La reina Eurídice, al inclinarse para volver a llenar la copa de vino de su hijo Alejandro, notó que tenía que reprimir una creciente sensación de pánico. Últimamente experimentaba cada vez con más frecuencia aquella sensación de profundo desamparo ante un peligro abrumador inconcreto que le auguraba un futuro más temible que la muerte, al que ésta sería un feliz exutorio final. A sus labios subió un grito de alarma, ¿contra qué? Ni ella misma habría podido dar con la respuesta. Pero optó por contenerse tras una frágil sonrisa.
¿De qué habían estado hablando? ¿De algo importante? No lo recordaba.
Alejandro se mostraba aburrido. Apenas había comido y estaba bebiendo demasiado vino, cosa que le ponía taciturno. Era evidente que ansiaba hallarse lejos, con sus soldados, en la agradable y fácil compañía de otros hombres. La compañía de mujeres, y la de su propia madre, le desasosegaba.
Y ahí estaba precisamente el problema.
—Has desmejorado —dijo Eurídice, recuperando el hilo de lo hablado, con voz que reflejaba un perfecto equilibrio entre simpatía y reproche—. Tienes que cuidarte.
—El ejército es lo que hay que cuidar, madre. Lleva más de diez años en estado decadente. Cuesta creer…
—El ejército no es nada sin el rey, y tú te ocupas mejor de tus caballos que de ti mismo. Además, el deber de un rey no reside exclusivamente en el ejército. Necesitas esposa.
Volvió a sonreír, haciendo caso omiso del gesto de irritación que cruzó el hermoso rostro de su hijo.
—Y ya habrás pensado tú en alguna para evitarme las molestias de buscarla…
Euíídice se encogió de hombros y sonrió como dando a entender que sí.
—Mi hermano Menelao tiene una hija en edad casadera —contestó, pese a que le habría bastado con mirar al ceño de su hijo para darse cuenta de que hablaba en vano, pues Alejandro no pensaba casarse con su sobrina Filina y era muy probable que no se casara—. Sería de conveniencia política, ya que los lazos con Lincestas…
—Lincestas se ha sublevado. —Por un instante pareció que Alejandro iba a levantarse, pero siguió sentado—. Menelao conspira con los ilirios contra mí. Si por la circunstancia de que es tío mío no podemos asegurarnos su lealtad, no veo en qué iba a beneficiarme convertirme en su yerno. —Ella te daría un hijo…
—La sucesión está prevista —la interrumpió él, alzando la voz como si quisiera hacerla callar—. He nombrado heredero a Pérdicas hace un mes y ya nada tenemos que temer de Filipo. No hay necesidad de hablar de esposas.
Por el modo en que bajó la vista se notaba que había advertido que su furor le había precipitado a cometer un error. Pero Eurídice, en su prudencia materna, optó por ignorarlo.
—¿Tan desagradable te es pensar en una mujer, hijo mío? —dijo alargando el brazo y cogiéndole suavemente la mano. Alejandro no la apartó—. Es algo que se hace en un momento y el deber del rey queda cumplido. Tienes que pensar también en tu propia seguridad, pues ¿cuántos reyes de Macedonia no han caído en combate sino a manos de subditos perversos? Un asesino dudará ante el magnicidio por temor a la venganza del heredero.
—Me vengarán mis hermanos.
Sabía que no era así y las palabras salieron mortecinas de sus labios. Eurídice tuvo que reprimir las ganas de reír, aunque su risa hubiese en seguida degenerado en llanto histérico.
—¿Pérdicas te vengaría? —inquirió, sin tratar de ocultar el desdén en sus palabras—. ¿Pérdicas…? Oh, me parece que quien tuviese la audacia de asesinarte se confiaría a Pérdicas, puesto que tu sucesor sería Pérdicas.
Aguardó a ver si él pronunciaba el nombre de Filipo, pero Alejandro callaba. De momento, a los dos les convenía olvidar su existencia.
—Ya lo consideraré —dijo, en un tono de voz que daba a entender que ya había desechado el pensarlo.
—Considéralo, hijo mío. Considera lo que puedes ganar con unas pocas horas en brazos de una mujer…
Alejandro sonrió, mostrando los dientes de modo que su sonrisa pareció en cierto modo una amenaza.
—¿Y qué ha ganado, madre, el primo Tolomeo en tus brazos?
Praxis era un joven afeminado, vicioso y ruin, con nada recomendable salvo una noble cuna y un hermoso trasero. Con una persona así únicamente podían satisfacerse los apetitos más groseros y, por ello, no fue de extrañar que, tras un breve encaprichamiento, Alejandro le despidiera no sin que, naturalmente, ignorase el peligro que representaban los amantes desdeñados. Ni siquiera se le disuadió de que permaneciese en la corte, en la que se mostraba mohíno como una mujer, reconcomiéndose en su orgullo herido, por lo que Tolomeo en seguida lo juzgó útil instrumento para sus ambiciones, seduciéndolo sin dificultad.
Una sola noche bastó a Tolomeo para convencerse de que había elegido bien, ya que Praxis se sometía a cualquier deseo y soportaba toda clase de depravaciones —de hecho, parecía disfrutar cuando se le trataba con desprecio y brutalidad— a condición de hacerle creer que suscitaba una encendida pasión. Los dioses le habían gastado una broma dándole cuerpo de hombre, pues tenía la naturaleza de una ramera y abría sus nalgas con angélica fruición a cualquier empleo que quisiera dárseles.
—Praxis, amado mío, de corazón de esclavo, lleno de rencor y serviles celos, qué ser tan repugnante eres —musitó Tolomeo cuando, en plena noche, decidido a remojarse el gaznate con un par de tragos de vino, se sentó en la cama y miró al cuerpo dormido que tenía a su lado—. Y qué estupendamente sirves a mis propósitos.
Y, mientras bebía el vino a oscuras, sintió un estremecimiento mezcla de miedo y euforia, pues sabía que tenía arrestos para hacer cualquier cosa que conviniese a aquella inconmensurable ambición que brillaba como un rescoldo dentro de su alma, consumiendo cualquier otra cosa que pudiese lucir más; su audacia le abrumaba y le fascinaba a la vez.
Quizás fuese en momentos como aquél, hallándose a solas consigo mismo, cuando mejor entendía la magnitud de los riesgos que estaba dispuesto a arrostrar y que ya estaba corriendo, para obtener lo que deseaba como ningún hombre había deseado con tal pasión. ¿Qué era la carne —e incluso la propia vida— comparada con la fascinación del poder? El ansia de poder podía transformarlo todo, convirtiendo su propio pavor, considerando que tentaba a la muerte, en un placer casi sensual.
Desde luego, a él le había transformado, pues Tolomeo vivía en la corte desde que había nacido. Arquelao, su abuelo, era rey en aquella época, un hombre vano y jactancioso; segundo hijo de su segundo hijo, Tolomeo le recordaba muy bien: sus carcajadas que hacían temblar las paredes, el olor de su barba. Era la clase de hombre que parece atraer hacia sí el desastre. Desastre que al final se produjo. Uno de sus nobles, un tal Crataeas, le había asesinado por romper el compromiso matrimonial con una de las princesas.
Siguieron ocho años de caos durante los cuales Tolomeo se había hecho adulto. Orestes, hijo de Arquelao, le sucedió en el trono y siguió igual destino, asesinado por su tío Aeropo, quien usurpo el trono y reinó unos años hasta su muerte. Luego, fueron proclamados otros dos reyes que murieron asesinados entre un invierno y el siguiente, primero el segundo hijo de Arquelao, Amintas el Pequeño, padre de Tolomeo, y después Pausanias, hijo de Aeropo.
Y luego, cuando los macedonios en edad militar se reunieron para elegir rey, Tolomeo, con aquella implacable clarividencia propia de los nacidos para gobernar, vio en seguida que no tenía posibilidades de suceder a su padre —pues era poco menos que un niño, y los macedonios querían un rey fuerte que pusiese fin a aquella carnicería y decadencia— y que presentarse como candidato sólo le habría servido para quedar marcado como un joven ambicioso y peligroso, la clase de jóvenes que más temen los nuevos reyes y a los que más pronto hallan pretexto para ajusticiar. En consecuencia, fue de los primeros en mostrarse partidario de Amintas, hijo de Arrideo.
Pausanias había dejado un hijo del mismo nombre, un niño pegado aún a las faldas de la madre, quien contaba con partidarios para nombrarle rey, dejando las riendas del estado en manos de un regente. Pero un rey niño es una tentación al asesinato y al caos, y, cuando Tolomeo se puso en pie, golpeando la espada contra el peto para llamar la atención, una gran mayoría de los macedonios optaron por escucharle.
—¿Hasta cuándo hemos de soportar que la nación se deshaga y sea destrozada por nuestros enemigos? —gritó—. No nos busquemos la destrucción, elijamos por una vez a un rey cuya ascendencia no esté manchada por la sangre de la traición. Hay entre nosotros un descendiente de los argeadas, adulto, de demostradas capacidades…
Al final, por supuesto, no había habido otra elección y el mérito de Tolomeo había sido verlo un poco antes que nadie.
Y había persistido en demostrar que su lealtad iba más allá de unas simples palabras oportunas en la asamblea. Cuando los ilirios obligaron al nuevo rey a marchar al exilio, Tolomeo le acompañó, negoció con los tesalios ayuda militar, y sirvió de capitán de la caballería durante la campaña de un año por la que se recuperó Pela y el trono de Amintas.
Había tenido su recompensa, pues el señor de Macedonia fue generoso y le concedió tierras, honores, cargos importantes y su única hija por esposa. Pero para él no era bastante.
Tolomeo, hijo y nieto de reyes, sólo sabía preguntarse por qué tenía que haber otro hombre por encima de él; sus pretensiones dinásticas eran buenas o mejores, ya que, en definitiva, el abuelo de Amintas había sido el último hijo del viejo rey Alejandro. Pero Tolomeo era el sirviente y Amintas el amo.
Y así fue como Tolomeo urdió su venganza. Primero había seducido a la principal consorte del rey y madre del heredero; ganándose arduamente su entrepierna para enloquecerla y cegarla a todo lo demás. Y ahora, muerto Amintas, se disponía a deshacerse de los príncipes.
El asunto de Filipo había sido un golpe maestro: el muchacho muere siendo rehén de los ilirios y Alejandro, obnubilado por la ira y el remordimiento, declara la guerra a Bardilis, resulta vencido y muere en combate. Alejandro es terco y valiente hasta la locura, ¿cómo no va a perecer? Nada más fácil de lograr.
Y después, desde luego, habrá que comprar la paz con los ilirios… Pero Tolomeo ya había establecido las condiciones con Pleuratos, el ambicioso nieto de Bardilis, hombre con el que es posible entenderse. Macedonia pierde las provincias septentrionales y paga un fuerte tributo anual, pero bien valía la pena un reino menguado con tal de hacerse con él.
En cuanto a Pérdicas, el último hijo de Amintas, aún era muy pequeño para tener derecho al trono y haría falta un regente, y ¿quién mejor que su cuñado Tolomeo?
Y con el tiempo, una vez que Pérdicas hubiera dejado este mundo por algún lamentable accidente —era proverbial la mala suerte de los hijos de Amintas—, ¿a quién elegirían los macedonios para sucederle en el trono, sino a su cuñado Tolomeo?
Sería muy sencillo, con tal de que Pleuratos cumpliera lo estipulado con aquel mocoso de Filipo…
La primera vez que Bardilis oyó a Filipo llamar «ilirios» a sus apresadores, le corrigió de inmediato. «Somos dardanios. Puede que los macedonios no den importancia a la diferencia, pero nosotros sí. Los ilirios pertenecen a varias naciones, pero nosotros somos hegemónicos. Un tebano no se tomaría a cumplido que le llamases “beocio”. Lo mismo sucede con nosotros».
Y Filipo descubrió en seguida que los dardanios tenían obsesión por la guerra. No pensaban en ella como instrumento de la política, ni eran una raza castrense como los espartanos, pues les importaba un bledo la disciplina moral de la guerra que los espartanos incorporaban a su vida cotidiana, convirtiéndola así en algo casi noble. No, era inverosímil que la mentalidad dardania hubiese concebido semejante concepto. Las ideas de gloria, servicio y disciplina carecían de sentido para ellos; ellos se guiaban por un ideario de bandidos sin escrúpulos ante nada. La única virtud que reconocían era el valor, del que no carecían, pero, aparte de eso, su concepto de la guerra era infantil: una especie de juego, un juego llevado a sus últimas consecuencias, en el que heridas y muerte constituían el riesgo y el estupro y el pillaje el premio.
Eso era exclusivamente para los dardanios el no va más de la existencia.
Pese a todo, no son los hombres más inteligentes y bondadosos los de compañía más interesante, sobre todo para un mozo, y a Filipo le complacía enormemente vivir en aquella nación de rufianes.
Casi todos los nobles dardanios hablaban algo de griego, y Filipo aprendió en seguida un centenar de vocablos de la lengua vernácula, lo que le permitía desenvolverse bien hasta con la gente del común, que no tenían escrúpulos en acoger como a uno de ellos a aquel príncipe extranjero descendiente de su rey, que montaba a caballo tan bien como ellos y no parecía sentir miedo de nada. Filipo estaba a sus anchas; le agradaba aquella sociedad y, sobre todo, le encantaba la bárbara euforia de las maniobras de caballería.
Los soldados hacían instrucción, algo que todo soldado detesta; pero los dardanios no eran auténticos soldados y sus maniobras de guerra eran poco disciplinadas y muy divertidas: un simple juego en el que todos participaban con profundo entusiasmo de niños.
En los primeros días del invierno, cuando la llanura que se extendía ante la ciudad se hallaba cubierta tan sólo con dos o tres palmos de las primeras nevadas, efectuaban batallas ficticias con lanzas con la punta envuelta en tela, cargando unos contra otros en largas filas de caballería, gritando desaforadamente. En su avance al galope por la nieve en polvo, los potentes caballos levantaban nubes que casi les tapaban y los jinetes que corrían la suerte de ser desarzonados solían levantarse riendo, escupiendo a veces sangre y dientes rotos y limpiándose el hielo de la barba.
Era la guerra sin la fría amenaza de la muerte. Y, en definitiva, ¿qué sabía Filipo de la muerte? El juego le llenaba de un extraño júbilo que anulaba cualquier temor o abatimiento y le hacía sentirse inmortal. Cabalgaba todo el día sin parar hasta que los flancos de Alastor quedaban cubiertos de espuma y sudor.
Las dos primeras veces, los dardanios le dejaron unirse a su juego, considerándole aún extranjero y tratándole con esa deferencia condescendiente que se aplica a los niños, pero en seguida vieron que el «niño macedonio», por muchas veces que se le derribara, siempre volvía a montar. No era cobarde ni débil, y aceptaba con buen talante sus carcajadas. Y, además, era incansable; al tercer día dejaron de llamarle niño y muy pronto, en cuanto captó el intríngulis de aquella modalidad de guerra, la vista de «Filipo de Macedonia» montado en su gran corcel negro, cargando a galope tendido, con la punta de la lanza buscando el blanco de sus corazones, bastaba para suscitar un estremecimiento de terror en jinetes que ya hacían incursiones en las tierras fronterizas de su padre antes de que él naciera.
Pasaban toda la tarde dedicados al maravilloso juego y luego volvían todos a casa a bañarse, desentumecerse, beber vino y mostrarse las heridas, alardeando de cómo se las habían hecho. En ello, hallaba Filipo gran placer y orgullo, pues entre aquellos dardanios se veía aceptado como un hombre más. Su mocedad había concluido de una vez por todas.
No obstante, aunque los dardanios le trataban como a uno de ellos, seguía siendo su prisionero, pues el perro guardián de Bardilis, el llamado «Zolfi», nunca se alejaba de él. Siempre que regresaban a la ciudad, a Filipo le bastaba con bajar la vista al suelo para ver la sombra del caballo de su guardián. Y no le costaba recordar la recomendación de Alejandro: «Cuando estés allí, no te olvides de tener los ojos bien abiertos». Sí, sus ojos, cuando miraban los adarves y torres de las murallas, eran los de un enemigo.
«Construyen sus fortificaciones de manera descuidada», pensó. «Creen que no van a necesitarlas… pues no conciben que nadie ose traer la guerra ante sus murallas. De esta ciudad me apoderaba yo en una mañana».
Y, con su imaginación, la conquistaba casi en un abrir y cerrar de ojos. Veía las murallas derruidas y columnas de humo sobre los edificios derribados y saqueados, al viejo Bardilis, llegándose como un penitente para suplicar por la vida de sus subditos; qué cara pondría al ver a su biznieto sonriéndole bajo el casco de bronce de general.
Pero también recordaba Filipo el desfiladero rocoso que daba entrada al valle y lo fácil que era defenderlo con un puñado de hombres contra todo un ejército. Allí el número sólo adquiría importancia por el hecho de que los cadáveres taponarían la entrada.
Se juró que encontraría algún pretexto para echar un vistazo a la posición. Quizás hubiese algún punto débil en el que no había reparado.
Taloneó a Alastor para apretar el paso, resistiendo a la tentación de mirar atrás. Zolfi no podía leer sus pensamientos, pero una simple mirada podía traicionarle.
Dentro de las murallas, le sorprendió encontrar a la pequeña Audata, sentada tranquilamente en el amplio brocal de la cisterna vacía, abrigándose las rodillas con los brazos como protegiéndose del viento del atardecer que comenzaba a levantarse. Era la primera vez que la veía desde la noche de su llegada.
Sin mirarle realmente, alzó el rostro de un modo que daba a entender que pretendía que la viera. Y, efectivamente, Filipo reparó en ella, pues tenía cara de mujer más que de niña. Una cara preciosa, pensó, con pelo color bronce y pómulos marcados que le conferían un delicado carácter felino; quizás fuese eso lo que daba la impresión de una sensualidad latente, y Filipo no pudo evitar recordar cómo lo había besado. Sonrió al recordarlo y, de pronto, se sintió incómodo.
—¿No tienes frío? —le preguntó, inclinándose hasta casi quedar tumbado sobre el cuello del caballo.
Ella clavó en seguida sus ojos azul gris en él, como si no le hubiese oído.
—¿Tú serás rey?
Él debió mostrarse sorprendido, porque la niña repitió la pregunta.
—Filipo, ¿tú serás rey? Mi bisabuelo me ha dicho que algún día seré esposa de un gran rey.
—Sería malhadado que los macedonios tuvieran que elegirme, porque tengo dos hermanos mayores —contestó él riendo, aunque, de pronto, su distancia a la sucesión, que nunca le había preocupado, la sintió casi como algo doloroso.
—Cosas más raras han sucedido —dijo ella—. A lo mejor sí que acabas siendo rey.
Casi detrás de él, Filipo oyó una sarta de maldiciones —aunque no entendió una sola palabra, estaba seguro de que lo eran— y, con una especie de sobresalto, cual si despertase a la fría realidad, Audata se bajó del pretil y desapareció de su vista. Un jinete se acercó al caballo de Filipo. Era Pleuratos. Se le quedó mirando un instante en silencio, como maldiciéndole, y luego dio media vuelta y se alejó.