres tonto, Bakelas; ese tratante de esclavos te ha estafado.
—Tú no te has acostado con ella —replicó el tal Bakelas ofendido—. Yo le pagué dos dracmas a cuenta y le dije que tenía que saber lo que compraba antes de ajustar el precio. Te saca el jugo como si sus muslos fuesen una prensa de dátiles…; ya se me ha puesto más dura que el hierro con sólo pensar en ella. Y quien se preocupe por el aspecto que tienen las tetas de una esclava al cabo de tres años es mucho más tonto que yo. Por entonces, el señor Pleuratos seguramente será rey y podremos comprarnos diez putas nuevas cada invierno.
—Bueno, no volverás a ver a la de la verruga en la tripa si no cazamos a ese muchacho, que los dioses maldigan, porque el señor Pleuratos nos cortará la cabeza si no se la puede cortar a Filipo…
—Seguramente mañana le daremos alcance. Ese rastro en la nieve no tendrá ni dos horas. Él no conoce el terreno y no es más que un muchacho. Mañana le capturaremos, le cortamos el cuello y a casa.
Siguieron charlando un rato y luego, uno tras otro, fueron estirándose para descansar, sin siquiera molestarse en quedarse uno de guardia. Era casi irrisorio.
Lamentaba Filipo que no hubiesen llevado vino, porque había más o menos previsto esperar a que cayeran dormidos ebrios para, mientras roncaban, acercarse sigilosamente, coger un puñal y cortarles el cuello uno por uno. No sentía ningún escrúpulo en hacerlo. ¿No iban ellos a matarle? La vida, de pronto, dejaba de ser un juego.
Pero ahora su plan no podría llevarse a cabo, pues sería hombre muerto si uno de ellos despertaba de pronto. Y alguno de ellos se despertaría sin lugar a dudas. No había nada que hacer más que esperar cerca de una hora para estar seguro de que ninguno vigilaba y, luego, escabullirse en la oscuridad.
De todos modos, valía la pena haber visto al enemigo. Ahora sabía que eran hombres en número limitado, y el verlos había despertado en él el odio.
Así pues, a la mañana siguiente, oculto en la densa arboleda y acariciando los belfos de Alastor para que no le delatase con un relincho si olía a los caballos de sus perseguidores, observó cómo salían del valle. Les daría ventaja y luego comenzaría a seguirlos; seguramente tardarían todo el día en darse cuenta que habían perdido su rastro y más en convencerse de que tenían que dar la vuelta. Por entonces se le habría ocurrido algo, y, al menos, sería un día más de vida.
El terreno pronto se aplanó, haciéndose más abierto y con menos sitios para esconderse, pero, aunque le avistasen, las posibilidades de huida eran algo mejores que en un estrecho sendero de montaña. No obstante, siguió sus pasos con suma cautela.
Cada cierto número de horas hacía por verlos, y en cierta ocasión observó que se dispersaban por varios senderos tratando de hallar su rastro, luego se reagruparon y continuaron un poco, pero no dieron muestra de volver sobre sus pasos, como si no se les hubiera ocurrido pensar que estaban corriendo delante de él como un conejo asustado. Al fin y al cabo no era más que un niño a quien perseguían.
Al anochecer alcanzaron una aldehuela de veinte o treinta casuchas de piedra, una modesta comunidad agrícola que parecía reciente pero que quizás tuviera cuatrocientos años de existencia. Allí se detuvieron a preguntar.
Filipo había dejado atrás dos o tres localidades como aquélla en los últimos días, dando un rodeo, convencido de que sus gentes no habrían tenido otro remedio que delatarle, ¿qué otra cosa iban a hacer, hallándose indefensos y acobardados por el temor a los dardanios?
Desmontó y estuvo observando al abrigo de la sombra de un farallón cómo los hombres de Pleuratos preguntaban a un campesino de barba canosa, que debía ser el más anciano del lugar; los demás formaban un amplio y respetuoso círculo. No podía oír lo que decían, pese a que parecían hablar a gritos, pero la escena era lo bastante elocuente para explicar cómo Bardilis y sus soldados mantenían a sus vasallos sumisos y callados.
Zarandeaban al anciano y hasta le golpearon con la parte plana de la hoja de las espadas, cual si estuvieran dispuestos a despedazarle si no contestaba sus preguntas. No cabía duda de que la vida de aquel hombre peligraba.
Finalmente, cuando parecieron convencidos de que no sabía nada, le dejaron marchar y se sentaron junto a un fuego en el que había un trípode con un caldero y se pusieron a comer, gritando de vez en cuando, seguramente para que les trajesen de beber, porque los lugareños les llevaron ocho o diez jarros, probablemente hasta la última gota de cerveza que había en tan pobre lugar.
«Pasarán aquí la noche», pensó Filipo. «¿Cómo no iban a hacerlo si dentro de poco ya no habrá luz? Aprovecharán para descansar. Esperemos que la cerveza de esa gente no sea floja».
Comenzó a caer la noche y Filipo, una vez seguro de que podía moverse a cubierto, fue acercándose sigilosamente al poblado. Mientras iba despacio de un escondite a otro, oía otros movimientos en la oscuridad, de una persona sola o de varias: eran los lugareños que se escabullían para esconderse hasta el día siguiente cuando se hubieran marchado los intrusos.
Pero algunos no tuvieron esa suerte. Un par de mujeres, quizás no muy hermosas pero jóvenes y espantadas, seguían acurrucadas junto al fuego, sirviendo de vez en cuando a los soldados y sin atreverse a huir. A una se la veía sollozar con el rostro hundido en las manos. Ahora, Filipo estaba lo bastante cerca para oír lo que decían.
Los dardanios se burlaban de su congoja y uno de ellos no hacía más que alzarle la túnica con la punta de la espada, riéndose cuando la joven se estremecía y trataba de apartarla.
—Bakelas, en seguida verás cómo es. Ten un poco de paciencia y acaba de cenar.
Los cuatro se echaron a reír.
Filipo se hallaba agachado detrás de un montón de leña que había al lado de una casa; había encontrado el mango roto de un hacha, un palo apenas más largo que su antebrazo, pero seguramente la mejor arma que podría hallar en un sitio como aquél. Ahora sólo faltaba la ocasión de usarla.
Todo dependía de la sorpresa. Sus adversarios estaban armados con espada, cuatro hombres que no le darían cuartel. Convenía tenerlo en cuenta.
«Matarlos», pensó. «Matarlos rápido, sin ruido y sin vacilación. Espera pacientemente hasta que puedas atacar a uno a solas».
No tuvo que esperar mucho.
—No seas tímida, muchacha. Enséñanos si tu trasero sirve para algo más que para sentarse.
Ya tenía voz de borracho. Bien. Ojalá sus compañeros estén igual.
Oyó las risotadas y, luego, gemidos y súplicas, y vio una sombra que cruzaba la pared de piedra de la casa de enfrente: un hombre arrastrando a una mujer de la muñeca.
—Vamos, muchacha. ¿Cuál es tu casucha? No me apetece hacértelo en el frío suelo.
La voz de la mujer era un murmullo chillón, histérico, que le llegaba a retazos.
—No…, por favor… Por favor. No podía resistirse ni luchar, sólo suplicar. Filipo aguardó a que pasasen y los siguió. La choza no tenía puerta, sino una simple manta sujeta al dintel para resguardarse del viento. El dardanio arrastró adentro a la cautiva, desprendiendo con su brusquedad la manta de uno de los clavos. —Vamos a ver…
Se oyó el sonido de tela desgarrada, seguido de un breve grito ahogado y después unos segundos de silencio.
Era indignante, pero Filipo optó por conceder a aquel cerdo un momento de lujuria para que dedicase toda su atención al acto.
La mujer ya no protestaba, pero al cabo de un rato oyó los gruñidos apremiantes y satisfechos del hombre.
Ya bastaba, y más que de sobra. Apartó la manta y cruzó el umbral, haciendo que un débil rayo de luna bañase el suelo y pisando casi al dardanio, que estaba a cuatro patas, con la túnica alzada y sujeta al cinturón, y tan absorto en saciar su deseo que no veía ni oía nada.
De la muchacha sólo veía la planta de los pies.
—Bakelas…
El dardanio alzó la cabeza bruscamente y comenzó a volverse para ver quién era. El extremo más grueso del mango del hacha le golpeó en el temporal, sonando como a hueso roto; cayó de espaldas con un gruñido, desnudo de cintura para abajo, con los ojos abiertos. Por la expresión de su cara se habría dicho que estaba simplemente desconcertado, pero Filipo vio en seguida que le había matado.
La mujer seguía tumbada de espaldas, vientre y pechos bañados por la luz de la luna, abierta de piernas, como esperando que él fuese a ocupar el sitio del dardanio. Era muy joven, púber apenas, de los mismos años que Filipo. Y estaba aterrada. Demasiado espantada, afortunadamente, para poder gritar.
Filipo se llevó un dedo a los labios para imponerle silencio y alargó la mano para recoger su túnica, que estaba en el suelo casi hecha jirones, dándosela para que se tapara como pudiera. Y en ese momento la muchacha se puso a sollozar en silencio. Era preferible no interrumpirla y la dejó.
Junto a ella estaba la espada del dardanio, y Filipo la cogió. Quedaban tres y una espada valía más que un palo.
—Mi marido me aborrecerá —dijo la muchacha con voz extrañamente tranquila. Había dejado de sollozar, como si ya se hubiese calmado—. No volverá a mirarme.
—Si no es tonto, bien contento quedará de verte viva, y no dirá nada.
—¿Tú crees? —replicó ella, alzando la vista con evidente gratitud.
—Sí.
Filipo volvió a hacerle seña de que guardase silencio. Oía acercarse a alguien.
—Bakelas, Bakelas, vamos. Ya llevas mucho rato. Me toca a mí.
La manta de la puerta se abrió, dando paso a otro soldado. El hombre se quedó parado un instante con el brazo sujetando la manta, como si, de momento, no advirtiese nada extraño.
Filipo, que le esperaba junto al quicio, avanzó un paso y con fuerza brutal le hundió la espada entre las costillas hasta la empuñadura. El hombre abrió la boca para gritar, pero de sus labios sólo surgió un borbotón de sangre. Estaba muerto antes de caer de rodillas.
—Dos —musitó Filipo, tirando de la espada y limpiando la hoja en la túnica del muerto. Notó, de pronto, que la choza se llenaba de olor a muerte y se volvió hacia la mujer.
—Aguarda aquí —dijo, con voz tan glacial como su corazón—. No hagas ruido, que tengo que ocuparme de los otros dos. Si no los mato, me matarán ellos a mí y vendrán a por ti. Si en algo aprecias tu vida, no salgas.
No esperó a que contestase, pues para él era casi como si no existiera, y salió, dejándola sola.
Fuera de la choza, aspiró hondo el aire frío de la noche y, por un instante, creyó que iba a desvanecerse. Acababa de matar a dos hombres en pocos minutos, él que nunca había matado a nadie…; lo de Zolfi había sido distinto, y ahora…
Hizo un esfuerzo para no pensarlo. No podía incurrir en semejante debilidad: aún quedaban dos.
Seguían sentados ante el fuego, uno a cada lado. Bebían cerveza en sus respectivos jarritos, hablando en voz baja y ronca. No oyeron nada ni vieron nada. Ni siquiera alzaron la cabeza. Fue casi demasiado fácil.
Filipo se acercó a uno de ellos por detrás, alzó la espada y le asestó un tajo en el cuello: un gruñido y un grueso borbotón de sangre y el hombre se desplomó en el suelo, con violentas sacudidas de las piernas, pero ya cadáver. Era muy posible que ni hubiese sentido el golpe que había acabado con su vida.
El otro, al ver lo que había sucedido, se echó hacia atrás aterrorizado, cayendo casi de espaldas, con los ojos muy abiertos. Filipo sintió una náusea de repugnancia, como cuando se huele un cadáver en descomposición.
—Levántate —ordenó—. En pie. Coge tu espada y defiéndete. Estoy harto de matar dardanios como si fuesen ovejas.
El hombre no apartaba los ojos de la punta de la espada de Filipo y parecía incapaz de moverse, pero finalmente se puso en pie, aunque desconcertado.
—Desenvaina la espada. ¿O es que prefieres que te mate? La invectiva surtió el efecto deseado, pues el soldado se estremeció como si le hubiesen dado una bofetada y enseñó los dientes en un gesto entre sonrisa y desdén.
Al final, sin prisas, sacó la espada del cinturón.
—Muchachito arrogante —dijo en ronco susurro lleno de desprecio—. ¿Crees que me asusta un niño macedonio por el simple hecho de que se atreve a matar por la espalda? —No voy a matarte por la espalda.
—No —replicó riendo, como si en ese momento se percatase de la gracia—, claro que no.
El dardanio era quizás un poco más bajo que Filipo y tendría diez años más; sus brazos desnudos eran nervudos y fuertes y su pelo y barba rubio oscuro, lo cual no hacía más que acentuar su cruel aspecto. ¿A cuántos habría matado cara a cara en combate? Tenía aspecto de hombre que sólo vive para el combate.
Acto seguido dirigió su espada contra Filipo, no en un ataque decidido sino probando. Filipo paró la punta con la hoja de la suya, desviando el golpe, y el dardanio retrocedió un par de pasos.
—Muy bien…, ya veo que alguien te ha enseñado rudimentos —dijo, volviendo a sonreír—. Los perros se habrán dado una panzada contigo antes de que envejezcas un cuarto de hora.
Comenzaron a observarse moviéndose en círculo, con sus espadas reluciendo a la luz de la hoguera, en movimientos casi tan ceremoniosos como la danza de cortejo de dos pájaros.
Y, de pronto, Filipo le atacó de modo fulminante. Choque de espadas y retroceso. El dardanio pasó al ataque y estuvo a punto de sorprender a Filipo.
Y así una y otra vez.
—Te mataré, muchachito —dijo sarcástico el soldado—. Meteré tu cabeza en una bolsa de cuero y se la llevaré a mi señor Pleuratos.
Filipo hizo un paso atrás, bajando un poco la punta de la espada. Estaba asustado y deseaba que se le notara.
Y el dardanio mordió el anzuelo. Avanzó rápido arrastrando los pies dando tajos a diestro y siniestro cada vez más cerca. Filipo parecía perdido.
Y entonces, justo cuando desviaba la espada del adversario a punto de rozarle la cara, hizo un regate hacia un lado, se apartó y cedió su espacio al otro.
El dardanio sólo se percató en último extremo de la trampa en que se había metido al aproximarse tanto, pues, de pronto, Filipo se agachó, lanzándose contra él con todas sus fuerzas para golpearle con el hombro en el abdomen.
Y mientras el dardanio caía hacia atrás, le dirigió un tajo en un arco breve y bajo, clavándole la punta en el brazo justo por encima del codo, del que brotó inmediatamente un chorro de sangre oscura.
El dardanio estaba perdido; la espada cayó de su mano y Filipo volvió a asestarle otro golpe en la cara con la hoja de plano. No había sido un golpe muy fuerte, pero su enemigo cayó de rodillas con un grito de sorpresa y dolor.
—No te mataré por la espalda —dijo Filipo, avanzando dispuesto a rematarle.
—¡Alto!
Atónito al oír aquella voz, Filipo miró en derredor y vio, a la luz parpadeante del fuego, cómo iban saliendo poco a poco de la oscuridad unos treinta o cuarenta hombres, todos sonriendo aviesamente con rictus casi demoníaco. Advirtió que uno de ellos era el anciano del lugar.
Mientras aguardaba con la espada en alto, dispuesto a quitar la vida al dardanio, el anciano le dirigió una reverencia.
—Deten tu mano, señor. Déjanoslo a nosotros.