Capítulo 7

Bardilis, con más de ochenta años, podía montar a caballo casi tan bien y tan largo rato como en su juventud, pero el verano de sus setenta y dos años, durante una incursión punitiva contra los taulantii, le habían matado el caballo y al caer se había destrozado la pierna, que no había llegado a curarse bien y, como consecuencia, se veía obligado a andar con bastón.

No era hombre que soportara con paciencia sus achaques —e incluso no admitía padecer ninguno—, por lo que el bastón era motivo constante de queja. Cuando acompañaba a Filipo optaba por prescindir de él y se apoyaba en el hombro del joven, que le venía a la altura justa. Quizás fuese esto lo que procuró una intimidad entre ambos, o tal vez fuera que algo en Filipo sirvió de acicate a la ternura en sus remotos recuerdos. O puede que a Bardilis sencillamente le gustase prescindir del bastón. En cualquier caso, pronto se evidenció que el rey de los dardanios se complacía cada vez más en la compañía de su biznieto.

—Me gustaría que te quedases con nosotros —dijo Bardilis una mañana, cuando los dos volvían de la puerta de la ciudad, que era el paseo más largo que daba el anciano a pie—. Me gustaría que olvidases que eres macedonio. Marginaría a Pleuratos y te nombraría heredero. Mi nieto es un patán, como sabes. Sólo sirve para hacer incursiones de pillaje; carece de agudeza mental. Tu serías mejor rey que él.

—La opinión generalizada es que para lo único que valen los ilirios es para dedicarse al pillaje —contestó Filipo, provocando la risa de ambos, pues Bardilis no era hombre que se llamase a engaño—. Además, si yo deserto, ¿qué haría Alejandro con el rehén vuestro?

—Cortarle el cuello —contestó Bardilis con voz templada, como si el asunto no tuviera importancia—. Es también biznieto mío. Ya le has visto; le vendría bien que le cortaran el cuello. ¿Tú crees que yo iba a ser tan tonto de entregar a alguien cuya vida estimase?

Se volvió hacia Filipo y sonrió. Era una sonrisa bastante agradable, pero al joven le estremeció el corazón.

—Filipo, si alguna vez eres rey, no olvides que el árbol dinástico únicamente conserva el vigor si se le podan las ramas débiles.

»Sé que te he sorprendido —prosiguió, muy serio, cual si hubiera logrado el efecto deseado—. Y ahora no deseas ser mi heredero. Sabía que no había ninguna posibilidad, ¿verdad? Pues tú no querrías dejar de ser macedonio y lo que piensas es apoderarte de todo esto no por medio de la herencia sino de la conquista.

Hizo un amplio ademán que parecía abarcar todo el mundo y dejó caer el brazo sobre el costado, como si de pronto hubiese perdido fuerzas.

—Escucha, Filipo. Me he dado cuenta de la codicia con que lo miras todo, hasta las murallas de mi ciudad. No te lo digo con rencor, pues es lo más natural, y más para un joven que siente nacer en él el ansia de gloria. Recuerdo cuando era joven y todos mis pensamientos se centraban en soñar con futuros triunfos. Por eso sé la clase de juego que se desarrolla en tu mente. Pero ten cuidado, porque otros también lo habrán advertido y puede que no lo interpreten con tanta benevolencia.

—¿Contra qué me previenes, bisabuelo, contra la conquista de tu ciudad o contra Pleuratos?

La carcajada del anciano fue sonora y quebradiza, con un sonido parecido al hielo que se rompe.

—¿Pocas cosas se te escapan, verdad, muchacho? —replicó con voz ahogada, como si el esfuerzo de reír le hubiese dejado sin fuerzas—. Filipo, no me cabe duda de que llegarás a ser un gran hombre, con tal de que vivas lo suficiente. De todos modos, creo que los ilirios no tienen de qué temer, ni aun de ti, pues ningún macedonio se atrevería a llegar con un ejército hasta aquí.

—Entonces, se trata de Pleuratos.

—Yo no he dicho nada —contestó Bardilis, apretando la mano sobre el hombro del joven—. No es asunto en que quiera entrometerme.

—De todos modos, tendré cuidado en cubrirme las espaldas.

—Eso siempre es bueno.

Al final, Bardilis no hizo objeciones cuando Filipo solicitó dar un paseo a caballo por las montañas de los alrededores.

—Ve —dijo—. Date ese gusto; así te desengañarás, pues lo único que vas a ver es lo que otros han aprendido por propia experiencia y con graves pérdidas: que el valle es inexpugnable.

»Los peñascos son altos y están cubiertos de hielo en esta época del año. Mira bien por dónde andas.

El anciano rey le dirigió otra glacial sonrisa, como haciendo hincapié en la advertencia.

Y así, una fría mañana, unos dos meses después de su llegada al reino ilirio, Filipo salió a inspeccionar el perímetro rocoso del valle. Llevaba provisiones para cuatro días y, como de costumbre, a sus espaldas, como un recordatorio de la amenaza de la muerte, cabalgaba el llamado Zolfi. Filipo se había acostumbrado de tal modo a su silenciosa presencia, que ya casi no la advertía.

Ahora el frío ya no le agobiaba; había adoptado la indumentaria iliria y llevaba una casaca de pieles sin mangas, pero se sentía muy cómodo, y dio en pensar que quizás las razas del sur se cuidaban demasiado. Quizás el frío se padecía más en la medida en que se pensaba en él. En cualquier caso, notaba que entre aquellos salvajes del Norte se había curtido. Recordaba el niño que era aquellos primeros días alejado de los cuidados de Alcmena, tiritando en su capa forrada de vellón, y una sonrisa como de desdén frunció las comisuras de sus labios.

Necesitaba estar curtido, pensó en el momento en que cruzaba la sombra del arco de la puerta, pues antes de volver a la ciudad por aquel mismo camino tendría que defender su vida.

Llevaba ya dos días notando que Zolfi no hacía más que esperar la ocasión. Aquel hombre iba a matarle y no era tarea fácil, pues, de otro modo, ya estaría muerto; mas Zolfi era como un zorro que olfatea la madriguera del conejo.

Trataría de que pareciese una muerte casual. No habría cortes de espada ni señales de resistencia en el cuerpo de Filipo cuando se lo devolviesen a los macedonios; nada que obligase a Alejandro a buscar venganza. Quizás un accidente de caballo, una caída bajo los cascos del corcel, abriéndose la cabeza como un melón, con los sesos esparcidos por la nieve. «Antes de que pudiésemos prestarle ayuda, había muerto», dirían los ilirios. «Era un muchacho impetuoso, y ese demonio negro suyo… Lo hemos sacrificado». Y los macedonios asentirían con la cabeza, desolados y quizás algo suspicaces, pero tendrían que aceptar que son cosas que ocurren fácilmente. Ése sería el plan.

Filipo no sabía por qué, ni quién, pero estaba seguro de que habían dado la orden de matarle: Zolfi ya no se mostraba reconcomido por el odio sino casi feliz. Lo que no sabía es si Bardilis lo sabía —si lo sabía con certeza, más que imaginarlo, porque, desde luego, lo había imaginado— y si tal vez lo había consentido. No acababa de poder creérselo.

Así la expedición serviría doblemente, pues había que procurarle a Zolfi la ocasión, no fuera a anticiparse, y Filipo sabía que su única defensa posible estribaba en elegir el lugar y el momento.

La nieve en el valle era lo bastante profunda para cansar a un hombre que recorriese a pie una distancia de quinientos o seiscientos pasos; pero para los caballos casi no representaba dificultad, pues sus patas delgadas y nervudas hollaban la inmaculada blancura con ritmo casi delicado. Tan silencioso era el contacto con la tierra helada, que parecía que la nieve les hiciera flotar cual si fuese un inmenso mar de espuma en el que nadaran como delfines. Filipo nunca había sentido tal gusto por la vida y su espíritu rebosaba una alegría que desechaba todo temor. Durante largos trechos perdía el sentido del espacio y del tiempo y de su mortal existencia, para recobrarlo a ratos, pero sólo igual que se recuerdan los vagos terrores de una pesadilla.

Aquella noche la pasaron en una casucha de piedra, que estaría a una hora de las cumbres del Oeste, junto a un brasero compartido con seis de los guardianes del estrecho desfiladero. Filipo sabía que con ellos no corría peligro, del mismo modo que sabía que con el alba se acabaría el sosiego y quizás hubiera perdido la vida. Al día siguiente estaría solo y cuando amaneciese no le quedaría más remedio que estar alerta, aguardando el momento en que Zolfi fuese a actuar.

No podía planear nada porque era imposible prever cómo iba a llegarle la muerte, pero su cabeza no dejaba de darle vueltas al tema. De todos modos, eso era preferible a ceder al profundo pavor difuso que se cernía sobre él.

Por la mañana, cuando el alba era aún una pálida raya rosada en la oscuridad del horizonte este, todos compartieron el desayuno, al que Filipo contribuyó con dos hogazas de dos días y una jarra de fuerte vino tinto en el que aún flotaban hollejos de uva. Los centinelas llevaban allí medio mes y pronto tenían que relevarlos, por lo que hablaban de su casa como si fuese un país remoto y no un lugar al otro extremo del valle, y quizás por eso mismo sentían tanta nostalgia.

—Si yo fuese príncipe, no me aventuraría más allá de la bodega más cercana —dijo uno de los soldados—. Y, en invierno, no andaría por esas montañas ni loco.

Hubo un murmullo de consenso general.

—Sí…, sabio es quien se queda en casa.

—Borracho, encima de una puta.

Todos rieron menos Zolfi, que ni siquiera parecía oír lo que decían.

—Filipo, ¿a qué se debe que un príncipe venga aquí? —inquirió el primero, con tono casi de reproche.

Filipo sonrió, pese a que el miedo le revolvía las tripas.

—Soy demasiado joven para andar con putas —dijo.

Contestación que todos rieron.

En cuanto hubo suficiente luz, Filipo atacó el vertiginoso sendero que conducía a la cumbre. Zolfi seguía en silencio a unos quince o veinte pasos. Habían dejado los caballos en la cabaña, pues era un sendero estrecho y con peligrosos trechos helados en la roca. Fue un ascenso arduo pero no difícil ni peligroso, y ambos eran fuertes y estaban bien descansados. Subieron tan deprisa, que cuando llegaron arriba el sol aún estaba en el horizonte.

A Filipo le bastó con echar un vistazo en derredor para convencerse de que el anciano Bardilis estaba en lo cierto. Apenas a cinco pasos de donde se encontraba, la montaña caía cortada casi a pico; había senderos, pero tan llenos de hielo en aquella época del año que subir por allí era jugarse la vida. Sólo un loco intentaría llegar con un ejército por aquel lado.

El único acceso era el desfiladero inexpugnable defendido por un puñado de hombres. Sí, los ilirios estaban seguros en su valle.

Notaba en su espalda el débil sol invernal; no hacía viento y una abrumadora calma parecía haber caído sobre el mundo. A lo lejos, las cumbres nevadas brillaban como a plena luz del día, cuando aún la sombra cubría los vallecillos. Era como estar en los confines del universo. Apenas a unos pasos ante él la tierra desaparecía en un vacío tan profundo como la muerte. Sí, cerca andaba la muerte. Casi la olía. Notaba que le llamaba.

Caminó un par de pasos hacia el borde del precipicio, despacio, como si estuviera extasiado. Vació su mente, cual disponiéndose a despojarse de la existencia como de una prenda que comienza a resultar opresiva; fingía mirar directamente al frente, arrobado por aquella arrasadora grandeza, pero algo le importunaba y sus ojos no dejaban de mirar de vez en cuando al suelo cubierto de nieve.

Luego, en un abrir y cerrar de ojos, volvió a embargarle aquella sensación de vitalidad: aquel momento, aquel instante, era lo único que contaba. No había tiempo para pensar; sólo existía el presente.

Sin darse apenas cuenta, se encontró tumbado en tierra. Se había tirado de bruces y se sorprendió al verse con el rostro en la nieve.

Y en seguida lo comprendió todo. Con un brusco movimiento, hizo rodar su cuerpo y tropezó con un par de piernas, oyó un gruñido de sorpresa en el momento en que el hombre se abalanzaba sobre él; un sonido que, por lo que fuese, le colmó de ira fría e implacable.

Alzó el brazo izquierdo y su codo fue a dar casi en la entrepierna a Zolfi, que, desprevenido, cayó casi fuera de combate.

Pero no bastaba. Sin detenerse a pensarlo, Filipo sabía que no bastaba.

Apoyándose en la espalda, se revolvió y golpeó con los dos pies a Zolfi en la base de la columna vertebral.

El sicario lanzó un chillido y abrió los brazos tratando de sujetarse, arañando la nieve; pero estaba muy cerca del borde y resbaló sin encontrar nada en que agarrarse, cayendo de cabeza al vacío.

Se oyó un alarido de terror que repitió unos segundos el eco en aquella inmensidad, aún después de haberse consumado todo.

Filipo se alegró de no haberle visto la cara.

Al principio, con el terror atenazándole aún como con garras que desgarraban su carne, estuvo sin poder moverse. En su vida había sentido tal pavor, y siguió tumbado, con las piernas abiertas y los brazos en los costados, como pegado a la tierra por temor a caer al vacío. En lo alto, el cielo parecía girar enloquecidamente.

Por fin, poco a poco, el miedo comenzó a desvanecerse y fue capaz de sentarse y arrastrarse a gatas hasta el precipicio. Pero, para mirar abajo, tuvo que volver a tumbarse.

El cadáver había quedado justo encima del desfiladero. Le pareció que le llegaba el olor de la sangre que veía en una piedra a unos doscientos codos más arriba, a media distancia de la caída, allí donde debía haberse estrellado Zolfi, matándose antes de caer más abajo.

Era su sombra la que le había matado. Aquella sombra que había visto extenderse ante él sobre el suelo nevado, cuando iba a abalanzarse sobre él para empujarle al vacío: era la visión que Filipo había estado esperando inconscientemente. De algo tan nimio dependía la vida de un hombre: de olvidar lo que significa tener la luz a la espalda.

El sol estaba en el cénit cuando llegó a la caseta de piedra. Uno de los centinelas estaba sentado en la puerta, atento a una cazuela que colgaba de un trípode sobre un fuego. Al llegarle el olor, Filipo notó que se le revolvía el estómago. Finalmente, el soldado alzó la vista y, al ver a Filipo, frunció el ceño perplejo.

—Vuelves solo —dijo, como si pensase que Filipo no lo había advertido—. ¿Y Zolfi?

—Ha sufrido un accidente.

—¿Ha muerto?

—Sí.

El soldado, que tenía un rostro afilado y apenado y era tan delgado que sus piernas parecían extrañamente largas, reflexionó un instante y luego alzó su huesudo dedo para trazar el arco de un objeto que cae.

—Sí.

Asintió gravemente con la cabeza, cual si Filipo hubiese confesado el crimen y, dándose un palmetazo en los muslos, se levantó como quien ha perdido todo interés por la comida.

—Pues más vale que recojamos su cuerpo antes de que lo encuentren los lobos. Espero que sepas dónde cayó.

Zolfi debió caer de cabeza porque el golpe le había destrozado la cara a tal extremo que no quedaba más que una herida informe. En el brazo derecho se distinguía su quebrada cicatriz, pero aquel cadáver desmadejado y roto que encontraron empotrado en un resalte habría sido irreconocible. Lo envolvieron en una manta que el soldado había cogido, pero el olor de la sangre asustó a los caballos y Filipo tuvo que vendar los ojos al corcel del muerto para poder cargárselo. Aquello no era un cuerpo sino un montón de carroña.

—No me gustaría morir así —dijo el soldado mientras se limpiaban las manos en la nieve; bajar los restos de Zolfi desde donde estaban había sido horripilante—. No sé quién os había mandado subir hasta allá arriba. Estas montañas son muy peligrosas si no se ha nacido en ellas. Yo se las cedo muy contento a los pastores de cabras. Los que estamos civilizados, donde no se pueda ir a caballo, mejor es olvidarse.

Filipo se secaba las manos en la túnica, y sólo el escrupuloso cuidado con que lo hacía traicionaba su excitación.

—Yo creo que los pastores de cabras también prefieren la llanura.

—Aquí la llanura es para nosotros. Expulsamos a los indígenas hace muchos años y tienen que buscarse pastos donde pueden. Pero no merecen que se les tenga simpatía; ellos casi nunca se caen, parecen animales que tienen instinto en las patas. ¡Ja, ja, ja!

El soldado estaba más que satisfecho de su gracia para darse cuenta de que Filipo no reía. Era muy propio de los ilirios, pensó; tienen tan sojuzgados a los nativos montañeses, que han llegado a olvidarse de temerles. En su imaginación, veía a veinte o treinta hombres trepando en silencio por aquellos abruptos senderos…

Bastaría con darles una espada y enseñarles a no tener temor de usarla.

—Tendrás que pasar otra noche con nosotros —prosiguió el soldado, montando en el caballo—. Ya está muy avanzado el día para llegar a la ciudad antes de que anochezca, y es de mala suerte cruzar la puerta de noche con un cadáver. Pobre Zolfi.

—¿Estaba casado? —inquirió Filipo, sintiendo una punzada de remordimiento.

—No, no tenía mujer. Pero el señor Pleuratos estará tan apenado como una viuda, porque Zolfi era su mano derecha.

Los vigías de las murallas debieron verle venir: un jinete, tirando de un caballo con una carga que sin lugar a dudas era un cadáver. Eso, o que el oficial del desfiladero hubiese enviado un emisario por la noche; porque Bardilis y media corte le estaban esperando a las puertas de la ciudad.

Destacándose de los que quedaron atrás, Bardilis se llegó hasta él a caballo para que no pudieran oírles.

—¿Qué ha sucedido? —inquirió frunciendo el ceño, fijando la vista en la mano de Zolfi que sobresalía de la manta.

—Resbaló en el hielo. Por lo visto, debías haberle prevenido a él.

El rey frunció aún más el ceño y asintió brevemente con la cabeza.

—Eso se lo diremos a los demás… ¿Qué es lo que ha ocurrido en realidad?

—Quiso matarme.

—Y tú le mataste a él —añadió Bardilis, sin ocultar su admiración—. Bien que has sabido valerte, Filipo de Macedonia, pues Zolfi no era grano de anís.

—He sabido valerme mejor de lo que quizás te imaginas.

Bardilis se echó a reír —una risita breve y ahogada—, pero la interrumpió y, por un instante, se habría dicho que se lo imaginaba todo.

—No te pregunto nada —añadió—, pues a veces es mejor no indagar en el corazón de los jóvenes, pero cuando miras así, Filipo, me alegra ser viejo y estar cerca de la muerte.

Sin más palabras, dio la vuelta al caballo y se llegaron juntos al arco de entrada.

Aquella noche las pesadillas atormentaron el sueño de Filipo. Había dormido apaciblemente en la cabaña del desfiladero con aquel aire enrarecido entre ronquidos de los soldados, pero ahora, a los pies de la cama, se le aparecía Zolfi, cubierto de sangre, con un rostro que no era más que un hueso astillado reluciente, exigiendo que le dijera cómo tenía la desvergüenza de seguir vivo.

Se despertó, o, mejor dicho, abrió los ojos, pues seguía aterrado por la pesadilla. En el dintel de la puerta, entre un halo de luz parpadeante, se erguía una silueta humana.

—¡Filipo! ¡Filipo! ¿Estás despierto?

Su terror cedió al advertir que era una voz infantil. Audata tapaba con la mano la lámpara que portaba; la alzó y le dejó ver su cara.

—El bisabuelo dice que aquí no estás seguro esta noche —dijo la niña, cuando vio que la había reconocido—. Ven conmigo.

Se arrodilló junto al lecho, como una madre que va a calmar la inquietud de su pequeño. Su rostro era grave y extrañamente hermoso.

—Si hay peligro, me extraña que el rey te implique a ti —replicó Filipo, optando por decirle aquello entre las muchas cosas que se le ocurrían en aquel momento. Audata alargó la mano y le tocó el pelo—. Yo nada tengo que temer de los que viven en esta casa, Filipo de Macedonia. Vamos —añadió, poniéndose de pronto en pie.

La dejó que le llevara de la mano pasillo adelante, en el que sólo resonaba el rumor de sus pies descalzos.

Tenía la imperiosa sensación de haber adoptado una decisión en lo más profundo de su ser, una decisión de la que únicamente sabía que no guardaba relación alguna con los temores de Bardilis sobre su seguridad. Efectivamente, si había asesinos al acecho en la oscuridad, casi no pensaba en ello; sólo parecía consciente de aquellos fuertes y delicados dedos que aferraban los suyos.

No anduvieron mucho trecho. La niña giró en un recodo y se detuvo ante una puerta entreabierta, haciéndole seña de que la siguiera, pero Filipo miraba fijamente una raya de luz en el suelo a unos diez o doce pasos de donde estaban.

—Ésa es la habitación del bisabuelo —musitó Audata—. No duerme bien y tiene toda la noche encendida una lámpara. Debe ser porque es muy viejo.

Filipo pensó que era más probable que fuese por ser el rey y no fiarse de la oscuridad, pero no dijo nada.

—Pasa.

Era un cuarto pequeño, aunque quizás no tanto para ser el de una niña, y parecía que era para ella sola, cosa bastante extraña aun para la biznieta de un rey. La luz de la lámpara estaba en las últimas, pero Filipo creyó ver una muñeca en un estante y, extrañamente, su visión le molestó, cual si hubiese olvidado pensar que Audata era una niña y el juguete le causara turbación.

La cama tenía una piel de oso; se metieron bajo ella y a los pocos minutos, por el sonido de su respiración, se dio cuenta de que Audata se había dormido. Un rato después, notó que se volvía y apoyaba la cabeza en su hombro. Él estuvo despierto mucho rato, presa de un extraño gozo del que no deseaba prescindir.

Sería una hora antes de amanecer cuando la puerta se abrió despacio y entró Bardilis.

—¿Estás despierto? —musitó—. Bien. Ven y daremos un paseo antes de desayunar. Procura no despertarla… Los niños deben descansar lo más posible.

Entregó a Filipo una capa forrada de piel, pese a que la suya era una prenda gastada por los años.

—Póntela, que hace frío.

Filipo miró de reojo a Audata que dormía plácidamente, con el rostro casi cubierto por la piel de oso, y sintió un poco de pesar al imaginársela despertando sola.

—Vamos, príncipe de Macedonia —dijo Bardilis, asiéndole por el codo, como decidido a hacerle salir de la habitación, con un extraño tono conminatorio en la voz.

El anciano cerró tras él casi con cautela la puerta del dormitorio y Filipo advirtió que llevaba el bastón.

Nada más iniciar su habitual paseo de ida y vuelta hasta la puerta de la ciudad, Bardilis dirigió la mirada a los edificios de piedra gris de su ciudad, con una leve sonrisa mezcla de orgullo y pena.

—Me proclamaron rey de los ilirios a los diecisiete años —dijo, como si esa circunstancia fuese de por sí explicativa—. Más de sesenta años… Apenas queda un alma que recuerde otro rey que no sea yo.

»La gente se aburre de un rey, igual que sucede con una mujer. Y no importa que sea buen rey o no; si reina demasiado tiempo, sus subditos ansian al sucesor, como si con el cambio todo fuese a ser distinto. Por eso, aunque sigo con vida, Pleuratos tiene cada vez más partidarios, hombres que ya le son leales subditos de corazón. No se lo reprocho, y hasta lo entiende, porque soy ya muy viejo y a veces me cansa el poder. Por ese motivo le he dado a Pleuratos más libertad de la que quizás aconseje la prudencia.

—¿Por qué me cuentas todo esto? —inquirió Filipo, sorprendido de su pregunta, pues no tenía intención de plantearla aunque sí deseaba saberlo.

Bardilis le miró de hito en hito y su sonrisa disminuyó un tanto, aunque no parecía que le hubiese sorprendido la pregunta.

—Quizás porque ya te lo habrás imaginado. O puede que sea para evitar que tú cometas algún día el mismo error. Un rey debe seguir siendo rey sin que reine su sucesor hasta que los dioses lo ordenen. No intentes engañar al futuro, Filipo, pero cuida los años de tu vida.

—Yo no voy a ser rey, bisabuelo.

—¿No? Pues la pequeña Audata se llevará una gran desilusión —replicó el anciano, riendo, como si se tratase de una broma de niños.

Al llegar a la puerta de la ciudad, Filipo vio su caballo cepillado y preparado.

—Ha llegado la hora de que vuelvas a tu país —dijo Bardilis, como un anfitrión que anuncia que la comida está servida—. No puedo responder de tu seguridad aquí, muchacho, y tu vida me es curiosamente preciosa. No hará una hora que ha salido un emisario a caballo para que te franqueen el paso del desfiladero. En la bolsa del caballo hay comida y unas dracmas atenienses para que cubras los gastos del viaje. Sólo puedo concederte un plazo de media jornada; después, saldrán en tu persecución. Cabalga rápido.

»Y recuerda, cuando estés en tu país y comiences a sentirte seguro, que no has escapado del todo al peligro, que la fiera que quiere arrebatarte la vida puede alargar el brazo hasta Iliria, pero su cubil está en Macedonia.

Por un instante, los ojos del anciano estuvieron a punto de llenarse de lágrimas. Permaneció con las manos apoyadas en los hombros de su biznieto, dispuesto a abrazarle, en el preciso instante en que los primeros rayos del sol refulgieron en las cumbres del Este como sangre. Y sonrió.

—Pensaba en lo furioso que se pondrá Pleuratos cuando se entere.